SEPTIMA SECCION — EL ANALISIS DEL ALMA (1): LA PARTE EMOTIVA
CAPITULO UNO
EL CREYENTE Y LA PARTE EMOTIVA
Cuando el creyente no ha experimentado la obra de la cruz, mediante el Espíritu Santo, tal vez haya experimentado la liberación del pecado pero continua siendo anímico e incapaz de vencer su vida natural. En los capítulos anteriores hablamos de la vida del alma y de la obra del creyente. Si estudiamos cuidadosamente la conducta y las acciones anímicas del creyente, veremos que ambas son impulsadas por sus emociones. Aunque el alma incluye tres partes principales que son la mente, la parte emotiva y la voluntad, la mayoría de los creyentes vive principalmente guiados por las emociones. Casi podemos decir que son controlados por las emociones de su vida anímica. En la vida humana, la parte emotiva ocupa un lugar más importante que la mente y la voluntad; y en la vida diaria su función también tiene un papel más importante que las demás partes del alma. Casi todas las actividades de los creyentes anímicos se originan en su parte emotiva.
LAS FUNCIONES DE LA PARTE EMOTIVA
Nuestros sentimientos humanos proceden de nuestra parte emotiva; algunos de ellos son: el gozo, la felicidad, la alegría, el entusiasmo, los anhelos, la ira, el ánimo, el desánimo, la tristeza, la pena, la depresión, la desdicha, el lamento, la angustia, la confusión, la ansiedad, el fervor, la frialdad, el afecto, la ternura, la codicia, la compasión, la bondad, las preferencias, los gustos, los intereses, los deseos, el orgullo, el temor, el remordimientos y el odio. Todo lo relacionado con nuestro pensamiento se origina en nuestra mente, nuestro órgano pensante. Todo lo relacionado con nuestras decisiones se origina en la voluntad, con la cual escogemos. Pero fuera de nuestros pensamientos, nuestras decisiones y las obras relacionadas con éstas, las demás funciones provienen de nuestra parte emotiva. La función de la parte emotiva es expresar la multitud de sentimientos que tenemos. Debido a que la parte emotiva abarca un área tan vasta, casi todos los creyentes anímicos giran en torno a sus emociones.
Las emociones humanas son muy complicadas debido a que se extiende a un área bastante amplia. Para ayudar a los creyentes a comprender este tema, subdividiremos las emociones en tres categorías principales: (1) los afectos, (2) los deseos y (3) las sensaciones. Estas tres partes cubren tres aspectos de la función de la parte emotiva. Si el creyente puede vencer en estos tres aspectos, disfrutará una vida espiritual pura.
En pocas palabras, nuestras emociones humanas comprenden los diferentes sentimientos que tenemos en nuestro corazón, como por ejemplo el amor, el odio, la alegría, la angustia,
el ánimo, el desánimo, el interés o la indiferencia; todo ello está incluido en los diferentes sentimientos de nuestro corazón; por lo tanto pertenecen a la parte emotiva.
Si prestamos atención a los diversos sentimientos que se hallan en nuestra parte emotiva, veremos que nuestras emociones cambian fácilmente. En el mundo probablemente hay muy pocas cosas que sean tan volubles como las emociones. En un minuto nos inunda un sentimiento, y al siguiente sentimos otra cosa. La emociones cambian de acuerdo con lo que sintamos, lo cual, a su vez, cambia rápidamente. Una persona que vive en torno a sus emociones, carece de principios.
La función de la parte emotiva del hombre es reaccionar. Cuando el hombre es embargado por un sentimiento que lo lleva en cierta dirección, es inevitable que en poco tiempo, surja en él una reacción contraria a dicho sentimiento. Por ejemplo, a una gran alegría le seguirá una amarga tristeza; después de mucho alborozo viene una gran depresión; después de un intenso fervor nos sobreviene el deseo de querer abandonarlo todo. Aun en los afectos, las circunstancias pueden hacer que un amor profundo que se sentía en cierta ocasión, se convierta en un odio que exceda a aquel amor.
LA VIDA EMOCIONAL DEL CREYENTE
Cuanto más conocemos el funcionamiento de nuestra vida emocional, más nos convencemos de sus oscilaciones y de la imposibilidad de depender de ella. Si el creyente no vive conforme al espíritu sino a sus emociones, no es de extrañar que su vida esté llena altibajos. Muchos creyentes se entristecen al examinar su manera de vivir y ver que son inestables. Algunas veces parece que están en el tercer cielo, por encima de todo; mientras que otras, parece que descienden y comparten la misma suerte de todos los mortales. Sus vidas son inestables. No se necesitan problemas serios para cambiar su estado de ánimo; no resisten la más mínima contrariedad.
Estos fenómenos le suceden al creyente que es controlado por las emociones y no por el espíritu. Cuando su parte emotiva es lo principal de su vida, y no ha sido quebrantada por la cruz, el espíritu no puede ser fortalecido por el Espíritu Santo, es débil e incapaz de controlar el resto de su ser y de someter sus emociones relegándolas a una posición secundaria. Pero si el creyente, mediante el Espíritu Santo sujeta sus emociones clavándolas en la cruz y permitiendo que el Espíritu Santo sea Señor de todas las cosas, su vida no tendrá esos altibajos.
Las emociones pueden considerarse el peor enemigo en la vida del creyente espiritual. El creyente debe andar conforme al espíritu, escuchando sus dictados interiormente. El sentir del espíritu es tan delicado y fino, que si el creyente no espera atentamente para recibir y discernir la revelación de su intuición, jamás podrá ser guiado por su espíritu. Debido a esto, el silencio total de la parte emotiva es un requisito para andar según el espíritu. Con frecuencia, el agradable sentir del espíritu es desconocido o lo confunden debido a que los sentimientos del creyente son como el rugido de las olas. No podemos culpar la suave voz de nuestro espíritu, ya que tenemos la facultad de percibir su sentir; sin embargo, cuando otros sentimientos interfieren, no es posible tener ningún discernimiento. Aquel que puede controlar sus emociones verá que es fácil detectar la voz de la intuición.
El vaivén de las emociones no sólo impide que el creyente ande según el espíritu, sino que además lo hace andar según la carne. Si el creyente no puede andar en el espíritu, andará en la carne, y si no es guiado por el espíritu, será guiado por los impulsos de sus emociones. Cuando el espíritu deja de dirigir, la parte emotiva toma el control, y el creyente espontáneamente interpreta la acción de las emociones, la inspiración o el impulso de su alma como el mover del espíritu. Un creyente emotivo puede ser comparado con un estanque que tiene arena y lodo en el fondo, que si el agua no está quieta, el estanque parece estar limpio, pero una vez que se agita, el pozo se enturbia.
LA INSPIRACION Y LAS EMOCIONES
Muchos creyentes no distinguen la inspiración de las emociones, aunque en realidad, no es difícil. Las emociones siempre vienen de afuera, mientras que la inspiración procede del Espíritu Santo, quien está dentro del espíritu del hombre. Por ejemplo, cuando el creyente contempla la belleza de la naturaleza, espontáneamente surge en él un sentimiento; percibe el encanto del paisaje y halla en ello cierta satisfacción, lo cual es emoción. Quizá cuando se encuentra con la persona amada, aflora un atractivo irresistible, que es un sentimiento o una emoción. Tanto la belleza del paisaje como la persona amada están fuera del hombre; por lo tanto, los sentimientos que producen pertenecen a la parte emotiva.
La inspiración es muy diferente, ya que sólo es afectada por el Espíritu Santo, quien mora en el hombre. Sólo el Espíritu Santo puede inspirar al espíritu y, puesto que vive en el hombre, la inspiración procede de su interior. No requiere el estímulo de un escenario maravilloso ni la presencia del ser querido; puede producirse en el ambiente más tranquilo. Por el contrario, las emociones decaen en el instante en que el estímulo externo cesa. El creyente emotivo sólo vive conforme al medio que lo rodea. Para avanzar necesita ser estimulado y animado; de no ser así, se detiene y no puede avanzar. La inspiración no requiere ayuda externa, pero cuando la parte emotiva es afectada por las circunstancias, se confunde y hace imposible que el creyente sepa qué hacer.
El creyente debe tener cuidado de no considerar la tranquilidad y la falta de estímulo como espiritualidad; esto dista mucho de la verdad. Debemos saber que las emociones hacen que las personas se sientan entusiasmadas en ocasiones y en otras, deprimidas. Cuando las emociones son positivas, nos sentimos animados; de lo contrario, nos sentimos deprimidos. De la misma manera en que nos anima, nos deprime. Tanto el entusiasmo como la tranquilidad pertenecen a la parte emotiva. A menudo el creyente se equivoca por estar bajo el influjo de sus emociones; pero cuando reconoce del estado en que se encuentra, tiende a suprimir sus sentimientos y piensa que por eso es espiritual. No se da cuenta de que eso produjo como reacción una emoción que ahora lo calmó. Esta quietud le hace perder el interés en la obra de Dios y lo priva de su afecto hacia muchos de los hijos de Dios. Poco a poco el hombre interior se resiste a laborar y, en consecuencia, el espíritu es aprisionado y su vida no puede brotar. Debido a que el creyente ya no es entusiasta y ha entrado en un estado de tranquilidad, tal vez piense que está andando conforme al espíritu; pero no sabe que aún sigue regido por sus emociones, salvo que ahora es una emoción diferente.
En realidad, son pocos los creyentes que experimentan ese estado de quietud; casi todos siguen animados por sus emociones. Debido a la exaltación, hacen muchas cosas que van
más allá de sus límites. Cuando se tranquilizan y recuerdan lo que hicieron regidos por su parte emotiva, no pueden sino reírse de sí mismos y reconocer que actuaron neciamente. Esto es común cuando se actúa motivado por las emociones. Cuando el creyente examina sus acciones, se siente avergonzado y se reprocha haber obrado en su hombre natural. Es lamentable que el creyente sea gobernado por las emociones, ya que su espíritu pierde el poder para sujetarlas y darles muerte y no es capaz de resistirse a su control.
Existen dos motivos por los cuales los creyentes andan conforme a su parte emotiva. En primer lugar, muchos nunca entienden lo que es andar regido por su espíritu, ni han procurado hacerlo; así que andan gobernados por sus emociones. No saben cómo rechazar el impulso de sus emociones, y simplemente son arrastrados por ellas y hacen cosas que no deberían. Esto no significa que sus sentidos espirituales no protesten ni objeten, pero debido a su debilidad, obedecen a sus emociones y hacen caso omiso de su intuición. En esta condición su parte emotiva es cada vez más fuerte, al grado que el creyente pierde el control de sí mismo y se conduce según lo indiquen sus emociones. Después de haber hecho lo que no debía, se arrepiente de nuevo. En segundo lugar, hay muchos creyentes que han experimentado la diferencia entre el espíritu y el alma, y cuando las emociones los afectan, saben que aquello proviene de su alma e inmediatamente lo rechazan. Sin embargo, aun estos creyentes algunas veces andan en torno a sus emociones. Esto se debe al éxito del engaño espiritual. Si el creyente aún no es espiritual, es vencido por los intensos sentimientos de su emoción; y si es espiritual, con frecuencia sus emociones engañan sus sentidos espirituales. La parte emotiva y el sentir espiritual parecen idénticos, por lo que no es fácil distinguirlos, y debido a su ignorancia el creyente es engañado y sus acciones son, en gran parte, actividades del alma.
El creyente debe recordar que si anda conforme al espíritu, todas sus acciones deben guiarse por ciertos principios. El espíritu tiene leyes, métodos y principios. Andar en conformidad con el espíritu es andar según sus leyes. En los principios espirituales, lo correcto y lo incorrecto tiene un parámetro claramente definido. Si dice “sí”, es “sí”, no importa si el cielo está nublado o despejado, y si dice “no”, es “no”, ya sea que esté contento o deprimido. La vida cristiana obedece a un principio definitivo. Si el creyente no hace morir totalmente sus emociones, su vida no será gobernada por un discernimiento estable, vivirá en conformidad con los sentimientos oscilantes de su alma, y no en según un principio estable y definido.
Una vida gobernada por principios difiere de la que es gobernada por las emociones. El creyente regido por sus emociones, cuando planea hacer algo no se preocupa ni de principios ni de razones, sino que se guía por sus sentimientos; si hay algo que le guste y que lo haga feliz, será tentado por ello, aunque sepa perfectamente que hacerlo no es razonable y que está en contra de los principios que conoce. Cuando se siente frío, melancólico o deprimido, como no lo apoyan sus sentimientos, no puede cumplir con sus obligaciones. Si los hijos de Dios prestan atención a sus emociones, se darán cuenta cuán inconstantes son y cuán peligroso es obedecerles. Cuando la Palabra de Dios (el principio espiritual) concuerda con sus sentimientos, la obedecen; pero si ése no es el caso, la rechazan y no le prestan atención. Esta clase de vida está en total enemistad con la vida espiritual. Todo aquel que anhela tener una vida espiritual próspera, debe andar continuamente en conformidad con el principio de Dios.
Una característica que distingue al creyente espiritual es la gran calma que mantiene bajo todas las circunstancias. No importa lo que pueda sucederle externamente o si es provocado por alguien, él permanece en calma y lleno de paz, manteniendo inmutable esta característica. Esto se debe a que su parte emotiva fue quebrantada por la cruz, y su voluntad y su espíritu están llenos del poder del Espíritu Santo y, por ende, pueden gobernar sus sentimientos. Ningún estímulo externo puede conmoverlo, pero si no permite que la cruz quebrante su parte emotiva, será vulnerable a ser afectado, estimulado o perturbado. Debido a que las emociones oscilan entre extremos fácilmente, los que son regulados por ellas también son inconstantes. La menor amenaza exterior o el menor aumento de trabajo lo trastornará y no sabrá que hacer. Todo aquel que anhele ser perfeccionado debe permitir que la cruz lleve a cabo una obra profunda en su parte emotiva.
Si el creyente tan sólo recordase que Dios no guía a nadie en medio de la confusión, podría evitarse muchos errores. El nunca debe tomar decisiones ni comenzar nada cuando su corazón se encuentra en un estado caótico o sus emociones están alteradas. Cuando los impulsos son tan fuertes se cometen muchas equivocaciones. Tampoco podemos confiar en la mente cuando nuestras emociones están en esa confusión, ya que ella es fácilmente afectada por la parte emotiva; y si la mente se debilita, ya no podemos distinguir entre lo correcto y lo incorrecto. En tales circunstancias, es probable que todo lo que el creyente decida no sea apropiado, y después lo lamentará. Es necesario que el creyente utilice su voluntad para rechazar, detener y vencer sus emociones, ya que sólo cuando su sentimientos están en perfecta calma, puede tomar una decisión acertada.
Igualmente, el creyente no debe hacer nada que estimule sus emociones. Algunas veces están sosegadas y tranquilas, pero debido a que actuamos según nuestros propios deseos, estimulamos nuestra parte afectiva. Esto sucede con bastante frecuencia y perjudica nuestra vida espiritual. Debemos rechazar todo lo que altere nuestras emociones (nuestra alma). No sólo debemos abstenernos de actuar cuando nuestras emociones estén en crisis, sino que también debemos aprender a no hacer nada que pueda provocarla. No pensemos que nuestras acciones son correctas sólo por que nuestra alma permanezca sosegada. Si nos confiamos a “la tranquilidad emocional” y al espíritu, estimularemos nuestras emociones. Aquellos que han tenido esta clase de experiencia pueden recordar en que forma, al encontrarse con alguien o al escribir una carta, fueron demasiado estimulados en sus emociones, lo cual puso en evidencia que estaban actuando fuera de la voluntad de Dios.
LAS EMOCIONES Y LA OBRA
Dijimos que sólo el espíritu puede realizar una obra espiritual; por eso, las demás obras no tienen valor espiritual. Debido a la importancia de este tema entraremos en más detalles.
Hoy los hombres prestan mucha atención a la sicología humana. Incluso muchos que sirven diligentemente al Señor la estudian; piensan que si sus palabras, enseñanzas, presentaciones, actitudes e interpretaciones, podrán captar la atención del hombre y ganar muchas personas para el Señor. La sicología es la operación de la parte emotiva del hombre. Aunque en algunos casos parezca útil, depender de las emociones no tiene valor espiritual.
Sabemos que el hombre necesita ser regenerado en su espíritu. Cualquier obra es absolutamente inútil si no puede vivificar el espíritu amortecido del hombre ni impartirle la vida increada de Dios, ni hacer que reciba al Espíritu Santo para que more en su espíritu regenerado. Si el propósito de la obra del creyente no es impartir vida a otros, el resultado de su predicación será igual que si los exhortara a adorar al diablo. Ni nuestra sicología ni la sicología de otros puede impartir vida. Si el Espíritu Santo mismo no hace la obra, todo es en vano.
El creyente debe darse cuenta de que sus emociones son totalmente naturales, y no son la fuente de la vida de Dios. Si llega a descubrir que su parte emotiva está desprovista de la vida de Dios, no intentará usar su poder para salvar a las personas usando lágrimas, rostros tristes, llanto u otras expresiones conmovedoras. Ninguna de las funciones de su parte emotiva puede afectar el espíritu entenebrecido de los hombres. Si el Espíritu Santo no les da vida, no podrán recibirla. Si no dependemos del Espíritu Santo, sino de nuestras emociones, todos nuestros esfuerzos serán inútiles y no llevarán fruto.
Las emociones jamás comunican vida al hombre. Quienes laboran para el Señor deben entender que si dependen de ellos mismos, nada en ellos podrá generar la vida de Dios. Podemos agotar todos los métodos psicológicos para conmover la parte emotiva del hombre, para despertar en él interés en la religión, para hacer que se sienta culpable y avergonzado por su pasado, para infundirle temor del castigo venidero, para provocar admiración hacia Cristo y para estimularle el deseo de relacionarse con otros cristianos o para que se conduela de los pobres; podemos incluso hacer que sea feliz al hacer estas cosas, pero no podemos regenerarlo. Como el interés, la pena, la vergüenza, el temor, la admiración, la aspiración, la compasión y el gozo, entre otros sentimientos, son sólo diferentes funciones de la parte emotiva, el hombre puede experimentarlos y permanecer espiritualmente muerto ya que no ha tenido un encuentro con Dios en su intuición. Desde el punto de vista humano aquel que posee estas cualidades es un buen cristiano. Pero toda ellas sólo son impulsos de la parte emotiva; no exhiben la regeneración. La manifestación de la regeneración es el conocimiento de Dios en la intuición del creyente regenerado, es decir, en su espíritu vivificado. Al laborar para Dios no debemos estar conformes con que el hombre cambie su actitud con respecto a nosotros, apreciándonos y mostrando todos los sentimientos mencionados. ¡Eso no es la regeneración!
