TERCERA SECCION — EL ALMA
CAPITULO UNO
COMO SER LIBRES DEL PECADO Y DE LA VIDA DEL ALMA
COMO SER LIBRADOS DEL PECADO
La base sobre la cual los creyentes son librados del pecado se halla en Romanos 6. Dios preparó esta libertad para todos los creyentes; así que, todos pueden recibirla. Debemos recalcar que en el mismo momento en que un pecador recibe al Señor Jesús como su Salvador y es regenerado, puede tener la experiencia de ser librado del poder del pecado. No tiene que esperar un largo período ni tiene que pasar por muchos fracasos para poder recibir estas buenas nuevas. Debido a que muchos creyentes han escuchado un evangelio incompleto o no están dispuestos a recibir el evangelio completo u obedecerlo incondicionalmente, tienen que esperar mucho tiempo para poder recibir el evangelio de Romanos 6. Realmente ésta es una bendición de la cual pueden participar todos los creyentes recién nacidos. Examinemos nuevamente lo que recibimos mediante la muerte y resurrección de nuestro Señor Jesús.
Romanos 6 comienza pidiéndonos que recordemos, no que esperemos. Dice que prestemos atención a lo que ya recibimos. El versículo 6 dice: “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con El para que el cuerpo de pecado sea anulado, a fin de que no sirvamos más al pecado como esclavos”. Este versículo nos muestra tres personas: el pecado (singular en el griego), el viejo hombre y el cuerpo.
Hay una gran diferencia entre estos tres. Cada uno de ellos tiene una acción diferente en cuanto al pecado. El pecado al que se alude aquí, es conocido comúnmente como la raíz del pecado. La Biblia nos dice que anteriormente éramos esclavos del pecado, es decir, el pecado era el amo. Al cometer pecados, sabemos que el pecado primeramente ejerce su poder sobre nosotros y después nos esclaviza. Continuamente ejerce su poder a fin de retenernos para que al obedecer a nuestro viejo hombre pequemos. El viejo hombre está compuesto de todo lo que recibimos en Adán. Si deseamos saber qué es el viejo hombre, sólo necesitamos saber qué es el nuevo hombre. Todo lo que no es del nuevo hombre, pertenece al viejo hombre. Nuestro nuevo hombre se compone de todo aquellos que recibimos de nuevo el día que fuimos regenerados. Así que, el viejo hombre incluye todas las cosas de nuestra personalidad que no pertenecen al nuevo hombre. El viejo hombre es nuestra persona, nuestra vieja personalidad y todo lo viejo. Es por causa del viejo hombre que pecamos. A él le encantan los pecados y está sujeto al poder del pecado.
El cuerpo de pecado es nuestro cuerpo, el cual es usado como un títere en el momento de pecar. Es la parte física del hombre. El hecho de que sea llamado “cuerpo de pecado” indica que está sometido al poder del pecado, que está lleno de la lujuria del pecado y que el pecado se expresa por medio de él. De no ser así, el pecado sería solamente un poder invisible.
El pecado es el poder que nos arrastra a pecar. El viejo hombre es la parte mental que recibimos de Adán, mientras que el cuerpo de pecado es la parte física que recibimos de él. Por lo tanto, en la experiencia de pecar se tiene la siguiente secuencia: primero el pecado, luego el viejo hombre y, por último, el cuerpo. El pecado ejerce su poder para atraer, impulsar y forzar al hombre a cometer pecados. El viejo hombre se deleita en pecar, está de acuerdo con el pecado, se inclina hacia él y, por eso, conduce el cuerpo a pecar. El cuerpo es el títere exterior que lleva a cabo el pecado. Así que, cada vez que una persona peca, ese pecado es el resultado de la colaboración de estos tres. Se tiene la opresión por parte del poder del pecado, la inclinación del viejo hombre, y la realización por la acción del cuerpo.
¿Qué debe hacer una persona que quiera ser librada del pecado? Algunos dicen, basándose en la experiencia que acabamos de mencionar, que si alguien desea vencer el pecado, primeramente debe anular al pecado desde la raíz, ya que la maldad procede del pecado. Debido a tal razonamiento surgió la doctrina de la erradicación del pecado. Ellos piensan que si la raíz del pecado puede arrancarse, el hombre ya no pecará más y llegará a ser santo. Otros afirman que si alguien quiere vencer al pecado, basta con someter al cuerpo, ya que ésa es la parte del hombre que comete el pecado. Como resultado surgió en la iglesia un grupo de ascetas que utilizaron toda clase de métodos para reprimirse. Pensaban que si podían vencer la concupiscencia de sus cuerpos, serían santos. Realmente, ése no es el método de Dios. Romanos 6:6 nos muestra claramente Su camino. El deseo de Dios no es desarraigar al pecado por dentro ni reprimir al cuerpo por fuera. El le pone fin al viejo hombre, el cual está en medio de los otros dos.
LOS HECHOS DE DIOS
Cuando el Señor Jesús fue a la cruz, no sólo llevó nuestro pecado, sino que también nos llevó a nosotros y nuestro ser. Nuestro viejo hombre ya fue crucificado. Este es un hecho cumplido. Por lo tanto, el apóstol nos dice: “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con El”. Esto significa que nuestro viejo hombre fue clavado en la cruz con El una vez y para siempre. Así como la crucifixión de Cristo es un hecho cumplido, igualmente lo es la crucifixión de nuestro viejo hombre (con El). Nadie duda que Cristo fue crucificado. ¿Por qué entonces dudamos que nuestro viejo hombre haya sido crucificado?
Muchos creyentes han escuchado la verdad de la cocrucifixión, que consiste en que fuimos crucificados juntamente con El, pero tal vez por falta de revelación de parte de Dios o por falta de fe, piensan que ellos mismos deben morir y deben hacer todo lo posible por crucificarse. Además, enseñan a los demás a hacer lo mismo. Sin embargo, el resultado es que no tienen la fuerza para ser librados del pecado. A pesar de lo que hagan, sienten que el viejo hombre no está muerto.
Esto es un gran error. La Biblia nunca nos dice que nos crucifiquemos a nosotros mismos. Por el contrario, lo que la Biblia nos enseña es que no depende de nuestra crucifixión, pues cuando Cristo fue a la cruz, también nos llevó allí para ser crucificados juntamente con El. La Biblia no nos muestra que desde este momento debemos empezar a crucificar nuestro viejo hombre, sino que nuestro viejo hombre ya fue crucificado con el Señor Jesús. No hay necesidad de buscar otros pasajes en las Escrituras; basta con leer Romanos 6:6: “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con El”. No hay la más mínima sugerencia de que debamos crucificarnos a nosotros mismos, ni hay indicación alguna de que el logro de esta crucifixión se deba aplicar en el futuro. Se afirma, sin ambigüedad, que estamos crucificados con Cristo, y esta crucifixión conjunta es un hecho ya logrado.
He ahí el resultado de la frase más preciosa de toda la Biblia: “en Cristo”. Ya que estamos en Cristo, unidos con El, cuando El fue a la cruz, nosotros fuimos en El; fue crucificado, nosotros también lo fuimos. ¡Cuán maravilloso es estar en Cristo!
Ninguna verdad que entendamos sólo intelectualmente nos capacitará para resistir las tentaciones. La revelación del Espíritu Santo es absolutamente indispensable. El Espíritu de Dios debe darnos una revelación para que podamos saber que estamos en Cristo y unidos a El. Esta revelación hará que veamos claramente que nuestro viejo hombre fue crucificado con El puesto que estamos en El. Esto no es una comprensión mental, sino una revelación del Espíritu Santo. Una vez que una persona recibe la revelación de parte de Dios, esta verdad espontáneamente llega a ser poderosa en él y le da la capacidad de creer. La fe proviene de la revelación, pues sin ella no hay fe. Muchas personas, por no tener revelación, carecen de la fe viva y sólo poseen un entendimiento mental. Hermanos, oremos pidiéndole a Dios que nos dé revelación para que podamos verdaderamente decir que sabemos “que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con El”.
¿Por qué razón fue crucificado nuestro viejo hombre? “Para que el cuerpo de pecado sea anulado”. La versión china de la Biblia traduce esta expresión con el sentido de “que el cuerpo pecaminoso sea destruido”, lo cual no es exacto. No es “cuerpo pecaminoso”, sino “cuerpo de pecado”. Y no debe traducirse “destruido”, sino “anulado” o “paralizado” o “desempleado”.
Anteriormente, cuando el pecado estimulaba nuestro viejo hombre, éste respondía y, en consecuencia, el cuerpo llevaba a cabo los pecados. Ahora, pese a que el pecado todavía incita al hombre viejo como solía y a que todavía impone su poder, debido a que el viejo hombre fue crucificado y el nuevo hombre tomó su lugar, el pecado no puede tentar a este hombre. Debido a que es un nuevo hombre, ya no es el viejo hombre que estaba de acuerdo con el pecado y que conducía al cuerpo a pecar. Ya que el viejo hombre fue crucificado, el cuerpo de pecado quedó desempleado y sin nada que hacer. Originalmente el oficio del cuerpo era pecar; ahora no puede pecar más. Por lo tanto, quedó imposibilitado. Alabado sea el Señor, pues esto es lo que El preparó para nosotros.
¿Por qué Dios hizo que nuestro viejo hombre fuera crucificado juntamente con Cristo e hizo que nuestro cuerpo quedara anulado? Su propósito era que ya no fuéramos esclavos del pecado. Como Dios hizo esto, de ahora en adelante no tenemos que obedecer al pecado
ni estar bajo su opresión ni estar atados por el poder del pecado. El pecado ya no puede ser nuestro amo. ¡Aleluya! Verdaderamente debemos alabar a Dios por esto.
DOS CONDICIONES
¿Cómo podemos entrar en estas bendiciones? Hay dos puntos muy importantes. El primero se menciona en el versículo 11: “Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús”. He aquí una descripción de la fe. Dios declara que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Cristo, y nosotros creemos Su Palabra y nos damos por muertos. ¿Cómo morimos? “Consideraos muertos al pecado”. Dios declara resucitamos juntamente con Cristo; así que creemos Su Palabra y nos consideramos vivos. ¿Cómo vivimos? “Consideraos .... vivos para Dios”.
Este reconocimiento no es otra cosa que creer en Dios según Su Palabra. El dice que nuestro viejo hombre fue crucificado, y nosotros reconocemos que nuestro viejo hombre ya murió. Dios dice que estamos vivos, así que nosotros nos consideramos vivos. El error de muchos es que quieren sentir, ver y experimentar, antes de creer la Palabra de Dios; sólo después de sentir o ver o experimentar algo entonces creerán que es cierto lo que Dios dijo de la crucifixión del viejo hombre. No saben que lo que Dios hizo ya está hecho en Cristo. Mientras creamos Su Palabra y demos por hecho que lo que El hizo es verdadero, el Espíritu Santo nos conducirá a la experiencia. Su Espíritu hará que lo que está en Cristo fluya en nosotros.
En el versículo 13 se menciona otro punto: “Ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como armas de injusticia, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como armas de justicia”. He aquí una descripción de la consagración, lo cual también es una parte muy importante. Si tenemos algo y no queremos soltarlo, aunque Dios desea que lo soltemos, el pecado tendrá dominio sobre nosotros; y nuestro “reconocimiento” será inútil. Si Dios quiere que hagamos algo, que vayamos a algún lugar o que hablemos de El, pero no queremos presentar nuestros miembros como armas de la justicia de Dios, no podemos ser liberados del pecado. Si no queremos abandonar algo y nos resistimos, es posible que el pecado vuelva a gobernarnos. Naturalmente, en tal condición, no tendremos poder para creer en la Palabra de Dios y considerarnos muertos. Si no nos damos por muertos, y nuestra fe se detiene, aunque estemos en Cristo en posición, nuestra conducta no estará en Cristo ni permaneceremos en el Señor como se describe en Juan 15, y tampoco experimentaremos el hecho de que ya fuimos crucificados, puesto que esto sólo es posible en Cristo.
Considerarse muerto y consagrarse deben ser experiencias específicas. Deben ser tan específicas como recibir al Señor Jesús como nuestro Salvador. Si no pasa de ser un entendimiento mental, sin la fe y sin la consagración específicas, entonces no es posible tener tal conducta.
Siempre que somos derrotados, indiscutiblemente podemos decir que se debe a que no tuvimos fe o a que no obedecimos. Fuera de estas dos, no hay otra razón. Si tenemos un fracaso, el problema radica en una de estas o en ambas. Debemos aprender a vivir por la fe en Cristo, sin mirarnos a nosotros mismos, ni pensar en nosotros mismos, ni ocuparnos en
nada que no sea Cristo. Debemos aprender constantemente a creer que estamos en Cristo y que todos los hechos que hay en Cristo son verdaderos. Al mismo tiempo, debemos mantener nuestra consagración mediante el poder de Dios. Debemos contar todas las cosas como basura. No existe nada sobre la tierra que no podamos abandonar por causa del Señor. No hay nada que debamos reservar para nosotros mismos. Todo lo que Dios pida de mí, no importa cuán difícil sea, ni cuánto esté en contra de la carne, mi corazón siempre estará dispuesto. Ningún precio es demasiado alto cuando se trata de Dios. No me preocupa ningún sacrificio, mientras pueda agradarlo. Cada día aprenderé a ser un hijo obediente.
Si tenemos esta fe y esta consagración, ¿cuál será el resultado? La Palabra de Dios es muy clara y nos lo dice en el versículo 14: “El pecado no se enseñoreará de vosotros”.
LA RELACION ENTRE EL PECADO Y EL CUERPO
Cuando el creyente entiende la verdad de que fue crucificado juntamente con Cristo, y tiene la experiencia de haber sido librado del pecado, entra en una etapa muy peligrosa. Si en esta situación tiene la debida instrucción, y confía en el Espíritu Santo para que aplique la obra profunda de la cruz en él, entonces, podrá tener la experiencia de permanecer completamente en el espíritu. Pero si se conforma, pensando que tener una vida que vence al pecado es la vida más elevada y no permite que la cruz ponga fin a su vida anímica, entonces permanecerá en la esfera del alma creyéndola una experiencia del espíritu. Aunque su viejo hombre ya llegó a su fin, su vida anímica no ha sido eliminada por la cruz. La voluntad, mente y la parte emotiva de dicha vida están activas y sin ninguna restricción, por lo tanto, la experiencia de un creyente así, sigue siendo de la carne.
Necesitamos saber hasta qué punto la liberación del pecado ha afectado nuestro ser; así sabremos qué es lo que ha llegado a su fin y qué sigue vivo todavía. Debemos saber en especial que el pecado está particularmente relacionado con nuestro cuerpo. Al contrario de muchos filósofos, nosotros no pensamos que el cuerpo sea intrínsecamente malo, pero admitimos que el cuerpo es la esfera donde el pecado gobierna. Vemos en Romanos 6:6 que el Espíritu Santo llama a nuestro cuerpo el cuerpo de pecado, porque antes de experimentar la operación de la cruz y antes de que presentemos a Dios nuestros miembros como armas de justicia, nuestro cuerpo simplemente es el cuerpo de pecado. Antes de que nos consideráramos muertos al pecado y presentáramos nuestro cuerpo a Dios, el pecado poseía nuestro cuerpo y era su amo. Nuestro cuerpo es la fortaleza del pecado, su instrumento y guarnición. Por consiguiente, no hay otro término más apropiado que “el cuerpo del pecado”.
Si leemos cuidadosamente la porción de Romanos 6 al 8, que nos habla de ser libres del pecado, veremos qué relación hay entre el cuerpo y el pecado. Además, veremos que la salvación plena consiste en salvar nuestro cuerpo hasta que sea totalmente libre de la obra y el servicio del pecado, y presente sus miembros a Dios.
El apóstol nos dice en el capítulo seis: “Para que el cuerpo de pecado sea anulado” (v. 6). “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a las concupiscencias del cuerpo” (v. 12). “Ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado
como armas de injusticia, sino presentaos vosotros mismos ... y vuestros miembros a Dios como armas de justicia” (v. 13).
De nuevo, Dios habla por medio del apóstol con respecto al cuerpo en el capítulo siete. “Las pasiones por los pecados ... obraban en nuestros miembros” (v. 5). “Pero veo otra ley en mis miembros ... que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros” (v. 23). “¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte? (v. 24)
La voz del Espíritu Santo es muy clara en el capítulo ocho. “El cuerpo está muerto a causa del pecado” (v. 10). “Vivificará también vuestros cuerpos mortales” (v. 11). “Mas si por el Espíritu hacéis morir los hábitos del cuerpo, viviréis” (v. 13). “La redención de nuestro cuerpo” (v. 23).
Después de leer estos versículos, debemos saber que Dios presta mucha atención a nuestro cuerpo. Esto se debe a que el cuerpo es la esfera de lasactividades del pecado. El hombre es esclavo del pecado porque su cuerpo es títere de éste. Pero en el momento en que su cuerpo queda sin oficio para el pecado, la persona deja de ser su esclavo. Un hombre es librado del pecado, cuando su cuerpo es libre del poder y la fuerza del pecado.
Por esto, “nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con El, para que el cuerpo de pecado sea anulado”. La crucifixión del viejo hombre hace que el cuerpo quede libre del dominio del pecado. El viejo hombre, que es el colaborador del pecado, fue crucificado. Ahora, el nuevo hombre ocupa la posición que anteriormente tenía el viejo hombre. Ahora el Espíritu de Dios vive en nosotros. Aunque el pecado todavía está presente, su poder sobre el cuerpo fue destruido. Debido a la crucifixión del viejo hombre, el pecado ya no puede usar el cuerpo. Sin el viejo hombre como intermediario, el pecado no puede usar al cuerpo directamente.
Debemos recordar que somos libres del pecado solamente cuando nuestro cuerpo es librado. (Por supuesto, todavía tenemos que esperar hasta la redención completa en el futuro para ser libres de la presencia del pecado.) La vida natural, la vida anímica, por la cual vivimos, no ha sido quebrantada. Si consideramos la vida que vence el pecado como la vida más elevada, entonces juzgamos que la parálisis del cuerpo es la vida más elevada y habremos olvidado que además de nuestro cuerpo de pecado, todavía existe el alma natural y la vida anímica. Esta vida debe ser quebrantada, al igual que el cuerpo. Si un creyente solamente sabe que el cuerpo fue anulado (lo cual es maravilloso), pero no sabe cómo negarse a su vida anímica, su experiencia espiritual será superficial y no obtendrá mucha profundidad.
Ya dijimos que el yo (el alma) todavía es muy activo en la obra de Dios. De hecho, aunque el cuerpo está inactivo, la vida del alma sigue bastante activa. Aunque esta vida está escondida en el yo, tiene diferentes expresiones externas. La vida del alma comprende por lo menos, tres partes principales, la voluntad, la mente y la parte emotiva. Cuando los creyentes viven de acuerdo con la vida del alma, algunos se inclinan hacia la voluntad, otros hacia el intelecto, y otros hacia las emociones. Algunas veces se inclinan hacia una parte, y otras hacia otra. Aunque las manifestaciones externas son significativamente diferentes debido a las diferencias entre la voluntad, la mente y la parte emotiva, en
realidad, son las mismas ya que todas ellas pertenecen al alma. Para aquellos que se inclinan hacia la voluntad, el centro de su vida son sus preferencias personales, y no están dispuestos a obedecer la voluntad de Dios. Los que se inclinan hacia la mente, planean su rumbo según su propia sabiduría, en lugar de seguir calladamente la dirección del Espíritu Santo en su intuición. Por otro lado, los que se inclinan hacia las emociones, van en busca de placeres en sus sentimientos, considerando que ésa es la vida suprema. Pero si los creyentes andan de acuerdo a su vida anímica, no importa cuál sea su inclinación, tendrán una cosa en común, que viven mediante el poder del yo. El poder del yo constituye toda la fuerza natural que los creyentes poseían aún antes de creer en el Señor, sean talentos, habilidades, elocuencia, inteligencia, carisma, entusiasmo u otra cualidad. Con respecto a los creyentes que andan según la vida de su alma, debemos saber que, en principio, la vida anímica es la fuerza natural del yo, y en manifestación, dicha vida tiene tres diferentes expresiones: la rebeldía, la obstinada, el engreimiento y la búsqueda de placeres. Si un creyente vive por la vida del alma, valiéndose de su energía, inevitablemente tendrá estas tres expresiones. Si no avanza y no hace morir la vida de su alma, entonces nutrirá su vida anímica, lo cual no agrada a Dios, y perderá el fruto del Espíritu Santo.
EL ALMA COMO VIDA
Ya se dijo que el alma es nuestra vida inherente y que es el poder que hace posible que vivamos, que poseamos un ser y que existamos. (Todo esto se refiere a la carne). Nuestra alma es nuestra vida. La expresión “ser viviente” que aparece en Génesis 1:21 y 24, en el idioma original son la misma palabra que se traduce “alma”; por lo tanto, el alma es la vida que los hombres tienen en común con los animales. Esta vida es la vida inherente del hombre. Antes de que fuéramos regenerados, vivíamos sobre la tierra mediante esta vida; ésta es la vida que todos los hombres poseen. En el idioma griego [en el cual se escribió el Nuevo Testamento] la palabra traducida alma es psique, y denota la vida animal. La vida del alma es la clase de vida que hace que el hombre sea un ser viviente. La vida anímica pertenece a la esfera natural. Esta vida no es necesariamente pecaminosa, puesto que muchos creyentes ya vencieron los pecados por medio de la crucifixión de su viejo hombre juntamente con Cristo. Sin embargo, sigue siendo natural. Esta vida es la vida del hombre; por eso es muy humana. Esto es lo que hace que un hombre sea un hombre. Su vida es totalmente la vida de hombre, ya sea buena, amable o humilde; pero de todos modos, sigue siendo humana.