Si los obreros del Señor recordaran que nuestra meta es ayudar a las personas para que reciban la vida de Cristo, no utilizarían sus emociones para instar a las personas a aceptar las enseñanzas de Cristo y a expresar su aprobación con respecto a la vida cristiana. Cuando reconocemos que lo que el hombre necesita es la vida de Dios y ser avivado en su espíritu, comprendemos que toda la obra que hemos llevado a cabo confiando en nosotros mismos es vana. No importa lo extenso que sea el cambio experimentado por el hombre, sólo puede cambiar dentro del límite de su propio yo, y no puede dar un paso fuera de este límite ni cambiar su propia vida por la de Dios. Deberíamos apreciar la realidad del hecho de que las metas espirituales requieren medios espirituales. Nuestra meta espiritual es que las personas sean regeneradas; así que cuando laboramos debemos emplear medios espirituales. En consecuencia, las emociones son totalmente inútiles para esto.
El apóstol Pablo dijo que toda mujer que ora o profetiza debe cubrirse la cabeza. Con respecto a este tema, hay muchas explicaciones y opiniones diversas. Aunque nuestra intención no es decidir cuál interpretación es la correcta, es claro que la intención del apóstol era evitar el uso de las emociones e intentaba cubrir todo lo que pudiera estimular la parte emotiva. Es fácil, especialmente para las mujeres que predican u oran, estimular las emociones de los oyentes. Desde el punto de vista físico, sólo la cabeza está cubierta, pero desde el punto de vista espiritual, el propósito de cubrirla es darle muerte a todos lo que pertenezca a las emociones. Aunque la Biblia no permite que los hermanos se cubran la cabeza físicamente, en el sentido espiritual, ellos deben tener su cabeza tan cubierta como la de las hermanas.
Esto nos muestra que la parte emotiva puede salir a flote fácilmente en la obra del Señor; si así no fuera, el apóstol no habría tenido necesidad de dar esta recomendación. Hoy el poder de atraer a la gente se ha convertido casi en el mayor problema en el servicio espiritual. Los que son naturalmente atrayentes tienen más éxito, y el resultado de su obra es superior al de los demás; en tanto que los que no tienen tanta capacidad de atracción son derrotados y sus logros son inferiores. La intención del apóstol era que uno se cubriera todo lo que perteneciese al alma, aunque sea naturalmente atractivo. Todo lo que es natural debe ser cubierto; así que todos los siervos del Señor deben aprender de las hermanas esta lección. Nuestra atracción natural no puede ayudarnos en la obra espiritual, y tampoco nuestra falta de atractivo natural puede estorbarla. Debemos deshacernos de tales conceptos. Si nos centramos en nuestro poder de atracción, nuestro corazón dejará de depender del Señor; de la misma manera, si prestamos atención a nuestra incapacidad para atraer a la gente, no andaremos conforme al espíritu. Si los obreros del Señor no andan conforme al espíritu, todos los logros de su obra serán en vano.
¿Qué buscan los obreros del Señor hoy? Muchos buscan poder espiritual, pero el verdadero poder espiritual es el fruto de pagar un precio. Si morimos a nuestras emociones, tendremos fuerza espiritual. Perdemos la fuerza espiritual debido a que usamos nuestras emociones demasiado y nos llenamos de deseos, afectos y sentimientos. Si no andamos centrados en los sentimientos y damos muerte a los deseos y acciones que nos satisfacen, veremos la fuerza y el poder en nuestra vida. La profunda obra de la cruz nos llena de poder espiritual; aparte de esto no podemos obtener nada. Cuando la cruz pone fin a nuestros deseos y nos hace aptos para vivir para Dios, el poder espiritual espontáneamente se manifiesta en nosotros.
Además, si en la obra espiritual la parte emotiva del creyente no es vencida, será privado de muchos caminos por los que podría avanzar. Cuando la fuerza de las emociones se presenta, la fuerza espiritual del creyente se debilita y no puede regularla ni cumplir la perfecta voluntad de Dios. Las emociones utilizarán toda clase de recursos para impedir que la obra avance. Tomemos como ejemplo nuestro cansancio espiritual. Necesitamos distinguir si nuestra necesidad de descanso se debe a la fatiga física, al cansancio emocional o a ambas cosas. Dios no quiere que sometamos nuestro espíritu ni nuestra alma ni a nuestro cuerpo a un trabajo excesivo. El desea que reposemos cuando estemos cansados, pero necesitamos saber si nuestra necesidad de descanso se debe a la fatiga corporal o al cansancio emocional, o si nuestra parte emotiva está utilizando la fatiga en nuestro cuerpo como un pretexto para exigir descanso. Muchas veces nuestro deseo de descanso es
simplemente pereza. Nuestro cuerpo necesita descansar, lo mismo que nuestra mente y nuestro espíritu, pero no debemos descansar debido a la pereza que se origina en la naturaleza maligna de nuestras emociones. La pereza y el cansancio utilizan la fatiga física como pretexto. Además, a nuestra parte emotiva le gustan el placer y la diversión; por lo tanto, los creyentes deben estar alerta a fin de que esto no reemplace el descanso que legítimamente necesitamos.
EL DEBIDO USO DE LA PARTE EMOTIVA
Si el creyente permite que la cruz haga una obra profunda en su parte emotiva, pronto aprenderá que las emociones no obstruirán su espíritu, sino que cooperarán con él. La cruz quebrantará la vida natural de las emociones, las renovará y hará de ellas un instrumento del espíritu. Mencionamos que el hombre espiritual no es exclusivamente espíritu ni es insensible. Por el contrario, utiliza sus sentimientos para expresar la vida divina que reside en él. Antes de que Dios quebrante nuestra parte emotiva, ésta no puede ser un instrumento del espíritu y actúa según sus propios deseos, pero después de ser limpiada puede ser el órgano por el cual se expresa el espíritu. De igual manera, el espíritu expresa su vida por medio de las emociones, ya que las necesita para expresar amor o condolencia para con los que sufren; también las necesita para detectar la acción de la intuición. El sentir del espíritu se da a conocer al hombre por medio de una sensación o sentimiento de quietud y paz. Cuando nuestra parte emotiva obedece a nuestro espíritu, hace que amemos lo que Dios ama y odiemos lo que El odia.
Después de saber que no debemos vivir según nos lo indiquen nuestras emociones, algunos creyentes erróneamente piensan que la vida espiritual es una vida sin sentimientos, y se suponen que debemos eliminar los sentimientos y llegar a ser insensibles, como si fuéramos un pedazo de madera o una piedra. Si el creyente no sabe lo que significa morir en la cruz, no puede comprender el significado de hacer morir las emociones ni de vivir en perfecta conformidad con el espíritu. No afirmamos que el creyente deba volverse duro como el acero o la roca; ni que no debe sentir afecto para que se le considere espiritual, como si la expresión “espiritual” denotara insensibilidad. Por el contrario, el hombre espiritual es una persona muy tierna, misericordiosa, amorosa y bondadosa. Ser totalmente espiritual y poner las emociones en la cruz no significa que el creyente pierda sus sentimientos y se haga insensible. Cuando vemos que el amor de los creyentes espirituales es mayor que el de los demás, descubrimos que el hombre espiritual no carece de emociones, sino que sus emociones difieren de las de los demás.
Al poner nuestra vida anímica en la cruz, debemos recordar que se pierde la vida del alma, pero no su función. Clavar la función del alma en la cruz significaría que ya no podríamos pensar, decidir ni sentir. Debemos recordar siempre que perder el alma equivale a vivir incondicional y continuamente por la vida de Dios, no por la vida natural; es estar dispuestos a no vivir según el yo ni de acuerdo con sus placeres, sino que nos sometemos a la voluntad de Dios. Además, la cruz y la resurrección son dos hechos inseparables. “Si hemos crecido juntamente con El en la semejanza de Su muerte, ciertamente también lo seremos en la semejanza de Su resurrección” (Ro. 6:5). La obra de la cruz no significa aniquilación; la parte emotiva, la mente y la voluntad de la vida anímica no son exterminadas al pasar por la cruz. Sólo pierden su vida natural en la muerte del Señor, y son
resucitadas en Su vida. La muerte y resurrección hacen que los órganos del alma pierdan su vida para luego ser renovados y usados por el Señor. Como consecuencia, el hombre espiritual no carece de sentimientos, sino que su parte emotiva es más perfecta y más noble, como si acabara de ser creada por la mano de Dios. Si uno tiene dificultad para entender esto, el problema yace en su teoría porque en la experiencia espiritual no existe ningún problema.
La parte emotiva debe pasar por la cruz (Mt. 10:38-39) a fin de destruir su naturaleza ardiente, su fanatismo y su confusión y quedar sometida totalmente al espíritu. La obra que efectúa la cruz tiene como fin que el espíritu tenga autoridad para regular la función de las emociones.
CAPITULO DOS
EL AMOR
LAS EXIGENCIAS DE DIOS
En la experiencia del creyente, quizá lo más difícil de ceder al Señor sea el amor, pero El presta más atención al amor del creyente que a ninguna otra cosa. El Señor requiere que el creyente le entregue su amor en una forma total a fin de poder señorear sobre él; El quiere ser el principal objeto de nuestro amor. Con frecuencia escuchamos hablar de la consagración. Sabemos que ésta es el primer paso en el andar espiritual del creyente. No es el destino de la espiritualidad, sino el comienzo, ya que guía al creyente a una condición en la que puede ser santificado. Si no hay consagración, ciertamente no se puede tener una vida espiritual. Sin embargo, nada es más importante para la consagración del creyente que su amor. Tanto la veracidad como la falsedad de la consagración dependen de si hay amor o no, pues éste es la evidencia de la consagración. Es fácil presentar al Señor nuestro tiempo, nuestro dinero, nuestras habilidades y muchas otras cosas, pero es difícil ofrecerle nuestro amor. Esto no significa que no amemos a Cristo; quizá lo amamos mucho, sin embargo, tal vez le demos el primer lugar a alguien más y a El, el segundo lugar; o quizá además de amar al Señor amemos a alguien más, o es posible que controlemos nuestro amor según nuestros caprichos. Amar al Señor así no es consagración, ya que aún no le hemos entregado nuestro amor. El creyente espiritual sabe que el amor debe de ser ofrecido primero; si no entregamos nuestro amor, no entregamos nada.
Dios exige que lo amemos sin reservas. El no está dispuesto a compartir el corazón del creyente con nadie ni con nada. Aun si el amor que le damos a El es mayor que el que damos a otros, El no está satisfecho. El Señor exige un amor incondicional. Este es un golpe mortal para nuestra vida anímica, la cual se centra exclusivamente en el yo. El Señor desea que dejemos al margen lo que amamos para que no tengamos un corazón dividido. El desea que le amemos con todo y que le amemos según El mismo. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mt. 22:37). La palabra “todo” significa que cada parte de nuestro ser debe entregarse al Señor. El no quiere que retengamos nada de nuestro amor, para que no amemos de acuerdo con nuestras preferencias. El lo quiere absolutamente todo, porque es un Dios celoso (Ex. 20:5) y no permite que nadie le robe el amor de Sus hijos.
Nosotros amamos a muchas personas y cosas aparte de Dios. Tal vez sean quienes están muy cerca de nosotros, como ocurrió en los casos de Isaac, de Jonatán y de Raquel; pero Dios requiere que pongamos a nuestros seres queridos sobre el altar. El no acepta rivalidad alguna. Debemos ofrecer todo lo que tenemos, ya que así obtenemos poder espiritual. Cuando el último sacrificio ha sido puesto sobre el altar, el fuego desciende desde los
cielos. Si no erigimos un altar no desciende el fuego celestial. Si no llevamos la cruz, ofreciendo al Señor todo lo que amamos, ¿cómo podemos tener el poder del Espíritu Santo? El altar no debe estar vacío, ¿qué ha de consumir el fuego si no hay sacrificio? Hermanos, no podemos obtener el poder del Espíritu Santo sólo por haber entendido lo que significa la cruz ni por hablar de ella; sólo al ofrecerlo todo, lo conseguiremos. Si tenemos algún lazo secreto que no ha sido cortado, si nuestro corazón esconde algunas ovejas, o algunos bueyes, o a un Agag [1 S. 15:9], no podremos ver el poder del Espíritu Santo manifestado a través de nosotros.
La obra de Dios ha sido estorbada debido a que los creyentes no han permitido que el Señor sea Señor del amor de ellos. Muchos padres aman tanto a sus hijos que los retienen para sí mismos y causan pérdidas al reino de Dios. Muchas parejas están tan unidas que hay escasez en la obra del Señor porque no hay quien recoja la cosecha. Muchos creyentes no están dispuestos a separarse de sus amigos; así que se quedan atrás y dejan que sus hermanos vayan al frente a luchar solos. Es deplorable que haya tantos que piensen que pueden amar a sus seres queridos y al Señor simultáneamente. No se dan cuenta de que si los aman, no pueden amar al Señor; y si aman al Señor, no pueden amarlos a ellos. Si no podemos decir juntamente con Asaf: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a Ti? y fuera de Ti nada deseo en la tierra” (Sal. 73:25), entonces aún estamos viviendo en el alma.
No podemos descuidar la importancia de amar al Señor con todo nuestro corazón. Nada satisface tanto al Señor como nuestro amor. El Señor no se fija mucho en lo que hacemos por El ni en cuán activos seamos. Lo que le complace es que le amemos. La iglesia de Efeso laboraba mucho en pro del Señor, pero había dejado de tener al Señor como su primer amor (Ap. 2), por lo cual el Señor no estaba complacido. Si nuestro servicio procede de nuestro amor hacia El, indudablemente El se complace; pero si nuestro corazón no lo ama, aunque podamos llevar a cabo una gran obra, no tendría provecho alguno. Debemos saber que es posible laborar para el Señor sin amarle. Este era el caso de los efesios. Debemos pedirle a Dios que nos ilumine para que podamos ver cuál es el motivo de nuestras actividades y la intensidad de nuestro amor hacia El. ¿De que sirve invocar al Señor y laborar para El todo el día, si no lo amamos con todo el corazón? ¡Cuánto necesitamos tener un corazón que ame a nuestro Señor incondicionalmente!
Los hijos de Dios no han entendido hasta qué punto sus seres queridos les estorban en su crecimiento espiritual. Cuando el creyente tiene otros amores además del amor de Dios, gradualmente Dios pierde significado en su vida. Aunque sus seres queridos también amen a Dios, es posible que él ame a Dios más por causa de ellos que por Dios mismo. Su relación con Dios desciende del plano espiritual al plano carnal. No debemos amar a Dios por causa de otras personas u otros asuntos; debemos amarle por causa de El mismo. Si el creyente ama a Dios por amor a sus seres queridos, su corazón estará dirigido por aquellos a quienes ama; en tal caso, Dios obtiene su amor sólo como un beneficiario del afecto que siente por sus seres queridos. Si sus seres queridos pueden inducirlo hoy a amar a Dios, también pueden inducirlo en el futuro a que deje de amarlo.
Además, cuando inclinamos nuestro corazón hacia ciertas personas, es muy difícil conservarlo tranquilo. Esto se debe a que estamos bajo la influencia de nuestras emociones, tratando intensamente de agradar a quien amamos. Al mismo tiempo, es probable que
tengamos menos interés en acercarnos a Dios que en acercarnos a quien amamos. Nuestro interés en las cosas espirituales, en lo relacionado con la intuición, disminuirá grandemente. Quizá exteriormente no se note ningún cambio, pero nuestro corazón está ligado a quien amamos. En tal caso, nuestro interés espiritual, si no se pierde totalmente, sin duda se reducirá considerablemente. Además, nuestro corazón no podrá dejar de amar las vanidades del mundo, ya que con ellas agradamos a nuestros seres queridos. Las cosas mundanas, la belleza, la fama, entre muchas otras cosas que ni siquiera vale la pena mencionarlas, gradualmente llegarán a ser el objeto de nuestra atención a fin de complacer a quienes queremos. Con el tiempo, nos olvidaremos de Dios y de lo que El desea. Debemos darnos cuenta de que sólo podemos amar a una persona y servir a un solo amo. Si amamos al hombre, no podemos amar a Dios. Debemos poner fin a cualquier afecto secreto que tengamos.
Sólo Dios puede satisfacer el corazón del creyente; los seres humanos jamás podrán satisfacerlo. El fracaso de muchos es buscar en el hombre lo que sólo puede hallarse en Dios. El amor humano no es nada; sólo es vanidad; el amor de Dios es el único que puede satisfacer los deseos del creyente. Si buscamos afecto fuera de Dios, nuestra condición espiritual inmediatamente se deteriorará. Sólo podemos vivir por el amor de Dios.
¿Significa esto que no debemos amar a nadie? La Biblia nos manda repetidas veces que amemos a nuestros hermanos y también que amemos a nuestros enemigos. Sabemos que Dios sí desea que amemos a los demás, pero El quiere ser el que guíe nuestro amor. El desea que amemos a los demás pero no por amor a nosotros mismos, sino por amor a El y en El. No hay lugar para nuestra bondad ni para nuestra perversidad natural. El afecto natural debe perder su poder. Dios quiere que nosotros aceptemos Su control por amor a El. Cuando El quiere que amemos a cierta persona, debemos obedecerle; cuando quiere que terminemos nuestra relación con ella, también debemos obedecerle.
Esta es la vida de la cruz. Sólo cuando el Espíritu Santo nos aplica la obra de la cruz de una manera profunda, y le damos muerte a la vida del alma, nuestros afectos quedan libres del yo. Cuando hemos pasado a través de la muerte, no nos sentimos adheridos a nadie; sólo los mandamientos de Dios serán nuestra guía. Nuestra vida anímica pierde su poder al experimentar la muerte, ya que está muerta en cuanto a los afectos. Sólo entonces Dios nos guía para que, en El, amemos a otros. El deseo de Dios es que nuestras relaciones con otros sean nuevas en El. Es menester que nuestras relaciones con aquellos a quienes amábamos sean nuevas en El. Toda relación natural debe terminar. Debemos experimentar la muerte de la cruz para poder empezar de nuevo nuestras relaciones en la esfera de la resurrección.
¡Qué vida tan difícil parece ser esta! ¡Sólo aquellos que realmente viven de esta manera saben cuán bienaventurado es vivir así! A menudo Dios despoja al creyente de sus seres queridos debido a su consagración o por su beneficio. Dios actúa en nosotros para que nuestro corazón se someta a El o para despojarnos de nuestro amor natural. Cuando El emplea el segundo método, hace que nuestros amados cambien su actitud hacia nosotros, o crea situaciones que nos impidan amarlos. Tal vez hagan un largo viaje o mueran o suceda alguna otra cosa. Si nuestro corazón es sincero en la consagración, Dios nos despojará de todo hasta que sólo quede El. Si el creyente desea obtener una verdadera vida espiritual, debe estar dispuesto a abandonar todo lo que ama. Dios exige que abandonemos todo lo que
en nuestro corazón impide que lo amemos. La vida espiritual no permite que nuestros afectos estén divididos. A los ojos de Dios, nuestro amor natural, ya sea por tener motivos equivocados, o por errar el blanco, o por tener excesos, es tan corrupto como nuestro odio. A los ojos de Dios, el amor que proviene de nuestro yo es tan detestable como el pecado.
Cuando el creyente haya aprendido la lección, verá cuán puro es su corazón al amar a otros, porque ya no habrá mezcla en ello. Su corazón está totalmente dedicado a Dios y permanece en El. Anteriormente, amaba a los demás, pero en realidad se amaba más a sí mismo y se consideraba más importante que ellos. Pero ahora puede compartir la tristeza y el gozo de los demás, llevar sus cargas y servirles con amor. Ya no ama lo que ama su yo, sino que ama lo que Dios desea que ame. No se ama a sí mismo más que a los demás, sino que los ama como a sí mismo. Debido a que ahora se ama a sí mismo en Dios y para Dios, también su amor al prójimo está en esta esfera. Ama a los demás como se ama a sí mismo.
Debemos entender que para nuestro crecimiento espiritual es indispensable permitir que Dios dirija nuestros afectos. ¡Qué incontrolables son nuestros afectos! Si no se someten al propósito de Dios, serán un peligro para nuestra vida espiritual. Es fácil corregir un pensamiento equivocado, pero es muy difícil modificar un afecto equivocado. Debemos amar al Señor con todo nuestro corazón y permitirle que dirija nuestro amor.
AMAR AL SEÑOR SEGUN NUESTRA ALMA
Debemos tener mucho cuidado con la idea de que podemos amar al Señor por nuestro propio esfuerzo. El Señor rechaza todo lo que procede de nuestro yo; hasta nuestro amor por El es ineficaz. Por un lado, si no amamos profundamente al Señor, el Señor se contrista; pero por otro, aun aquellos que le aman pueden contristarlo debido a que le aman con la energía de su alma. Si utilizamos el poder de nuestra alma para amar al Señor, El no se complace en eso. Nuestro amor, aun cuando esté dirigido al Señor, debe estar bajo el control absoluto del espíritu. Hay muchos que aman al Señor con un amor mundano; no es fácil encontrar el amor que proviene de Dios. ¿Qué significa esto?
Los creyentes reciben las cosas de Dios principalmente con sus corazones. Hablan de Dios el Padre; se refieren al Señor como su “amado Señor” y recuerdan Sus sufrimientos; al hacer todo esto sus corazones se llenan de gozo y sienten que aman al Señor. Piensan que este sentimiento proviene de Dios. Algunas veces, mientras meditan en lo que es la cruz del Señor, no pueden retener las lágrimas, sienten un amor ardiente e indescriptible por el Señor. Sin embargo, todas estas cosas pasan por sus vidas como los barcos que navegan por el mar sin dejar rastro alguno. Quizá así es el amor de muchos creyentes. ¿Qué clase de amor es éste? Es un amor que sólo complace al que ama. Eso no es amar a Dios sino amar el placer de amar. Meditar en los sufrimientos del Señor conmueve sus corazones, pero sus vidas no son afectadas.
¡Qué poco poder tienen los sufrimientos del Señor Jesús en los corazones de los creyentes de hoy! Cuando piensan en esas cosas, se enorgullecen pensando que aman al Señor más que los demás! Cuando hablan al respecto, parecen personas celestiales, pero en realidad, no han abandonado la triste condición de su yo. Cuando alguien los oye hablar, piensan que ellos aman mucho al Señor, los admira y alaba, pero de hecho, se aman a sí mismos.
Recuerdan, hablan y añoran al Señor sólo porque eso les trae regocijo. Hacen todo esto porque su meta es obtener felicidad, no por el Señor mismo. Tales recuerdos hacen que su “espiritualidad” se sienta satisfecha, y continúan recordando al Señor vez tras vez. Esto es anímico y terrenal, y no proviene de Dios. Por lo tanto, no es espiritual.
¿Cuál es la diferencia entre el amor espiritual y el amor anímico? Exteriormente, no es fácil distinguirlos; sin embargo, cada creyente puede distinguir el origen de su propio amor. El alma es nuestro yo. Todo lo que es anímico no puede separarse del yo. Un amor anímico por el Señor proviene del yo. Amar a Dios con el fin de obtener sentimientos que nos complazcan a nosotros es amarlo anímicamente. Si el amor a Dios es espiritual, no hay nada del yo mezclado en él. Significa amar a Dios sólo por causa de El. Si el amor que profesamos a Dios lo expresamos para traer placer total o parcialmente a nuestro yo, proviene del alma. También si observamos los frutos de nuestro amor, podemos discernir su origen. Si el amor es anímico, no tiene poder para librarnos permanentemente del mundo, y tenemos que seguir luchando y esforzándonos para desprendernos de la atracción del mundo. Pero si el amor es espiritual, las cosas y los asuntos mundanos son abandonados de una manera espontánea debido al mismo amor. El que tiene este amor menosprecia al mundo, y lo reconoce como algo que debe aborrecerse; sus ojos ya no se fijan el mundo porque la luz gloriosa de Dios cegó sus ojos carnales. Cuando uno ama al Señor de este modo, no se jacta de ello sino que se humilla, como si fuera el más pequeño de todos los hombres.
El carácter del amor de Dios es inmutable; mientras que nuestro amor cambia constantemente. Si amamos al Señor con nuestro amor, nos volveremos fríos hacia El cada vez que nos sintamos tristes. Después de un largo período de pruebas, seguramente fracasaremos debido a que amamos a Dios con nuestro propio amor; es decir, lo amamos por causa de nosotros mismos, por nuestra propia felicidad. Así que cuando no obtenemos la felicidad que esperábamos, retrocedemos en nuestro amor hacia El. Si se trata del amor de Dios, no importa en que situación ni en qué posición nos encontremos, seguiremos amando al Señor. “Porque fuerte como la muerte es el amor; duros como el Seol los celos ... Las muchas aguas no podrán apagar el amor” (Cnt. 8:6-7). Si el creyente ama a Dios, lo amará sin importar las circunstancias ni los sentimientos. Un amor anímico cesa cuando se detiene la acción de la parte emotiva; pero el afecto espiritual es fuerte y jamás deja de ser.
El Señor frecuentemente conduce al creyente por experiencias penosas a fin de que éste pueda amarle con un amor que no sea el suyo propio. Cuando amamos al Señor con nuestro propio amor y en nuestro propio beneficio, tenemos que sentir que el Señor nos ama a fin de responderle con amor; pero cuando amamos a Dios con el amor de El y por causa de El, El no nos permite sentir Su amor hacia nosotros, pues desea que creamos en Su amor. Al principio de la vida cristiana, el Señor atrae al creyente haciéndole sentir Su amor en muchas maneras. Cuando el creyente experimenta esto, El lo guía a una experiencia más profunda. No le permite que sienta Su amor, sino que hace que crea en Su amor. Debemos prestar atención al hecho de que gustar el amor del Señor a este nivel es un nivel al que todo creyente que desea avanzar debe llegar. Sólo cuando el creyente es atraído por el amor del Señor, puede abandonarlo todo para acercarse a El. En la etapa inicial de la vida espiritual, es muy necesario sentir el amor del Señor; es algo que el creyente debe anhelar. Después de cierto tiempo, el creyente no debe aferrarse a ese sentimiento, porque hacerlo
perjudicará su vida espiritual. Hay diferentes experiencias para las diferentes estaciones de nuestra vida espiritual. Es correcto y provechoso tener ciertas experiencias en estaciones o situaciones determinadas. Pero si el creyente trata de repetir las primeras experiencias en un nivel posterior, sufre un retroceso. Después de que sentimos el amor del Señor, El quiere que creamos en Su amor; así que, con el tiempo, el Señor ya no nos permite sentir Su amor, pues desea que creamos en la inmutabilidad de Su amor. Si después de sentir el amor del Señor, perdemos repentinamente ese sentimiento, no nos debemos alarmar; debemos comprender que estamos entrando en la etapa de creer en Su amor.
DEBEMOS SER CAUTELOSOS
Si deseamos andar conforme al espíritu, debemos conservar la quietud en nuestro amor; de lo contrario, no podremos escuchar la voz de la intuición. Si nuestro afecto no está totalmente sujeto al propósito de Dios, nuestro corazón será perturbado. Eso impedirá que seamos guiados por el espíritu. El creyente debe prestar atención en el espíritu continuamente a las personas o las cosas que despiertan su afecto. Si Satanás no logra vencerlo de otra forma, lo tentará en esta área. Muchos creyentes han fracasado debido a esto; así que, debemos ser cautelosos.
Nada despierta nuestro amor tanto como los amigos. Entre los amigos, las personas del sexo opuesto son las que más nos estimulan debido a que por la gran diferencia en género uno tiene que adaptarse no sólo física sino también psicológicamente a la otra persona. Como hay una diferencia tan marcada en nuestra constitución natural, surge un gran poder de atracción mutua. Esto es anímico y natural y, por ende, lo debemos rechazar.
Es una realidad que el sexo opuesto puede estimular fácilmente el amor. El estímulo que una persona del mismo sexo produce es mucho menos intenso. Debido a que hay una exigencia psicológica mutua, la persona cree que las personas del sexo opuesto son más accesibles que las del mismo sexo. Esta inclinación es común, natural e inherente a toda persona. El amor hacia personas del sexo opuesto se despierta muy fácilmente, y responde a una leve provocación.
Todo esto se refiere al aspecto natural. Esto es lo que sucede en la realidad. Por lo tanto, si el creyente desea andar según el espíritu, debe prestar atención a este hecho. Al relacionarse con otras personas, especialmente en lo pertinente al amor, si se trata de alguien del mismo sexo, el creyente debe conducirse de una manera, y si se trata del sexo opuesto, de otra. Necesitamos estar conscientes de que estamos bajo el influjo del alma. Si tratamos a una persona de cierta manera solo por ser del sexo opuesto, entonces nuestro afecto está en al esfera natural. Si el creyente siente que una fuerza misteriosa lo atrae hacia alguien del sexo opuesto, debe saber que su afecto natural se ha activado. Algunas veces esta clase de estímulo se mezcla con un motivo recto. Sin embargo, si existe el más leve pensamiento acerca de una persona del sexo opuesto mezclado con sus otros pensamientos, el creyente puede saber con certeza que esa relación no es puramente espiritual.
Mientras el obrero cristiano está en su labor, debe tener cautela para que en su obra no se introduzca ningún sentimiento con respecto a alguien del sexo opuesto. Todo deseo de ser admirado por alguien del sexo opuesto debe ser rechazado inmediatamente. Las palabras y
actitudes que son afectadas por una persona del sexo opuesto anulan el poder espiritual. Todo debe ser hecho en quietud y con motivos puros. Recordemos que el pecado no es lo único que nos contamina; todo lo que proceda del alma también contamina.
¿Significa todo esto acaso que el creyente no debe tener amigos del sexo opuesto? La Biblia no enseña tal cosa. Mientras el Señor estuvo en la tierra, se relacionó con Marta, con María y con otras mujeres. Lo importante es si el afecto es gobernado por el Señor o si el efecto del alma está presente. Es normal que los hermanos y las hermanas se relacionen unos con los otros. Pero no debe existir ni la actividad del alma ni el pecado. Antes de que el creyente experimente una obra completa de la cruz es mejor no tener amigos del sexo opuesto. Sin embargo, no importa el grado de crecimiento que el creyente alcance, si el busca o anhela tener amigos del sexo opuesto, sin duda está siendo controlado por el alma. Debemos sujetarnos en todo, a lo que Dios disponga. En pocas palabras, el amor del creyente debe consagrarse totalmente a Dios. Si sentimos que es difícil entregar a Dios el afecto que sentimos por alguien, tenemos que reconocer que nuestra vida anímica está controlando nuestro afecto. Si nuestro amor no puede someterse al propósito de Dios en alguna área, con seguridad muchas cosas que no son espirituales están mezcladas en esa área en particular. El amor anímico sólo nos guía al mundo y a cometer pecados. Si nuestro afecto no proviene del Señor, tarde o temprano se convertirá en lujuria. Sansón no fue el único que fracasó en esta área. Dalila continúa cortando el cabello de muchos en muchas partes.
Previamente dijimos que es difícil que los creyentes consagren su amor. Así que la consagración de esto es una señal de verdadera espiritualidad. Según el grado en que un creyente muera a sus afectos y a su búsqueda de amor, ése es el mismo grado de espiritualidad que posee. El amor es una gran prueba. Si no morimos a los afectos del mundo, no hemos muerto a nada. Estar muerto a los afectos es estar muerto para el mundo. Desear la amistad y el amor del amado indica que nuestra vida anímica no ha muerto. La verdadera muerte de la vida del alma puede ser vista cuando abandonamos nuestro amor, y sólo tenemos el amor de Dios. La posición del hombre espiritual es muy elevada, ya que está por encima del amor humano.
CAPITULO TRES
LOS DESEOS
Los deseos ocupan la mayor parte de nuestra vida anímica; ellos se unen a nuestra voluntad para crear rebeldía o una actitud antagónica contra la voluntad Dios. Existen tantos deseos en nosotros que nuestros sentimientos se confunden y no logramos entrar en la quietud del espíritu. Nuestros deseos estimulan nuestros sentimientos y provocan muchas experiencias turbulentas. Si el creyente no es libre de su pecado, su deseo se une a éste y encuentra agradable pecar; así el nuevo hombre cae en la esclavitud y pierde su libertad; aun después de haber sido librado de las manifestaciones externas de los pecados, anhelan muchas cosas que no tienen nada que ver con Dios. Cuando el creyente es emotivo, es gobernado por sus deseos. Si la cruz no hace una obra profunda para que los deseos sean juzgados según la luz de la cruz misma, el creyente nunca vivirá plenamente para Dios ni en el espíritu.
Cuando el creyente es anímico, la fuerza de sus deseos lo controlan. Todos los deseos naturales y anímicos del hombre están relacionados con la vida del yo. Se centran en el ego, son motivados por el ego y acatan sus dictados. Mientras uno sea anímico, no cede su voluntad al Señor, y tiene muchas ideas personales. Desear es cooperar con las ideas que uno tiene para complacerse en ellas según su propia voluntad y con el fin de que se lleven a cabo. Los placeres, la vanagloria, la exaltación personal, el amor, la compasión y la estima propia provienen de los deseos del hombre. Estos hacen que el yo sea el centro de todo. Por ejemplo, ¿hay algo que el hombre desea y disfruta que no esté relacionado con el yo? Si nuestros deseos son examinados a la luz del Señor, veremos que no importa qué deseemos o cuánto lo deseemos, no podemos escapar de la participación del yo. ¡Todos nuestros deseos están dirigidos al ego! Si el objetivo de ellos no es nuestro propio placer, entonces es glorificar al yo. Cuando los creyentes se encuentran en esa condición, no tienen la posibilidad de vivir en el espíritu.
LOS DESEOS NATURALES DEL CREYENTE
El orgullo surge de los deseos, los cuales llevan el hombre a buscar algo para sí mismo a fin de poder ser alabado por los demás. Cualquier tendencia a jactarse de la posición que uno tiene, de su tradición familiar, de su salud, de su personalidad, de su destreza, de su apariencia y de su poder, proviene de la parte emotiva de uno, específicamente de los deseos. Detenerse en las diferentes formas de vivir, de vestir o de comer y buscar satisfacción en ellas también es el efecto de la parte emotiva de uno. Inclusive pensar que el don que uno recibió de Dios es superior al de otros es un pensamiento inspirado por la parte emotiva.
¡Es asombroso cuánto le encanta al creyente emotivo exhibirse! Le encanta ver y ser visto. No tolera ser restringido por Dios, y trata por todos los medios de sobresalir. Le es imposible someterse a la voluntad de Dios y pasar inadvertido; no puede negarse a su yo secretamente. Le agrada llamar la atención de las personas. Su deseo o su amor propio se
hiere cuando los hombres no lo honran, pero no cabe de gozo cuando es estimado y reconocido por alguien. Se complace en escuchar que las personas lo alaben, pues piensa que los elogios son justificados. Aun al laborar para el Señor, procura destacarse de muchas maneras. Al dar un mensaje o al escribir un libro hay en él un motivo secreto que lo estimula. En pocas palabras, su corazón, lleno de vanagloria, todavía está vivo y busca lo que ama y lo que alimenta su ego.
Los deseos naturales despiertan la ambición del creyente, la cual es inspirada por los deseos naturales. El anhelo de esparcir su propia fama, de estar por encima de los demás o de recibir honra de las personas, procede de la vida del alma. El deseo de tener éxito, de obtener mucho fruto, de ser poderoso espiritualmente y de ser útil en la obra, proviene del anhelo por glorificar el yo. En nuestra vida espiritual, la búsqueda de crecimiento, de profundidad y de experiencias loables son, en muchos casos, una búsqueda de nuestra propia felicidad, así como de la admiración de los demás. Si observamos el curso de la vida y obra del creyente desde su origen, descubriremos que gran parte de ella obedece al los intereses del yo. Los deseos del creyente son la fuente de todo en su vida y en su obra.
El creyente debe saber que cuando su vida y su obra son motivadas por la ambición, aunque todo lo que haga parezca bueno, loable y fructuoso, a los ojos de Dios sólo es madera, heno y hojarasca. Esta conducta y esta labor carecen de valor espiritual. Cualquier pensamiento en pro del yo basta para corromper cualquier actividad, y Dios no se complace en ella, porque a Sus ojos, el deseo del creyente por obtener fama espiritual es tan detestable como las lujurias del pecado. Si uno anda según sus deseos naturales en todas sus acciones, tendrá el ego en alta estima. Pero Dios aborrece el yo.