Esta vida es completamente distinta de la nueva vida que el Espíritu Santo nos imparte cuando somos regenerados. El Espíritu Santo nos da la vida increada del propio Dios, una vida extraordinaria, el eterno zoe, pero la otra es sólo la vida del hombre, la vida psique.
La vida se manifiesta por medio de las acciones; es el poder dentro del hombre que hace que todos sus miembros se muevan. Las actividades del hombre son la expresión de esta vida. Ese poder invisible que está detrás de la actividad humana es el potencial latente de esta vida. Todos nosotros estamos en una manera natural incluidos en esta vida. Esta vida es nuestra vida anímica.
EL ALMA Y EL PECADO
La vida del alma proporciona el poder para ejecutar todo lo que se le ordena. Si el espíritu reina, la vida del alma de acuerdo a la dirección del espíritu, ejerce su voluntad para decidir y hacer lo que el espíritu dicta. Si el pecado es el que reina en el cuerpo, la vida del alma, de acuerdo a la tentación del pecado, ejerce su voluntad para decidir y llevar a cabo lo que el pecado desea. La vida del alma obra de acuerdo a su amo. Solamente es responsable de ejecutar órdenes. Antes de la caída del hombre, ella proveía toda su energía para la dirección del espíritu, pero después de la caída, sigue el dominio del pecado. Desde que el hombre se hizo carne, el pecado que reina en el cuerpo vino a ser la naturaleza del hombre y esclavizó al alma, que es su vida. Esto hace que el hombre en todas sus acciones, siga al pecado. Es por eso que la naturaleza del hombre es el pecado, y el alma es su vida.
Cuando hablamos de nuestra vida y naturaleza, parece que considerásemos la vida y la naturaleza como la misma cosa, pero siendo exactos, hay una distinción entre la vida y la naturaleza. Aparentemente, el término vida es más extenso que naturaleza. Toda clase de vida tiene su propia naturaleza. La naturaleza es el principio natural de la vida, es la inclinación y el deseo de la vida. Mientras aún somos pecadores, nuestra vida es el alma y nuestra naturaleza es el pecado. Vivimos por el alma y la inclinación y el deseo de nuestra vida está en conformidad con el pecado. Para ser más específico en este punto, la decisión de portarnos bien procede del pecado, y la fuerza para seguir esa decisión viene del alma. La naturaleza pecaminosa propone, y la vida del alma da la energía. El pecado trama, y el alma ejecuta. Esta es la condición de todo creyente.
Cuando el creyente recibe la gracia de la muerte substitutiva del Señor Jesucristo en la cruz, aunque desconozca el hecho de haber sido juntamente crucificado con Cristo, Dios pone Su misma vida en él, para despertar su espíritu. Esta nueva vida, trae consigo la naturaleza divina. De ahí en adelante, en el creyente hay dos vidas, la del espíritu y del alma, y dos naturalezas, la de Dios y la del pecado.
Estas dos naturalezas, la vieja y la nueva, son distintas, están en discrepancia y no se pueden reconciliar. Contienden todo el día, tratando cada una de controlar el ser del hombre en su totalidad. En esta etapa, el cristiano es un niño en Cristo y es carnal. Su experiencia durante este período es muy inconstante y dolorosa, alternando entre victorias y derrotas. Más tarde, llega a conocer la salvación de la cruz, es decir, que si por la fe considera que el viejo hombre fue crucificado con Cristo, puede ser librado del pecado, dejando a su cuerpo inactivo y tan silencioso como la muerte. Ya que el viejo hombre fue crucificado, el creyente tiene el poder de vencer el pecado, y experimenta la promesa de que el pecado no se enseñoreará de él.
En esta etapa el creyente entra en la esfera donde el pecado está bajo sus pies. Las pasiones y deseos de la carne no le atraen. En esta condición, el creyente virtualmente piensa que es completamente espiritual. Cuando mira hacia atrás, y ve a muchos creyentes enredados aún por el pecado, inevitablemente se enorgullece y piensa que llegó a la etapa más elevada y que es espiritual. En realidad, la verdad es muy distinta de lo que piensa. Aún en esta etapa, inevitablemente, él es un creyente anímico.
EL CREYENTE ANIMICO
¿Por qué un creyente es anímico? Porque aunque la cruz ha obrado y quebrantado su naturaleza pecaminosa, la vida del alma sigue presente. Aunque todos los pecados proceden de la naturaleza pecaminosa, y el alma solamente obedece su dirección para ejecutar sus órdenes, el alma, de todos modos, la heredó de Adán. Aunque el alma no está contaminada completamente, no puede evitar el efecto de la caída de Adán. Ella es natural y muy diferente a la vida de Dios. Ciertamente, el viejo hombre corrupto del creyente ya murió; sin embargo, su alma sigue siendo la fuerza de su vida. El creyente es librado de la naturaleza pecaminosa, pero la vida anímica subsiste. Por eso, no puede evitar ser anímico. Aunque el viejo hombre ya no dirige al alma, ésta sigue siendo la fuerza de su vida. Debido a que la naturaleza de Dios reemplaza la naturaleza pecaminosa, espontáneamente todas las inclinaciones, los deseos y las ideas son buenas; esta condición no es como la antigua condición inmunda. No obstante, la ejecución de todo ello sigue siendo función de la vida del alma.
Una vida que depende del alma puede llevar a cabo el deseo del espíritu por medio de la fuerza natural (terrenal), en su intento por lograr la bondad sobrenatural (divina). En palabras sencillas, el yo usa su fuerza para cumplir los requisitos de Dios. En esta condición, aunque el creyente haya vencido al pecado al practicar obras de justicia, todavía es inmaduro. No obstante, pocos están dispuestos a depender de Dios y a reconocer su debilidad, inmadurez e incapacidad. El hombre en su naturaleza humana piensa que tiene fuerza. Quien no ha sido humillado por la gracia de Dios, nunca reconocerá que no sirve para nada. Debido a esto, no tiene interés en confiar en el Espíritu Santo al hacer las obras de justicia, sino que depende de la fuerza del yo (el alma) para corregir y mejorar su conducta vieja. El peligro en este caso es que el creyente trata de agradar a Dios con su poder y no sabe cómo utilizar la vida del alma, que le fue dada por Dios y que está en él, para incrementar la fuerza de la vida del espíritu mediante el Espíritu Santo, a fin de obedecer lo que dicta la nueva naturaleza que recibió. En realidad la vida espiritual está en una etapa infantil y no ha llegado a la madurez, donde puede expresar todas las virtudes de la naturaleza de Dios. Además, no puede hacerlo. Debido a la falta de paciencia, de humildad y de dependencia de Dios, el creyente no sabe que no importa cuán buenos sean sus esfuerzos, desde la perspectiva humana, él nunca podrá agradar a Dios. En consecuencia, aplica su poder anímico y natural para cumplir los requerimientos que Dios hace a Sus hijos. Tales obras son una mezcla de lo que es de Dios con lo que es del hombre, y expresan los deseos celestiales mediante la fuerza terrenal. Puesto que los hechos y la conducta del creyente son tales, él sigue siendo anímico, y no espiritual.
Muchos no entienden lo que es la vida del alma. La vida del alma es lo que comúnmente llamamos vida del yo. Algunos cometen el gran error de no distinguir entre el pecado y el yo. Piensan que el pecado y el yo son la misma cosa. Sin embargo, tanto en la enseñanza de la Biblia como en la experiencia espiritual ellos son diferentes. El pecado es inmundo, se opone a Dios y es abominable a lo sumo; mientras que el yo no es necesariamente inmundo, ni necesariamente se opone a Dios, ni es necesariamente abominable. Por el contrario, muchas veces el yo es muy honorable, desea ayudar a Dios y es bastante
afectuoso. Por ejemplo: es muy bueno estudiar la Biblia. Sabemos que estudiar la Biblia no es pecaminoso, pero en muchas ocasiones lo hacemos con nuestros propios esfuerzos. Aunque no es pecaminoso entenderla con nuestra inteligencia propia, es obra del yo. Tampoco es pecaminoso laborar para salvar a las personas, pero hacerlo con nuestras propias ideas y métodos está lleno del yo. Sabemos que ir en pos del crecimiento espiritual no es pecaminoso, pero cuán a menudo tal búsqueda tiene su origen en el yo carnal, quizás porque no queremos quedarnos atrás, o porque el crecimiento espiritual puede darnos muchas ventajas, o quizás porque podemos obtener alguna ganancia personal. Siendo explícito, todos sabemos que hacer el bien no es pecaminoso. Sin embargo, muchas buenas obras están llenas del yo. Algunas veces las buenas obras son la bondad natural de un individuo y no lo que recibió del Espíritu Santo cuando fue regenerado. Por ejemplo, existen muchas personas que antes de creer en el Señor y ser regeneradas, eran misericordiosas, pacientes y mansas. Su misericordia, paciencia y mansedumbre son naturales, carnales y del yo, no del espíritu. Por lo tanto, aunque ellos puedan ser todas estas cosas, que no son ni pecaminosas ni pecados en sí, están llenos de las obras que hace la vida del alma. Algunas veces los creyentes llevan a cabo buenas obras por medio de sus propias fuerzas, sin depender en absoluto del Espíritu de Dios.
Estos son sólo algunos ejemplos que nos muestran la distinción entre el pecado y el yo. Si seguimos avanzando en la senda espiritual, sabremos que en muchas cosas el pecado no tiene posibilidad de ganar terreno, pero el yo puede de alguna manera llegar a manifestarse. En realidad, el yo puede mezclarse con la obra más sagrada y la vida más espiritual.
Ya que el creyente ha estado por tanto tiempo bajo la esclavitud del pecado, una vez que es liberado de su poder, considera que logró andar en el nivel más elevado, sin saber que aun después de ser librado del pecado, tiene que vencer el yo continuamente, durante toda su vida.
Después de que un creyente es librado del pecado, el peligro más grande en el que incurre es que piense que todos los elementos peligrosos que había en él ya se fueron. No sabe que aunque el viejo hombre murió al pecado y que el cuerpo de pecado ha quedado paralizado, el pecado mismo no ha muerto. Ahora, él es un monarca derrocado que agotará toda su energía, aprovechando cualquier oportunidad para recobrar su trono. Es decir, el creyente puede seguir experimentando el hecho de que es libre del pecado, pero eso no significa que ya sea perfecto, pues aún tiene que lidiar continuamente con el yo.
Es una lástima que algunos creyentes que buscan la santidad y procuran ser libres del pecado se consideran santos una vez que han logrado su objetivo. Ignoran que ser libres del pecado es sólo el primer paso de un camino victorioso en la vida espiritual. Ser libres del pecado es sólo la victoria inicial que Dios nos ha dado para que en lo sucesivo, podamos tener continuas victorias. Vencer el pecado es la puerta, y una vez que damos ese paso, ya estamos adentro. Pero el camino que debemos recorrer durante toda nuestra vida es el de vencer el yo. Después de que vencemos el pecado, Dios nos llama a vencer el yo diariamente, lo cual en la mayoría de los casos es esa parte buena de nosotros que tiene más celo y más deseos de servir a Dios.
Si el creyente sólo tiene la experiencia de haber sido librado del pecado, pero no sabe lo que es negarse a sí mismo ni lo que es perder la vida anímica, corre el peligro de usar la energía del yo, es decir, su vida anímica para llevar a cabo la voluntad y la obra de Dios, y para vivir a Dios desde su interior cotidianamente. No sabe que además del pecado existen otros dos poderes dentro de él: el poder del espíritu y el poder del alma.
El poder del espíritu es el poder de Dios, recibido por el creyente en el momento de ser regenerado. El poder del alma es el poder del yo, el cual recibió de modo natural cuando nació. Este es el poder natural que posee antes de la regeneración.
El avance del creyente para llegar a ser un hombre espiritual depende de la manera en que aborda estas dos clases de poder dentro de sí. Si rechaza el poder del alma y depende únicamente del poder del espíritu, tendrá éxito en llegar a ser un hombre espiritual. Si utiliza el poder del alma, o el poder del espíritu juntamente con el poder del alma, será un hombre anímico, un hombre carnal.
La meta de Dios es que rechacemos todo lo que provenga de nosotros, lo que somos, lo que tenemos y lo que podemos hacer; que vivamos totalmente para El, participando diariamente de la vida que está en Cristo mediante el Espíritu Santo. Si un creyente no comprende esto o no está dispuesto a obedecer a Dios en esto, en lo sucesivo vivirá para Dios mediante la vida del alma y el poder del yo, y no será una persona espiritual, sino anímica.
Por consiguiente, el creyente espiritual permite que el Espíritu Santo opere en su espíritu, recibe a la persona del Espíritu Santo para que more en su espíritu y permitiendo que la vida que le da el Espíritu Santo le suministre la fuerza o el poder necesario para su vida diaria. Apropiándose del poder del Espíritu Santo, vive en la tierra sin tratar de hacer su voluntad, sino haciendo la del Señor. No confía en su inteligencia para planear nada en el servicio de Dios. Además, la regla de su conducta es permanecer quieto en su espíritu, sin ser controlado ni afectado por sus emociones.
El creyente anímico es exactamente lo opuesto. Aunque tiene la vida en su espíritu, no obtiene el suministro vital de la vida que hay en su espíritu. En su vida diaria persiste en hacer del alma su vida y depende del poder del yo. Actúa de acuerdo con sus preferencias y no obedece a Dios en su corazón. En la obra de Dios aún utiliza su inteligencia natural para hacer sus planes, y en su vida diaria es manipulado y afectado por el estímulo de sus emociones.
El problema de las dos naturalezas queda resuelto, pero el problema de las dos vidas sigue vigente. Tanto la vida del espíritu como la del alma conviven dentro de nosotros. La vida del espíritu es en sí misma muy fuerte, pero debido a que la vida del alma está arraigada profundamente en el hombre, ésta gobierna sobre todo su ser. Si uno no está dispuesto a negarse a su vida anímica ni a permitir que la vida del espíritu se exprese y opere, ésta hallará dificultad para desarrollarse.
Esta enseñanza es extremadamente importante, ya que si el creyente se centra únicamente en el problema del viejo hombre y estima que vencer las situaciones externas o los pecados inmundos comprende la totalidad de la vida cristiana, no podrá ir más allá de su vida
anímica, la cual Dios aborrece (tanto como al pecado). El creyente debe saber que vencer el pecado (aunque es de mucha bendición) es meramente una condición general de los creyentes y no es algo extraordinario. Por consiguiente, el hecho de que un creyente peque o sea esclavo del pecado es algo anormal y extraño. “Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” Creer que el Señor Jesús murió como nuestro substituto es creer que nosotros también morimos con El. De lo contrario, no habría substitución. Si creímos en la muerte substitutiva del Señor Jesús, o sea, que nosotros fuimos crucificados juntamente con El, ¿no es extraño, que un muerto todavía peque?
No es difícil ser librado del pecado, ya que poseemos una salvación completa. El creyente debe aprender la lección completa, que quizá es más difícil, pero que es mas profunda, ésta es, aborrecer su misma vida. No sólo debe odiar su naturaleza pecaminosa, heredada de Adán, sino también su vida natural, por la cual él vive. Debe estar dispuesto no sólo a abandonar los pecados de la carne, sino también a negarse a todas las buenas obras que provienen de su vida natural. No sólo debe abandonar los pecados, sino también, desde el punto de vista de Dios, entregar esta vida pecaminosa a la muerte. La vida del Espíritu Santo no sólo no peca, sino que tampoco permite que el yo viva. El Espíritu Santo puede manifestar Su poder únicamente en aquellos que viven por El. Quien viva por su vida natural, no puede esperar ver las obras poderosas del Espíritu Santo. Debemos ser librados de todo lo natural, así como lo somos de todo lo inmundo. Si aún vivimos según el hombre (no necesariamente el hombre pecaminoso), en la esfera natural, el Espíritu Santo no puede gobernarnos. Si somos libres del pecado, pero aún pensamos, deseamos y vivimos como los hombres, sin confiar completamente en la obra del Espíritu Santo en nuestra vida, ¿cómo podrá el Espíritu Santo manifestar Su poder? Deseamos ser llenos con el Espíritu Santo, pero primero debemos eliminar la infiltración de la vida del alma.
EL ESPIRITU MEZCLADO CON EL ALMA
No decimos que la experiencia de un creyente anímico sea enteramente del alma, aunque hay un gran número de creyentes en esa categoría. Muchos creyentes anímicos tienen experiencias espirituales. Sin embargo, estas experiencias están mezcladas con las del alma. Ellos, conocen en general lo que es el andar espiritual de la vida, y el Espíritu Santo los hace aptos para llevar una vida espiritual. Sin embargo, debido a muchos obstáculos, a menudo buscan que la vida natural les dé el poder necesario para vivir, y esperan cumplir los santos requerimientos de Dios mediante su propia carne. Todavía siguen sus propios deseos y pensamientos para portarse bien y buscan el placer de sus sentidos y la sabiduría intelectual. Aunque pueden ser espirituales en conocimiento, en realidad son anímicos. El Espíritu Santo reside en su espíritu y les concedió la experiencia de vencer el pecado por medio de la operación de la cruz, pero no pueden evitar algunas veces seguir a su alma y otras a su espíritu. En el caso de algunos, esto se debe a que no han entendido el plan de Dios, pero en el de la mayoría se debe a que no están dispuestos a perder su vida anímica, porque todavía la aman.
En la experiencia, el espíritu y el alma se distinguen fácilmente. La vida espiritual únicamente sigue la dirección de la intuición percibida en el espíritu. Si el creyente se
conduce según su espíritu, asumirá una posición subordinada y no decidirá ni iniciará nada, sino que esperará en quietud la voz del Espíritu Santo en su espíritu. Tan pronto como su intuición escucha la voz interior, él se levanta a laborar en obediencia a la dirección de la intuición. En este andar espiritual, el creyente permanece en una actitud sumisa, y nunca inicia nada, pues el único que puede hacer esto es el Espíritu Santo.
Además, dicho creyente no tiene confianza en sí mismo ni usa su poder para hacer la voluntad de Dios. Siempre que debe hacer algo, acude únicamente a Dios, consciente de su propia impotencia, y le pide que le dé una promesa. Basado en la promesa de Dios, procede contando con el poder del Espíritu Santo como suyo propio. En una actitud así, Dios sin duda le concederá poder según Su Palabra.
La vida anímica actúa de modo exactamente opuesto, ya que se centra en el yo. Cuando un creyente es anímico, actúa de acuerdo al yo, lo cual significa que su conducta se origina en el yo, y sus pensamientos, razonamientos y deseos rigen su conducta. No es la voz del Espíritu Santo en su hombre interior lo que regula su conducta y determina sus acciones, sino los pensamientos, los razonamientos y los deseos de su hombre exterior. Aún el sentimiento de gozo sólo le proporciona placer por haber obtenido lo que a él le agrada.
Dijimos explícitamente que el cuerpo es la corteza del alma y que el alma es la cubierta del espíritu. Así como el lugar santo rodea al Lugar Santísimo, así el alma rodea al espíritu. Por consiguiente, es muy fácil que el espíritu sea afectado por el alma. El alma y el espíritu de los creyentes anímicos están estrechamente unidos. Aunque el alma fue librada del dominio del cuerpo y ya no está bajo el control de sus deseos, el espíritu no se ha separado del alma. Del mismo modo que su alma estaba unida al cuerpo (el uno era la vida, y el otro la naturaleza), el espíritu está unido al alma (uno provee poder, mientras que el otro proporciona la idea). De esta manera, el alma afecta al espíritu.
Debido a que el espíritu está rodeado por el alma, como si estuviera sepultado en ella, a menudo es influido por el estímulo de la mente. Una persona regenerada posee una paz inefable en el espíritu, pero debido a que el espíritu y el alma no se han separado, hasta el más ligero estimulo lo turbará y le quitará la tranquilidad de su espíritu. Esto se debe a que el alma tiene muchos deseos y pensamientos individuales. Algunas veces el alma se llena de gozo, lo cual influye en al espíritu y hace que el creyente piense que es la persona más feliz del mundo. Pero cuanto se irrita, piensa que es la persona más miserable del mundo. Un creyente anímico tiene estas experiencias constantemente.
Cuando los creyentes anímicos escuchan la enseñanza sobre la división del espíritu y el alma, quisieran saber dónde se halla su espíritu. Después de buscar con diligencia, no perciben la presencia de su espíritu. Muchos creyentes nunca han tenido una verdadera experiencia en el espíritu y no distinguen su espíritu de su alma. Además, debido a que su espíritu y su alma están todavía íntimamente ligados, consideran las experiencias del alma (tales como el gozo, la visión, el amor, etc.) como experiencias espirituales supremas. Puesto que no tienen ninguna experiencia espiritual, admiten todo esto y no tratan de substituir su alma por el espíritu, lo cual ocasiona pérdidas para ellos mismos.