Los deseos naturales también se presentan en otros aspectos de la vida del creyente. Su vida anímica suspira por la conversación y el intercambio con el mundo; lo impulsa a ver o a leer lo que no debe. No digo que haga estas cosas habitualmente; pero ocasionalmente un fuerte impulso interno lo lleva a hacer lo que sabe que no debe. En dicha actitud se ve la vida anímica. Muchos han tenido esta experiencia hasta cierto grado. La actividad de su alma también puede verse en la manera en que uno se conduce, y es más evidente en la manera en que habla y actúa. El que anda fielmente según el espíritu, sabe que todas estas cosas son pequeñeces, pero si obedece el impulso de sus deseos, será imposible que continúe andando por el espíritu. Necesitamos tener presente que en los asuntos espirituales, nada es demasiado insignificante, pues aun una insignificancia puede impedir nuestro progreso.
Cuando el creyente es impulsado por sus deseos naturales se vuelve temerario. Cuanto más espiritual llega a ser un creyente, más normal es, ya que se une a Dios en lo que El dispone; pero el creyente se vuelve intrépido cuando es impulsado por sus deseos naturales. El creyente emotivo se complace en ser un héroe y le gusta correr riesgos para satisfacer su ego e impresionar a los demás. Cuando es impulsado por su atrevimiento, muchos aspectos de su comportamiento ponen en evidencia su inmadurez. No le interesa mucho su madurez, pero trata de mostrar cuán perspicaz es. Al examinar su actitud se siente culpable, pero sólo momentáneamente, puesto que se considera muy importante. Esta imprudencia impulsa al hombre, y si él le obedece pierde su normalidad, se extralimita.
La inclinación por el placer o el deleite también es una manifestación prominente del creyente emotivo. Las emociones no permiten que los creyentes vivan exclusivamente para Dios, y se oponen a ello con firmeza. Si el creyente acepta las exigencias de la cruz y pone fin a sus emociones a fin de vivir incondicionalmente para el Señor, se dará cuenta de que las emociones siguen exigiendo que se les reserve espacio para continuar sus actividades. Esta es la razón por la cual numerosos cristianos no logran vivir para el Señor sin reservas. No es necesario decir mucho; basta con observar la vida que llevan, sin mencionar otras cosas. Sólo mencionaremos las oraciones de combate en contra del enemigo ¿Cuántos creyentes pueden participar en la batalla de la oración, la cual se libra para el Señor, durante un día entero, sin reservar ningún período para su propio placer? Hallar deleites es dar oportunidad a nuestras emociones. ¡Qué difícil es vivir en el espíritu todo el día! Siempre reservamos algún tiempo para nosotros mismos o para conversar con otros, a fin de satisfacer nuestras emociones. Pero cuando Dios nos aparta para El y no vemos a nadie, ni siquiera vemos el firmamento, y se nos exige que vivamos en el espíritu y sirvamos al Señor delante del trono, entonces nos damos cuenta si nuestras emociones han sido puestas en la cruz o no, cuánto nos exigen y cuánto vivimos todavía en ellas.
Los creyentes emotivos también son impacientes. Nuestra parte emotiva no sabe lo que significa esperar en Dios ni esperar Su revelación ni seguir la dirección del Espíritu Santo. Las emociones siempre se apresuran e inducen al creyente a obrar de manera precipitada. Las emociones no están conformes cuando el creyente espera en el Señor, conoce la voluntad de Dios y da un paso a la vez, sin obedecer sus propios deseos. Si el creyente no ha hecho morir sus emociones en la cruz, no puede andar conforme al espíritu. Además, debe comprender que de los centenares de cosas realizadas bajo dicho impulso, ni una sola concuerda con la voluntad de Dios.
Necesitamos tiempo para orar, para prepararnos, para esperar y para volver a llenarnos de la fuerza del Espíritu Santo. ¿Cómo evitaremos equivocarnos si actuamos apresuradamente? Dios sabe que la parte emotiva de nuestra carne es impaciente; así que utiliza a nuestros colaboradores, nuestros hermanos, nuestros familiares, nuestras circunstancias y nuestras posesiones para desgastarnos y equilibrarnos. El desea que nuestra impaciencia llegue a su fin para que El pueda actuar en nosotros. Dios no obra apresuradamente ni da Su poder a los impacientes. Así que el que es impaciente hace las cosas con su propia fuerza. La prisa es, sin duda, obra de la carne. Dios no desea que andemos según la carne; debemos estar dispuestos a dar muerte a nuestra impaciencia. Cada vez que la emoción venga a apresurarnos, debemos orar y decir: “Señor, una vez más me impaciento. Haz que Tu cruz opere en mí”. Una persona que anda por el espíritu no debe ser apresurada.
Dios no quiere que hagamos nada por nuestra cuenta. El desea que esperemos en El y esperemos Sus órdenes. Nuestras acciones deben ser el resultado de esto. Sólo lo que se nos comunica mediante nuestro espíritu procede de Dios. ¿Cómo puede lograrse esto si el creyente vive según sus propios deseos? El creyente que se circunscribe a sus deseos, es impaciente hasta para hacer la voluntad de Dios. No sabe que Dios no sólo tiene una voluntad sino también un tiempo oportuno para cada cosa. Tal vez seamos uno con su voluntad, pero El también desea que esperemos a que llegue el debido momento. La carne no tolera esto. Cuando el creyente avanza espiritualmente, descubre que el tiempo del Señor y Su voluntad son igualmente importantes. Si nos precipitamos a dar a luz a Ismael,
más tarde veremos que éste será el peor enemigo de Isaac. Los que no pueden esperar en el momento dispuesto por Dios, no pueden obedecer Su voluntad.
Un creyente emotivo no espera en Dios, porque sus deseos giran en torno a sí mismo, y actúa según ellos. No confía en Dios ni permite que Dios obre en su interior. No puede depositarlo todo en las manos de Dios y abstenerse de utilizar su propia fuerza. No es capaz de confiar, debido a que esto requiere que se niegue al yo. Si sus deseos no son eliminados, su yo permanecerá activo. A este creyente le encanta ayudar a Dios, como si Dios fuera tan lento que necesita ayuda. Todo esto es obra del alma; es la actividad del yo instigado por los deseos. Si el creyente actúa apresuradamente, Dios hará que sus obras sean infructuosas, a fin de que no tenga otra alternativa sino negarse a sí mismo.
La justificación propia también es muy común entre los creyentes emotivos. Se sienten incomprendidos o juzgados equivocadamente. Algunas veces el Señor quiere que Sus hijos esclarezcan algunas cosas, pero si esto no proviene del Señor, la mayoría de las veces será hecho por la vida del alma. Casi siempre el Señor desea que Su pueblo ponga todas las cosas en Sus manos y que ellos no se defiendan. Pero, ¡cuánto nos gusta defendernos! ¡Qué terrible es que no nos comprendan! Eso reduce nuestra gloria y rebaja nuestra dignidad. El yo no puede guardar silencio ante falsas acusaciones, ni puede aceptar que fue Dios quien lo dispuso todo. No pueden esperar a que Dios lo vindique, pues percibe que El es demasiado lento. Estos creyentes quieren que Dios los justifique de inmediato para que todo el mundo sepa que son justos. Todo esto proviene de los deseos del alma. Si en el momento en que el creyente es incomprendido somete bajo la mano poderosa de Dios, descubrirá que Dios desea que se niegue a su yo y a los deseos de su alma con mayor profundidad. Esta es la cruz aplicada en la práctica. Cada vez que el creyente experimenta la cruz, vive una vez más su propia crucifixión. Pero si obedece el deseo del yo y se vindica a sí mismo, hallará que el poder del yo será cada vez más difícil de subyugar.
Si los deseos naturales del creyente no han sido quebrantados por la cruz, buscarán consuelo en la hora del sufrimiento. La parte emotiva del creyente lo impulsa a confiar sus problemas a otros para mitigar su dolor y aligerar su carga. Su deseo natural es buscar consuelo, y por eso informa a otros sobre sus desgracias. Espera que cuando comunique sus problemas, obtendrá el apoyo y la solidaridad de los demás. Anhela comprensión y consuelo porque estas cosas lo reconfortan. Debido a que sus deseos naturales o los de su yo no han sido quebrantados, no le basta que Dios conozca su caso. No puede entregar su carga al Señor ni permitir en silencio que Dios lo introduzca en una experiencia más profunda de la cruz por medio de las circunstancias y prefiere el consuelo de los hombres que el de Dios. Su vida codicia lo que otros pueden darle y menosprecia lo que Dios dispone para él. Sin embargo, el creyente debe saber que la manera más eficaz de perder su vida anímica no es buscar la comprensión y el consuelo de los hombres, ya que eso sólo alimenta nuestra alma. La vida del espíritu consiste en tener comunión con Dios y hallar en ello su plena satisfacción. El poder que soporta la soledad es el poder del espíritu. Siempre que buscamos los caminos del hombre para que aligeren nuestra carga, estamos andando de acuerdo con nuestra alma. Dios desea que permanezcamos en silencio a fin de que la cruz que El nos preparó haga su obra. Si el creyente guarda silencio ante la aflicción, experimentará la cruz. Callar es aplicar la cruz. Todo aquel que guarda silencio disfruta la realidad de la cruz, la cual nutre su vida espiritual.
EL PROPOSITO DE DIOS
El propósito de Dios es que el creyente viva en el espíritu y esté dispuesto a hacer morir totalmente su vida anímica. Dios no tiene otra alternativa que eliminar todo deseo natural del creyente. En muchos casos las cosas no son ni buenas ni malas; aunque sean buenas, Dios no permite que el creyente las obtenga por la simple razón de que son el fruto de su impulso y porque él las desea. Si el creyente se conduce según sus propios gustos, aunque las cosas tal vez sean muy buenas, no puede evitar rebelarse contra Dios. El propósito de Dios es destruir totalmente todo lo que el creyente desea aparte de El. Al Señor no le interesa el carácter de las cosas; para El sólo cuenta si lo que gobierna son los deseos del creyente o la voluntad de Dios. Hasta la mejor de las obras o una conducta intachable, si es fruto de los deseos del creyente y no procede de lo revelado a la intuición, no tiene ningún valor espiritual. Tal vez Dios desee que los creyentes hagan muchas cosas, pero debido a que son motivados por sus propios deseos, El se opone a todas sus actividades. Sólo cuando el creyente se somete totalmente a Dios, se le permite continuar con la obra. Dios desea que Su voluntad, la cual nos da a conocer en nuestra intuición, sea el principio que rija nuestra conducta. Aunque nuestros deseos coincidan con los Suyos, no permitirá que los obedezcamos. Sólo debemos obedecer Su voluntad y negarnos todo deseo personal. Esta es la sabiduría de Dios. Aunque algunas veces nuestros deseos concuerden con Su voluntad, El no permitirá que ellos nos gobiernen, porque todavía son nuestros deseos. Si se nos permite obedecer nuestros deseos, aunque sean buenos y justos, daremos lugar a nuestro yo.
A pesar de que algunos de nuestros deseos correspondan a la voluntad de Dios, El los rechaza debido a que se originaron en nuestro yo. El desea que rompamos por completo con todo lo que amamos que no sea El mismo. Aunque las cosas que deseemos tal vez sean excelentes, El no quiere dar cabida a los deseos independientes de nuestro yo. Debemos depender de El en todo. El no desea nada que no dependa de El. Es así como nos lleva adelante, paso a paso, a que nos neguemos por completo a la vida del alma.
Si el creyente desea seriamente llevar una vida espiritual genuina, debe cooperar con Dios y dar muerte a los deseos. Todo nuestro interés, nuestras tendencias y todo lo que amamos, debe morir. Debemos gustosamente aceptar la oposición de los hombres, su desprecio, su rudeza, su incomprensión y sus críticas, y permitir que todo lo que contradice nuestros deseos naturales quebrante nuestra vida anímica. Debemos aprender a aceptar todos los sufrimientos, las aflicciones y aun una posición humilde como algo dispuesto por Dios para nosotros. No importa cuánto sufra la vida de nuestra alma ni cuanto se incomoden o se hieran nuestros sentimientos, tenemos que experimentar todo esto con perseverancia. Si experimentamos la cruz, en poco tiempo veremos crucificada la vida de nuestro yo. Llevar la cruz equivale a ser crucificado. Cada vez que aceptamos en silencio lo que nos sobreviene en contra de nuestros deseos naturales, agregamos otro clavo que fija nuestra vida anímica más firmemente a la cruz. Toda vanagloria debe ser crucificada. Nuestro deseo de ser vistos, honrados, alabados, exaltados y reconocidos debe ser crucificado. Nuestro deseo de presentar nuestras necesidades debe ser crucificado. Todo adorno externo por el que obtenemos los elogios de las personas tiene que ser crucificado. Toda exaltación y jactancia personal también tienen que morir en la cruz. Debemos abandonar lo que nosotros deseamos, sea lo que sea. Para Dios todo lo que proceda de nosotros mismos es corrupto. ¿Cómo puede nuestra parte emotiva no sentir pena por nuestros deseos
insatisfechos? La redención requiere que nos despojemos de la vieja creación. La voluntad de Dios y nuestros deseos anímicos no pueden coexistir. Si el creyente desea seguir al Señor debe ir en contra de sus propios deseos.
Ya que éste es el propósito de Dios, El dispuso que el creyente pase por muchas pruebas para que todos sus deseos, como la escoria, sean consumidos por el fuego de los sufrimientos. Tal vez el creyente aspira a obtener una posición elevada, pero el Señor no le permite ser exaltado; puede tener muchas esperanzas, pero el Señor no le permite tener éxito en nada, sino que hace que todas sus esperanzas se desvanezcan. Tal vez tenga muchos deleites, pero el Señor se los quitará, hasta que no le quede ninguno ni la posibilidad de volver a obtenerlos. El creyente codicia la gloria, pero el Señor le impone vergüenzas. En los designios del Señor casi nada coincide con los pensamientos del creyente; todo parece ser el castigo de Su vara. Aunque el creyente lucha intensamente, el Señor, aunque no se sabe que es El, lo está guiando a encontrarse cara a cara con la muerte. Es como si todo estuviera muerto; como si todo lo condujera a la muerte, como si todo operara para que perdiera la esperanza de vivir. Es en ese momento cuando el creyente comprende que no puede escapar de la muerte y que todo se lo debe a Dios; entonces cede a El y escoge voluntariamente morir. Esto le hace perder la vida del alma a fin de vivir plenamente en Dios. Dios tuvo que hacer muchas cosas para conducirlo a esta muerte. El creyente debe perseverar durante largo período, pero una vez que ha pasado por la muerte, todo estará bien, y Dios obtendrá lo que se había propuesto con él. Después de esto avanzará rápidamente en su experiencia espiritual.
Cuando el creyente ya no tiene interés en sí mismo, puede someterse plenamente a Dios ya que está dispuesto a ser lo que Dios desea; sus deseos personales ya no son contrarios a los de Dios, y ya no anhela nada, excepto a Dios. Su vida es sencilla y no espera ni exige ni codicia nada; se somete voluntariamente a la voluntad de Dios. Una vida que se sujeta a la voluntad de Dios es la vida más sencilla que hay sobre la tierra porque es una vida que no anhela nada que satisfaga al yo, sino que obedece a Dios en silencio.
Cuando el creyente está dispuesto a abandonar sus propios deseos, su vida halla el verdadero reposo. Antes estaba lleno de deseos, agotaba su ingenio, sus fuerzas, su astucia, sus engaños y sus métodos con tal de obtener lo que deseaba. Su corazón siempre estaba confuso. Mientras iba en pos de lo que deseaba, se llenaba de ansiedad y angustia. Cuando era derrotado, se preocupaba e irritaba. ¿Cómo podría alguien descansar en esas condiciones? Los creyentes que aún no han abandonado sus propios deseos ni se han sometido totalmente a Dios, se desaniman por los cambios que sufren las relaciones humanas, las condiciones imprevistas de sus circunstancias, las adversidades en su vida, su soledad y muchas otras cosas externas. Es muy común ver el desánimo en aquellos cuyas emociones son fuertes; también la ira es provocada por los deseos naturales. El creyente se enoja, se angustia o se enfurece cuando las circunstancias no concuerdan con sus deseos, y para él son injustas. Vemos que todas estas expresiones emocionales son reacciones a la forma en que las personas lo tratan. Sus emociones agradables son fácilmente perturbadas, provocadas y heridas por los demás. El creyente por naturaleza desea amor, respeto, comprensión y aceptación de los demás, y cuando no los obtiene, murmura y se queja. ¿Quién puede evitar todo esto? ¿Existe alguien que, viviendo en este mundo hostil, haya cumplido plenamente sus deseos? El creyente emotivo nunca hallará descanso en su vida.
El creyente solamente obtiene descanso cuando se conduce en conformidad con su espíritu, no busca complacer sus deseos y está satisfecho con lo que Dios le da.
El Señor Jesús les dijo a Sus discípulos: “Tomad sobre vosotros Mi yugo, y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas (Mt. 11:29). La palabra “almas” se refiere especialmente a la parte emotiva. El Señor Jesús conoce las pruebas por las que pasa Su pueblo. El sabía que así como el Padre lo trató a El, del mismo modo permitiría que ellos estuvieran solos y que fueran calumniados y menospreciados por los hombres (v. 27). Sabía que el Padre celestial permitiría que les sobrevinieran muchas adversidades para que se fueran desacostumbrando al mundo. El sabe lo que sienten las almas de los creyentes mientras pasan por el horno de fuego. Por esta razón les dice que deben aprender de El para que hallen reposo para sus emociones. Como El era manso, no le afectaba la manera en que los demás lo trataban, y gustosamente soportaba la oposición de los pecadores. Por ser humilde, se humilló voluntariamente y no tenía ambición. Los que son ambiciosos se sientes dolidos, airados e inquietos cuando no obtienen lo que desean. El Señor vivió en este mundo con toda mansedumbre y humildad; así que sus emociones no pudieron ser afectadas. Dijo que necesitábamos aprender de El y que debemos ser tan mansos y tan humildes como El. También dijo que debemos llevar su yugo sobre nosotros, lo cual significa que debemos ser restringidos. El Señor tomó Su propio yugo, el yugo de Dios; a El sólo lo satisfacía la voluntad de Dios. Siempre que Dios lo reconociera, no importaba si otros estaban en contra de El. Aceptó voluntariamente las restricciones que Dios le impuso, y ahora nos dice que debemos llevar Su yugo, aceptar Sus restricciones y conducirnos sólo según Su voluntad, sin buscar libertad para la carne. Esto evitará que nuestras emociones sean perturbadas o provocadas por alguna cosa. Esto es la cruz. Si el creyente está dispuesto a recibir la cruz del Señor, y se somete totalmente a El, hallará reposo para sus emociones.