Antes de que el andar de un creyente sea totalmente espiritual, experimentará la mezcla de su espíritu y su alma, como se describió anteriormente. En cuanto a sus sentimientos, no estará satisfecho con la tranquilidad en su espíritu, sino que buscará algún placer en sus afectos. En cuanto a su conducta, en su vida diaria algunas veces seguirá la dirección de la intuición, pero otras, se guiará por sus propios pensamientos, razonamientos y deseos. Una mezcla así, revela que hay dos fuentes dentro del creyente: una es de Dios, del Espíritu Santo, intuitiva, espiritual y del espíritu humano, la otra es del hombre, del yo, racional, natural y del alma. Antes de que el creyente llegue a la perfección, en algunas ocasiones sigue esto, y en otras, aquello. Si él se examina cuidadosamente bajo la luz de Dios, verá que tiene estas dos vidas dentro de sí. Reconocerá que algunas veces vive por una vida, y otras por otra. Algunas veces se da cuenta que debe vivir por fe con un corazón que confía en el Espíritu Santo, y otras veces vive de acuerdo a sí mismo y a lo que él llama un sentir espiritual. Vive mucho más en el alma que en el espíritu. La medida en la cual un creyente es anímico depende de su comprensión de la vida del espíritu, incluyendo el principio de la cooperación con Dios, y también, hasta dónde tome decisiones y actúe apoyado en la vida del alma. Las actividades de su vida natural en sus diferentes facultades determinan hasta dónde vive por su alma. Algunos pueden vivir totalmente en el mundo de sus sentimientos e ideales; otros viven algunas veces por su alma, y otras por su espíritu. Si el creyente no es enseñado por Dios mismo, ni recibe revelación del Espíritu Santo en su espíritu, no sabrá cuán abominable es la vida del alma, ni cómo disponerse para vivir totalmente en el espíritu.
CAPITULO DOS
LA EXPERIENCIA DE LOS CREYENTES ANIMICOS
LA VIDA DE LOS CREYENTES ANIMICOS
La vida de los creyentes anímicos no puede ser la misma en todos, debido a las diferencias de las personas. Cada individuo tiene su propia personalidad. Cuando uno cree en el Señor y es regenerado (eternamente), la personalidad no es aniquilada. De lo contrario, la eternidad ¡no sería muy interesante! Así que, la vida anímica de los creyentes difiere según la persona. Por esta razón, sólo podemos hablar en términos generales, mencionando los asuntos que son más prominentes en la vida anímica y describiendo en forma breve, las experiencias de los diferentes aspectos, a fin de que los hijos de Dios puedan comparar sus propias experiencias.
Los creyentes anímicos se caracterizan por ser curiosos. Estudian las profecías bíblicas para conocer los eventos futuros a fin de tener la información que satisface su mente curiosa. Tienden a mostrar sus diferencias y su superioridad en la forma de vestir, de hablar y de actuar. Procuran lograr un éxito instantáneo y espectacular en la mayoría de sus actividades. Aun antes de creer en el Señor, ya tenían tal inclinación, y encuentran muy difícil vencer su vida natural después. No son como los creyentes espirituales, que no buscan entender ningún asunto inquisitivamente. Los creyentes anímicos no tratan de reconciliar su experiencia con lo que Dios enseña, sino que principalmente prestan atención a la comprensión mental; es decir, les gusta razonar. El fracaso que sufren, debido a que su experiencia no concuerda con su ideal, no es lo que les entristece, sino que no pueden entender con sus ideales ni con su mente las experiencias espirituales que aún no han tenido, y de este modo cometen el error de engañarse a sí mismos, pensando que lo que han entendido mentalmente equivale a una experiencia espiritual. Realmente, éste es un gran error.
Los creyentes anímicos adoptan una actitud de justicia propia, aunque con frecuencia es difícil de captar. Se aferran tenazmente a sus opiniones aun en asuntos triviales. Sin duda, debemos preservar las verdades básicas de la Biblia, pero ciertamente podemos permitir que otros tengan libertad con respecto a asuntos secundarios. Aunque pensemos que nuestro entendimiento sea muy acertado y aunque creemos que estamos libres de error, de todos modos al Señor no le agrada que nos vayamos a los extremos. Debemos hacer a un lado las diferencias en los temas secundarios y buscar la unidad en los asuntos principales.
En muchos casos, la mente de los creyentes anímicos es perturbada por los espíritus malignos, y sus pensamientos se vuelven confusos, mezclados y, en ocasiones, contaminados. En su conversación responden lo que no se les pregunta, y su mente viaja a altas velocidades; cambian el tema de conversación frecuentemente, lo cual demsuetra lo difusos que son sus pensamientos. Aun cuando oran y leen la Biblia, su cuerpo está
presente pero su mente está lejos. En sus hechos, ya sea al relacionarse con las personas o con cualquier asunto, actúan sin pensar de antemano. No obstante, cuanto se les dice algo acerca de su conducta y de la manera en que deben conducirse, ellos seleccionan incidentes similares en los que se comportaron de acuerdo a lo estipulado, a fin de demostrar cuán cuidadosamente piensan y actúan, pues ocasionalmente, piensan antes de actuar. La conducta de un creyente anímico es muy inconstante.
Los creyentes anímicos se conmueven fácilmente. A veces están muy entusiasmados y contentos, mientras que otras, están deprimidos y tristes. Cuando están contentos, parece que el mundo es demasiado pequeño para contenerlos, y quieren huir a los cielos. Pero cuando están tristes, parece que no existen en este mundo. Algunas veces están extremadamente contentos y entusiasmados como si un fuego ardiera o como si hubieran encontrado un tesoro. En ocasiones cuando su corazón no está ardiendo, tienen una repentina sensación de pérdida, abatimiento e infelicidad. Su gozo o su abatimiento dependen de sus sentimientos. Son inestables e inconstantes. Su gozo y su aflicción gobiernan su vida.
Muchos creyentes anímicos son hipersensibles. Es difícil relacionarse con ellos porque piensan que todo gira en torno a ellos. Cuando no se les presta atención, se molestan. Cuando sospechan que los otros cambian su actitud para con ellos, se entristecen y se ofenden. Entablan amistades fácilmente con la gente. Dependen del afecto humano al grado que les es difícil separarse de las personas. Si existe un ligero cambio en las relaciones, eso les causa un dolor indecible en su alma, pero piensan que eso es sufrir por el Señor.
Dios conoce la debilidad de los creyentes anímicos. A menudo son egocéntricos y cuando consiguen algún progreso espiritual, se consideran especiales. A veces Dios les concede la gracia de tener experiencias extraordinarias, tales como el sentimiento de gozo y la sensación de que el Señor está muy cerca, que es muy real y tangible, todo ello con el propósito de que se humillen y se acerquen a Dios, quien les concedió esa gracia. Sin embargo, ellos no actúan de acuerdo con lo que Dios desea. No le dan la gloria a El ni se acercan a El por haberles dado gracia, sino que utilizan la gracia de Dios como base de su jactancia. Piensan que recibieron esa gracia porque son más fuertes que otros y creen que por tener tales experiencias son más espirituales que otros. Los creyentes anímicos tienen experiencias especiales y si son estimulados experimentan gozo. Todo esto hace que piensen que son más espirituales que otros, sin percatarse de que realmente todo ello es evidencia de que son anímicos. Los creyentes espirituales viven por la fe y no por sus sentimientos.
Algunas veces no es el sentimiento el que hace que los creyentes anímicos cambien. Con frecuencia, su corazón está fijo en el mundo que los rodea. Las personas, las cosas y los asuntos del mundo invaden su hombre interior, y hacen que pierdan la paz en su espíritu. Si ponemos a un creyente anímico en un ambiente alegre, estará alegre, pero si esta en una situación difícil, estará triste. Le falta el poder para crear su propio ambiente. Si lo que lo rodea es rojo, él se vuelve rojo, y si su entorno es negro, él se torna negro.
Los creyentes anímicos viven en una vida centrada en sus emociones. A fin de que los creyentes lleguen a ser espirituales, el Señor los capacita para que sientan Su presencia. Los
creyentes anímicos se deleitan muchísimo en estas experiencias. Cuando experimentan esos sentimientos, piensan que llegaron a la cumbre y que han avanzado en la senda de la espiritualidad. Aunque a veces el Señor no les da tales experiencias, ya que no han alcanzado una vida de fe, a menudo El les permite sentir Su presencia a fin de adiestrarlos gradualmente para que no confíen en sus sentimientos sino que dependan únicamente de la fe. Sin embargo, ellos no entienden la intención del Señor y piensan que cuando tienen tales sentimientos, su condición espiritual está en la cumbre, y que cuando tales sentimientos se van, su condición es pobre.
Una característica común del creyente anímico es que habla mucho. No es que no sepa que debe guardar silencio, sino que cuando se entusiasma es impulsado a entrar en discusiones que no tienen final. Una vez que comienza a hablar, pierde el control y se derrama como una avalancha en discusiones interminables. No es que no examina lo que dice, sino que cuando lo hace, no se puede restringir. Todo lo que expresa procede de los pensamientos que han estado dando vueltas en su mente todo el día. Sabe que no debe ser locuaz, pero una vez que se entrega a la conversación, no puede dejar de hablar. Sin embargo, cuando otros hablan de más, él se da cuenta de que eso no es apropiado y secretamente critica en su corazón. Ya que sus palabras son muchas, las ofensas son inevitables. Pierde la armonía con los demás debido a los argumentos, o se le acaba el amor por causa de las críticas, o simplemente pierde el control de su corazón debido a tanta palabrería. Por ser tan parlanchín brotan pensamientos repentinos en su conversación, desviándose del tema o extendiéndose en su conversación.
Aunque los creyentes anímicos saben que deben de ser piadosos y que no deben bromear, les gusta bromear o escuchar chistes cuando conversan. Les agrada escuchar conversaciones alegres y vivaces, o cualquier charla que estimule su estado de ánimo. Las bromas son indispensables para el creyente anímico. Aunque ése no es siempre el caso, porque algunas veces aborrece las pláticas frívolas; salvo que no logra ser constante. Siempre que su emoción es estimulada, inevitablemente busca la algarabía para obtener placer.
Los creyentes anímicos se complacen con lo estético y tienen sus propios gustos. Les agrada seguir las perspectivas artísticas de la gente mundana, y cambian sus gustos según eso. No tienen la actitud de estar muertos para los conceptos humanos de la belleza. Por lo tanto, es inevitable que se sientan orgullosos de tener cierto gusto artístico.
A menudo ellos se van a los extremos y oscilan de un extremo al otro. Es posible que admiren el arte exageradamente, o que desprecien la belleza por completo. De modo que ni su ropa andrajosa les molesta y lo consideran como su sufrimiento con el Señor. No saben que los creyentes deben procurar estar limpios (no necesariamente bellos).
Los que son intelectuales expresan su vida anímica asumiendo una actitud “bohemia”. En una mañana con brisa, o una noche con luna, se expresan en un tono heroico o triste. A menudo se quejan de sus vidas y lloran de angustia. Les gusta la literatura y admiran su belleza. También les gusta cantar y declamar, como si por recitar poemas tuvieran la experiencia maravillosa de trascender el mundo. Disfrutan los viajes, admiran las montañas y los ríos para así estar más cerca de la naturaleza. Algunas veces tienen el pensamiento de
escapar del mundo y vivir en la soledad, ya que ven que la condición del mundo es cada vez peor. Mientras examinan tales pensamientos, creen que son trascendentes y nobles. Les parece que los demás creyentes son corruptos y vulgarmente insoportables. Tales creyentes se consideran muy espirituales, sin darse cuenta cuán profundamente anímicos son. A ellos les es muy difícil entrar en una esfera totalmente espiritual. Están completamente controlados por sus emociones y no se dan cuenta del peligro que corren al vivir complacidos en sí mismos.
Después de que los creyentes anímicos aprenden la doctrina con respecto a la diferencia entre el espíritu y el alma, fácilmente pueden comprenderla con su mente natural. Espontáneamente, encuentran muchas actividades anímicas en las vidas de los demás y sin mucho esfuerzo perciben la conducta y los pensamientos anímicos de los demás, pero no se dan cuenta de que ellos son tan anímicos como aquellos a quienes censuran, ni que están en la misma condición.
Los creyentes anímicos en su mayoría tienen un cúmulo de conocimiento espiritual, pero sus experiencias no concuerdan con lo que saben. Debido a que poseen mucho conocimiento, censuran mucho según su propia opinión. El creyente anímico llega a caracterizarse por criticar a los demás. Recibe gracia para entender cierta verdad, pero a diferencia de los creyentes espirituales, no recibe gracia para ser humilde. Hay cierta dureza en su trato con las personas. Los que están cerca de ellos tienen la impresión de que son estrictos e inflexibles. Mientras que los creyentes espirituales, por haber sido quebrantada su corteza, son accesibles y amables.
A pesar de que dan crédito a la gracia de Dios y de que externamente le dan la gloria a Dios, todos sus pensamientos se centran en ellos mismos. No importa si se consideren buenos o malos, sus pensamientos no se apartan de ellos mismos. Así que todavía no se han perdido en Dios.
Los creyentes anímicos son orgullosos. Debido a que sus pensamientos están siempre centrados en ellos mismos, no pueden evitar ser orgullosos. Lo que más les duele es ser puestos a un lado, ya sea en la obra o en la evaluación de otros. No pueden soportar que otros no los entiendan o hablen de sus errores. Pero los hermanos espirituales gustosamente aceptan lo que Dios disponga para ellos, ya sea exaltación o rechazo. Los creyentes anímicos no están dispuestos a que se les considere inferiores ni a que se les menosprecie. Incluso, después de que por gracia llegan a conocer la verdadera condición de su vida natural y a comprender cuán corrupta es, y se humillan ante Dios considerándose lo peor del mundo, piensan que son más humildes que otros y se jactan de su humildad. El orgullo yace en lo más profundo de su corazón, oculto de los demás y también de ellos mismos.
LAS OBRAS DE LOS CREYENTES ANIMICOS
En cuanto a las obras, los creyentes anímicos no se quedan atrás, pues son bastante activos, tienen gran celo y están dispuestos a ayudar. Eso no significa que laboren así debido a que
Dios se lo ordenó. En realidad, hacen lo que les gusta y en conformidad con su entusiasmo. Piensan que es bueno laborar para el Señor, pero no saben que solamente es bueno cuando se labora en lo que Dios ha asignado. No están dispuestos a confiar ni tienen tiempo para esperar. No procuran sinceramente hacer la voluntad de Dios, sino que laboran de acuerdo con sus propias ideas y con los planes que ya hicieron. Laboran de tal manera que se consideran mucho más adelantados que los hermanos que avanzan más pausadamente. No saben que si han obtenido la gracia de Dios, es más fácil para ellos tener un andar espiritual que para otros creyentes que tienen gran celo religioso.
Las obras de los creyentes anímicos se basan principalmente en sus sentimientos. Pueden laborar cuando se sienten contentos; de lo contrario, se detienen. Cuando su corazón es ferviente y se emocionan, pueden testificar del Señor por horas sin cansarse. Pero si no tienen tales sentimientos, se sienten fríos en sus corazones y faltos de entusiasmo, aun cuando se enfrentan con una necesidad apremiante, por ejemplo alguien en el lecho de muerte; en tal caso sólo emiten unas cuantas palabras o no dicen nada en lo absoluto. Cuando son invadidos por sus sentimientos de gozo, pueden correr mil kilómetros, pero si no es así, no dan ni un paso. No pueden olvidarse de sus sentimientos al punto de hablar con el estomago vacío a una mujer samaritana ni con los ojos cansados a un Nicodemo.
A ellos les encanta sentirse ocupados. Sin embargo, a diferencia de los creyentes espirituales, cuando hay mucho trabajo les es imposible mantener la calma de su espíritu para llevar a cabo las órdenes que Dios da apaciblemente. La acumulación de trabajo perturba su corazón. Cuando las circunstancias son confusas, sus corazones también se confunden. Su corazón es gobernado por lo externo, y se caracterizan por ser llevados de acá para allá con muchos quehaceres (Lc. 10:40) y su corazón se carga de preocupación.
Los creyentes que se centran en el alma se desaniman fácilmente de su labor. No tienen una fe firme que confíe en Dios, quien puede llevar a cabo Su propia obra. No entienden la ley de la fe que Dios estableció. Son regulados por sus propios sentimientos y por la circunstancias. Siempre que sienten que han fracasado, aunque no sea necesariamente cierto, se desaniman. Desmayan cuando ven que el ambiente se nubla ya que no han entrado en el reposo de Dios.
Como no tienen una visión panorámica y sólo ven lo que tienen delante de ellos, se desaniman fácilmente. La victoria del momento les trae regocijo, y la derrota los entristece. No han aprendido a ver el final de la obra con fe. Desean victorias momentáneas para consolar los anhelos de su corazón, ya que sin eso, no pueden confiar en Dios ciegamente ni avanzar con perseverancia.
Es muy fácil para los creyentes anímicos descubrir los errores de los demás, aunque ellos no son necesariamente mejores. Son prontos para criticar y difícilmente perdonan. No pueden obedecer las sugerencias de otros. Cuando investigan y corrigen las deficiencias de los demás, se sienten orgullosos, satisfechos y se alaban a sí mismos. Algunas veces cuando ayudan a las personas, aunque esto sea bueno, en muchos casos sus motivos no son rectos.
Los creyentes anímicos con frecuencia se precipitan. No pueden esperar en Dios. Siempre hacen cosas de una manera apresurada, impetuosa y urgente. Aun al llevar a cabo la obra de
Dios, son impulsados por su entusiasmo y su fervor, y no pueden esperar hasta recibir instrucciones de parte de Dios para que los guíe y les abra el camino.
Las mentes de estos creyentes, por lo general están ocupadas con sus empresas. Calculan, planean, deliberan y son precavidos. Algunas veces recuerdan sus triunfos, sus fracasos y otros resultados. En ocasiones ven con antelación el futuro de su labor. Cuando piensan en el éxito que lograrán, el gozo los embarga. Pero cuando piensan en el lado oscuro, los vence la tristeza. En esos casos, a veces descuidan su comida y su descanso, ya que su mente está totalmente absorbida por su obra. ¿Piensan con la misma intensidad en su Señor? Muchas veces no. Piensan más en sus obras que en su Señor. Para ellos la obra del Señor es muy importante, pero a menudo se olvidan del Señor que les asigna la obra. La obra del Señor se convierte en el centro de todas sus actividades, mientras que el Señor de la obra queda relegado a un segundo plano.
Debido a que los creyentes anímicos pierden la verdadera visión espiritual, sus acciones siguen, sin que se den cuenta, la dirección de los pensamientos repentinos que afloran en sus mentes. Por lo tanto, las palabras que usan al predicar no son apropiadas ni suplen la necesidad de los oyentes. Pero debido a que suponen que hay ciertas necesidad en las personas, dicen cosas que no traen provecho aunque lo hacen tratando de ayudar. Hacen reproches cuando se necesita conmiseración, y consuelan cuando se debe reprender. Todo ello se debe a que no tienen el entendimiento espiritual y a que dependen demasiado de sus pensamientos limitados. Aun después de ver la evidencia de que sus palabras son inútiles, no quedan convencidos.
También hacen muchos planes y tienen muchas opiniones. Debido a esto es difícil que trabajen con otros. Piensan que tienen la razón en todo y esperan que los demás estén de acuerdo con ellos. Su condición para trabajar con otros es que éstos, de una manera absoluta, estén de acuerdo con sus puntos de vista. Para ellos, hasta la más mínima idea está crucialmente relacionada con la verdad que se haya predicado recientemente. No pueden permitir que otros avancen en la obra si difieren de ellos en alguna opinión. Ellos saben que no debe haber lugar para opiniones, pero si alguna opinión debe morir, no es la de ellos. Se dan cuenta de que las sectas no son bíblicas, pero no es la secta en particular la que debe desaparecer. Todo lo que no sea parte de sus creencias, lo consideran herejía, pero esas creencias son rechazadas por los demás creyentes anímicos. Además de esto, el afecto es muy importante en su obra. Les encanta tener su pequeño grupo, su propio círculo íntimo. No laborar en compañía de otros hijos de Dios. Así que, dividen y clasifican a los hijos de Dios de acuerdo con su gusto.
Al predicar, los creyentes anímicos no se atreven a depender totalmente de Dios. Ponen su confianza en sus ejemplos, anécdotas, interpretaciones y elocuencia, o en su poder de persuasión. Incluso, los más famosos confían plenamente en ellos mismos, y afirman: “Si lo digo yo, la gente tiene que escuchar”. Es posible que dependan de Dios, pero también dependen de sí mismos. De ahí que es tan necesario tener una preparación académica muy avanzada. El tiempo que emplean en la oración, en buscar la voluntad de Dios y en esperar el poder desde lo alto, es menor que el que emplean concentrándose con ahínco en preparar bosquejos y en consultar fuentes de referencia. Memorizan mensajes enteros y los recitan en su predicación. Su mente ocupa el primer lugar en tal obra.
Naturalmente, en esas predicaciones uno se apoya más en los mensajes que en el Señor. Todo su interés gira en torno a lo que predican para conmover los corazones humanos, en vez de depender de que el Espíritu Santo les revele a los hombres su necesidad y de que el Señor les supla su necesidad. Hacen hincapié y confían en su propio mensaje; aunque pueda concordar totalmente la verdad; sin embargo, si no es avivada por el Espíritu Santo, esa verdad no trae ningún provecho. Confiar en el mensaje, en lugar de en el Espíritu Santo, produce muy pocos resultados espirituales. Tal vez las personas acepten la predicación, pero sólo llega a sus mentes.
A los creyentes anímicos les gusta usar palabras sensacionalistas en sus predicaciones, mientras que los creyentes espirituales pueden dar una enseñanza clara, que nadie se había ni siquiera imaginado, ya que el Señor les ha dado bastante experiencia. A los creyentes anímicos les gusta imitar esto, ya que ésa es una de sus características. Piensan que solamente ese mensaje cautivará a los oyentes. Al predicar, les agrada usar imaginaciones extrañas. Si un pensamiento peculiar llega a sus mentes mientras caminan, hablan, comen o durmiendo, ellos lo anotan para utilizarlo más tarde, sin siquiera preguntarse si tal pensamiento fue revelado a sus espíritus por el Espíritu Santo ni si es una experiencia para ellos ni si es sólo un pensamiento repentino que les llegó.
Algunos creyentes anímicos se deleitan en ayudar, pero debido a que no han alcanzado mucha madurez, cuando tratan de ayudar, no saben cómo dar el alimento a su tiempo. Esto no significa que no tengan conocimiento, pues en realidad saben demasiado. Cuando ven que algo está mal en alguien, o se les comenta alguna dificultad, se creen experimentados y tratan de brindar su ayuda. Basándose en su limitada visión y en la capacidad de discernimiento que han acumulado observando a los creyentes de más experiencia, hablan con fluidez acerca de las enseñanzas bíblicas y de experiencias de algunos hermanos. Al ayudar a otros, por lo general, dicen todo lo que saben, y quizás algunas veces se exceden, afirmando cosas que no saben, lo cual no pasa de ser especulaciones. Al ayudar a otros, hacen alarde de todo lo que tienen almacenado en su mente, y exhiben una cosa tras otra. No se preguntan cuál es la enfermedad específica de esta persona, ni si ésa es la necesidad de la persona, ni si las personas pueden absorber tantas enseñanzas. Son como Ezequías, que abrió las bodegas y mostró todos sus tesoros.
Algunas veces sin que nadie les pida que hablen, son motivados repentinamente y exponen muchas doctrinas espirituales, pero quizá muchas de ellas no son más que sus ideales. Hacen esto con el único fin de exhibir el conocimiento que poseen.
Sin embargo, todo eso difiere según los individuos. Algunos son muy callados y no dicen ni una palabra. Aun cuando hay una gran necesidad y ellos deberían hablar, mantienen la boca cerrada. Se inhiben por su temor y timidez naturales, y no tienen libertad. Se pueden sentar junto a los creyentes parlanchines y criticarlos en su corazón, pero su silencio no es de ninguna manera menos anímico.
Debido a que los creyentes anímicos no han echado raíces profundas en Dios, ni han aprendido a esconderse en Dios, siempre se hacen notorios. Aun cuando están haciendo una obra espiritual, procuran ocupar una posición prominente. Cuando asisten a una reunión, no
escuchan, sino que quieren ser escuchados. Se gozan a lo sumo cuando son tenidos en gran estima.
Les fascina tener un buen dominio de la terminología espiritual. Se deleitan en aprender términos, frases y expresiones especiales. Cuando la ocasión se presenta, usan un término tras otro. Mientras predican, usan palabras espirituales como material de su mensaje, aunque no sea de corazón. Lo mismo sucede en sus oraciones.
Son muy ambiciosos y siempre desean sobresalir entre los demás. En la obra del Señor, tienen un notable sentido de vanagloria. Aspiran a ser obreros poderosos, usados en gran manera por el Señor. ¿Cuál es la razón? Quieren ganar una posición para ellos mismos, es decir, buscan la gloria. Les agrada compararse con otros, probablemente no tanto con los obreros de Dios que no conocen, sino con los que conocen. Tal comparación y tal competencia secreta es muy intensa. Menosprecian a los que están más detrás que ellos espiritualmente, pues los juzgan inferiores o pobres. Cuando se comparan con los que tienen las experiencias más espirituales y profundas, piensan que ellos mismos no son inferiores. Siempre desean ser grandes y ser la cabeza. Esperan que su obra sea próspera y notoria. Claro que todas estas cosas están profundamente escondidas en sus corazones, y los demás no las perciben. Por supuesto, algunas veces sus pensamientos se mezclan con pensamientos puros, pero los pensamientos que mencionamos son más prevalecientes.
Es muy fácil para los creyentes anímicos estar satisfechos de sí mismos. Si el Señor los usa para salvar un alma, rebosan de júbilo. Si tienen algún éxito, se regocijan, pensando que son exitosos en el mundo espiritual. Si adquieren algo de conocimiento, piensan que han alcanzado una etapa verdaderamente profunda. Una evidencia común de que un creyente es anímico es que, como cualquier vaso pequeño, se llena fácilmente. Ellos no tienen la visión para percibir cuán grande y profundo es el océano. Mientras haya algo de agua en sus vasijas, están satisfechos. No se han perdido en Dios; pues si así fuera, no le darían mucha importancia a todas estas cosas. Sus ojos están siempre fijos en su yo insignificante, así que son afectados muy fácilmente por pérdidas o ganancias pequeñas. Debido a esta limitada capacidad Dios no puede usarlos. Si semejante jactancia resulta de salvar a diez almas para el Señor, ¿qué sucedería si se hubieran salvado mil?
Después de haber experimentado algo de éxito en la predicación, los creyentes anímicos se creen personas maravillosas. A menudo desarrollan sentimientos de superioridad y se deleitan pensando que son diferentes a los demás, que son “mayores que el mayor de los apóstoles”. Algunas veces se entristecen porque otros no los consideran así; piensan que no los aprecian porque no son capaces de reconocer que ellos son profetas procedentes de Nazaret. Piensan que en sus mensajes hay ideas que nadie ha descubierto jamás, y que si la audiencia no puede apreciar estos puntos maravillosos, se están perdiendo algo grandioso. Después de cada éxito, pasan varios días felicitándose a sí mismos, o cuando menos se sentirán complacidos por algunas horas. En tales condiciones, piensan que pronto la iglesia de Dios verá cuán grande evangelista o predicador o generador de avivamientos o escritor hay entre ellos. Si nadie les presta atención, se afligen.
Los creyentes anímicos son creyentes sin principios. Es decir, sus palabras y hechos no siguen principios definidos. Su manera de vivir concuerda con sus emociones y su
intelecto. Obran según se sienten o piensan, algunas veces de modo distinto e incluso, contrario a lo que acostumbran. Este cambio puede verse fácilmente en un creyente anímico después de que ha llevado a cabo alguna labor. Se convierten en cualquier cosa que hayan predicado. Si predican mensajes acerca de la paciencia, serán pacientes por un día o dos después de la predicación. Si exhortan a las personas a alabar a Dios, después del mensaje continuarán alabando a Dios. Pero nada de eso dura mucho tiempo. Eso obedece a que viven según sus emociones. Sus propias palabras motivan sus emociones para que vivan de cierta manera, pero cuando pasa la emoción, todo se acaba.
Un rasgo particular de los creyentes anímicos es que tienen muchos dones. Los creyentes que están atados por los pecados no son tan dotados como tampoco lo son los creyentes espirituales. Dios les da más dones a los creyentes anímicos con la intención de que voluntariamente los pongan en la cruz para volverlos a obtener con mayor gloria en resurrección, pero ellos no están dispuestos a hacerlo, sino que los usan exhaustivamente. Los dones originalmente dados por Dios debían haberse usado para la gloria de El; sin embargo, los creyentes anímicos creen que los dones les pertenecen y que la obra le pertenece a Dios. No confían en el Espíritu Santo para que los guíe o los use, sino que actúan en conformidad con sus propias ideas. Además, cuando la obra es un éxito, se glorían en ellos mismos.
Por supuesto, esta jactancia y esta admiración personal se hace secretamente. Pero por mucho que traten de parecer humildes y ofrecer la gloria a Dios, no pueden evitar centrarse en sí mismos. La gloria debe ser de Dios, de acuerdo, pero debe ser de Dios y también mía.
Dado que tienen muchos dones, buenos pensamientos y mucho entusiasmo, pueden fácilmente atraer el interés de las personas y motivar sus corazones. Por lo general, los creyentes anímicos tienen mucho carisma. Cuando laboran, los creyentes comunes fácilmente los reciben con cierto reconocimiento. Realmente no tienen poder espiritual ni tienen el poder del Espíritu Santo que fluye como ríos de agua viva; lo que poseen es de ellos mismos. Lo que la gente ve es lo que ellos tienen, pero allí termina; así que les es imposible hacer que otros reciban vida espiritual. Externamente aparentan ser muy ricos, pero en realidad están extremadamente secos.
Debemos agregar algo más: los creyentes no tienen que esperar hasta ser completamente librados del dominio del pecado para llegar a ser creyentes anímicos y tener las experiencias mencionadas anteriormente. De acuerdo con la experiencia de los creyentes, muchos están bajo el dominio del cuerpo para pecar y, al mismo tiempo, bajo el influjo del alma para vivir por sí mismos. Si vemos esto de acuerdo a la Biblia, lo entenderemos aún más claramente, porque ambos son carnales. Algunas veces pueden pecar, y otras, viven conforme a sí mismos; unas veces siguen al alma y otras al cuerpo. De hecho, muchos creyentes viven así. Si un creyente puede pecar y al mismo tiempo ser anímico, entonces también puede ser anímico y al mismo tiempo tener algunas experiencias espirituales. De todos modos, la experiencia del creyente es bastante compleja. Aunque esto se refiere a los detalles, lo importante es que el principio es el mismo. Lo más importante es preguntarnos qué tanto hemos sido purgados de las cosas deshonrosas. Si no es así, entonces todavía pertenecemos a ellas, y aunque tengamos experiencias espirituales, todavía no somos espirituales. Solamente somos espirituales cuando ya no tenemos la experiencia del pecado
ni del yo. Un creyente puede tener muchos sentimientos maravillosos en su alma, pero todavía tiene muchos deseos en el cuerpo. También puede tener muchas experiencias espirituales, pero todavía tiene los sentimientos del alma. Por supuesto, hay algunos que ya fueron librados de una esfera y entraron en otra.
CAPITULO TRES
LOS PELIGROS DE LA VIDA DEL ALMA
LAS MANIFESTACIONES DE LA VIDA ANIMICA
Ya mencionamos la manera en que se manifiesta la vida del alma. Lo podemos resumir en estas palabras: la manifestación de la vida del alma se puede clasificar generalmente en cuatro categorías: (1) usa la habilidad natural; (2) es obstinada, recalcitrante y desobediente a Dios; (3) afirma ser sabia y tiene muchas opiniones y planes; y (4) busca experiencias espirituales por medio de los sentimientos. Todo ello se debe a que la vida del alma es la habilidad natural y a que el alma se compone de la voluntad, la mente y la parte emotiva.
Debido a que las tres partes principales del alma son la mente, la parte emotiva y la voluntad, muchos creyentes, aunque son anímicos, tienen experiencias que son muy diferentes entre sí. Algunos se inclinan hacia el intelecto, otros hacia las emociones, y otros hacia la voluntad. Aunque estos aspectos son totalmente distintos, todos ellos son anímicos. Quizá un creyente que se incline hacia la mente, puede discernir que otro, que se inclina hacia las emociones, es anímico; por su parte, el que se inclina hacia los sentimientos, tal vez discierna que quien tiende a la mente es anímico. En realidad, ambas personas son anímicas. Lo que importa es que el creyente aplique la luz que Dios le revela, para que vea su propia condición, y que la verdad lo haga libre, en vez de usar esto como conocimiento y como una medida para criticar a otros. Si los hijos de Dios están dispuestos a aplicar la luz de Dios para ser iluminados, su vida espiritual cambiará.
La evidencia de que uno es anímico es la búsqueda, aceptación y propagación de la verdad a un nivel intelectual. Aun las experiencias más espirituales y la verdad más elevada solamente cultiva la mente. Aunque la vida de uno sea afectada, la meta original es satisfacer la mente. Cuando los creyentes son anímicos y son controlados por su mente, ésta se llena de deseos espirituales, los cuales dependen más de sus propios pensamientos que de la revelación de Dios. Lo que planean con su mente es más que lo que oran y que lo que dependen de Dios.
Lo que los creyentes más confunden con la espiritualidad es sus emociones El creyente que se inclina hacia las emociones, por lo general procura tener sensaciones; quiere sentir la presencia de Dios en su corazón o en su cuerpo; desea sentir el “fuego ardiente” del amor; quiere ser feliz, ser espiritual, sentirse eufórico y que la obra marche sin contratiempos. El creyente espiritual, algunas veces también tiene esta clase de sentimientos, pero no depende de ellos para seguir adelante ni para estar satisfecho. El creyente emotivo puede servir al Señor solamente cuando tiene estos sentimientos. De lo contrario, no da ni un paso.
La voluntad es la manifestación más común de la vida anímica. La voluntad es el órgano con el que uno toma decisiones. Así que, por medio de ella, los creyentes anímicos hacen del yo el centro de todos sus pensamientos, palabras, hechos y de su propia vida. Desean
entender cosas para ellos mismos; sentir deleite para sí mismos. Actúan en conformidad con su propio plan. La meta de su conducta es obtener gloria para sí mismos. Se centran en ellos mismos.
Vimos que en la Biblia la palabra alma se traduce ser viviente o animado. Así que, esta palabra en el idioma original denota la vida animal. Por esto, entendemos cuál es verdaderamente la manifestación de la vida anímica. Se podría decir que la vida y obra de los creyentes anímicos no es más que actividades animales o comportamiento animal. Hacen muchos planes, efectúan muchas actividades, su pensamiento está ocupado, sus emociones distraídas, y todo su ser, por dentro y por fuera, está lleno de agitación y confusión. Cuando se motivan, las otras partes de su ser también son estimuladas. Pero cuando están deprimidos y no sienten nada, sus pensamientos y su voluntad estarán confundidos. La vida del creyente anímico es muy activa durante todo el día en su cuerpo, en su mente y en sus emociones. Esta vida se rige por un comportamiento animal, y difiere mucho de la vida espiritual donde Dios es el Señor de todo.
En conclusión, la obra del alma hace que el creyente viva por su propia vida natural, que labore y sirva a Dios con sus habilidades y su voluntad, que procure conocer al Señor y acercarse a El, y que experimente la presencia del Señor mediante sus propios sentimientos; que use las facultades de su mente para entender la palabra de Dios y para calcular, planear e inferir.
Si el creyente le sirve a Dios sin recibir revelación llevando a cabo la obra mediante las capacidades de su vida creada, él mismo sufrirá una gran pérdida espiritual, y lo que haga no tendrá ningún fruto espiritual. Debe estar bajo la revelación de Dios para así darse cuenta de que es indigno delante de Dios, y cuán vergonzoso es usar la habilidad animal creada para agradar a Dios y para llevar a cabo la obra espiritual. Cuando vemos que un niño ambicioso se halaga a sí mismo y está lleno de jactancia, sentimos vergüenza por él. Así ve Dios nuestras actividades animales. Espero que tengamos más experiencias de arrepentirnos hasta el polvo, en vez de tratar de sobresalir.
LA LOCURA DE LOS CREYENTES
Muchos creyentes no perciben el daño que causan sus experiencias anímicas; sólo entienden que pecar es hacer cosas carnales que pueden contaminar al espíritu, y que eso es lo que debe ser rechazado y erradicado. La vida del alma es la vida común a todas las personas, y todos los animales tienen esta vida. ¿No es apenas lógico que vivamos por esa vida? No cometemos ningún pecado sólo por vivir basándonos en la vida natural. ¿Qué hay de malo en ello? Si el creyente recibe estas enseñanzas en su mente, no importa si se opone o está de acuerdo, no ve en su corazón por qué la Biblia enseña que la vida del alma debe ser rechazada. Por ejemplo, si alguien transgrede la ley de Dios y peca en contra, sabemos, por supuesto, que eso no es correcto. Pero si se esfuerza por hacer el bien y por desarrollar todas sus virtudes, ¿qué objeción podemos tener? Mientras él lleve a cabo la obra de Dios fervientemente, aun cuando no dependa del poder de Dios, piensa que está llevando a cabo la obra de Dios. Quizá hay muchas cosas que en realidad Dios no desea que él haga. Inclusive, lo que este creyente hace no es pecaminoso sino lo mejor que puede hacer. ¿Hay algo de malo en esto? Ya que Dios me dio muchos dones y tanta inteligencia, ¿por qué no
se me permite hacer uso de ellos en la obra? Al servir a Dios, ¿no es el momento oportuno para utilizar mis talentos? Si uno no tiene ningún talento, no hay nada que decir; pero si uno tiene talentos, ¿no es ésa una buena oportunidad para exponerlos y usarlos?
Antes era obvio que era correcto que uno no prestara atención a la Palabra de Dios; pero ahora, ¿cómo puede estar mal que utilice su mente en una manera diligente para tratar de entender el significado de la Biblia? ¿Puede haber maldad al leer la Biblia? Como hay tantas verdades que aún no entiendo, si no ejercito mi mente para estudiarla, tal vez tenga que esperar mucho tiempo? Ya que Dios nos dio la mente, ¿no era Su intención que la utilizáramos? Cuando usamos nuestra mente para planear la obra de Dios, ¿acaso pecamos? Si la usamos para las cosas de Dios, ¿por qué no podemos hacerlo?
Además, buscamos la presencia de Dios con toda sinceridad. En algunas ocasiones mi vida me ha dejado seco y mis obras ya no me interesan; entonces Dios me ha permitido sentir el amor del Señor Jesús como un fuego ardiendo en mi corazón, lo cual me llenaba de felicidad. Sentía que El estaba conmigo y que casi podía tocarlo. ¿No es esto el clímax de nuestra vida espiritual? Muchas veces, al perder este sentimiento, sentí que mi vida era muy árida, insípida, fría e inútil. En tales ocasiones, francamente deseaba buscar al Señor, y orar, a fin de que tal sentimiento regresara. ¿Cómo puede estar esto equivocado?
Muchos creyentes quisieran expresar en sus corazones estas cosas que acabo de mencionar, debido a que no diferencian entre lo que es espiritual y lo que es anímico. Aún no han recibido del Espíritu Santo la revelación personal que les muestra la maldad de su vida natural. Tienen que acudir al Señor con más frecuencia y estar dispuestos a aprender más, pidiendo al Espíritu Santo que les revele cuántas cosas malvadas hay en sus vidas naturales tan buenas. Al hacer esto, uno debe ser franco y humilde, y estar dispuesto a eliminar lo que el Espíritu Santo alumbre. Después de hacer esto, el Espíritu Santo a su debido tiempo, le mostrará cuán corrupta es la vida natural.
El Espíritu Santo le permitirá comprender que toda su obra y su vida están centradas en el yo y motivadas por el mismo, y que no permite que el Señor reine en todas las cosas. Las buenas obras que uno hace, las hace según uno mismo. Los creyentes anímicos buscan simplemente su propia gloria. No hacen nada con la intención de buscar la voluntad de Dios, ni están dispuestos a someterse a El ni a seguir Su guía confiando en Su poder. Sólo hacen lo que concuerda con su propia voluntad, siguiendo su propio camino en todo. Así que, todas sus oraciones y su búsqueda del Señor son sólo hipocresía. Aunque aplican el don que Dios les dio, solamente piensan en dicho don y se jactan en él, y hacen a un lado al Señor, quien se lo dio. Aunque tienen muchos dones, los usan indiscriminadamente sin preocuparse por la voluntad del Señor, quien les dio tales dones. Aunque buscan con celo la voz del Señor, no están dispuestos a esperar delante de Dios. Cuando buscan al Espíritu Santo para que les dé revelación y entendimiento, sólo buscan conocimiento para satisfacer el deseo de su mente. Aunque buscan la presencia de Dios y desean sentir el amor del Señor y Su cercanía, no lo hacen para el Señor, sino que simplemente desean estar contentos. No se complacen en el Señor, sino en las sensaciones, en lo que los reconforta, los alegra y los hace sentir en la gloria del tercer cielo. Toda su vida y su obra se centra en ellos mismos, y su esperanza es ser felices.
Sólo cuando el Espíritu Santo trae revelación al creyente, éste descubre cuán abominable es su propia vida y entiende cuán insensato es tratar de conservar su vida anímica. Esta revelación no es repentina ni de una vez por todas, sino que es gradual y progresiva. Cuando el Espíritu Santo resplandece con Su luz por primera vez en el creyente, éste se arrepiente en la luz y está dispuesto a que muera la vida de su alma. Pero como el corazón del hombre es perverso, al poco tiempo, quizá en unos pocos días, vuelve de nuevo a confiar en sí mismo, a amarse a sí mismo y a complacerse en sí mismo. Por lo tanto, la revelación vuelve con frecuencia para que el creyente esté dispuesto a renunciar a la vida de su alma. Lo más lamentable es que muy pocos se someten espontáneamente al Señor y acuden a El en todos estos asuntos. Por lo general, sólo después de que el Espíritu Santo permite que el creyente fracase un sinnúmero de veces y experimente muchas derrotas, llega él a estar dispuesto a renunciar a la vida del alma. Y aún si llega a esta condición, ¡cuán incompleta es su disposición y cuán inestable!
Los creyentes debemos abandonar nuestra necedad y aceptar el punto de vista de Dios, y reconocer que nuestra vida es incapaz de agradar a Dios. Debemos tener un corazón tal, que no tema permitir que el Espíritu Santo exponga, una por una, las vilezas de nuestra vida anímica. Por la fe, debemos confiar en la evaluación que Dios hizo de nuestra vida y estar dispuestos a que el Espíritu Santo, mediante la Palabra, nos revele lo que es nuestra vida. Solamente así, El podrá guiarnos en la senda de la liberación de nuestra vida anímica.