Esta es una vida satisfecha. El creyente ya no desea nada porque hizo la voluntad de Dios y está plenamente satisfecho con ella. Dios mismo satisfizo su deseo. Para él todo lo que Dios le dio, todo lo que dispuso para él y todo lo que le exige y le ordena es bueno. Ya no busca su propio placer, pues se deleita en hacer la voluntad de Dios. Antes tenía muchos deseos desenfrenados, pero ya aprendió a morir a sus propios deseos y a satisfacerse sólo con la voluntad de Dios. Ya no busca lo que le gusta y no por esforzarse, sino porque la voluntad de Dios lo satisfizo. Está satisfecho y ya no tiene necesidades. Esta clase de vida sólo puede expresarse con la palabra satisfecho. Una de las características de la vida espiritual es la satisfacción. No en el sentido de sentirse uno suficiente ni complacido a sí mismo, ni por tener abundancia, sino porque el creyente suplió todas sus necesidades en Dios (en la voluntad de Dios), y para él la voluntad de Dios es lo mejor. Está satisfecho y no desea nada más. Los creyentes que viven centrados en sus emociones tienen muchos deseos porque no creen que lo que Dios dispuso es lo mejor. Desean más, llegar más alto, ser más grandes y más felices, tener más gloria y destacarse más. Pero una vez que el Espíritu Santo actúa en lo profundo de su ser mediante la cruz, los creyentes ya no aman nada ni desean nada según ellos mismos, pues sus deseos son satisfechos con Dios.
A estas alturas, los deseos del creyente son totalmente renovados. Esto no significa que después no pueda haber fracasos. Su deseo se unió al de Dios. No sólo dejó de resistir al Señor, sino que se deleita en lo que le place a Dios. No se esforzó por suprimir sus deseos;
sino que se deleita en lo que Dios le exige y en lo que Dios se deleita. Si Dios quiere que sufra, le pide a Dios que lo haga sufrir, y halla que el sufrimiento es agradable. Si a Dios le place que sea herido, con gusto usaría sus manos para herirse a sí mismo. En tal caso, se deleitaría en la aflicción más que en la prosperidad. Si Dios desea humillarlo, coopera con El alegremente humillándose. Sólo disfruta lo que Dios disfruta, y no busca nada aparte de Dios. Si Dios no lo exalta, él no procura ser exaltado ni resiste a Dios; por el contrario, recibe todo lo que El le concede, ya sea algo dulce o amargo.
La cruz produce frutos. Toda crucifixión traerá como fruto la vida de Dios. Los que voluntariamente aceptan la cruz práctica que Dios les da, experimentarán una vida espiritual sin mezclas. Cada día debemos tomar la cruz en conformidad con lo que Dios desea para nosotros. Cada cruz, como parte de la obra de Dios en nosotros, tiene su misión específica. No permitamos que ninguna cruz que nos sobrevenga sea en vano.
CAPITULO CUATRO
UNA VIDA CENTRADA EN LOS SENTIMIENTOS
LA EXPERIENCIA DEL CREYENTE
Cuando la relación de los creyentes con el Señor se basa en el amor, ambos hallan plena satisfacción. Por lo general, estos creyentes llevan una vida llena de sentimientos. Estas experiencias son muy valiosas para ellos, pues las obtienen después de ser librados del pecado y antes de experimentar una vida espiritual de mayor entrega. Debido a su falta de conocimiento espiritual suponen que esta clase de experiencia es muy espiritual y muy celestial, ya que se presenta después de haber sido librados del pecado y además les proporciona mucho gozo. El deleite que concede les satisface tanto que encuentran difícil prescindir de ellas.
El creyente que experimenta una vida llena de sentimientos siente tanto la proximidad del Señor que casi puede tocarlo. Experimenta tanto la dulzura del amor del Señor que siente que lo ama profundamente. Parece que un fuego arde en su corazón y disfruta una felicidad indecible que lo hace sentir como si ya estuviera en los cielos. Lo que se encuentra en su corazón le produce un sentimiento tan placentero que estima que posee un tesoro invaluable. Este sentimiento permanece con él a donde quiera que va y en todo lo que hace. Cuando el creyente pasa por estas experiencias, no tiene idea de dónde se halla, y parece que se ha remontado fuera de este mundo hasta donde moran los ángeles.
En esos momentos la lectura de la Biblia es muy deleitosa. Cuanto más lee, mayor es la alegría. La oración también se vuelve fácil y le es grato expresar sus sentimientos al Señor. Parece que cuanto más ora, más brilla la luz del cielo. Puede tomar muchas decisiones delante del Señor, lo cual indica lo mucho que lo ama. Le encanta la quietud y la soledad para poder encontrarse cara a cara con el Señor. Si pudiera, cerraría su puerta para siempre a fin de tener una comunión ininterrumpida con el Señor. Es tanta su felicidad que ni las palabras ni lo que pudiera escribir bastarían para describirla. Antes le gustaba vivir entre las multitudes buscando algo que satisficiera sus necesidades; pero ahora anhela la soledad, porque lo que pueden ofrecerle las multitudes jamás podría compararse con el gozo que recibe cuando se halla a solas con el Señor. Desea estar a solas por temor a perder entre las multitudes su inefable gozo.
Durante estas experiencias es muy fácil laborar para el Señor. Antes no tenía mucho que decir a los demás, pero ahora se deleita hablando del Señor porque el fuego del amor arde en su corazón. Cuanto más habla, mejor se siente. Siente tanto la cercanía del Señor que
está dispuesto a sufrir por El, y se regocija ante la idea del martirio. Durante este tiempo, las cargas se hacen ligeras y las dificultades, insignificantes.
Cuando el creyente experimenta esto, su conducta cambia. Tal vez le gustaba hablar mucho, pero ahora, auxiliado por sus sentimientos, puede permanecer en silencio. Cuando ve que otros hablan demasiado, secretamente los censura. Quizá antes era frívolo, pero ahora es sobrio; cuando ve en otros la falta de piedad en ciertos aspectos, los condena severamente. Cuando el creyente pasa por esta experiencia, es más sobrio en su conducta. Además, desarrolla un sentido de crítica muy agudo que le permite ver claramente las deficiencias de los demás.
Secretamente se compadece de los demás, ya que piensa que no tienen la misma experiencia que él. Piensa que su felicidad es tan grande que le da lástima que sus hermanos y hermanas no puedan comprenderlo. Cuando los ve quietamente sirviendo al Señor, piensa que sus vidas son aburridas. Sólo una vida como la suya, llena del gozo de Dios, puede ser una vida elevada. Le parece que los demás creyentes sólo andan en el valle mientras él se remonta a las cumbres de las montañas.
¿Dura mucho esta experiencia? ¿Puede uno sentirse así todos los días y ser feliz durante toda la vida? Muchos creyentes no pueden sostener esta experiencia por largo tiempo. Lo que más aflige al creyente es que, por lo general, por lo menos al mes o a los dos meses de haber gozado esta experiencia, todo se termina. Una mañana se levantan como de costumbre a leer la Biblia, pero el gusto que tenían se esfumó. Tal vez oren, pero después de proferir algunas frases se les acaban las palabras; sienten que perdieron algo. Antes parecía que los demás se quedaban atrás espiritualmente; pero ahora sienten que están en la misma condición de los demás. Su corazón se enfrió; el sentimiento anterior de un fuego ardiendo interiormente desapareció, y no tiene idea a dónde se fue. No siente la presencia del Señor ni Su cercanía; Dios está tan distante que no sabe cómo encontrarlo. Cuando sufre, siente el dolor y no halla gozo alguno. Ya no encuentra placer en predicar; después de emitir algunas oraciones, no siente deseos de continuar. En resumen, todo le parece oscuro, seco, frío y estéril. Parece que el Señor lo abandonó en una tumba sin nada que consuele su corazón. Perdió la esperanza que tenía de una felicidad permanente.
En esta etapa el creyente pensará que pecó y que Dios lo abandonó. Esto explicaría por qué el Señor ya no está con él. Examina su conducta para determinar en qué ofendió al Señor, y espera que después de confesar sus faltas, el Señor regresará y nuevamente lo llenará, y recobrará la relación y la felicidad que tenía antes. Pero al examinarse no encuentra ningún pecado en particular; todo es casi igual que antes, nada cambia, y no entiende a qué se deba que esté en esa condición. No sabe qué hizo para que Dios lo abandonara, ¿por qué las cosas no eran así antes? Si no ha pecado, ¿por qué se apartó el Señor? No tiene respuesta a nada de esto. Simplemente supone que ofendió al Señor en algo y que el Señor lo abandonó. Satanás también viene y lo acusa, haciéndole creer que pecó; por lo cual clama pidiéndole al Señor que lo perdone y espera así recobrar lo que perdió.
Sin embargo, esta clase de oración es ineficaz. No sólo es incapaz de recobrar lo que piensa que perdió, sino que con el paso de los días se siente más seco y más frío. Lo que hace no le trae ningún gozo ni interés. Aun sus oraciones son forzadas. Antes podía orar sin detenerse
por horas; ahora sólo ora unos pocos minutos, y hasta eso se le dificulta. Siente que sus oraciones no son ni siquiera oraciones. Su lectura de la Biblia se le ha vuelto insípida. Anteriormente cuánto más leía más disfrutaba; ahora el libro sagrado parece un campo pedregoso donde no encuentra nada. No encuentra placer alguno al relacionarse con las personas o con las cosas. Aunque lleva a cabo lo que considera un deber cristiano, todo es seco y forzado.
Debido a todo esto, muchos creyentes vuelven atrás. En muchos casos, saben cuál es la voluntad de Dios, pero han caído en un estado tan penoso que no les interesa. Descuidan sus obligaciones porque cada día son más fríos. Su conducta, que había cambiado mientras vivían en sus sentimientos anteriores, vuelve a reaparecer. Anteriormente sentían pena por quienes no se comportaban como ellos; ahora se hallan en la misma condición que ellos, son tan parlanchines, frívolos, bromistas y les gustan las diversiones como antes. Aunque habían experimentado un cambio, lo han perdido.
Cuando el creyente deja de ser feliz, piensa que todo se ha perdido. Si no puede sentir la presencia del Señor, piensa que se debe a que el Señor ya no está con él. Si no puede sentir la dulzura del Señor, piensa que se debe a que lo ha ofendido. Después de un tiempo, parece que no sabe dónde está Dios. Si a su corazón todavía le quedan fuerzas, tratará con vehemencia recobrar lo que perdió. Aunque ama al Señor y desea estar cerca de El, no puede sentir el amor del Señor, ¿cómo puede uno soportar tal cosa?
Si en su desánimo no vuelve atrás, seguirá buscando a Dios. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos no podrá librarse de este estado de desolación. Inclusive para conservar una conducta recta requiere un gran esfuerzo. En su corazón, en secreto, se reprocha a sí mismo su hipocresía, ya que pone buena cara cuando su condición interior es otra. A pesar de lo que trata de aparentar y de su esfuerzo, no llega a ninguna parte; parece que todo lo lleva al fracaso, y eso sólo sirve para aumentar su aflicción. Si alguien lo elogia, se siente avergonzado porque los demás no se dan cuenta de las tinieblas tan inmensas que hay en su corazón. Si alguien lo reprende, siente que esa persona tiene razón, y reconoce su debilidad. Desea el crecimiento y la comunión dulce que los demás tienen con el Señor. Siente que todos los que lo rodean son virtuosos y fuertes, pero él no.
¿Ha de continuar para siempre esta condición desoladora o se recupera la experiencia inicial? Sí, después de un tiempo se recobrará. En unas pocas semanas, repentinamente sus sentimientos anteriores regresarán. Puede suceder después de escuchar alguna predicación, o después de orar fervientemente, o tal vez en la mañana mientras lee la Biblia, o a media noche al despertar meditando en el Señor. La duración de esta etapa varía, pero la felicidad regresará.
Sólo entonces la condición que se había perdido es recobrada del todo. La presencia del Señor vuelve a ser muy agradable, el amor en su corazón vuelve a arder como antes; la oración y la lectura de la Biblia son deleitosas; el Señor mismo es tan deseable y accesible que casi lo puede tocar. Acercarse a El no es una carga, sino que vuelve a ser el placer de su corazón. Todo ha cambiado; las tinieblas se disiparon y terminaron los sufrimientos y la desolación; ahora sólo hay luz, gozo y refrigerio. El creyente, pensando que el Señor lo abandonó por haber sido infiel, después de recobrar al Señor, piensa que debe ser diligente
para preservar lo que ha recuperado, a fin de no volver a perderlo. Vigila su conducta más que nunca. Diariamente sirve al Señor lo mejor que puede, esperando mantener su gozo y no volver a caer.
Aunque es fiel y diligente, el Señor sorpresivamente, después de un tiempo, lo vuelve a abandonar. De nuevo sus sentimientos de felicidad desaparecen, hundiéndose una vez más en un estado de aflicción, tinieblas y desolación.
Si examinamos esta historia, descubriremos que después de que una persona ha sido librada del pecado y ha entrado en una comunión íntima con Dios, tiene esta experiencia con cierta frecuencia. Al principio, el Señor le permite sentir Su amor, Su presencia y un gran gozo, pero después de un tiempo, estos sentimientos desaparecen. Cuando regresan, el creyente recobra una vez más el gozo, pero luego vuelve a desaparecer. Por lo general, el creyente experimentará este mismo ciclo varias veces en el transcurso de su vida. Esto no le sucede a un creyente que es carnal y que no ha aprendido a amar al Señor. Sólo cuando el creyente ha avanzado y ha aprendido a amar al Señor, podrá pasar por esto.
EL SIGNIFICADO DE ESTA EXPERIENCIA
El creyente que pasa por esta experiencia piensa que su espiritualidad llega a la cumbre cuando disfruta la presencia del Señor y siente que lo ama, y que está en el valle más bajo cuando pierde el deleite y se siente en tinieblas, seco y desanimado. A menudo el creyente habla de su propia vida como una vida de altibajos. En otras palabras, es espiritual cuando puede sentir que su corazón arde, y es anímico cuando siente que su corazón se enfría. Es muy común que los creyentes tengan esta idea, pero ¿es verdad esto? Todos estos pensamientos se basan en una interpretación equivocada. Si no tenemos una comprensión adecuada al respecto, erraremos el blanco por completo.
El creyente debe saber que los sentimientos serán parte del alma por la eternidad. Cuando su vida se rige por sus sentimientos, independientemente de cuáles sean, él es un anímico. Cuando está contento y siente que ama al Señor y siente Su presencia, en realidad está viviendo basándose en los sentimientos. Cuando se siente seco, triste y en tinieblas, también está viviendo por los sentimientos. Tan anímico es cuando se siente seco, triste y en tinieblas, como cuando se siente nutrido, contento y lleno de luz. La vida espiritual nunca se regula por los sentimientos ni depende de ellos. La vida espiritual debe regular los sentimientos, y no a la inversa. Hoy día es muy común que lo que se experimenta en los sentimientos se tome erróneamente como si fuera espiritual. Muchos creyentes nunca han experimentado una vida espiritual verdadera, así que cuando se llenan de felicidad, se imaginan que eso es una experiencia espiritual. No saben que todos los sentimientos son igualmente anímicos. La experiencia espiritual se tiene en la intuición, y todo lo demás es anímico.
He aquí el peor error de los creyentes. El efecto de la parte emotiva les hace sentir que ascendieron hasta los cielos, piensan que poseen una vida ascendida, sin darse cuenta de que eso es sólo algo que ellos sienten. Cuando sienten la presencia del Señor, piensan que lo poseen a El, y cuando dejan de sentirla piensan que el Señor los abandonó. No se dan cuenta de que todo eso son sólo sentimientos. Los hechos no necesariamente concuerdan
con nuestros sentimientos, porque éstos no son dignos de fiar. En realidad, el creyentes es el mismo sea que lo sienta o no. Tal vez sienta que está progresando cuando realmente no es así; o tal vez sienta que está retrocediendo sin que ése sea el caso. Sólo se trata de sus sentimientos. Si tiene sentimientos positivos, cree que ha progresado. No sabe que debido a que aún es anímico, su avance es sólo un arrebato de sus emociones. Cuando sus sentimientos se aquieten, descubrirá que sigue siendo el mismo. El efecto de las emociones ayuda a la persona anímica a avanzar, pero el poder del Espíritu Santo ayuda al hombre espiritual a ir adelante. De estos dos casos, sólo el poder del Espíritu Santo puede verdaderamente ayudar a la persona a seguir adelante.
LOS OBJETIVOS DE DIOS
¿Por qué le da Dios al creyente tales sentimientos y luego los retira? Dios tiene cierto propósito al hacer esto. Es lamentable que el creyente no comprenda a Dios.
Dios concede felicidad al creyente con el fin de acercarlo a El; usa Sus dones para atraerlo a Sí. Espera que Sus hijos comprendan cuánta gracia tiene para ellos y cuánto los ama, para que crean en Su amor en cualquier circunstancia. Lamentablemente, los cristianos aman a Dios sólo cuando sienten Su presencia, y lo olvidan en el momento en que dejan de sentirlo.
Dios trata de esta manera al creyente con el propósito de que éste se conozca a sí mismo. En la vida del creyente, la lección más difícil de aprender es la de conocerse a sí mismo, su corrupción, su vanidad, su pecado, y reconocer que en él no hay nada bueno. Esta es una lección que dura toda la vida. Cuanto más aprende, más profunda llega a ser la lección y más descubre cuán corrupta es su vida y su naturaleza a los ojos de Dios. Aún así, es una enseñanza que el creyente no está dispuesto a aprender, ni su naturaleza puede captarla. Por consiguiente, Dios emplea muchos medios para enseñarle a conocerse a sí mismo. Entre los muchos métodos que usa, el más importante es darle el sentir de gozo para luego retirárselo. Por medio de esta dolorosa experiencia, el creyente empieza a conocer su propia corrupción. En medio de la desolación, llegará a ver en qué forma usó mal del don de Dios, cómo se ensalzó a sí mismo y menospreció a los demás, y la forma en que muchas veces actuó por medio del estímulo de la emoción en vez de hacerlo por el espíritu. Esto lleva al creyente a ser humilde. Si hubiera comprendido esta experiencia, se habría conocido a sí mismo y no habría deseado con todo su corazón retenerla pensando que era lo mejor que podría experimentar. Dios desea que el creyente sepa que no glorifica más Su nombre cuando está lleno de gozo que cuando está lleno de sufrimientos y que no progresa más cuando se encuentra en luz que cuando se encuentra en tinieblas. En cualquier caso, su vida es igual de corrupta.
La intención de Dios es que el creyente venza lo que lo rodea. El creyente no debe permitir que lo que suceda a su alrededor afecte su vida. Todo aquel que cambia a medida que cambian sus circunstancias carece de una experiencia profunda en el Señor. Sabemos que las circunstancias sólo afectan nuestras emociones, las cuales a su vez producen un cambio en nuestra conducta. Así que para vencer nuestras circunstancias tenemos que vencer nuestras emociones, nuestros sentimientos. Esto es crucial. Todo aquel que quiera vencer el ambiente que lo rodea debe estar por encima de sus sentimientos fluctuantes. Si no vencemos los constantes cambios de nuestros sentimientos, no podremos vencer nuestro
entorno, porque nuestros sentimientos nos zarandearán a medida que éste cambie. Tan pronto como el ambiente cambia, nuestros sentimientos lo sienten y fluctúan, y nuestra vida se acoplará a ellos. Así que para vencer nuestro ambiente, debemos remontarnos por encima de nuestros sentimientos.
El Señor permite que el creyente tenga diferentes sentimientos para que aprenda a vencerlos y, como resultado, venza su entorno. Si es capaz e vencer sus sentimientos fuertes y contradictorios, sin duda vencerá cualquier circunstancia. De esta manera, andará con paso firme, y su vida será estable. De lo contrario, será arrastrado por las olas. Dios desea que el comportamiento del creyente sea el mismo cuando tenga sentimientos positivos que cuando no sienta nada. Quiere que le sirva fielmente, que tenga comunión con El, que labore, ore y lea la Biblia independientemente de sus sentimientos. El no desea que la vida de Sus hijos oscile en conformidad con los cambios de los sentimientos. Si es llamado a servir con fidelidad o a interceder por los demás, debe hacerlo con el mismo fervor tanto en la alegría como en la aflicción. No deben ser de cierta manera cuando se sienten refrescados y dejar de serlo cuando se sienten secos. Si el creyente no puede vencer los diferentes sentimientos que brotan en su propia vida, tampoco podrá vencer las diversas circunstancias.
Otro de los objetivos que Dios tiene al relacionarse con nosotros de esa manera es adiestrar la voluntad del creyente. Una vida espiritual genuina no es una vida regida por los sentimientos sino por la voluntad. La voluntad del hombre espiritual ha sido renovada por el Espíritu Santo; espera la revelación y los planes del espíritu y luego ordena a todo su ser para que obedezca tal revelación. Sin embargo, la mayoría de los creyentes tienen una voluntad tan débil que no pueden llevar a cabo lo que se proponen; o bien, bajo la influencia de las emociones, rechazan la voluntad de Dios. Es muy importante enseñarle a la voluntad a ser fuerte.
Cuando las emociones del creyente son estimuladas, avanza fácilmente, pero cuando no siente nada, encuentra difícil avanzar debido a que sus sentimientos no lo apoyan, y tiene que confiar en su voluntad para tomar las decisiones. La intención de Dios es que nuestra voluntad sea fuerte, y que nuestros sentimientos no sean estimulados. Debido a eso, con frecuencia permite que el creyente se sienta seco, insípido y estéril a fin de que emplee su voluntad mediante la fuerza de su espíritu para que haga precisamente aquello que hacía durante los períodos en que era estimulado por las emociones. Cuando está contento y animado, sus emociones son las que llevan a cabo la obra; pero ahora Dios quiere que su voluntad actúe en lugar de la parte emotiva. Sin la ayuda de los sentimientos, la voluntad gradualmente es fortalecida mediante el ejercicio. Muchos creen erróneamente que su vida espiritual está en la cumbre cuando sienten muchas cosas, y que se arrastran por el valle cuando no sienten nada, sin saber que la vida espiritual es vivida por el espíritu mediante la voluntad. Cuando el creyente no tiene ningún sentimiento, el grado al cual viva por su voluntad es el grado de realidad que tiene. Lo que vive durante los períodos de sequedad constituyen su verdadera vida espiritual.
Además, Dios tiene otro objetivo al quebrantar al creyente: desea conducirlo a una vida más elevada. Si examinamos cuidadosamente las experiencias del creyente, veremos que el Señor lo guía cada vez a un nivel más elevado en su senda espiritual. Primero le permite
vivir rigiéndose por lo que siente, podríamos decir que después de cada etapa, con sus sentimientos correspondientes, avanza un poco más en su senda espiritual. Primero Dios permite que el creyente por medio de sus sentimientos sepa cuál es Su voluntad para con él. Después retira todo sentimiento para que el creyente lleve a cabo, por medio de su espíritu y con su voluntad, lo que anteriormente había percibido con sus sentimientos. Si su espíritu puede avanzar mediante su voluntad, sin tomar en cuenta lo que le digan sus sentimientos, verá un verdadero progreso en su vida espiritual. Esto es confirmado por nuestra experiencia. Cuando experimentamos los altibajos de la vida espiritual, concluimos que no hemos avanzado, ya que el avance y el retroceso se eliminan mutuamente; pero aunque pensemos que en los últimos años o meses sólo hemos avanzado y retrocedido sin progresar nada, si comparamos nuestra condición espiritual presente con la anterior, descubriremos que en realidad sí hemos avanzado. Sin darnos cuenta, hemos progresado.
Muchos creyentes yerran debido a que ignoran esta enseñanza. Cuando el creyente se consagra incondicionalmente al Señor y anhela nuevas experiencias espirituales, como por ejemplo, la santificación y la victoria, es introducido en un nuevo nivel de vida, donde siente que progresa. Cuando se llena de gozo, luz y bienestar piensa que por fin halló la vida perfecta que buscaba. Pero después de un tiempo, su nueva experiencia se oscurece; el gozo y la emoción que sentía desaparecen súbitamente. En este momento muchos se desaniman. Piensan que nunca podrán ser totalmente santificados ni podrán tener una vida espiritual abundante como los demás, porque no pudieron retener la experiencia que tanto habían deseado. No saben que esto es una ley espiritual. Todo lo que se obtiene por medio de los sentimientos debe ser preservado mediante la voluntad; y sólo aquello que preserva la voluntad llega a ser verdaderamente parte de la vida del creyente. Dios sólo retiró los sentimientos, porque desea que el creyente haga uso de su voluntad cuando no sienta nada, y haga lo mismo que hacía cuando había sido estimulado por los sentimientos. Cuando el creyente logra esto, llega a descubrir que lo que ya no siente, sin darse cuenta es ahora parte de su vida. Esta es una ley espiritual. Si el creyente recuerda esto siempre, no se desanimará.
Por lo tanto, el problema radica exclusivamente en nuestra voluntad. ¿Está nuestra voluntad sometida al Señor siempre? ¿Está dispuesta a ser guiada por el espíritu? Si ése es el caso, no importa si nuestros sentimientos cambian. Debemos examinar nuestra voluntad para ver si obedece al Señor y pasa por alto nuestros sentimientos. Por ejemplo, después de que uno nace de nuevo, generalmente se llena de gozo; pero después de un tiempo, quizá un año más o menos, ese gozo desaparece. ¿Podemos decir que se condenó por eso? Por supuesto que no. En el espíritu de uno está la vida, y lo que uno sienta no puede alterar este hecho.
EL PELIGRO DE VIVIR CENTRADOS EN LOS SENTIMIENTOS
Si entendemos lo que significa esta experiencia que Dios nos da y nos conducimos según Su voluntad, no corremos peligro alguno. Pero cuando el creyente no entiende el propósito de Dios, y vive centrado en sus sentimientos, avanzando confiado cuando siente a Dios, y rehusándose a moverse cuando no siente nada, inevitablemente corre peligro. Está expuesto a muchas adversidades porque basa su vida en sus sentimientos.
Si el creyente centra su vida en los sentimientos de gozo, permanecerá débil y no será de utilidad para el espíritu. El sentir del espíritu no podrá desarrollarse, ya que la intuición es reemplazada por los sentimientos. La persona se conduce según sus emociones. Como resultado, por un lado, la intuición es oprimida por la emoción y, por otro, su intuición inactiva difícilmente puede crecer. Sólo podemos detectar la intuición cuando la parte emotiva está quieta. La intuición se fortalece cuando es usada continuamente. Si el creyente se sigue rigiendo por su parte emotiva, la voluntad nunca tendrá la capacidad de tomar decisiones, y la intuición no será oída claramente. Debido a que la voluntad está paralizada, el creyente necesita más que nuncasentir algo a fin de que su voluntad empiece a funcionar. Así que, la voluntad actúa en conformidad con los sentimientos; funciona cuando los sentimientos están presentes y claudica cuando desaparecen. No puede actuar sin la ayuda de los sentimientos; necesita el aliento constante de los sentimientos. Por eso su vida decae paulatinamente. En realidad, a partir de ahí, parece que sin la presencia de los sentimientos no puede haber vida espiritual alguna. Las emociones se convierten para el creyente en una especie de estimulante. Es lamentable que el creyente ignore todo esto y piense que sus emociones son la cúspide de su vida espiritual y algo que debe anhelarse.
Muchos creyentes yerran porque cuando los sentimientos los invaden, no sólo sienten que el Señor los ama, sino que también sienten un amor muy intenso por el Señor. Si nos preguntamos si debemos rechazar el sentimiento que nos mueve a amar al Señor o qué tiene de malo tal sentimiento, dejamos ver nuestra insensatez.
Formulemos otras preguntas. Cuando el creyente está lleno de gozo, ¿verdaderamente ama al Señor, o ama al sentimiento de gozo? No hay duda de que este gozo nos fue dado por Dios, pero ¿no es acaso Dios quien lo quita? Si amamos verdaderamente a Dios, lo amaremos fervientemente a pesar de las circunstancias en que El nos ponga. Si sólo lo amamos cuando los sentimientos están presentes pero no cuando se van, tal vez lo que amamos sea los sentimientos y no a Dios mismo.
Sin embargo, el creyente piensa que tales sentimientos proceden de Dios y no se da cuenta de que Dios y el gozo que Dios da no son lo mismo. El Espíritu Santo le enseñará al creyente que en sus momentos de desolación ha estado buscando desesperadamente el gozo de Dios y no a Dios mismo. No ama a Dios, sino el sentimiento que le trae gozo. Aunque tal sentimiento le hace experimentar el amor y la presencia de Dios, no ama en realidad a Dios. Tal sentimiento le hace experimentar el amor y la presencia de Dios, lo reconforta, lo ilumina y lo anima, pero cuando pierde toda sensación, anhela sentirla de nuevo. Su corazón se deleita en el gozo de Dios, no en el propio Dios. Si verdaderamente ama a Dios, lo amará aun cuando esté pasando por las muchas aguas o las corrientes de los ríos.
Esta es una lección muy difícil de recibir. Debemos tener gozo, y el Señor se deleita en dárnoslo. Si no buscamos el gozo, sino que lo disfrutamos de acuerdo con Su voluntad, sin tratar de forzar las situaciones, agradeciéndole si quiere concedérnoslo tanto como si quiere que nos sintamos desolados, entonces ese gozo será de provecho y no un peligro para nosotros. Pero si encontramos tanto placer en esta experiencia que la buscamos diariamente, entonces hemos abandonado a Dios e ido en pos del gozo que El nos concedió. El gozo de Dios no puede separarse de Dios mismo. Si disfrutamos el gozo que nos dio, separados de El mismo, nuestra vida espiritual corre peligro. Esto indica que nuestro gozo
no es Dios sino el gozo solo. Si eso es lo que buscamos, no podremos avanzar espiritualmente. Muy frecuentemente amamos a Dios pero no por El mismo sino por el bien nuestro. Mientras lo amamos, nuestro corazón se goza, y por eso, seguimos amándolo, lo cual muestra claramente que aunque el gozo sea de Dios, no lo amamos verdaderamente a El, sino el gozo que experimentamos.
Esto es estimar el don de Dios más que a Dios, quien nos concedió el don. Esto también muestra que todavía vivimos por la fuerza del alma y que no comprendemos lo que es la verdadera vida espiritual. Hacemos del sentimiento del gozo nuestro dios y equivocadamente nos complacemos en él. Debido a nuestro error, Dios retira el gozo según Su voluntad. Lo cambia por sufrimiento a fin de que descubramos que El mismo es más deseable que el gozo. Cuando el creyente disfruta de Dios, lo exalta y lo ama aun en el sufrimiento; de lo contrario, se hunde en las tinieblas. Dios no nos quita el gozo para destruir nuestra vida espiritual, sino para destruir todos los ídolos que adoramos en lugar de a Dios mismo. El destruye todo lo que es peligroso para nuestra vida espiritual y quiere que dependamos de El, no de los sentimientos.
Cuando el creyente se conduce por los sentimientos y no por el espíritu mediante la voluntad, corre el peligro de ser engañado por Satanás. Aunque mencionamos esto brevemente, lo explicaremos de nuevo.
Debemos tener presente que Satanás puede hacer que el creyente tenga sentimientos que falsifican los sentimientos que provienen de Dios. Cuando el creyente desea andar según el espíritu, Satanás lo confunde con diferentes clases de sentimientos. ¡Cuánta oportunidad tiene para engañar a los que se centran en sus sentimientos! Si el creyente insiste en ir en pos de los sentimientos, caerá directamente en los ardides de Satanás, quien le traerá diferentes sentimientos y le hará creer que provienen de Dios.
Los espíritus malignos pueden estimular o deprimir a las personas. Una vez que el creyente es engañado y acepta el sentimiento de Satanás, éste gana terreno en su alma. Después, sigue engañándolo hasta que toma plena posesión de sus sentimientos. Ocasionalmente, le da sensaciones sobrenaturales tales como temblores, frío, calor, un sentir especial ya sea de hacer algo específico o de sentirse flotar por los aires, o un calor intenso que recorre todo el cuerpo, o el sentir de que todo su ser es limpiado. Cuando el creyente es engañado por los espíritus malignos a ese grado, continúa viviendo guiado por sus sentimientos. Su voluntad queda completamente paralizada y su intuición queda cercada. En ese caso, vive según su hombre exterior, y su hombre interior es atado. Al llegar a este punto, todos sus actos son gobernados por la voluntad de Satanás. Cuando el enemigo quiere que haga algo, sólo le trae cierto sentimiento, y él obedece. Sin embargo, el creyente no se da cuenta de esto, y piensa que se le han dado experiencias tan maravillosas que sin duda lo hacen más espiritual que los demás.
Las experiencias sobrenaturales son lo más peligroso que hay en la vida espiritual del creyente. Muchos hijos de Dios han caído en la trampa, pensando que tienen experiencias milagrosas que provienen del Espíritu Santo, ya que sus cuerpos sienten el poder del Espíritu. Este sentir hace que se sientan felices o tristes, calientes o fríos; les hace reír o llorar; y les dan visiones, sueños, les hacen oír voces, sentir o ver fuegos y un sinnúmero de
sensaciones extraordinarias e indescriptibles. Para ellos, ésta es la cumbre más elevada que un creyente puede alcanzar. No se dan cuenta de que todo ello es obra de los espíritus malignos. No se imaginan que los espíritus malignos pueden imitar lo que hace el Espíritu Santo. Ignoran el hecho de que la obra del Espíritu Santo siempre se efectúa en el espíritu del hombre. Lo que uno siente en su cuerpo es, por lo general, obra de los espíritus malignos. ¿Por qué tantos creyentes han caído en esta condición? Porque no viven en el espíritu y ¡prefieren vivir en sus sentimientos! Así que, dan a los espíritus malignos la oportunidad de engañarlos con sus estratagemas. El creyente debe rechazar la vida de sus sentimientos; de no ser así, cederá terreno para que los espíritus malignos lo engañen.
Debemos advertir solemnemente a todos los hijos de Dios para que observen sus sensaciones físicas. Jamás debemos permitir que ningún espíritu traiga sensaciones a nuestro cuerpo en contra de nuestra voluntad. Debemos rechazar todas las sensaciones de nuestro cuerpo. No crea en ninguna sensación física ni actúe guiado por ella; más bien debemos detenerla porque así empieza el engaño de Satanás. Deberíamos obedecer sólo la intuición que tenemos en lo profundo de nuestro ser.
Después de examinar cuidadosamente los sentimientos que surgen en la vida del creyente, podemos descubrir un principio fundamental en esta clase de experiencia. Este principio es “por el yo”. ¿Por qué buscamos sentir el gozo? Por el yo. ¿Por qué tememos a la desolación? Por el yo. ¿Por qué buscamos diferentes sensaciones físicas? Por el yo. ¿Por qué deseamos experiencias sobrenaturales? Por el yo. Que el Espíritu Santo abra nuestros ojos para que veamos que todavía hay mucho egoísmo en lo que consideramos una vida muy espiritual, la cual en realidad es una vida que gira en torno a los sentimientos. Que el Señor nos muestre que aun cuando nos embarga el gozo, nuestra vida sigue centrada en el yo y sigue ansiando el deleite que pueda obtener el yo. Podemos determinar si nuestra espiritualidad es genuina por la manera en que nos relacionamos con el yo.
CAPITULO CINCO
UNA VIDA DE FE
En los siguientes versículos la Biblia nos revela el camino apropiado de la vida de un creyente: “Mas el justo por la fe tendrá vida y vivirá” (Ro. 1:17); “y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios” (Gá. 2:20); y “porque por fe andamos, no por vista” (2 Co. 5:7). Al leer estos versículos, vemos que el creyente vive por fe. Aunque tal vez entendamos esto en nuestra mente con relativa facilidad, en nuestra vida no lo experimentamos tan fácilmente.