EL PELIGRO DE VIVIR CENTRADOS EN EL ALMA
Cuando los creyentes no han alcanzado o no están dispuestos a alcanzar lo que Dios quiere que alcancen, se encuentran inevitablemente en peligro. Dado que la meta de Dios es que los creyentes vivan en el espíritu, y no en el alma ni en el cuerpo, si ellos no viven en el espíritu, sufrirán pérdida. Existen por lo menos tres clases de peligros.
A. El peligro reprimir el espíritu
Todas las obras del Espíritu Santo, son hechas en el espíritu del hombre. Dios trabaja en el siguiente orden: primero hace que el Espíritu Santo se mueva en el espíritu humano, después brilla como luz en la mente (el alma) y, por último, hace que Su obra sea llevada a cabo por el cuerpo. Este orden es muy importante.
Puesto que el creyente nació del Espíritu, debe andar por el Espíritu. Sólo de esta manera podrá entender la voluntad de Dios, actuar con el Espíritu Santo y vencer todas las estratagemas del enemigo. El espíritu del creyente debe ser muy viviente. Los creyentes deben seguir la iniciativa del espíritu y no reprimir su acción, para que por medio de él, el Espíritu Santo lleve a cabo Su obra. El Espíritu Santo necesita la cooperación del espíritu humano para hacer que los creyentes sean victoriosos en su vida diaria, estén siempre listos y sean aptos para actuar cuando Dios lo ordena. (Más adelante hablaremos del problema del espíritu.)
Sin embargo, muchos creyentes no entienden la obra del espíritu ni pueden distinguir entre lo que es espiritual y lo que es anímico. Algunas veces toman lo espiritual por anímico, y lo
anímico por espiritual. En consecuencia, utilizan su habilidad anímica para vivir y laborar, e incluso suprimen la vida del espíritu. En realidad, se conducen según el alma, pero piensan que lo hacen según el espíritu. Esta necedad hace que su espíritu no pueda actuar en conformidad con el Espíritu Santo, y esto detiene la obra del Espíritu Santo en él.
Cuando el creyente vive en torno al alma, se conduce según los pensamientos, las imaginaciones, los planes y las visiones de la misma. Busca los sentimientos de felicidad y actúa de acuerdo con ellos. Como resultado, si tiene estas experiencias con frecuencia, estará contento, de lo contrario, se desanimará a tal grado que no podrá dar ni un paso. Esto hará que no viva en su vida espiritual, sino que viva de acuerdo con sus sentimientos, cambiando su vida de acuerdo con sus sentimientos. Es decir, el creyente no actúa ni se conduce según su órgano principal, su espíritu, sino que es atraído a vivir en los sentimientos externos de su alma y de su cuerpo. De esta manera, la noción de darle prioridad al espíritu es vencida por el alma y el cuerpo. Esto hace que el creyente llegue a ser insensible a dicha noción. Como resultado, llega a estar consciente de que tiene alma o de que tiene cuerpo. Así pierde la cooperación del espíritu con Dios, y el crecimiento de la vida espiritual se suprime o se detiene. El espíritu no podrá actuar ni hacer que el creyente reciba la capacidad y la dirección para pelear la batalla y para adorar a Dios. Si el espíritu no tiene plena libertad de gobernar dentro del hombre y si el hombre no echa mano del poder del espíritu para vivir en este mundo permitiéndole al Espíritu ser el amo en todas las áreas, no puede crecer para llegar a la madurez. Debido a que es tan delicado estar consciente del espíritu, si el hombre no aprende a seguir y discernir su sentir, ¿cómo podrá detectarlo, especialmente cuando hay estímulos externos actuando sobre los sentimientos de su vida anímica, que son tan turbulentos y fuertes? Los sentimientos del alma no solamente le impiden estar consciente del espíritu, sino que también reprimen el mismo.
B. El peligro de retroceder a la esfera del cuerpo
Muchas de las cosas que Gálatas 5 describe como “obras de la carne” son los deseos que naturalmente proceden del cuerpo del hombre. Sin embargo, no pocas de ellas también son obras del alma. “Disensiones, divisiones, sectas” (v. 20), etc., todo ello procede del alma del hombre, de su personalidad. Esto se debe a que los creyentes tienen diferentes ideas y opiniones. Pero debemos tener presente que estas cosas que el alma produce están en la misma categoría de los pecados del cuerpo: “fornicación, inmundicia, lascivia ... borracheras, orgías”. Esto nos recuerda cuán estrecha es la relación entre el alma y el cuerpo. De hecho, no es posible separarlos; ya que el cuerpo que ahora poseemos es el “cuerpo anímico” (1 Co. 15:44). Así que, si el creyente solamente trata de vencer su naturaleza pecaminosa, mas no su vida natural, aunque quizá venza temporalmente sus pecados, no pasará mucho tiempo sin que recaiga en la esfera del cuerpo y del pecado. Tal vez no cometa algún pecado horrible, pero en todo caso no se puede deshacer de eso que se llama pecado.
Tengamos presente que la cruz es el lugar y el medio que Dios utiliza para ponerle fin a la vieja creación. La cruz no calcula que hay en nosotros que deba ser eliminado, sino que elimina la vieja creación en su totalidad. El creyente no puede ir a la cruz solamente para recibir la gracia de la muerte sustitutiva sin recibir la liberación que le trae morir
juntamente con Cristo. Una vez que uno recibe al Señor como Salvador por la fe, aunque solamente entienda el aspecto de la muerte sustitutiva o algo más, el Espíritu Santo obra continuamente, por medio de la nueva vida depositada en uno haciendo que espontáneamente aborrezca el pecado y guiándolo a buscar la experiencia de saber que murió juntamente con Cristo. Si uno persiste en resistir el deseo de esta nueva vida, aunque no pierde la vida, perderá el deleite y la dicha de esta vida, es decir, “el gozo de su salvación”. De igual manera, si uno sabe que el poder de la salvación efectuada en la cruz lo capacita para vencer la naturaleza pecaminosa, el Espíritu Santo continuará guiándolo para que avance y para que procure experimentar la victoria sobre la vida natural. La cruz no dejará la obra a medias ni se detendrá, sino que obrará más profundamente cada vez. Si la vieja creación no ha sido completamente crucificada en la experiencia, la cruz no se detendrá, pues su meta es destruir totalmente lo que es de Adán.
Si un hijo de Dios recibió la gracia y experimentó la liberación de los pecados, pero no avanza a vencer su vida natural, y sigue viviendo en la vida de su alma, verá que su alma una vez más se unirá al cuerpo, guiando al creyente a retroceder y haciendo que de nuevo peque en aquello que ya había sido vencido. Así como cuando uno navega en contra de la corriente, si no avanza, retrocede. Si la cruz no opera de una manera profunda en nosotros, entonces, en poco tiempo, lo que había logrado, de hecho, se perderá. Esto nos muestra por qué muchos creyentes que una vez experimentaron cierta liberación del pecado, después recaen. Si la vida de la vieja creación persiste en el creyente, en poco tiempo se unirá con la naturaleza de la vieja creación.
C. El peligro de ser usados por el poder de las tinieblas
La epístola de Jacobo [o Santiago] fue dirigida a los creyentes. En los versículos 14 y 15 del capítulo tres, se describe explícitamente la relación que existe entre la vida del alma y la obra de Satanás, con estas palabras: “Pero si tenéis celos amargos y ambición egoísta en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis contra la verdad; porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, anímica, demoníaca”. Aquí vemos que hay cierta sabiduría que proviene de Satanás. Esta sabiduría también pertenece al alma del hombre, lo cual nos lleva a concluir que es el resultado de la obra de Satanás en la mente. Eso es evidente. La carne es la herramienta del diablo, pero la obra de Satanás en el alma no es diferente a su obra en el cuerpo. Estos dos versículos nos dicen que la envidia y las contiendas se deben a que los creyentes buscan conocimiento, lo cual obedece a que el diablo opera en la vida del alma. Tal vez un creyente solamente sepa que el enemigo tienta al hombre a pecar, pero no sepa que también le pone pensamientos. La caída del hombre se debió a que el hombre amó el conocimiento y la sabiduría. Satanás todavía utiliza esa misma estratagema para hacer que los creyentes conserven su vida anímica como una herramienta para su obra.
El plan de Satanás es mantener a los creyentes en la vieja creación, y cuanto más lo logre, mejor. Si no puede hacer que el creyente permanezca en su pecado, utilizará la necedad y la falta de disposición de los creyentes para mantenerlos en su vida natural. Si no fuera así, las huestes del Hades perderían sus empleos. Si el creyente se une más al Señor en su espíritu, la vida del Espíritu Santo fluirá más en su espíritu, y la cruz diariamente obrará con más
profundidad. De este modo, el creyente podrá ser librado de la vieja creación cada vez más. La nueva creación es la propia vida de Dios sobre la cual Satanás jamás gastará su energía. Por lo tanto, Satanás necesita idearse una manera para hacer que el creyente retenga algo de la vieja creación, ya sea el pecado o la parte buena de la vida natural, ya que por medio de ésta puede seguir trabajando. Por lo tanto, el enemigo molesta al creyente constantemente confundiéndolo al permitirle que aborrezca sus pecados, con tal que ame su propia vida.
Mientras el creyente era todavía un pecador, satisfacía “los deseos de la carne”, lo cual se refiere a los pecados, especialmente a los que se relacionan con el cuerpo. “Y de los pensamientos”, lo cual se refiere a la vida del alma (Ef. 2:3). Sin embargo, el versículo 2 nos dice que ambos están bajo la operación del espíritu maligno. Nuestro propósito es que el creyente entienda que Satanás no solamente trabaja en el cuerpo, sino también en el alma. Lo que recalcaremos ahora es que el creyente fue salvo para ser librado no sólo de sus pecados, sino también de su vida natural. Espero que el Espíritu Santo abra nuestros ojos para que sepamos cuán importante es este paso. Si el creyente es librado del poder del pecado y de la vida anímica, el enemigo fracasará en cualquier nivel en que quiera trabajar.
Si un creyente es anímico y no sabe guardar su mente, el espíritu maligno fácilmente podrá utilizar la sabiduría natural del hombre para lograr lo que pretende. Fácilmente puede sembrar malos entendidos y prejuicios en la mente del hombre, haciendo que dude de la verdad de Dios y de la sinceridad del hombre. La obra del Espíritu Santo en el hombre es en gran manera estorbada cuando un espíritu maligno ocupa la mente. Aunque la intención del hombre tal vez no sea mala, sus pensamientos son traicionados por su mente. Las buenas ideas resisten la obra del Espíritu Santo, del mismo modo que lo hace la necedad de las personas del mundo. La obra del espíritu maligno no se limita a eso; algunas veces puede dar a un creyente una visión u otros pensamientos asombrosos, haciéndole creer que por ser sobrenaturales, deben proceder de Dios, y así lo engaña. Antes de que se dé muerte a la vida del alma, es imposible que la mente no sea curiosa, exhibiendo fenómenos como anhelar, obtener y escudriñar; de esta manera da la oportunidad a algún espíritu maligno de operar.
Las emociones como parte de la vida del alma del creyente son fácil presa del enemigo, y en ellas puede hacer su obra. Debido a que el creyente busca sentimientos de felicidad y está ansioso por sentir al Espíritu Santo, el amor del Señor Jesús y la presencia de Dios, el espíritu maligno le permite tener sensaciones extrañas, estimula emociones en su vida natural y le permite que los órganos del cuerpo tengan experiencias extrañas. Todo esto estorba la delicada función de la intuición del hombre y la voz del Espíritu Santo. (Si el Señor lo permite, discutiremos estos problemas en detalle, en la última parte de este libro.)
Si un creyente no pone fin a su vida anímica, sufrirá grandes pérdidas en la guerra espiritual. En Apocalipsis 12:11 vemos que una de las grandes condiciones para vencer al diablo es aborrecer la vida del alma hasta la muerte. La actitud de amarse a sí mismo y de tenerse compasión, debe llevarse a la cruz. De lo contrario, fracasaremos ante el enemigo. Los soldados de Cristo que tienen cierta simpatía o cierta preocupación por sí mismos, y un amor profundo por su propia vida, pierden la victoria. Esta actitud hace que el creyente se preocupe por sí mismo, se examine a sí mismo, lo cual le trae derrota. Si el enemigo puede
llenar el corazón del creyente de ansiedad y de preocupación por sí mismo, entonces lo vencerá.
Cada vez que tenemos dudas, dejamos que el enemigo vea nuestras debilidades. Debemos dar muerte a la vida del alma; así tendremos la posibilidad de derrotar al enemigo. Satanás puede trabajar en un alma que no tenga restricciones y puede atacar directamente el alma que no ha pasado por la cruz, y traer derrota al creyente. La vida del alma es la ayuda con la cual el enemigo cuenta dentro de nosotros. Si un creyente utiliza su propia fuerza y se rehusa a ser librado del dominio de la vida anímica, le dará al enemigo la oportunidad de que tome ventaja de él. No importa cuánto comprenda la verdad el creyente ni cuánto celo tenga en la guerra espiritual, el alma siempre es el punto peligroso. El peligro es aún mayor cuando el creyente llega a ser más espiritual, ya que la acción anímica se hace más difícil de detectar. Cuanto más imperceptible sea la acción de la vida anímica, más difícil es hallar la manera de exterminarla. En la vida espiritual muchas veces es casi imposible detectar cuando hay una mezcla del espíritu con una pequeña porción de expresión del alma. Algunas veces parece no existir ni la más mínima diferencia entre ser anímico y ser espiritual. Si el creyente no está alerta para resistir al diablo, fracasará por causa de la vida de su alma.
La obra que Satanás lleva a cabo en la vida anímica del creyente engañándolo, va más allá de lo que éste puede imaginar o esperar en la vida diaria. Quisiéramos advertir que según el precepto divino, debemos rechazar todas las cosas que recibimos de Adán, a saber, nuestra vida y nuestra naturaleza. Siempre será peligroso no obedecer a Dios.
CAPITULO CUATRO
LA CRUZ Y EL ALMA
EL LLAMAMIENTO DE LA CRUZ
En los cuatro evangelios el Señor Jesús, por lo menos en cuatro ocasiones les dijo a Sus discípulos que renunciaran a la vida del alma, que le dieran muerte y que lo siguieran a El. El Señor sabía que renunciar a la vida anímica es un requisito absolutamente indispensable para seguirlo a El, obtener la perfección de ser como El en servir al hombre y en hacer la voluntad de Dios. Aunque esas cuatro veces el Señor Jesús habló acerca de la vida del alma, hizo un énfasis diferente en cada caso. Sabemos que la vida del alma tiene varias manifestaciones; por eso el Señor da énfasis a un aspecto diferente cada vez. Todo discípulo del Señor debe prestar atención a lo que El dice. El Señor hace el llamado a que el hombre ponga la vida de su alma en la cruz.
LA CRUZ Y LOS AFECTOS DEL ALMA
En Mateo 10:38 y 39, el Señor Jesús dijo: “Y el que no toma su cruz y sigue en pos de Mí, no es digno de Mí. El que halla la vida de su alma, la perderá; y el que la pierde por causa de Mí, la hallará.
Estos versículos nos instan a perder la vida anímica por causa del Señor, y a llevarla a la cruz para que sea inmolada. Antes de estos versículos, el Señor Jesús dijo que los enemigos del hombre son los de su propia casa y habló de que un hijo, por causa del Señor, se separa de su padre, la hija de su madre, y la nuera de su suegra. Debido a que la voluntad de Dios se opone a la de nuestra familia, debemos, por causa del Señor, separarnos de quienes más amamos. Esta es la cruz, y eso es la crucifixión. Según la vida de nuestra alma, amamos a los que nos agradan; nos gusta obedecerles y deseamos actuar de acuerdo con sus deseos. Cuando nuestros amados están contentos, ¿no está alegre nuestro corazón? Pero en este pasaje, el Señor Jesús nos llama a no rebelarnos contra El a causa de nuestros amados. Cuando la voluntad de Dios está en conflicto con los deseos del hombre, aunque sea la persona a quien más amamos y la que más nos ama, y aunque sintamos dolor y nos resistamos a herir su corazón, debemos, por causa del Señor, tomar la cruz y entregar nuestros afectos a la muerte.
El Señor Jesús nos llama de este modo a abandonar nuestros afectos naturales. En el versículo 37 añade: “El que ama a padre o madre más que a Mí, no es digno de Mí; el que ama a hijo o hija más que a Mí, no es digno de Mí”.
En Lucas 14:26 y 27 consta lo siguiente: “Si alguno viene a Mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos y hermanas, y aun la vida de su alma, no puede ser Mi discípulo. Y el que no lleva su cruz y viene en pos de Mí, no puede ser Mi discípulo”. En Mateo se le muestra al creyente la elección que debe hacer con respecto a sus afectos: debe
amar al Señor más que a su familia. En Lucas se describe la actitud que el creyente debe mantener hacia el amor que se origina en su vida anímica: debe aborrecerlo. En realidad, esto significa que el creyente no debe tener amor hacia los demás, debido a que los ama en el nivel natural. Se nos prohibe amar a otros, debido a que los amamos en lo natural. Aun seres que nos son tan queridos como son nuestros padres, nuestros hermanos, nuestra esposa y nuestros hijos están incluidos en la lista de prohibiciones. El amor natural se origina en la vida del alma y hace que el creyente se apegue a los demás, aferrándose a los que ama y exigiéndoles amor. Para el Señor esta clase de vida debe ir a la muerte. Aunque no hayamos visto al Señor y nuestros corazones todavía prefieran ir en pos de nuestros seres queridos, y nuestra vida exija tenerlos, El desea que tengamos un corazón que lo ame a El, a quien no hemos visto. Quiere que rechacemos el amor que procede de nuestra naturaleza. El Señor Jesús quiere que estemos libres de todo amor para con el hombre y que no utilicemos nuestro propio amor para amar a nuestros semejantes. El desea que amemos al hombre, no según el gusto natural de nuestra alma, ya que el amor de nuestro hombre natural debe cesar. Pero si llegamos a amar al prójimo, es porque tenemos una relación completamente nueva en el Señor. Los amamos por causa del Señor, a quien amamos, no con nuestro propio amor. Debemos, por causa del Señor, recibir de El Su amor para amar a nuestros semejantes. En pocas palabras, nuestro amor al prójimo debe ser regulado por el Señor. Si El quiere, debemos amar aun a nuestros enemigos. Si el Señor no quiere, no debemos amar ni a los seres más queridos de nuestra familia. El Señor no quiere que nuestros corazones se apeguen a nada, para que libremente le sirvamos a El.
Para que esto se cumpla, la vida del alma debe ser rechazada. En esto consiste la cruz. Obedecer a Cristo y hacer a un lado los sentimientos humanos hace que el amor natural de los creyentes sufra y se aflija, lo cual llega a ser para el creyente, en una manera práctica, la cruz. Esto lo capacita por medio de su disposición a negarse al yo y a perder la vida del alma que actúa en la esfera del amor. Con frecuencia, abandonar a los que uno ama hiere el corazón y quebranta el alma. Muchas lagrimas y gemidos y tristeza inefable se experimenta cuando se pierde un ser amado. Todo ello trae sufrimientos a nuestra vida. Pero nuestra alma se resiste a negarse a nuestros seres queridos por causa del Señor. Al hacer morir el alma, al estar dispuestos a morir, los creyentes logran escapar del poder del alma. La pérdida del afecto natural que experimentamos al poner nuestra vida anímica en la cruz, permite que el Espíritu Santo derrame el amor de Dios en nuestro corazón cuando entramos en Su presencia, pues esto hace que el amor del alma sea expresado por medio de Dios y en El.
Recordemos que desde la perspectiva humana, es legítimo y normal poseer la vida del alma, y no involucra corrupción como los pecados. El amor mencionamos, ¿no es compartido por los hombres? ¿No es legítimo amar a nuestra familia? Sin embargo, el Señor nos llama a vencer todo lo natural y, por causa de Dios, a renunciar aun a nuestros derechos legítimos para mezclarnos con Dios. Dios quiere que lo amemos más que lo que Abraham amaba a Isaac. Aunque Dios dio al hombre la vida del alma cuando lo creó, El desea que el hombre esté dispuesto a no vivir por esa vida. El hombre mundano no puede comprender el deseo de Dios; pero cuando el creyente gradualmente avanza y se pierde en la vida de Dios, llega a conocer Su voluntad. ¿Quién puede comprender por qué Dios, habiendo dado a Abraham un hijo, Isaac, le pidió que renunciara a él? Sin embargo, quienes conocen el corazón de Dios no se conforman con los dones naturales dados por Dios, sino
que desean descansar en Dios, el dador. El propósito de Dios es que estemos adheridos únicamente a El, y no a ninguna persona, cosa ni asunto, aunque estas personas, cosas o asuntos nos los haya dado El mismo.
Los creyentes están dispuestos con relativa facilidad a salir de Ur de Caldea, pero rara vez ven la importancia de ofrecer en el monte Moriah lo que Dios les dio. Esta es una de las lecciones más profundas de la fe. Es la lección de entrar en la vida de Dios, unidos a El. Dios quiere que Sus hijos lo abandonen todo y lleguen a ser Suyos totalmente. No sólo deben hacer a un lado las cosas que ellos mismos comprenden y consideran peligrosas, sino que también deben poner en la cruz, guiados por el Espíritu Santo, lo más legítimo de su vida humana, como por ejemplo, el afecto.