Una vida de fe es totalmente diferente de una vida de sentimientos; en realidad, son diametralmente opuestos. El que vive por sus sentimientos hace la voluntad de Dios y pone su mente en las cosas de los cielos sólo cuando sus emociones lo apoyan; pero cuando éstas se van, todo termina para ellos. Una vida de fe no es así. Tener una vida de fe consiste en vivir por fe. El creyente que tiene fe no dirige su propia vida, sino que contempla a Aquel en quien cree y permite que El lo haga. La fe no mira las circunstancias, sino a Aquel en quien ha creído. Aunque todo a su alrededor cambie, si Aquel en quien ha creído no ha cambiado, la fe sigue adelante y mantiene su relación con Dios. La fe no depende de los sentimientos, sino del Dios en quien ha creído; ella actúa según le indique Aquel en quien cree, mientras que los sentimientos reaccionan a la forma en que uno se sienta. La fe pone los ojos en Dios, pero los sentimientos se miran a sí mismo. Dios nunca cambia; El es el mismo cuando los días están nublados que cuando están llenos de sol. El que vive por la fe es inconmovible, igual que Dios. Su vida es la misma en la oscuridad que en la luz, pero los sentimientos cambian constantemente. Por lo tanto, el que vive por sus sentimientos convierte su vida inevitablemente en una vida de altibajos.
Dios desea que Sus hijos no se enfrasquen en el deleite ni en el placer como su objetivo, sino que vivan sólo por la fe en El. Así como corren la carrera espiritual cuando se sienten bien, deben continuar corriendo cuando se sienten miserables. Su actitud para con Dios no debe variar según su estado de ánimo. Aunque se sientan secos, sin ganas de hacer nada y en tinieblas, si saben que cierta acción es la voluntad de Dios, deben seguir adelante, confiando en El. A veces parece que hay rebeldía en ellos; se sienten tristes, deprimidos y desanimados al punto de querer abandonar toda actividad de su senda espiritual. Pero deben hacer a un lado todos los sentimientos y continuar avanzando, sabiendo que la obra en su sendero espiritual debe avanzar. Esta es una vida de fe, una vida que no presta atención a los sentimientos sino a la voluntad de Dios. Si uno cree que cierta cosa es la voluntad de Dios, aunque no tenga interés en ella, la hace. Una persona que vive por sus sentimientos hace las cosas sólo de acuerdo con sus propios intereses; mientras que una persona que vive por fe hace la voluntad de Dios gústele o no.
Una vida centrada en los sentimientos induce a las personas a vivir alejadas de Dios, y las conduce a hallar satisfacción sólo cuando obtienen gozo. Una vida de fe hace que la persona viva para Dios y que halle satisfacción en El. Si posee a Dios, no hay nada más que
lo puede alegrar, pues ya es feliz; tampoco se desanima por alguna decepción. Una vida que depende de los sentimientos hace que el creyente viva para sí mismo; mientras que una vida de fe hace que la persona viva para Dios sin dar el más mínimo lugar a la vida del yo. Si se le da la oportunidad al yo para que se deleite en cierta área, no queda espacio para la vida de fe en esa área, pues allí reinará una vida que gira en torno a los sentimientos. Sólo cuando los sentimientos son placenteros mantienen contento al yo. Si uno vive por sus sentimientos, no ha entregado la vida de su yo a la cruz y guarda un lugar para él. Uno espera que en su peregrinaje espiritual siempre haya algo que haga feliz al yo.
La vida cristiana, de principio a fin, es una vida de fe. Recibimos una vida nueva por fe, así que debemos continuar por la fe y vivir según esta vida. El principio que rige la vida del creyente es la fe. La vida cristiana se vive por la fe. Muchos creyentes reconocen este principio, pero parece que olvidan aplicarlo en la experiencia. Olvidan que vivir, actuar o esperar algo valiéndose de sus emociones o de la felicidad que puedan sentir es andar por vista y no por fe. ¿Qué es una vida de fe? Es una vida en la que se hace caso omiso de los sentimientos; es totalmente contraria a una vida de sentimientos. Si el creyente desea vivir por la fe, cuando se sienta frío, seco, vacío o afligido no deben tratar de mejorar su comportamiento ni llorar amargamente, pensando que ha perdido su vida espiritual. Vivimos por la fe y no por el gozo.
LA OBRA PROFUNDA DE LA CRUZ
Podemos pensar que la cruz opera de modo más completo cuando abandonamos la felicidad natural y los placeres mundanos. No nos damos cuenta de que en la obra de Dios de eliminar la vieja creación en nosotros queda todavía por delante la obra más profunda que la cruz efectúa. Dios desea que muramos a Su gozo y vivamos a Su voluntad. Inclusive, si nuestro gozo no es producido por ningún asunto carnal o mundano, sino que nos sentimos gozosos a causa de El y de su proximidad, aun así, la meta de Dios no es que disfrutemos Su gozo, sino que obedezcamos Su voluntad. La cruz debe operar en nosotros hasta que sólo quede la voluntad de Dios. Si el creyente desea el gozo que Dios da pero rechaza los sufrimientos que también proceden de El, eso significa que no ha experimentado la obra profunda de la cruz.
Hay una gran diferencia entre la voluntad de Dios y el gozo de Dios. La voluntad de Dios está presente en todo momento y en todo lugar, la podemos ver en todo lo que El dispone. Pero el gozo que El da no siempre está disponible. Se experimenta sólo ocasionalmente. Si el creyente busca el gozo de Dios, se debe a que sólo desea la parte de la voluntad de Dios que lo hace feliz; no desea la totalidad de Su voluntad. Cuando Dios lo hace feliz, le obedece, pero cuando permite que sufra, se resiste a Su voluntad. Si el creyente acepta la voluntad de Dios como su vida, obedecerá independientemente de lo que Dios le haga sentir, porque reconoce que Dios dispone todas las cosas para él tanto las que le traen felicidad como las que le traen aflicción.
En la etapa inicial de nuestra vida espiritual, Dios permite que disfrutemos Su gozo. Pero lo retira cuando avanzamos en la vida espiritual, y lo hace por el bien de nosotros. El sabe que si seguimos buscando y disfrutando ese tipo de gozo por un tiempo considerable, ya no viviremos por toda palabra que procede de la boca de Dios, sino por las palabras que nos
hacen felices. En tal caso, viviríamos en la comodidad que Dios nos provee, no en el Proveedor de la misma. Dios debe retirar todo sentimiento de gozo para que vivamos exclusivamente por El.
Al principio de nuestra senda espiritual, cuando sufrimos por el Señor, El nos consuela y nos permite sentir Su presencia; podemos ver Su rostro sonriente, sentir Su amor y percibir el cuidado con el cual nos sustenta. En esta etapa, si conocemos la voluntad de Dios y la hacemos, El llena de gozo nuestro corazón. Como pagamos un precio por el Señor, El permite que sintamos que la alegría que recibimos es diez mil veces mejor que lo que perdimos y, por eso, nos complacemos en hacer Su voluntad. Pero el Señor también ve el peligro que hay en esto. El creyente que recibe bienestar y gozo cuando sufre por el Señor y por haber hecho Su voluntad, luchará por obtener de nuevo el bienestar y el gozo cuando sufra nuevamente por el Señor o haga Su voluntad. Tan pronto como empieza a sufrir por el Señor o a hacer Su voluntad, espera que el gozo y el bienestar del Señor lo sustenten. Así que el creyente tal vez sufra por el Señor y haga Su voluntad para obtener como recompensa el bienestar y por obtener al Señor mismo. Si no tiene bienestar ni gozo como apoyo, no podrá seguir adelante. Si éste es el caso, la voluntad de Dios llega a ser inferior al gozo que El da por obedecer Su voluntad.
Dios sabe que cuando nos consuela, estamos más dispuesto a sufrir por El; cuando nos concede felicidad, nos deleitamos en hacer Su voluntad. Pero El quiere que reconozcamos nuestros motivos. ¿Sufrimos por el Señor o para recibir el consuelo que viene con el sufrimiento? ¿Hacemos la voluntad de Dios porque es Su voluntad o porque al hacerla nos sentimos contentos? Debido a todo esto, cuando progresamos un poco en la vida espiritual, Dios retira el consuelo y el deleite; ya no somos consolados cuando sufrimos por El. Sin el consuelo de Dios, el sufrimiento no sólo es externo, sino también interno. Cuando hacemos la voluntad de Dios, perdemos todo interés, nos sentimos secos y fríos. Entonces sale a flote el motivo por el cual sufrimos por Dios y hacemos Su voluntad. Dios nos preguntará: “Si no tienes Mi consuelo, ¿puedes sufrir simplemente porque estás sufriendo por Mí? ¿Estás dispuesto a hacer algo simplemente porque es Mi voluntad aunque a ti no te interese en lo absoluto? Cuando te sientes afligido, seco e inerte, ¿puedes llevar a cabo Mi obra simplemente porque es Mi obra? Cuando te envío sufrimiento físico, sin nada que te quite el dolor, ¿lo aceptas gustosamente sólo porque proviene de Mí?”
Esta es la cruz aplicada. Por medio de esto, el Señor nos revela si vivimos para El mediante la fe o si vivimos para nosotros mismos basándonos en nuestros sentimientos. A menudo escuchamos decir: “Yo vivo para Cristo”. ¿Qué significa esto? Muchos creyentes piensan que es sólo hacer obras para El o amarlo. En realidad, vivir para el Señor es vivir para Su voluntad, para Sus intereses y para Su reino. En esta clase de vida no hay nada del yo. No queda lugar para nuestro propio bienestar, nuestro gozo ni nuestra gloria. No se nos permite hacer la voluntad de Dios si sólo buscamos nuestro bienestar y nuestra felicidad. No se nos permite retroceder, dejar de obedecer ni posponer nuestra obediencia sólo porque nos sintamos afligidos, ni porque estemos desinteresados o desanimados. Si el cuerpo sufre por causa del Señor, el padecimiento debe ser por causa de El. Muchas veces, aunque el cuerpo sufre, el corazón sigue lleno de gozo. Si vivimos para el Señor, continuaremos avanzando no sólo cuando suframos físicamente, sino también cuando nuestro corazón sufra y no esté dispuesto en lo más mínimo a avanzar. El creyente debe saber que vivir para el Señor
significa no dar lugar al yo, y voluntariamente entregarlo a una muerte total. Si nos olvidamos de nosotros mismos y gustosamente recibimos todo lo que proviene de Dios, aun cuando sean cosas oscuras, secas, insípidas o confusas, viviremos para el Señor.
Si vivimos centrados en nuestras emociones, haremos la voluntad de Dios sólo cuando nos traiga gozo; pero si vivimos por fe, podemos obedecer al Señor en toda circunstancia. Muchas veces sabemos que algo en particular es la voluntad de Dios, pero no tenemos el más mínimo interés en ello; mientras lo hacemos nos sentimos secos. No sentimos ni la bendición ni el deleite ni el fortalecimiento del Señor; por el contrario, sentimos como si estuviéramos andando por el valle de sombra de muerte, peleando contra el enemigo. En esos momentos, si no nos abrimos paso por fe, con seguridad huiremos a Tarsis. No nos referimos a los que no hacen la voluntad de Dios, sino a quienes al cumplirla, sólo hacen lo que a ellos les interesa. ¡Son demasiados los creyentes que sólo hacen la parte de la voluntad de Dios que concuerda con sus deseos!
Preguntémonos de nuevo, ¿qué es una vida de fe? Es una vida que en toda circunstancia se conduce por la fe en Dios. Job dijo: “Aunque El me matare, en El esperaré” (Job 13:15). Eso es fe. Puesto que creímos en Dios, lo amamos y confiamos en El, no importa dónde nos ponga o si nos trata mal o si permite que pasemos por el fuego que refina y nos deja padecer física o emocionalmente; creímos en El y le seguimos amando y confiando en El. La mayoría de los creyentes hoy está dispuesta a sufrir en el cuerpo mientras tenga paz en el corazón, pero, ¿quien estará dispuesto a renunciar al consuelo en su corazón y confiar solamente en Dios? Esta es una vida mucho más alta. ¿Quién puede deleitarse en hacer la voluntad de Dios sin desanimarse y entregarse a El aun cuando sienta que Dios lo rechaza, lo aborrece y quiere quitarle la vida? Aunque sabemos que Dios no nos trata de esa manera, muchos que han avanzado en su vida espiritual han tenido la experiencia de sentirse rechazados por Dios. Cuando nos sintamos así, ¿permanecerá inmutable nuestra fe? Cuando llevaban a la horca a John Bunyan, el autor de El progreso del peregrino, dijo: “Si Dios no interviene, daré un salto en la eternidad con fe ciega, y que venga el cielo o el infierno”. El fue un héroe de la fe. Cuando nos sentimos desanimados, ¿podemos decir: “Oh Dios, aun si me abandonases seguiré confiando en Ti”? Nuestras emociones empiezan a dudar cuando las tinieblas se ciernen sobre nosotros, pero la fe se aferra a Dios aun si enfrenta la muerte.
¡Cuán pocos son los que han llegado a este nivel! ¡Cuánto se opone nuestra carne a la vida que no da lugar al yo sino sólo a Dios! Debido a que por naturaleza le tenemos aversión a la cruz, muchos no han progresado en su peregrinar espiritual. Siempre quieren reservar algo de felicidad para su propio placer. Perder todo en el Señor, incluso aquello que trae alegría al yo, es una muerte muy profunda y una cruz muy pesada. Podemos consagrarnos incondicionalmente al Señor, sufrir por El e incluso pagar el precio que sea necesario para hacer Su voluntad, pero cuán difícil es abandonar ese pequeño sentimiento que trae deleite al yo. Deseamos una pequeña medida de bienestar y permitimos que nuestra vida espiritual descanse en un sentimiento tan insignificante. Si tuviéramos el valor de entregarnos voluntariamente al horno de fuego de Dios, sin el más mínimo sentimiento de compasión propia ni de amor al yo, daríamos grandes saltos en nuestro camino espiritual. Pero los creyentes se rigen todavía por su vida natural y piensan que lo que han visto y sentido es digno de confianza. No tienen la valentía ni la fe ni el arrojo para explorar áreas que no
pueden ni ver ni sentir a fin de descubrir territorios a los que nadie ha penetrado antes. Llegan a los límites conocidos o establecidos. Un poco de pérdida o un poco de ganancia se convierten en la causa de su tristeza o su alegría, y ya no anhelan ascender ni ahondar más y quedan limitados por la pequeñez de su propio yo.
Si comprendiéramos que Dios desea que vivamos por fe, no murmuraríamos ni nos quejaríamos, ni concebiríamos pensamientos de descontento. Si estuviéramos dispuestos a aceptar la aridez que Dios nos da y consideráramos bueno todo lo que proviene de El, ¡cuán rápidamente quebrantaría la cruz nuestra vida natural! Pero la ignorancia y la rebeldía impiden nuestro progreso. Si así no fuera, las experiencias de desolación llegarían a ser la misma cruz que pondría fin a nuestra vida anímica y que nos haría aptos para vivir en el espíritu. Qué lástima que muchos creyentes durante toda su vida nunca pasan de su búsqueda de un poco de felicidad. Pero los que son fieles, aquellos a quienes Dios ha llevado a una vida de verdadera espiritualidad y de entrega incondicional a El, cuando recuerdan sus experiencias, reconocen que Dios lo dispuso todo, y que Su voluntad es perfecta, porque si no hubieran pasado por esas experiencias, habría sido imposible perder la vida del alma. En la actualidad es necesario que los creyentes se entreguen incondicionalmente a Dios sin preocuparse por lo que sientan.
Esto no significa que nos convertiremos en personas amargadas. El gozo en el Espíritu Santo es la mayor bendición en el reino de Dios, y el fruto del Espíritu es gozo. Entonces, ¿a qué nos referimos? Nos referimos a que aunque perdemos el sentimiento de felicidad, el gozo que recibimos como fruto de una fe pura jamás cesa. Esto es más profundo que los sentimientos. Cuando llegamos a ser espirituales, perdemos el deseo de agradar al yo y el celo de ir en pos de la felicidad; ahora la paz y el gozo en el espíritu, que provienen de nuestra fe, están siempre presentes.
CONFORME AL ESPIRITU
Si el creyente desea andar conforme al espíritu, debe renunciar a la vida de sus sentimientos. Para andar conforme al espíritu debemos andar por fe. Andar conforme al espíritu equivale a renunciar al placer que producen los sentimientos a los que se aferra la carne; también equivale hacer a un lado las exigencias y deseos que se nos convierten en muletillas de apoyo y que nos dan cierta seguridad cuando el espíritu actúa. Cuando nos conducimos conforme al espíritu, no tememos la ausencia de los sentimientos ni esperamos su apoyo, y no nos preocupa si algún sentimiento se nos opone. Pero cuando nuestra fe es débil, no andamos conforme al espíritu y tratamos de apoyarnos en lo que podamos ver, sentir y tocar. Siempre que la vida espiritual se debilita, los sentimientos reemplazan la intuición y toman la iniciativa. El creyente que es guiado por sus sentimientos verá que después de buscar sentimientos placenteros, también buscará la ayuda del mundo. Si no puede rechazar la sensación placentera del sentimiento, llegará a depender del mundo. Los sentimientos tienen al mundo como su descanso. Así que los creyentes emotivos a menudo recurren a sus propios medios y buscan la ayuda del hombre. Para ser guiados por el espíritu lo que más se requiere es la fe, porque, por lo general, los dictados de la intuición son contrarios a los sentimientos. Si no tenemos fe, no podremos avanzar. Los creyentes anímicos dejan de servir a Dios cuando se sienten desanimados, pero los que viven por fe,
no esperan hasta ser motivados para iniciar una obra, sino que le piden a Dios que aumente la fuerza de su espíritu para vencer el desánimo.
UNA VIDA REGIDA POR LA VOLUNTAD
Se puede decir que una vida de fe es una vida regida por la voluntad. La fe no es afectada por las emociones, y en los períodos de desolación, actúa mediante las decisiones que toma la voluntad y anda de acuerdo con la voluntad de Dios. Aunque el creyente tal vez no sienta agrado en obedecer a Dios, tiene el deseo de obedecerle. Vemos, entonces, dos clases de creyentes: uno que vive por sus sentimientos y el otro que vive por la voluntad (nos referimos a una voluntad renovada). El creyente que vive por sus sentimientos obedece a Dios sólo cuando es ayudado por sus sentimientos, es decir, cuando se siente contento al hacerlo. Por otro lado, el creyente que vive por la voluntad, obedece a Dios a pesar de su entorno y de sus sentimientos. Nuestra voluntad expresa la opinión de nuestro yo, mientras que nuestros sentimientos no son más que una reacción a un estímulo externo. Por lo tanto, el creyente que obedece la voluntad de Dios sólo cuando se siente contento, no tiene mucho valor a los ojos de Dios, ya que es motivado por el gozo de Dios y no por su sinceridad. Si está dispuesto y resuelto a hacer la voluntad de Dios aun cuando no sienta gozo ni placer que lo insten a avanzar, Dios valora mucho esto, porque procede de la sinceridad del creyente. Eso indica que respeta a Dios y que se somete a El sin preocuparse por sí mismo ni vivir para sí. Esta es la diferencia entre un creyente espiritual y uno anímico. Un creyente anímico obedece a Dios sólo cuando siente que sus deseos son satisfechos; para él su yo ocupa el primer lugar. El creyente espiritual está plenamente unido a Dios en su voluntad renovada, obedece Sus designios aun cuando no tenga ayuda ni estímulo exterior, y permanece firme.