El deseo de nuestro Señor está lleno de significado, ya que el afecto del hombre es una facultad muy difícil de controlar. Si el creyente no pone sus afectos en la cruz y no está dispuesto a que se les dé muerte, tendrá grandes obstáculos en la vida espiritual. Debido a que las relaciones humanas son tan variables, los afectos cambian continuamente. Cuando la facultad del afecto es estimulada, el ser del creyente fácilmente pierde su normalidad espiritual. Un creyente anímico se molesta y pierde la paz en su espíritu con mucha frecuencia. La tristeza, los gemidos, los lamentos y las lágrimas son el resultado normal del afecto. Si el Señor no tiene la preeminencia en nuestros afectos, es difícil que la tenga en lo demás. Esto es una evidencia de la espiritualidad y también una forma de medirla. Por lo tanto, debemos aborrecer nuestra propia vida y no darle oportunidad a nuestro amor humano de actuar libremente. Lo que el Señor exige es contrario a nuestras intenciones naturales. Lo que amábamos, ahora debemos odiarlo. No sólo debemos odiar lo que amamos, sino también la facultad de donde procede el amor, es decir, nuestra vida anímica. Este es el camino hacia la espiritualidad. Si verdaderamente tomamos la cruz, ello evitará que el afecto del alma controle y afecte al espíritu, y nos capacitará para amar a otros por el poder del Espíritu Santo. Así trató el Señor a Su familia cuanto estuvo sobre la tierra.
LA CRUZ Y EL YO DEL ALMA
En Mateo 16:24-25 el Señor Jesús también habló de la relación que hay entre la vida del alma y la cruz: “Entonces Jesús dijo a Sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque el que quiera salvar la vida de su alma, la perderá; y el que la pierda por causa de Mí, la hallará”. En estos versículos, de nuevo nuestro Señor hace un llamado a Sus discípulos a que tomen la cruz y a estar dispuestos a hacer morir y perder la vida del alma. Lo que dice aquí y lo que dijo en Mateo 10 no es lo mismo. La parte de la vida anímica que se destaca en Mateo 10 es el afecto, mientras que aquí en el capítulo dieciséis es el “yo” del hombre el que aparece en primer plano. Si leemos el pasaje anterior, veremos que el Señor Jesús les habla a los discípulos de la clase de sufrimientos que El tendría al ir a la cruz. Entonces Pedro, debido a su intenso afecto por el Señor, le dijo: “¡Dios tenga compasión de Ti, Señor!” Debido a que Pedro estaba poniendo su mente en las cosas del hombre, no estaba dispuesto a permitir que su Señor sufriera en la carne sobre la cruz. No entendía que el hombre debe poner su mente exclusivamente en las cosas de Dios. Aun si se trata de sufrir la muerte de cruz, debía poner la mente en las cosas de Dios. El no sabía que debía amar más la voluntad de Dios que a su yo. Era como si hubiera pensado: “Señor, vas a ir a la cruz a sufrir de tal manera, y aunque
estás haciendo la voluntad de Dios, llevando a cabo Su propósito y actuando de acuerdo a Su plan, ¿qué va a ser de Ti? ¿no piensas en los sufrimientos que pasarás por hacer la voluntad de Dios? Señor, ¡ten misericordia de Ti!”
El Señor le indicó, que tal manera de condolerse de uno mismo viene de Satanás, y luego se dirigió a Sus discípulos como si dijera: “No sólo yo iré a la cruz, sino también todo aquél que quiera seguirme y ser Mi discípulo. Mi destino también debe ser el vuestro. No creáis que Yo soy el único que debe hacer la voluntad de Dios, pues vosotros Mis discípulos también deben hacerla. Así como no me preocupo por Mí y aun estando en la cruz, incondicionalmente sigo haciendo la voluntad de Dios, así vosotros no debéis preocuparos por vuestra vida anímica, sino estar dispuestos a perderla para hacer lo que Dios quiere”. Pedro le preguntó que por qué no tenía compasión de Sí mismo, pero el Señor le respondió que uno debe “negarse a sí mismo”.
Hay que pagar un alto precio para hacer la voluntad de Dios. Al oír esto la carne tiembla. Cuando lo que nos gobierna es la vida del alma, no podemos ser gobernados por la voluntad de Dios. Esto se debe a que la vida del alma quiere seguir las intenciones del yo, pero no quiere obedecer la voluntad de Dios. Cuando vemos que Dios nos llama a ir a la cruz y a negarnos a nuestro yo, a sacrificarnos y perder todas las cosas por causa de El, inconscientemente nuestra vida del alma produce una actitud de autocompasión. A menudo, nuestra vida anímica nos impide estar dispuestos a pagar el precio necesario para obedecer a Dios. Cada vez que estamos dispuestos a escoger el camino angosto de la cruz y a sufrir por causa de Cristo, la vida anímica sufre pérdida. Solamente de esta manera perdemos nuestra vida anímica, y sólo por este medio podemos obtener la vida espiritual de Cristo para que nos gobierne totalmente y de una manera pura dentro de nosotros, y nos capacite para hacer lo que Dios desea en beneficio de toda la humanidad.
Si prestamos atención a la ubicación de los pasajes anteriores, comprenderemos la perversidad de la obra de la vida anímica. Pedro dijo esto poco después de recibir revelación de Dios, por la cual comprendió el misterio que el hombre no podía entender. Dios el Padre personalmente le había revelado que el humilde Jesús, a quien los discípulos seguían, era el mismo Cristo, el Hijo del Dios viviente. Sin embargo, inmediatamente después de recibir tal revelación, fue controlado por la vida de su alma y le aconsejó a su Señor que tuviera compasión de Sí mismo. Debemos saber que una revelación espiritual o un conocimiento maravilloso no pueden garantizarnos que no seremos controlados por el alma. Por el contrario, la vida anímica de quienes poseen conocimiento y experiencias elevadas puede ser más difícil de detectar que la de otros y, por ende, más difícil de ser eliminada. Si no aplicamos la cruz para ponerle fin a la vida anímica, ésta siempre permanecerá en el hombre intacta.
En esto vemos la incapacidad total de la vida del alma. La vida anímica de Pedro se manifestó, no para su propio beneficio, sino para el del Señor Jesús. El amaba al Señor, tuvo compasión de El y deseaba que el Señor fuera feliz; no deseaba que el Señor pasara por ningún sufrimiento. Su corazón no era malo, y de hecho, su intención era muy buena, pero esto no era más que su afecto humano, el cual procedía de su alma. El Señor no quería ningún sentimiento de conmiseración de parte del alma. A la vida anímica no se le permite ¡ni siquiera amar al Señor! Aquí vemos que es perfectamente posible ser anímico al servir
al Señor, al adorarle y al expresarle nuestro amor. También vemos que la vida del alma no es aceptable ni aun en el asunto de amar al Señor o ser solidario con El. El propio Señor Jesús sirvió a Dios haciendo a un lado Su alma. Del mismo modo, El no desea que el hombre le sirva por medio de su alma. El Señor insta a sus discípulos a hacer morir la vida anímica no sólo porque ésta puede amar al hombre, sino porque hasta es capaz de adorar al Señor. Lo que al Señor le interesa es de dónde procede la realización de Su comisión, no qué tan bien se lleve a cabo.
Aunque Pedro expresaba su amor hacia el Señor, ese amor era la manifestación de Pedro mismo. El adoraba más al cuerpo físico del Señor Jesús que la voluntad de Dios, y le aconsejó al Señor que se preocupara por Sí mismo. Esta era la manifestación de Pedro mismo. Por eso el Señor hizo este llamado. La vida del alma tiende a ser independiente, a servir a Dios de acuerdo con lo que ella considera bueno, pero no está dispuesta a andar según la voluntad de Dios. Hacer la voluntad de Dios equivale a perder el alma. Cada vez que la voluntad de Dios es llevada a cabo, la intención del alma es quebrantada. Cada quebranto de la intención del alma es una aplicación práctica de la cruz.
El Señor Jesús llamó a Sus discípulos a abandonar la vida anímica debido a que Pedro habló según su alma. Pero el Señor también notó que las palabras de Pedro venían de Satanás. Así vemos cómo Satanás utiliza la vida anímica del hombre. Si esta vida no es llevada continuamente a la muerte, Satanás tiene una herramienta con la cual trabajar. Pedro dijo aquello debido a su amor por el Señor, pero Satanás lo utilizó. Pedro oró al Señor y le pidió que tuviera misericordia de Sí mismo, pero Satanás lo inspiró a hacerlo. Es un hecho que Satanás puede decirle al hombre que ame al Señor y que ore. El no teme que el hombre ore ni que ame al Señor; lo que teme es que el hombre no utilice la vida anímica para amar y orar al Señor. Si la vida del alma sobrevive, Satanás puede expandir su obra. Espero que Dios nos haga comprender el daño que esta vida causa. Los creyentes no deben pensar que son espirituales solamente porque aman al Señor y anhelan las cosas celestiales. La vida del alma tiene que ir a la muerte. De lo contrario, la voluntad de Dios no se cumplirá, y la vida del alma será utilizada por Satanás.
La autocompasión, el amor propio, el temor a los sufrimientos y la evasión de la cruz son las manifestaciones de la vida del alma. La meta principal de la vida del alma es preservar su existencia. Por eso, no está dispuesta a sufrir ninguna pérdida. Por lo tanto, el llamado del Señor es que debemos negarnos al yo y tomar nuestra cruz, para así perder la vida de nuestra alma. Siempre que estamos ante la cruz, somos instados a perder nuestro yo. Debemos tener un corazón que haga caso omiso de nuestro yo, para que mediante el poder de Dios nos neguemos a nuestra vida anímica por causa de otros. El Señor dice que la cruz es nuestra porque es lo que cada uno de nosotros recibió de Dios. A fin de llevar a cabo la voluntad de Dios, El nos llama a tomar nuestra cruz. Es nuestra porque Dios nos la dio, pero también está relacionada con la cruz de Cristo, ya que cuando estamos dispuestos a tomar nuestra propia cruz, mediante el Espíritu de la cruz de Cristo, la fuerza de la cruz de Cristo entra en nuestro ser y nos capacita para perder la vida de nuestra alma. Cada vez que tomamos la cruz, perdemos nuestra vida anímica, pero cuando evadimos la cruz, nutrimos y preservamos la vida de nuestra alma.
Nótese bien que lo que el Señor Jesús dice aquí no es algo que pueda cumplirse de una vez por todas, mediante un gran esfuerzo. En Lucas 9:23 se agrega la expresión “cada día” a la frase “tome su cruz”. Esta clase de cruz es continua e incesante. Con respecto a nuestra muerte al pecado, sabemos que esta cruz ya es un hecho cumplido que sólo requiere nuestro reconocimiento y aceptación. Pero con respecto a perder la vida del alma, esta cruz es distinta. No se refiere a un hecho logrado, sino que requiere una práctica y una experiencia diaria. Esto no significa que nunca perdemos la vida del alma o que gradualmente la perdemos; sino que la relación efectuada en la cruz con relación a la vida del alma es diferente a la relación realizada en la cruz con respecto al pecado. La muerte al pecado fue lograda por Cristo a favor de nosotros; pues cuando El murió, todos morimos con El. Pero perder la vida del alma no es un hecho logrado, sino que requiere que diariamente tomemos nuestra propia cruz mediante el poder de la cruz del Señor, determinándonos a negar el yo hasta que se pierda por completo.
Perder la vida del alma no es un asunto que pueda llevarse a cabo de una vez por todas, haciendo un gran esfuerzo, ni en un corto tiempo. Con respecto a morir al pecado, una vez que reconocemos nuestra posición de estar clavados en la cruz (Ro. 6:6), somos libres inmediatamente del pecado, y su poder no nos puede oprimir ni nos puede esclavizar más. La victoria completa se puede obtener en un instante. Sin embargo, la pérdida de la vida natural es un proceso que se realiza paulatinamente. Cuando la Palabra de Dios (He. 4:12) penetra cada vez más profundo, la obra de la cruz también se hace más profunda, y el Espíritu Santo hace que la vida espiritual crezca más, uniéndola más al Señor. El creyente no puede negarse a la vida anímica si no la conoce. La revelación de la Palabra de Dios debe incrementarse; entonces la obra de la cruz será más profunda. Por consiguiente, debemos tomar esta cruz diariamente. Cuanto más entendimiento haya acerca de la voluntad de Dios y de nuestro yo, más necesidad habrá de la obra de la cruz.
LA CRUZ Y EL AMOR DEL ALMA HACIA EL MUNDO
En Lucas 17:32-33 nuestro Señor dice algo parecido, pero da énfasis a las cosas del mundo: “Acordaos de la mujer de Lot. El que procure conservar la vida de su alma, la perderá; y el que la pierda, la conservará”. Aquí el Señor habla nuevamente de que debemos perder la vida del alma, pero da especial énfasis a la pérdida de las pertenencias. El Señor nos dice que recordemos a la esposa de Lot, ya que ella no pudo olvidarse de sus posesiones ni aun en un momento de tanto peligro. No se regresó ni caminó hacia Sodoma, ni siquiera retrocedió un centímetro. Todo lo que hizo fue mirar hacia atrás. Pero, ¡cuánto quedó revelado en esa simple acción! Esto reveló un anhelo por su pasado.
Es posible que el creyente exteriormente deje el mundo y renuncie a todas las cosas, pero en su corazón aun ama lo que abandonó por amor al Señor. Esto es obra de la vida del alma. Un creyente que se ha consagrado al Señor no debe regresar al mundo, ni debe esforzarse por recuperar lo que abandonó por amor al Señor. Si su corazón no está dispuesto a separarse del mundo, eso es suficiente para mostrar que no ha visto claramente la posición del mundo en relación con la cruz. En ese caso, no es necesario que la vida del alma opere para hacer que el hombre regrese y vuelva al mundo. Basta con que el creyente
secretamente, en su corazón, se resista a abandonar las cosas que había decidido dejar o que ya había abandonado.
Cuando la vida del alma verdaderamente se ha perdido, nada del mundo pueden tocar el corazón del creyente. En realidad, la vida anímica pertenece al mundo; así que se resiste a abandonar las cosas del mundo. Solamente cuando el creyente está dispuesto a hacer morir la vida del alma, puede seguir decididamente la enseñanza que el Señor dio en el monte [Mt. 5—7]. En esa ocasión, el Señor no mencionó explícitamente la función de la cruz, pero sabemos que si un creyente tiene la experiencia genuina de haber muerto juntamente con el Señor, no sólo de haber muerto al pecado, sino también de negarse a la vida del alma basado en que “ya está muerto”, tendrá que idear métodos para cumplir lo que Jesús enseñó en ese monte. Si la cruz no ha hecho una obra profunda en el alma del creyente, aun cuando pueda externamente vivir según lo que enseñó Jesús, su corazón internamente no estará en armonía con su conducta. Un creyente que ha perdido la vida de su alma, puede espontáneamente y sin fingimiento dar la capa cuando se le pide su túnica, pues está separado de todas las cosas mundanas.
La condición para ganar la vida espiritual es que debemos sufrir pérdida; sólo así tendremos ganancia. No importa cuánto hayamos acumulado para ser contados como ricos en el mundo, pues la realidad es que cuanto más ricos somos, más perdemos. No debemos usar la acumulación de bienes para medir nuestra vida; debemos medirla por la cantidad de pérdidas. Nuestra verdadera medida la determina cuánto vino hayamos derramado. Lo importante no es cuánto hayamos retenido, pues quien ha perdido más es quien más tiene para abastecer a otros. El poder del amor puede verse por el sacrificio del amor. Si nuestros corazones no han dejado de amar los bienes mundanos, nuestra vida anímica aún no ha estado bajo el quebrantamiento de la cruz.
En Hebreos 10:34 dice que ciertos creyentes fueron despojados de sus bienes, y lo aceptaron con gozo. Esto es el resultado de la obra de la cruz. La actitud de los santos hacia sus posesiones indica si la vida de su alma ha sido preservada o si ya ha sido llevada a la muerte.
Si realmente deseamos una vida pura y espiritual, debemos permitir que Dios obre en nuestro corazón para que nos separemos verdaderamente de todas las cosas mundanas y no volvamos a tener la intención que tuvo la esposa de Lot. Para experimentar la plenitud de la vida espiritual en Cristo es necesario dejar de amar los bienes materiales. Cuando el Espíritu Santo nos revela la realidad celestial y la plenitud de la vida espiritual, llegamos a menospreciar todas las cosas mundanas, ya que no tienen comparación con las celestiales. Esa es la experiencia que el apóstol Pablo describe en Filipenses 3. Primero, él contó todas las cosas como pérdida; después, lo perdió todo para ganar a Cristo; y finalmente, nos dijo que el resultado de esto es conocer el poder de la resurrección de Cristo. Ahí yace la plenitud de la vida espiritual. Por lo general, no sabemos cuánto poder tiene la vida del alma. Cuando somos probados en las cosas materiales, vemos lo que verdaderamente es nuestra vida anímica. Algunas veces parece que se requiere más gracia de parte de Dios para dejar las posesiones que para perder la vida. Los bienes materiales son realmente el medidor que muestra si la vida del alma se ha perdido o se ha preservado.
Los hijos de Dios que prestan mucha atención a lo que beben, comen y a su vida diaria deben permitir que la cruz haga una obra profunda en ellos para que sus espíritus no sean afectados ni encerrados por sus almas. De ese modo, sus espíritus se separarán de todas las cosas mundanas y podrán vivir en Dios sin obstáculos. Todo aquél que se preocupa por las cosas del mundo, lo hace debido a que su vida anímica no se ha perdido ni ha pasado por la cruz.
LA CRUZ Y EL PODER DEL ALMA
En Juan 12:24-25 el Señor Jesús de nuevo habló acerca de la vida del alma: “De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama la vida de su alma la perderá; y el que la aborrece en este mundo, para vida eterna la guardará”. Más adelante, explicó el significado de estos dos versículos diciendo: “Y Yo, si soy levantado de la tierra, a todos atraeré a Mí mismo. Pero decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir” (vs. 32-33). Ese capítulo de la Biblia nos presenta el ministerio del Señor Jesús en su esplendor, pues había resucitado a Lázaro, y debido a eso muchos judíos creyeron en El; inclusive unos griegos vinieron a verlo. En tales circunstancias, El entró en Jerusalén donde fue bien acogido. Desde el punto de vista humano, parecía que la cruz no era necesaria y que el Señor podía atraer a los hombres hacia Sí mismo sin ella, pero El sabía que no había otra manera de que el hombre fuera salvo aparte de la cruz. Aunque Su obra externamente era muy próspera, El estaba consciente de que si no moría, no podría dar vida al hombre. Si moría, podría atraer a los hombres a Sí mismo y darles vida.
El Señor declaró explícitamente la función de la cruz. Consideró Su propio ser como un grano de trigo. Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, sigue siendo un solo grano. Si el Señor era crucificado y moría, podría dar vida a muchos hombres. Aquí el Señor indicó que la condición para llevar fruto es la muerte. Si no hay muerte no hay fruto. No hay otra manera de llevar fruto excepto mediante la muerte.
Sin embargo, nuestra meta no es detenernos a examinar cómo fue el Señor Jesús. Queremos prestar especial atención a la relación que esto tiene con nuestra vida anímica. El Señor Jesús, en el versículo 24 relacionó al grano de trigo consigo mismo, pero en el versículo 25 indicó que Su muerte y mucho fruto no deben aplicarse exclusivamente a El. El dio a entender que todo aquel que es Su discípulo debe seguir Sus pisadas y explicó la relación que tiene el grano de trigo con los creyentes. El grano de trigo representa la vida del alma. Si dicho grano no muere, no puede llevar fruto. De igual manera, si la vida del alma no muere, tampoco puede llevar fruto. Lo que el Señor Jesús recalca es la necesidad de llevar fruto. Aunque la vida del alma es muy poderosa, su poder no puede llevar fruto. Todos los talentos, los dones, el conocimiento, la sabiduría y el poder que proceden de la vida del alma, son incapaces de hacer que los creyentes produzcan muchos granos. Así como el Señor Jesús tuvo que morir a fin de llevar fruto, asimismo los creyentes deben morir para llevar fruto. El Señor indicó que aunque el poder de la vida anímica es bueno, es inútil en la obra de Dios para llevar fruto.
Cuando los creyentes laboran para el Señor, el mayor peligro que corren es que confíen y usen todo el poder de su vida anímica: su habilidad, sus dones, su conocimiento, su poder
de persuasión, su elocuencia y su inteligencia. En la experiencia de muchos creyentes espirituales, si no concentran toda su atención en dar muerte a la vida anímica, ésta será muy activa laborando para el Señor. Por un lado, deben pedirle al Señor que no permita que la vida del alma tenga oportunidad de inmiscuirse y, por otro, deben velar para no permitir que ella realice ninguna actividad. Así que, ¿cómo podrán impedir la intrusión de esta vida quienes no están dispuestos a renunciar a ella ni a velar ni a orar? Todas las cosas que pertenecen al alma deben morir. Debemos estar dispuestos a no depender de ellas para nada. Debemos estar dispuestos a permitir que Dios nos haga pasar por la oscuridad de la muerte sin depender de nada, sin tener ningún sentimiento, sin ver nada y sin ningún entendimiento, mas confiando silenciosamente en la obra de Dios. De esta manera, El hará que obtengamos una vida anímica gloriosa, pero en resurrección. “El que la aborrece [la vida de su alma] en este mundo, para vida eterna la guardará”. La vida del alma no se pierde, sino que pasa por la muerte. Cuando morimos y no podemos ver ni sentir nada, Dios (no nosotros) puede usar nuestra vida anímica para impartirnos Su vida. Si la vida del alma no se pierde, el creyente sufrirá la mayor pérdida, mas si se pierde, será preservada para vida eterna, y Dios la podrá utilizar.