Muchos creyentes no saben que vivir por el espíritu es vivir por una voluntad que está unida a Dios. La voluntad que no está unida a Dios no es digna de fiar ni es constante. Sólo la voluntad que está sometida incondicionalmente a la de Dios desea lo que el Espíritu desea. Estos creyentes oyen a otros creyentes hablar del gozo que tienen al obedecer al Señor y sufrir por El; así que desean esa vida y se consagran al Señor con la esperanza de obtener una vida más “elevada”. Después de su consagración experimentan el amor y la presencia del Señor como se les dijo, y piensan que obtuvieron lo que buscaban; pero al poco tiempo, todas esas experiencias maravillosas pasan a la historia.
Debido a que no saben que la manifestación de la verdadera vida espiritual no depende de los sentimientos sino de las decisiones, sufren terriblemente pensando que perdieron su vida espiritual. No obstante, ahora que no tienen ningún sentimiento deben preguntarse si el deseo profundo que los motivó a consagrarse al Señor ha cambiado. ¿Ha cambiado el deseo de hacer la voluntad de Dios? ¿Ha cambiado su deseo de sufrir por el Señor a toda costa? ¿Ha cambiado su disposición para hacer cualquier obra e ir a cualquier lugar si Dios así lo ordena? Si nada de esto ha cambiado, su vida espiritual no ha retrocedido un ápice.
Si el creyente descubre que sí retrocedió, ello no se debe a la pérdida del gozo, sino a que su voluntad no está dispuesta a obedecer a Dios como antes. Y si ha progresado, no es porque ahora sienta muchas cosas maravillosas que no había sentido antes, sino porque su voluntad está unida profundamente a Dios y está dispuesta a hacer Su voluntad. La norma
de la vida espiritual depende de cuánta unidad haya entre nuestra voluntad y la de Dios; no depende de si nos sentimos bien o mal. Aun cuando nos sintamos bien, si nuestro corazón no obedece incondicionalmente a Dios, nuestra vida espiritual se encuentra en un bajo nivel. Aun si nos sentimos secos, si estamos dispuestos a obedecer a Dios hasta la muerte, nuestra vida espiritual llega a su nivel más alto. La vida espiritual se mide por la voluntad, ya que ésta expresa lo que verdaderamente somos. Si la voluntad se rinde a Dios, eso significa que nuestro yo se rindió y dejó de ser el amo. Nuestro yo y nuestra vida espiritual se oponen entre sí. Cuando el yo es demolido, la vida espiritual crece. Cuando el yo permanece fuerte, la vida espiritual sufre pérdida. Así que, podemos conocer la vida de una persona por su voluntad. Pero no sucede lo mismo con los sentimientos, ya que cuando las emociones están en la cima, el creyente todavía puede tener deseos personales e intenciones de entretener y agradar al yo.
El creyente que busca sinceramente el progreso espiritual, no debe engañarse pensando que sus sentimientos son su vida ni esperando ansiosamente el gozo. Debe asegurarse de que su voluntad se ha sometido a Dios sin reservas y sin importar si se siente feliz o no. Dios quiere que vivamos por fe y desea que vivamos simplemente por la fe y que hallemos satisfacción en hacer Su voluntad sin el apoyo de nuestros sentimientos. ¿Estamos dispuestos a esto? Debemos gozarnos porque hicimos la voluntad de Dios, no porque nos sintamos felices. Su voluntad debe ser suficiente para hacernos felices.
LA RESPONSABILIDAD DEL HOMBRE
Cuando el creyente es gobernado por los sentimientos, descuida su deber hacia otros. Esto se debe a que su yo es el centro de su vida y, en consecuencia, no le interesan las necesidades de los demás. Sin embargo el creyente debe tener la fe y la voluntad para cumplir con su responsabilidad. La responsabilidad no hace caso del sentimiento, pero en el caso de algunos creyentes, su responsabilidad para con otros y para con la obra está mezclada y oscila según los cambios de sus sentimientos en lugar de llevarla a cabo de acuerdo con ciertos principios.
Cuando el creyente entiende la verdad sólo con sus sentimientos, no cumple sus deberes. Disfruta tanto su comunión con el Señor que desea esa experiencia constantemente. Cuando experimenta el gozo de la comunión mediante sus sentimientos, su mayor tentación es estar de nuevo a solas con el Señor para disfrutar durante todo el día esa experiencia placentera, sin preocuparse de las demás cosas que lo rodean. Pierde el gusto por trabajar debido a que allí las tentaciones y las pruebas son inevitables. Se siente muy santo y victorioso cuando se encuentra en la presencia del Señor; pero cuando cumple sus deberes, se ve tan derrotado y tan corrupto como antes. Así que prefiere escapar de sus responsabilidades esperando que eso le permitirá estar en la presencia del Señor para poder ser santo y victorioso todo el tiempo. Considera sus responsabilidades como algo tan mundano que a él, que es tan santo y victorioso, no le deben interesar. Desea con vehemencia un momento y un lugar para tener comunión con el Señor, pero detesta sus obligaciones porque ellas estorban su felicidad. No le interesan ni las necesidades ni el bienestar de otros, porque sólo busca tener comunión con el Señor. Los que son padres y tienen tal actitud, descuidan a sus hijos; de igual manera, los siervos no sirven con fidelidad a sus amos. Para ellos esas cosas son mundanas y tienen justa razón para no atenderlas, puesto que buscan algo más espiritual.
El motivo de todo esto es que el creyente aún no vive por fe. Sigue tratando de complacerse a sí mismo. No se ha unido todavía plenamente a Dios. De ahí que necesite un tiempo especial y un lugar separado para estar en comunión con El. No ha aprendido a ver al Señor en todas las cosas, por la fe, para laborar juntamente con El. No sabe cómo ser uno con el Señor en los asuntos triviales de la vida diaria; lo que experimenta de Dios se haya confinado a los sentimientos. Se deleita en erigir una tienda en el monte y morar allí con el Señor, pero no desea descender a echar fuera demonios.
Deben saber que la vida más elevada del creyente no puede contradecir las obligaciones de su vida humana. Cuando leemos las epístolas a los Romanos, a los Colosenses y a los Efesios, vemos que el creyente debe cumplir con sus obligaciones. La vida más elevada del creyente no se expresa solamente en momentos y situaciones especiales; de ser así, esta vida no sería la vida de un cristiano normal. La vida de Cristo debe manifestarse en toda actividad, pues no hay diferencia entre el trabajo de la casa, la predicación ni la oración.
Nuestra insatisfacción y el rehusarnos a cumplir con nuestras obligaciones son el resultado de depender de nuestras emociones. Nos resistimos porque no encontramos en ellas el placer que deseamos. Pero nuestra vida no debe estar dirigida al placer, ¿por qué, entonces, lo buscamos? Los sentimientos exigen que descuidemos nuestras obligaciones, pero la fe no. Nuestro amor a Dios no nos exige que abandonemos las obligaciones que tenemos con nuestros amigos y nuestros enemigos. Si somos uno con Dios en todas las cosas, estaremos conscientes de nuestras obligaciones para con todas las personas y sabremos cómo cumplirlas.
TRABAJAMOS EN LA OBRA DE DIOS
El requisito más importante para llevar a cabo la obra de Dios es rechazar nuestras emociones y vivir exclusivamente por la fe. El creyente emotivo es inútil en las manos de Dios. Los que viven por sus sentimientos saben disfrutar pero no saben laborar; no son aptos para la obra. Viven para sí mismos y no para Dios. Sólo quienes viven para Dios pueden laborar para El. ¿Qué significa todo esto? ¿Significa que la obra del creyente emotivo no cuenta?
A fin de ser instrumentos en las manos de Dios, los creyentes deben aprender a vivir por la fe; de lo contrario, su objetivo será obtener felicidad, ya sea física o emocional, y cuando se sientan infelices lo abandonarán todo. El labora para obtener ciertos sentimientos y también abandona la obra debido a los sentimientos; su corazón está inundado de amor propio. Cuando Dios le ordena hacer algo que le traerá sufrimientos físicos y emocionales, se compadece de sí mismo y se niega a hacerlo. La obra de Jesús fue llevada a cabo bajo la cruz, y la obra del creyente también se lleva a cabo bajo la cruz. ¿Hay algo en la obra que nos traiga regocijo? Será muy difícil para Dios obtener verdaderos obreros, si no damos muerte a nuestras emociones y a nuestro amor propio.
Dios necesita personas que sean Sus obreros y que estén dispuestas a seguirle hasta el fin. Muchos creyentes laboran para El cuando la obra es próspera, cuando concuerda con sus intereses y cuando no hiere sus sentimientos. Pero cuando la cruz les exige morir y confiar en Dios por la fe y sin la ayuda de sus sentimientos, se resisten a seguir adelante. La obra
que Dios lleva a cabo produce resultados, pero ¿puede alguien que ha sido comisionado por el Señor y ha trabajado durante ocho o diez años sin ver resultado alguno, continuar fielmente sólo porque Dios se lo mandó? ¿Cuántos sirven a Dios simplemente porque Dios se los ordena? ¿Y cuántos trabajan sólo por los resultados? Dios necesita creyentes llenos de fe, que laboren para El sólo porque Su obra tiene como base la eternidad. Debido al carácter eterno de la obra es difícil que quienes viven dentro del tiempo la puedan percibir y entender. Los que dependen de sus sentimientos no pueden ser incluidos en esta obra porque en ella no hay nada que los satisfaga. Si la muerte de la cruz no obra profundamente en su yo al grado de que no desee retener nada para ellos mismos, entonces, por lo que a la obra de Dios se refiere, sólo pueden seguir al Señor sino hasta cierto punto. Dios necesita obreros que hayan sido totalmente quebrantados y que estén dispuestos a seguirlo hasta la muerte.
LA LUCHA CONTRA EL ENEMIGO
El creyente que se centra en sus sentimientos es aún menos útil en el combate espiritual, ya que éste implica atacar al diablo mediante la oración. Esta es ciertamente una obra de negación del yo. ¡Cuánto sufrimiento hay en esto! No hay nada en ello que haga feliz al yo; es derramar la vida del yo por causa del Cuerpo de Cristo y del reino de Dios. ¡Resistir y luchar en el espíritu no es nada fácil! ¿Qué placer hay en el espíritu en llevar una carga indescriptible por amor a Dios? Si empleamos toda nuestra fuerza para atacar a los espíritus malignos, ¿qué deleite podemos hallar en eso? Se trata de un combate librado en oración. Pero ¿por quién estamos orando? No es por nosotros mismos, sino por la obra de Dios. Esta oración es una oración de guerra, no es placentera como el resto de nuestras oraciones cargadas de emociones. ¿Qué placer puede haber cuando tenemos que sufrir dolores de parto en nuestra alma por causa de los santos y orar para destruir y para edificar? La guerra espiritual no puede agradar a la carne a menos que nuestra lucha ocurra solamente en nuestra imaginación.
Cuando el creyente que depende de sus emociones pelea contra Satanás, fácilmente es derrotado. Cuando ataca a Satanás por medio de la oración, éste utiliza su espíritu maligno para atacar los sentimientos del creyente; le hace sentir que esta lucha es difícil y que la oración es árida. Cuando el creyente se siente triste, frío y en tinieblas y aridez, abandona la lucha. Este creyente no puede pelear contra Satanás. Este lo ataca en sus sentimientos, y aquél no logra resistir. Si los sentimientos no han muerto, Satanás tiene una base en la cual actuar. Cada vez que el creyente se opone a Satanás, éste sólo tiene que atacar sus sentimientos y con eso basta para derrotarlo. Si no hemos vencido nuestros sentimientos, ¿cómo pretendemos vencer a Satanás?
La guerra espiritual requiere personas que le den muerte a sus sentimientos y vivan por la fe. Tal persona puede resistir el dolor de encontrarse solo y puede pelear contra el enemigo sin buscar la aprobación ni la compañía de los demás. Puede avanzar sin importarle lo que sienta. No le preocupa estar muerto ni sobrevivir; sólo le interesa ser guiado por Dios. Esta clase de persona no tiene aspiraciones ni preferencias, ya que se entregó a Dios hasta la muerte y vive exclusivamente para El. No culpa a Dios y lo entiende, además valora Sus designios. El puede llenar el vacío, aunque parezca que Dios le abandonó y que nadie viene
en su auxilio; él puede enfrentarse solo contra la oposición. Esta clase de persona es un guerrero de oración que derrota a Satanás.
EL REPOSO
Cuando el creyente es quebrantado por el Señor, comienza a vivir por fe, lo cual es una verdadera vida espiritual; cuando el creyente llega a esta etapa, entra en un descanso. El fuego de la cruz eliminó su corazón codicioso, y él ya aprendió la lección. Sabe que sólo la voluntad de Dios es preciosa, que sus deseos naturales no son lo mejor ni concuerdan con una vida elevada. Es feliz renunciando a todo. Todo lo que el Señor le quiera quitar, él lo aceptará gustosamente. Los lamentos y los gemidos que procedían de sus esperanzas, búsquedas, anhelos y luchas desaparecieron. Sabe que vivir para Dios y obedecer Su voluntad es la vida más elevada. Aunque lo pierda todo, está satisfecho porque la voluntad de Dios se llevó a cabo. Aunque no tenga nada que le traiga deleite a él, cede ante la mano de Dios. No importa lo que le suceda a él, siempre que Dios sea complacido. Este es un descanso perfecto que nada externo puede conmover.
En esta etapa, el creyente vive por su voluntad, una voluntad que es una con Dios y es fortalecida por el espíritu que ahora gobierna sobre sus emociones. Su vida está llena de paz, de firmeza y de descanso. La antigua vida de altibajos quedó atrás; pero eso no significa que nunca más pueda volver a ser gobernado por sus emociones, ya que no puede tener una vida perfecta e inmaculada antes de entrar en los cielos. Si comparamos su condición presente con la pasada, podemos decir que se encuentra en un estado de completo descanso y firmeza, pero aunque la confusión anterior terminó, ocasionalmente será afectado por sus emociones; por esta razón, necesita velar y orar.
Tampoco debemos pensar que ya no es posible experimentar felicidad ni tristeza. Mientras tengamos sentimientos, pasaremos por momentos de tristeza, oscuridad y aridez. Sin embargo, todo ello sólo afecta al hombre exterior, y no al hombre interior, porque existe una separación muy definida entre nuestro espíritu y nuestra alma. No importa cuanto sufra nuestra alma externamente o si se siente confundida, nuestro espíritu permanece en paz y seguridad como si nada estuviese sucediendo.
Cuando la vida del creyente entra en esta etapa de descanso, se da cuenta de que todo lo que perdió por amor al Señor le fue restaurado. Ha obtenido más de Dios, y todo lo de Dios también es suyo. Ahora, en Dios, tiene el derecho de disfrutar las cosas que antes Dios mismo le había quitado. En ese entonces Dios le permitió padecer porque la vida de su alma era el amo de todas las cosas; amaba tantas cosas y tenía tantos anhelos personales aparte de la voluntad de Dios que todo ello tenía que ser quitado de en medio. Pero ya que perdió el yo y su vida anímica, tiene derecho a disfrutar el gozo de Dios dentro de sus límites legítimos. Sólo ahora sabe disfrutar, en Dios, el gozo que proviene de El mismo. Ya murió el corazón que anteriormente buscaba con tanto ahínco cosas para el yo. Ahora todo lo recibe con acción de gracias. Aunque algo le dé felicidad, si se le niega, no lo reclama.
Cuando los creyentes han avanzado de este modo, se puede decir que han alcanzado la pureza, la cual se define como ausencia de mezcla. Todo lo que tiene alguna mezcla es impuro. En la Biblia, impureza equivale a contaminación. Cuando el creyente no ha llegado
a esta etapa, no tiene una vida pura. ¿Por qué? Porque hay mezcla en su vida. Vive para Dios, pero también para sí mismo. Ama a Dios, pero también se ama a sí mismo. Su intención es para Dios, pero también tiene motivos egoístas de gloria propia, felicidad y bienestar. Esta es una vida contaminada. Vive por fe, pero también por los sentimientos; anda conforme al espíritu, pero también conforme al alma. Aunque no se reserva la porción mayor para sí mismo, esa pequeña porción es suficiente para contaminar su vida. Sólo lo que es puro es limpio; todo lo que esté mezclado con algún material extraño está contaminado.
Cuando el creyente experimenta la obra de la cruz de una manera completa, llega a una vida pura en la cual todo es para Dios, todo está en Dios, y Dios está en todo. No queda nada para el yo, Hasta el deseo de ser feliz desaparece. El amor propio muere y el único objetivo de su vida es hacer la voluntad de Dios. En tanto que Dios esté complacido, lo demás no importa. Su único objetivo es obedecer a Dios independientemente de lo que sienta. Esta es una vida pura. Aunque Dios le da paz, bienestar y gozo, él no disfruta estas cosas con el fin de satisfacer sus deseos; todo lo ve desde la perspectiva de Dios. Su vida anímica terminó. Dios le da una vida espiritual que es pura, sosegada, verdadera y que depende de la fe. Dios lo destruyó, pero El mismo lo restableció. Todo lo anímico fue destruido, y lo espiritual es edificado.
OCTAVA SECCION: EL ANALISIS DEL ALMA (2): LA MENTE
CAPITULO UNO
LA MENTE, UN CAMPO DE BATALLA
La mente del hombre es el órgano con el cual piensa. Por medio de ella podemos conocer, pensar, imaginar, recordar y entender. A ella pertenecen el poder intelectual, el raciocinio, la sabiduría y la inteligencia del hombre. Se podría decir que la mente es la parte que se relaciona con el cerebro. En el campo psicológico se le llama la mente, mientras que en el terreno fisiológico se le conoce como el cerebro; o sea que los psicólogos llaman a este órgano la mente, y los médicos lo llaman el cerebro. La mente ocupa un lugar predominante en la vida del hombre porque es la que principalmente dirige su conducta.