No debemos cometer el error de pensar que nunca jamás volveremos a usar nuestra mente ni nuestras habilidades. Este versículo explica claramente: “El que la aborrece [la vida de su alma] en este mundo, para vida eterna la guardará”. Aparentemente, tenemos que perder nuestra alma, pero en realidad, la preservamos para vida eterna. Hacer morir el alma no es destruirla ni deshacernos de sus diferentes facultades, de la misma manera que “el cuerpo de pecado sea anulado” (Ro. 6:6) no significa amputar las manos ni los pies ni los oídos, ni sacarse los ojos. Después de destruir el cuerpo de pecado, se nos dice que “presentemos ... nuestros miembros a Dios como armas de justicia” (v. 13). De igual manera, hacer morir la vida del alma y tomar la cruz para seguir al Señor, no significa que de aquí en adelante vamos a ser como madera o piedras, sin sensaciones ni pensamientos ni ideas, ni que nos deshicimos del uso de todas las facultades del alma. Los miembros del cuerpo y las facultades del alma siguen presentes y se pueden utilizar, excepto que ahora son renovadas, fortalecidas y dirigidas por el Espíritu Santo. Lo importante es si las facultades de nuestra vida anímica son fortalecidas y dirigidas por el Espíritu Santo, mediante el espíritu humano, o por la vida del alma. Las facultades aun existen, pero la vida que las dirigía y animaba ha muerto. De esta manera, el Espíritu Santo tiene la oportunidad de ser la vida de estas facultades por medio de la vida trascendente de Dios.
Cada facultad de nuestra alma, aunque haya pasado por la muerte, sigue existiendo. Hacer morir la vida del alma no significa que nuestra mente, nuestra parte emotiva y nuestra voluntad hayan sido completamente aniquiladas y que ahora estén vacías. En la Biblia, leemos acerca del pensamiento, el deseo, el gozo, la satisfacción y el amor de Dios. Inclusive, hablando del Señor Jesús, la Biblia dice que El amó, se regocijó, se afligió y hasta lloró. Cuando estaba en el huerto de Getsemaní, “ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas” (He. 5:7). Podemos ver que las facultades del alma no se desvanecen, ni el creyente se hace insensible ni indiferente. El alma del hombre es su mismo yo, su personalidad y todas las facultades que pertenecen a su vida. Si todo esto no es vitalizado por la vida del Espíritu que viene de lo alto, entonces, recibirá poder para vivir de la vida del alma del hombre natural. En cuanto a sus facultades, el alma todavía está presente; pero en lo que se refiere a su vida, debe ser totalmente rechazada. Todo lo que pertenece al alma
debe mantenerse en la muerte. Solamente esto permite que el Espíritu Santo use cada facultad del alma sin interferencia de la vida natural.
Esta es la vida en resurrección. Si el hombre no ha obtenido la vida trascendente de Dios, una vez que se pierda en la muerte, está muerto y no puede resucitar. El Señor Jesús pudo morir y resucitar debido a que en El, estaba la vida increada de Dios, la cual puede pasar por la muerte, sin ser destruida y manifestarse de nuevo en la frescura y la gloria de la resurrección. El Señor Jesús derramó Su alma hasta la muerte y entregó Su espíritu en las manos de Dios. Debido a que Su espíritu tenía la misma vida de Dios, pudo resucitar. Su muerte solamente lo libró de la vida del alma, e hizo que Su vida, la vida del Espíritu de Dios, se manifestará en plenitud y gloria. Si un hombre muere sin la vida de Dios, aunque su espíritu permanezca para siempre, él no podrá resucitar en la vida eterna como lo hizo el Señor.
Es difícil que el hombre entienda que Dios, habiéndonos dado Su vida, desee que tengamos la experiencia de morir juntamente con el Señor, lo cual hace que Su propia vida en nosotros, pase de nuevo por la muerte y la resurrección. Sin embargo, esta es la ley de la vida de Dios. Debido a que poseemos esta vida, podemos pasar por la muerte y seguir viviendo. Tal muerte hace que perdamos la vida de nuestra alma, y nos hace aptos para estar en la resurrección de la vida eterna, donde obtenemos la vida de Dios de una manera más rica y más gloriosa.
El propósito de Dios es depositar Su vida en nosotros y conducir nuestra vida anímica a la muerte, para que cuando Su vida resucite, haga que nuestra vida anímica resucite juntamente con El y lleve fruto por la eternidad. Esta es la lección más elevada y más profunda de la vida espiritual. Unicamente el Espíritu Santo puede revelarnos cuán indispensable es la resurrección, y cuán necesario es mostrarnos que también la muerte es indispensable. Quiera el Espíritu de revelación mostrarnos que si no aborrecemos nuestra propia vida y no la hacemos morir, nuestra vida espiritual sufrirá mucha pérdida y será incapaz de llevar fruto. Cuando la vida de Dios, la cual está en nosotros, juntamente con nuestra vida anímica pasan por la muerte y la resurrección, podemos llevar fruto y hacer que sea fruto que permanezca para vida eterna.
CAPITULO CINCO
EL CREYENTE ESPIRITUAL Y EL ALMA
LA DISTINCION ENTRE EL ESPIRITU Y EL ALMA
Hemos puesto tanto empeño en hablar de la distinción que existe entre el espíritu y el alma, con sus respectivas actividades, con el fin de poder llegar a este punto. Un creyente que busca diligentemente a Dios, debe temer ante todo que el alma funcione más allá del límite establecido por Dios. Por mucho tiempo el alma ha tenido el control. Aun cuando el creyente está dispuesto a consagrarse a Dios, puede mantener la idea de que esto es su obra, y que tiene que llevar a cabo lo que ha consagrado a fin de agradar a Dios. Muchos creyentes no saben cuán profundamente debe obrar la cruz, aun al grado de que el creyente rechace su facultad de valerse por sí mismo. Muchos no ven la realidad de que el Espíritu Santo mora en ellos. Y tampoco conocen la autoridad tan grande que El debe ejercer, al grado de que la mente, la voluntad y los sentimientos de todo el ser del creyente deben sujetrásele, hasta que ya no haya nada de confianza en uno mismo. De no ser así, el Espíritu Santo no puede hacer la obra que desea. La tentación más grande del creyente que diligentemente busca el rostro de Dios es usar su habilidad para tomar decisiones y para hacer la obra de Dios, en vez de esperar humildemente confiando en que el Espíritu Santo lo moverá.
El Señor Jesús nos llama a la cruz para que aborrezcamos nuestra vida anímica a fin de que encontremos la oportunidad de perderla y no guardarla. El Señor desea que el yo sea inmolado y ofrecido incondicionalmente, para que el Espíritu Santo pueda obrar. Toda opinión, obra y capacidad intelectual de la vida anímica deben ser llevadas a la muerte, para que recobremos Su vida mediante la vida y dirección del Espíritu Santo. El Señor habló de que o aborrecemos nuestra vida anímica o la amamos. El alma se ama a sí misma. Si nosotros no aborrecemos nuestra vida natural con todo nuestro corazón, no podremos vivir genuinamente en el Espíritu Santo. Si un creyente no ha visto esto, no tendrá temor de su yo ni de su inteligencia, y no esperará ni buscará al Espíritu Santo ni confiará totalmente en El. Estos son los requisitos primordiales para la vida espiritual. La guerra entre el alma y el espíritu se libra secreta y continuamente en el interior del creyente. El alma, en pro del yo, quiere ser la cabeza y actuar por su cuenta. El espíritu, a favor de Dios, quiere ganar todo el ser del creyente y ser el amo con toda la autoridad. En tal situación, si el espíritu no obtiene la victoria, el alma toma el liderazgo. Si el creyente se convierte en el amo y espera que el Espíritu Santo sea su ayudante y bendiga su obra, inevitablemente perderá el fruto espiritual. Si no nos rechazamos a nosotros mismos ni perdemos la vida del alma, sino que seguimos sus ideas, opiniones y sugerencias, y si no rechazamos constantemente sus derechos y los reducimos a cenizas incondicionalmente y sin reservas, sin añorar lo que perdimos, no podremos tener una vida ni una obra espiritual que agrade a Dios. Si no estamos dispuestos a renunciar al poder, a los deseos y a la vivacidad de la vida anímica ni a hacerla morir, aborreciéndola constantemente, ella aprovechará cualquier oportunidad para volverse a levantar. La razón por la cual tenemos tantos fracasos en nuestra vida
espiritual es que mientras esperamos vencer la vida del alma recibiendo más del Espíritu Santo y de su poder, el aspecto bueno del alma no es quebrantado. Si no perdemos la vida del alma ni le damos muerte, sino que se le permitimos mezclarse con el espíritu, seguiremos fracasando igual que antes. Si nuestra vida no manifiesta exclusivamente el poder del Espíritu Santo, no pasará mucho tiempo sin que fracasemos de nuevo, debido a la sabiduría y la opinión del hombre.
La vida anímica de nuestro hombre natural es un obstáculo para nuestra vida en el espíritu. Nunca está satisfecha con Dios solo y siempre quiere agregar algo además de El. Nunca tiene un momento de paz. Antes de que la vida del alma del creyente sea quebrantada, ella vive de sus emociones y sentimientos, los cuales son muy variables; debido a esto, su vida es bastante inestable. Esto explica por qué la vida de los creyentes es como el vaivén de las olas del mar. Cuando los creyentes permiten que sus experiencias espirituales se mezclen con la vida de su alma, éstas llegan a ser tan inestables que él no es apto para tomar ningún liderazgo. Cuando no nos hemos negado a la vida del alma, ella constantemente induce al hombre a abandonar su centro, el espíritu. Algunas veces es el efecto de las emociones el que perjudica grandemente la libertad y la percepción del espíritu. El gozo y la tristeza hacen que un creyente pierda el dominio propio y sienta que ha estado sin restricción y que tiene problemas para contenerse. Algunas veces son las actividades excesivas de la mente las que hacen que la quietud de la vida espiritual sea afectada y se desordene. Sin duda, es bueno desear conocimiento espiritual. Sin embargo, si excede los límites espirituales, el resultado será la letra, y no el espíritu. Esto explica por qué muchos obreros, aunque predican las verdades excelentes son tan fríos y están tan muertos. Muchos creyentes que buscan la vida espiritual tienen una experiencia en común, algo que los hace gemir: su alma y su espíritu no son uno. Esto significa que la mente, la voluntad y la parte emotiva del alma a menudo se rebelan contra el espíritu y no obedecen sus mandamientos. A veces quieren actuar por su propia cuenta, independientes del espíritu y contradiciendo sus deseos. En esta clase de vida, la que usualmente sufre es la vida del espíritu.
La enseñanza presentada en Hebreos 4:12 es muy importante porque es precisamente ahí donde el Espíritu Santo nos dice cómo dividir el alma del espíritu en nuestra experiencia. Dividir el alma del espíritu no es una doctrina; el creyente puede y debe tener esa experiencia vital. ¿Qué significa dividir el alma del espíritu? En primer lugar, consiste en que Dios por medio de Su Palabra y mediante Su Espíritu que mora en nosotros, puede establecer una diferencia en nuestra experiencia entre las funciones y la expresión del alma y las del espíritu, enseñando al creyente a conocer lo que es la acción del espíritu, y lo que es la actividad del alma. Segundo, cuando el creyente está dispuesto a cooperar, puede experimentar una vida espiritual pura que no es afectada por el alma. En Hebreos 4 el Espíritu Santo habla del oficio del Señor Jesús como Sumo Sacerdote de los creyentes. El versículo 12 dice: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”. El versículo 13 añade: “Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en Su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y expuestas a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta”. Aquí la Biblia habla de la manera en que el Señor Jesús lleva a cabo Su obra como Sumo Sacerdote con relación al espíritu y al alma de los creyentes. El Espíritu Santo compara al creyente con un sacrificio puesto sobre el altar. En el Antiguo Testamento, cuando el
pueblo ofrecía sacrificios, la víctima era atada sobre el altar; luego, el sacerdote la inmolaba con un cuchillo afilado, la abría por la mitad, para que las coyunturas y los tuétanos fueran cortados y abiertos. Las entrañas, que estaban escondidas anteriormente y no podían verse, eran abiertas y quedaban expuestas. Después de abrir el sacrificio, el sacerdote lo quemaba en ofrenda a Dios. El Espíritu Santo utiliza todo esto para describir la obra que el Señor Jesús hace en el creyente, y la experiencia que éste obtiene en el Señor. Así como el sacerdote abría con un cuchillo el sacrificio para que las coyunturas y los tuétanos quedaran expuestos y partidos por la mitad, así sucede con los creyentes hoy. Por medio de la Palabra de Dios, el alma se divide del espíritu por la acción del Sumo Sacerdote, el Señor Jesús, a fin de que el alma no afecte al espíritu, y de que el espíritu no sea controlado por el alma. De este modo, cada uno tiene su propio lugar, y el creyente puede distinguir entre lo que es del alma y lo que es del espíritu, sin confusión ni mezcla.
En la creación, el primer paso de la Palabra de Dios fue separar la luz de las tinieblas. De igual manera, la palabra de Dios ahora opera como una espada aguda dentro de nosotros, mediante el Espíritu Santo, a fin de distinguir entre el espíritu y el alma, para que la morada del Dios altísimo pueda estar totalmente separada de sentimientos viles y para que sepamos que nuestra alma debe someterse a Aquel que está en las alturas. Esto nos muestra de qué manera el espíritu es la morada del Espíritu Dios, y cómo el alma con todo su poder no debe actuar por ella misma, sino según la voluntad del Espíritu Santo, quien se manifiesta mediante el espíritu humano.
Anteriormente los sacerdotes utilizaban cuchillos para cortar y abrir los sacrificios, pero ahora el Sumo Sacerdote emplea la Palabra de Dios para dividir el alma del espíritu en el creyente. El cuchillo del sacerdote del Antiguo Testamento era muy afilado, ya que podía cortar el sacrificio en dos y podía penetrar y partir las coyunturas y los tuétanos, pese a que están sólidamente unidos. Ahora la palabra de Dios, utilizada por el Señor Jesús, es más cortante que toda espada de dos filos y puede dividir perfectamente las partes más íntimas del hombre, a saber: el alma y el espíritu.
La palabra de Dios es “viva”, pues tiene el poder de la vida, y “eficaz”, ya que puede hacer la obra; y es “más cortante que toda espada de dos filos”, pues penetra hasta el espíritu. La Palabra de Dios puede penetrar más allá del alma, hasta lo más recóndito del ser humano, el espíritu. De esta manera, los creyentes son guiados a lo que está más hondo que los sentimientos, a la vida eterna del espíritu. Si el creyente desea tener una vida estable en Dios, necesita entender qué significa penetrar en el espíritu. Unicamente el Espíritu Santo puede mostrarles a los creyentes lo que son la vida del alma y la vida del espíritu. Cuando el creyente en su experiencia puede distinguirlos y puede conocer su valor, deja atrás la vida superficial de las emociones y obtiene la vida espiritual sólida y profunda. Sólo entonces puede descansar. La vida del alma nunca trae reposo al hombre. Pero esto tiene que ser comprendido por experiencia. De no ser así, el entendimiento mental sólo hará a los creyentes más anímicos.
Debemos prestar especial atención a las palabras “penetra” y “partir”. La Palabra de Dios penetra en el alma y en el espíritu para poderlos partir. Cuando el Señor Jesús fue crucificado, Sus manos, Sus pies y su costado fueron traspasados. ¿Estamos dispuestos a permitir que la cruz opere en nuestra alma y en nuestro espíritu? El alma de María fue
traspasada (Lc. 2:35). Aunque Dios le había dado este hijo, ella tenía que cederlo y entregar todos sus derechos con respecto a ese hijo. Tenía que rechazar el amor natural y deshacerse de todo lo que estaba adherido a su alma. Esta es la obra que la Palabra de Dios debe hacer en nosotros.
Dividir el alma y el espíritu no solamente separa el alma del espíritu, sino que además parte al alma misma, lo cual tiene mucho significado, pues a fin de que la palabra de vida llegue a nuestro espíritu, primero tiene que partir el alma, ya que ella rodea al espíritu. La palabra de la cruz penetra en el alma y, al partirla, abre el camino para que la vida de Dios llegue al espíritu y lo libere del cautiverio en que lo tenía el alma. Cuando la vida del alma tiene las huellas de la cruz, mantiene una posición sumisa al espíritu. Si el alma no es un canal para el espíritu, entonces se convierte en su cadena. El alma y el espíritu nunca están de acuerdo en nada. Si el espíritu no tiene la preeminencia, las dos estarán en conflicto. El espíritu lucha para obtener la libertad y la autoridad, pero la vida del alma, que es bastante fuerte, hace lo posible por reprimirlo, pero cuando la vida del alma es quebrantada por la cruz, el espíritu es liberado. Si el creyente ignora el daño causado por el alma al no querer estar en armonía con el espíritu y al no estar dispuesta a abandonar el placer de vivir por los sentidos, él no podrá progresar. En tanto que el alma tenga aprisionado al espíritu, la vida del espíritu no puede brotar.
Al leer cuidadosamente la enseñanza de este pasaje bíblico, descubrimos que el espíritu se separa del alma mediante dos cosas: la cruz y la Palabra de Dios. El sacrificio tiene que ser puesto sobre el altar, y luego el sacerdote puede usar el cuchillo para partir el sacrificio en dos. Sabemos que el altar en el Antiguo Testamento es la cruz en el Nuevo Testamento. Por lo tanto, si los creyentes no están dispuestos a morir en la cruz, no pueden esperar que su Sumo Sacerdote divida el alma y el espíritu con la espada cortante de Dios, es decir, con Su Palabra. Primero somos puestos sobre el altar, y después la espada nos parte. Los creyentes tienen que ir a la cruz. Sólo entonces pueden esperar que el Señor Jesús cumpla Su tarea de Sumo Sacerdote y parta su alma y su espíritu mediante Su palabra. Por lo tanto, los creyentes que deseen obtener la experiencia de que su alma y su espíritu se dividan, deben escuchar la voz del Señor, que los llama a ir al Gólgota, para que ellos mismos se pongan en el altar, sin ninguna reserva confiando en que su Sumo Sacerdote los abrirá y dividirá su alma y espíritu con Su cortante espada. Ahora los creyentes se presentan como ofrenda agradable a Dios sobre el altar. Después de esto, el Sacerdote efectúa su oficio, usando su cuchillo para dividir. Los creyentes, por su parte, deben cumplir esta condición y confiar el resto de la experiencia a las manos de su fiel Sumo Sacerdote. En el momento oportuno, sin duda alguna, El les permitirá tener una experiencia espiritual plena.
Ya vimos que el Señor nos llama a que vayamos a la cruz para hacer morir la vida de nuestra alma. Si no nos ponemos sobre el altar, nuestro Sumo Sacerdote no podrá partir nuestra alma y nuestro espíritu con Su espada cortante. Debemos estar dispuestos a permitir que la cruz opere; entonces nuestro Sumo Sacerdote actuará en nosotros. Debemos seguir el ejemplo de nuestro Señor Jesús. Cuando El murió, derramó Su vida anímica hasta la muerte (Is. 53:12), pero entregó Su espíritu a Dios (Lc. 23:46). Nosotros debemos hacer lo mismo. La vida del alma tiene que morir. Si derramamos la vida de nuestra alma y encomendamos nuestro espíritu a Dios, en poco tiempo veremos que Dios nos dará a conocer el poder de la resurrección. En la gloria de la resurrección existe la vida espiritual plena.
LA PRACTICA
Como dijimos antes, el Sumo Sacerdote opera porque nosotros aceptamos la cruz. Veamos la manera en que el Señor Jesús, en la práctica, parte nuestra alma y nuestro espíritu.
Es necesario que nuestra alma y nuestro espíritu sean divididos
Si no sabemos esto, no se nos hará tal exigencia. El creyente debe pedirle al Señor que le muestre lo detestable de una vida en la que el espíritu y el alma están mezclados, y debe saber que en Dios existe una vida que es más elevada y a la vez más profunda, una vida que es exclusivamente del espíritu y que no es afectada por el alma. Debemos comprender que una vida en la que el espíritu y el alma están mezclados es una pérdida.
Debemos desear esta división
El creyente no solamente debe conocer, sino también desear sinceramente que su espíritu y su alma se dividan; debe haber un deseo intenso en el corazón para experimentar esta separación. Esto se debe a que ahora todos los problemas están en la voluntad del hombre. Si el creyente no está dispuesto o no quiere que su espíritu y alma se dividan, y prefiere disfrutar lo que él mismo considera bueno, Dios respetará su decisión y nunca lo forzará.
Debemos rendirnos totalmente
Si el creyente está dispuesto a tener la experiencia de que su espíritu y su alma sean partidos, debe ponerse sobre el altar de la cruz y estar dispuesto sin reservas y de corazón a aceptar el efecto de la cruz y a experimentar la muerte del Señor hasta que el espíritu y el alma se separen. Para tener esta experiencia, su voluntad continuamente debe ser una con la de Dios, escogiendo de una manera viva y activa esa separación. Además, debe mantener la actitud de que hasta que la obra de separación se efectúe, él no desea que el Sumo Sacerdote detenga Su operación.
Debemos permanecer en Romanos 6:11
Los creyentes deben tener mucho cuidado de no caer en pecados ni transgresiones mientras buscan la experiencia de que el espíritu y el alma se separen. La base para que el espíritu y el alma se separen es que el creyente ya murió al pecado. Por lo tanto, el creyente diariamente debe tener la actitud descrita en Romanos 6:11, es decir, debe considerarse verdaderamente muerto al pecado, y con todo su corazón debe mantener esta actitud en su voluntad: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal” (v. 12). Sólo así, el creyente puede impedir que la vida del alma peque de nuevo por medio del cuerpo mortal.
Orar y leer la Palabra
El creyente debe escudriñar la Biblia en oración y meditación. Debe permitir que la Palabra de Dios penetre en él profundamente para que su vida anímica sea limpia por la Palabra de
Dios, porque si el creyente puede andar según la Palabra de Dios, su vida anímica no podrá actuar. Este es el significado de lo dicho en 1 Pedro 1:22: “Puesto que habéis purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad”.
Tomar la cruz diariamente
Para que el Señor pueda dividir nuestro espíritu de nuestra alma, nos dará oportunidades para que en las circunstancias tomemos la cruz. Si el creyente toma la cruz diariamente, rechaza el yo y no es dirigido por la carne ni un sólo momento, y si el Espíritu Santo constantemente le revela las actividades del alma en su vida diaria, entonces experimenta la vida del espíritu. Si el creyente se somete fielmente, el Señor dividirá su alma y su espíritu en lo secreto para que pueda tener una vida espiritual pura.
Andar por el Espíritu
Andar por el Espíritu es una condición que nos salvaguarda, y también es la condición para que nuestro espíritu y nuestra alma sean separados. En todas las cosas, los creyentes deben procurar andar por el espíritu, distinguiendo lo que es del espíritu de lo que es del alma, decidiendo seguir de una manera incondicional todo lo que sea del espíritu y rechazar lo que sea del alma. El creyente debe aprender a conocer la obra de su propio espíritu y seguirlo.
Todas éstas son condiciones que los creyentes deben cumplir. El Espíritu Santo necesita que nosotros colaboremos con El. Si no aceptamos lo que nos corresponde, el Señor no podrá hacer lo que le toca a El. Si hacemos nuestra parte, nuestro Sumo Sacerdote dividirá nuestro espíritu y nuestra alma mediante el poder de la cruz y la espada cortante del Espíritu Santo. El hará que todo lo que provenga de las emociones, los sentimientos, la mente y la habilidad natural, se separe del espíritu, y que no se mezclen en lo absoluto. Es indispensable que nosotros nos pongamos en el altar, pero nuestro Sumo Sacerdote hará la separación de nuestro espíritu y nuestra alma con una espada cortante. Si verdaderamente nos ponemos en la cruz, nuestro Sumo Sacerdote llevará a cabo Su deber de separar nuestro espíritu y nuestra alma. Esta es Su labor; por lo tanto, no tenemos que preocuparnos por esa parte. Cuando El ve que nosotros cumplimos los requisitos necesarios para que El opere, a su debido tiempo, El separará nuestro espíritu y nuestra alma.
Todo creyente que ve el peligro de que su espíritu y su alma se mezclen, tratará de ser librado. El camino de la liberación está abierto, pero no es fácil. El creyente debe orar diligentemente para ver claramente su triste condición y para saber dónde mora y labora el Espíritu Santo y cuáles son Sus requisitos. Debe ver el misterio y la realidad de que el Espíritu Santo mora en él, respetar esta presencia santa y ocuparse de que nada hiera al Espíritu Santo. Necesita saber que lo que más lastima al Espíritu Santo, fuera del pecado, y lo que más lo perjudica a él, aún más que el pecado, es que él viva y obre apoyándose en la vida del yo. La transgresión original del hombre se debió a que deseó algo bueno, la sabiduría y el conocimiento, pero lo buscó según su propio parecer. Esta es la clase de transgresión de la que los creyentes se arrepienten y en la cual vuelven a caer constantemente. Los creyentes deben saber que ya creyeron en el Señor y que el Espíritu Santo mora en ellos. Por consiguiente, el Espíritu debe tener toda la autoridad, y el alma
debe someterse completamente a El. Esto no significa que si oramos y le pedimos al Espíritu Santo que nos guíe y opere en nosotros, ya todo está bien y todo se cumplirá; no, no es así, pues a menos que día tras día hagamos morir la vida del alma junto con su habilidad, su sabiduría y sus sentimientos, y que estemos sinceramente dispuestos a someternos totalmente a El, a esperar Su dirección, y a confiar en Su obra, no veremos que El está obrando.
El creyente debe ver que lo que separa su alma y su espíritu es la Palabra de Dios. El Señor Jesús mismo es la Palabra de Dios; así que El por medio de Sí mismo separará nuestra alma de nuestro espíritu. ¿Estamos dispuestos a permitir que Su vida y Sus logros separen nuestra alma de nuestro espíritu? ¿Estamos dispuestos a buscar Su vida para que llene nuestro espíritu, a fin de quebrantar el alma de modo que no pueda actuar? La Biblia es la palabra escrita de Dios, y el Señor Jesús divide el alma y el espíritu con las enseñanzas de la Biblia. ¿Estamos dispuestos a seguir toda la verdad? ¿Estamos dispuestos a obedecer las enseñanzas de la Biblia y a someternos al Señor simplemente mediante las enseñanzas de las Escrituras sin que se interponga nuestra opinión? ¿Estamos dispuestos a estar satisfechos con la autoridad de la Biblia y a obedecer sin la ayuda de los hombres? Si deseamos una vida espiritual plena, tenemos que someternos incondicionalmente al Señor y a todas Sus enseñanzas. Esto es necesario y es la espada cortante que, en la práctica, separa nuestra alma de nuestro espíritu.
EL ALMA BAJO EL CONTROL DEL ESPIRITU SANTO
Dijimos anteriormente que el espíritu, el alma y el cuerpo del ser humano corresponden al templo santo, el cual consta del Lugar Santísimo, el lugar santo y el atrio. También dijimos que Dios vive en el Lugar Santísimo. Hay un velo que separa el Lugar Santísimo del lugar santo. Parece que este velo cubría la gloria y la presencia de Dios dentro del Lugar Santísimo y lo separaba del lugar santo. Esto hace que el hombre sienta y vea solamente las cosas que están fuera del velo, en el lugar santo, y que no entienda ni conozca lo que hay en el Lugar Santísimo. Así, la presencia de Dios no se puede ver en las situaciones externas de la vida, a menos que uno crea.
Sin embargo, la existencia de este velo fue temporal. Venido el tiempo, el cuerpo del Señor Jesús, que era la realidad de ese velo (He. 10:20), fue crucificado para que el velo se rasgara de arriba abajo (Mt. 27:51). Ahora lo que separaba al Lugar Santísimo del lugar santo ha desaparecido. El propósito de Dios no es quedarse para siempre en el Lugar Santísimo, sino que quiere extender Su presencia al lugar santo. Sin embargo, El espera que la obra de la cruz sea completada, ya que sólo por medio de la cruz el velo puede rasgarse para que la gloria de Dios brille desde el Lugar Santísimo.
Por lo tanto, cuando el creyente permite que la cruz complete su obra, Dios hace que el espíritu y el alma tengan la experiencia del Lugar Santísimo y el lugar santo en Su templo santo. Si el creyente se somete constantemente al Espíritu Santo, sin ninguna resistencia, la comunión entre el Lugar Santísimo y el lugar santo se hace mejor y más armoniosa día tras día. En poco tiempo, el creyente verá un gran cambio. Es la obra de la cruz la que hace que el verdadero velo del templo santo, tanto en el cielo como en la tierra, se rasgue. De esta
manera, la cruz ejerce un efecto verdadero y tangible en la vida y experiencia del creyente, haciendo que pierda su vida anímica y que no se conduzca de una manera independiente, sino que confíe y espere en la vida espiritual para que ésta genere el poder para vivir y obrar. “El velo rasgado” es entonces una experiencia que se llega a tener en el espíritu y el alma del creyente.
El velo fue rasgado en dos de arriba abajo. Esto fue obra de Dios, y no del hombre. Cuando la obra de la cruz fue consumada, Dios, de acuerdo con Su voluntad, rasgó el velo. Esto no se debe a nuestra labor ni a nuestra fuerza para pedir a fin de obtener algo. Siempre que la obra de la cruz es llevada a cabo, el velo es rasgado. Por lo tanto, renovemos nuestra consagración al Señor y no nos amemos a nosotros mismos; estemos dispuestos a hacer morir la vida del alma, permitiendo que Aquel que mora en el Lugar Santísimo sea nuestro Señor en todas las cosas. Si el Señor ve que la cruz hizo una obra suficientemente profunda en nosotros, hará que el Lugar Santísimo y el lugar santo en nosotros sean uno, así como El, mediante el poder de Dios, primero rasgó el velo para que el Espíritu Santo pudiera fluir desde Su cuerpo glorioso.
Esto hará que la gloria del Lugar Santísimo donde habita el Dios Altísimo llene abundantemente nuestra vida diaria. Nuestro vivir y nuestras actividades en el lugar santo serán santificadas por la gloria que proviene del Lugar Santísimo, y hará que nuestra alma sea como el espíritu, habitada y regida por el Espíritu de Dios. De esta manera, nuestra mente, nuestra parte emotiva y nuestra voluntad serán llenas del Espíritu Santo. Finalmente, lo que anteriormente teníamos en el espíritu, mediante la fe, llega a nuestra alma. Además, esto nunca decrecerá ni sufrirá pérdida. ¡Qué vida tan bienaventurada! “La gloria de Jehová llenó la casa. Y no podían entrar los sacerdotes en la casa de Jehová, porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová” (2 Cr. 7:1-2). Desde ahora, nuestras actividades, aunque sean tan buenas como las de aquellos sacerdotes que servían a Dios, no tendrán la oportunidad de actuar ante la gloria de Dios. La gloria de Dios estará en todo, y no tendremos que recalcar la obra que se hace con los animales.
Este es el otro aspecto de la separación del espíritu y el alma. En cuanto al problema de que el alma afecta y controla al espíritu, la obra de la cruz divide el alma del espíritu. Pero en cuanto a ser llenos del Espíritu Santo y permitir que el espíritu tenga la autoridad, la obra de la cruz hace que el alma no sea independiente, sino que esté perfectamente unida al espíritu. En cuanto a la experiencia de nuestro vivir personal, debemos procurar que el espíritu y el alma lleguen a ser uno. Así que, si permitimos que la cruz y el Espíritu Santo operen de una manera profunda, veremos que lo que el alma ha perdido no es nada comparado con lo que ha ganado. Lo que muere lleva fruto; y lo que se perdió está guardado para vida eterna. Si nuestra vida anímica está bajo el control del espíritu, veremos que nuestra alma tendrá un cambio radical. Anteriormente era completamente inútil en Sus manos. Para Dios estaba perdida, ya que vivía únicamente para nosotros mismos, siempre deseando actuar en un modo independiente. Pero ahora, aunque perdida para el hombre, ha sido ganada para Dios. Desde ese momento somos aquellos de quienes se habla en Hebreos 10:39: “Los que tienen fe para ganar el alma”. Esto es mucho más profundo que lo que se conoce comúnmente como “la salvación del alma”. Aquí se habla específicamente de la vida. Ahora que el creyente ha aprendido a no actuar ni conducirse siguiendo sus sentimientos ni influido por lo que ven sus ojos, tiene fe para salvar su vida a fin de servir y glorificar a Dios. Lo que
aparentemente se perdió, en realidad, se gana. Jacobo [Santiago] 1 también menciona esta salvación: “Recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas” (v. 21). Cuando una rama es injertada en un árbol, recibe la naturaleza de ese árbol. De igual manera, cuando la palabra de Dios es injertada en nuestra vida, nos transmite su naturaleza. De este modo la rama llega a ser útil e incluso a llevar fruto. Por la palabra de vida obtenemos la vida de la palabra. La rama no es eliminada, sino que obtiene una vida nueva como principio de su vitalidad. Todo lo que pertenece al alma está todavía allí, excepto que ahora no es la vida del alma la que produce las facultades de su conducta, sino la vida de la palabra de Dios. Esta es la verdadera salvación del alma.
Nuestro sistema nervioso es muy sensible y es fácilmente estimulado por las circunstancias. Las conversaciones, las actitudes, el ambiente y las relaciones humanas pueden fácilmente afectarnos. Nuestra mente tiene muchos pensamientos, planes e imaginaciones, todos los cuales son muy confusos. Nuestra voluntad tiene muchas opciones e ideas y le encanta actuar según sus caprichos. Ninguna de las facultades de nuestra vida anímica nos dan paz. Ya sea en una manera individual o colectiva, la vida del alma nos hace cambiar constantemente, nos turba, nos confunde y nos inquieta.
Sin embargo, debido a que el alma es gobernada por el espíritu, podemos ser librados de ese caos. El Señor Jesús dijo: “Tomad sobre vosotros Mi yugo, y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas”. Si estamos dispuestos a rendirnos al Señor, a tomar Su yugo y a andar según Su voluntad, la vida de nuestra alma no será estimulada. Si estamos dispuestos a imitar al Señor y a aprender de El, al ver que El fue despreciado y que no hizo Su propia voluntad sino la voluntad de Dios, entonces la confusión de nuestra alma se disipará. El motivo por el cual lloramos y nos lamentamos es que no estamos satisfechos con la misma clase de trato que el Señor recibió, ni estamos dispuestos a someternos a la voluntad de Dios ni a lo que El dispuso para nosotros. Si hacemos morir la vida del alma y nos rendimos totalmente al Señor, nuestra alma (con sus sensibilidades), descansará en el Señor y no pensará que El nos desea algún mal. El alma controlada por el Espíritu Santo se halla en reposo.
Antes estábamos muy ocupados en nuestros planes; ahora confiamos tranquilamente en el Señor. Antes estábamos afligidos y ansiosos; ahora somos como un niño que acaba de alimentarse y descansa en el regazo de su madre. Antes estábamos llenos de nuestras propias ideas, de deseos y de ambiciones; ahora sabemos que únicamente la voluntad de Dios es buena, y descansamos en Dios. Esto es perfecta sumisión y gozo perfecto. Cuando nos damos incondicionalmente al Señor, todo está tranquilo y en paz. Efesios 6:6, hablando de lo mismo, dice: “Sino como esclavos de Cristo, haciendo la voluntad de Dios, de corazón” [o con toda el alma]. No es como antes, que nos apoyábamos en el alma, es decir, en nosotros mismos, para hacer la voluntad de Dios; sino que es con el alma, con todo el corazón, haciendo la voluntad de Dios. Mediante la obra de la cruz, la vida del alma que anteriormente se rebelaba contra Dios, ahora está totalmente sometida a Su voluntad. Anteriormente todo era superficial, y hacíamos nuestros propios asuntos según nuestra voluntad o en el mejor de los casos, hacíamos la voluntad de Dios, pero según nuestro parecer. Mas ahora somos uno con Dios en todas las cosas.
Un alma gobernada por el Espíritu Santo no se preocupa por sí misma. “No os inquietéis por vuestra vida [alma]” (Mt. 6:25). Ahora buscamos primeramente el reino de Dios y Su justicia, y confiamos en que Dios cuidará de nuestras necesidades diarias. La vida del alma tiene que ser quebrantada por la cruz mediante el Espíritu Santo para que no esté preocupada por ella misma. La primera manifestación del alma es que está consciente del yo. Ya que el creyente es uno con Dios y perdió el yo, puede confiar plenamente en Dios. El amor propio, los planes y la preocupación por uno mismo, productos del alma, son eliminados en la práctica. Debido a esto, el creyente ya no hace planes en los asuntos prácticos.
Puesto que la cruz cumplió su obra, no tenemos que afanarnos por nosotros mismos. Anteriormente nos preocupábamos, pero ahora que conocemos a Dios podemos buscar apaciblemente Su reino y Su justicia. Si nos preocupamos por lo que a Dios le interesa, El se hará cargo de lo que nosotros necesitamos. Antes los milagros eran raros y escasos para nosotros, pero ahora vivimos en el Dios que hace milagros, sabiendo que El proveerá para toda necesidad. Esto no se logra utilizando la mente, sino descansando en las manos de Dios. Ya que el poder de Dios es nuestro descanso, todo lo relacionado con nuestra vida diaria, como por ejemplo, la comida y la bebida, llegan a ser insignificantes.
“De modo que también los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, haciendo bien” (1 P. 4:19). Esto es lo que enseña la Biblia. Algunas veces las personas del mundo solamente conocen a Dios como Creador, y no como Padre. Pero los creyentes no solamente le conocen como el Padre, sino también como el Señor de la creación. Hablar de El como el Señor de la creación es dar a conocer Su poder y declarar que todo el universo está bajo Su mano. Antes cuando sufríamos, teníamos miedo del hombre, pero ahora sabemos que todas las cosas están en Sus manos y que El lo dispone todo providencialmente. Antes nos era difícil creer que nada puede moverse en este mundo sin Su voluntad, pero ahora sabemos que todas las cosas en el universo, ya sea el hombre, las cosas naturales o sobrenaturales, todo está ordenado sabia y cuidadosamente por El. Ahora sabemos que todo lo que nos sucede es permitido y predestinado por El. Un alma gobernada por el Espíritu Santo es un alma tranquila, pacífica y obediente.
No sólo debemos entregar nuestra alma al Señor, sino que también debemos amarlo y anhelarlo. “Está mi alma apegada a Ti” (Sal. 63:8). Ya no nos atrevemos a tener fe en nosotros mismos ni a ser independientes ni a servir al Señor según los caprichos de nuestra alma. Ahora seguimos al Señor cuidadosamente, aun con temor y tenacidad sin atrevernos a soltarlo ni por un momento. Ya no actuamos solos sino en completa sumisión a El, no de mala gana, sino dispuestos y con gozo; ahora aborrecemos la vida de nuestro yo, y anhelamos y amamos al Señor.
Sólo una persona así puede decir juntamente con María: “Mi alma magnifica al Señor” (Lc. 1:46). Tal creyente no se jacta en sí mismo ni se exalta a sí mismo ni abierta ni secretamente, sino que reconoce que es inútil y se humilla para exaltar al Señor, pues no quiere robar la gloria al Señor para dársela al yo (al alma), sino que magnifica al Señor en su alma. Si el Señor no es magnificado en el alma del hombre, no es magnificado en ningún lugar.
Solamente esta clase de persona no estima preciosa su vida anímica (Hch. 20:24), sino que la pone por sus hermanos (1 Jn. 3:16). Si no dejamos de amarnos a nosotros mismos, entonces cuando el Señor nos llame a llevar la cruz juntamente con El, retrocederemos. Si uno rechaza diariamente la vida del alma, podrá, por amor al Señor, no estimar preciosa su vida. Aun en condiciones normales, uno debe vivir como mártir, dispuesto a entregar su vida en la cruz, para que cuando el momento llegue, pueda ser inmolado por amor al Señor. Si uno continuamente lleva una vida dispuesta a ser derramada por amor a los hermanos y no exige sus derechos ni su comodidad, sino que se niega al yo cada día, cuando la necesidad lo requiera, podrá poner su vida por los hermanos. El verdadero amor hacia el Señor y hacia los hermanos proviene de no amar al yo. Un Cristo que quisiera salvarse y se condoliera de Sí mismo, no nos habría amado ni habría muerto por nosotros. Si El me ama, se entrega a Sí mismo por mí. Rechazar la vida del alma produce un corazón que ama, pues la fuente de la bendición es el derramamiento de la sangre.
Al llevar esta clase de vida, el alma prospera (3 Jn. 2). La prosperidad no se consigue porque uno haya ganado algo, sino por haberlo perdido todo. Sin embargo, perder la vida del alma no es perder la vida, ya que el alma está perdida en Dios. La vida del alma es egoísta y absorbente. El alma que se pierde en la vida de Dios vive en la vida ilimitada que El tiene. En esto consiste la libertad y la prosperidad. Cuanto más pérdidas suframos, mayor será nuestra ganancia. Nuestras posesiones no se miden por la cantidad que acumulemos, sino por la cantidad que demos. ¡Esta es la verdadera vida fructífera!
Uno no logra abandonar la vida del alma tan rápidamente como obtiene la liberación del pecado. Esa es nuestra vida, y constantemente debemos estar dispuestos a no vivir por ella, sino escoger la vida de Dios. Es así como cada día debemos llevar la cruz fielmente con más intensidad que antes. Todavía nos falta mucho por recorrer. Por eso, debemos identificarnos con el Señor Jesús, quien, menospreciando el oprobio, sufrió la cruz. “Considerad a Aquel ... para que no os canséis ni desfallezcan vuestras almas” (He. 12:2-3). El alma del Señor Jesús afrontó el oprobio y lo menospreció y sufrió la cruz. Esa es la meta de todos los que estamos dispuestos a seguir Sus pasos en la senda de la cruz. “Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser Su santo nombre” (Sal. 103:1).