QUINTA SECCION — EL ANALISIS DEL ESPIRITU:
LA INTUICION, LA COMUNION Y LA CONCIENCIA
CAPITULO UNO LA INTUICION
Si queremos entender más claramente acerca de la vida espiritual, tenemos que analizar detalladamente al espíritu y entender todas sus leyes. Sólo habiendo entendido
las funciones del espíritu, podremos comprender las leyes por las cuales opera, y al conocer las leyes del espíritu, aprendemos a seguirlo, es decir, a andar por sus leyes, que son vitales para
nuestra vida espiritual. No tememos acumular demasiado conocimiento en cuanto al espíritu; nuestra única preocupación es que nos dediquemos tenazmente a ello con nuestra mente.
El evangelio de Dios nos dice que el hombre caído puede recibir la regeneración y que el hombre carnal puede obtener un nuevo espíritu, el cual constituye el
fundamento de su nueva vida. La vida espiritual de la que normalmente hablamos es una vida en la cual el creyente vive por el espíritu que recibió cuando fue regenerado. Es lamentable que la
mayoría de los creyentes sepan tan poco acerca de las funciones del espíritu y de lo relacionado con él. Tal vez conozcan en terminología la relación entre el hombre y su espíritu, pero no pueden
identificar al espíritu en su experiencia. Como ya dijimos, ellos no saben dónde está su espíritu, o piensan que sus sentimientos y sus pensamientos son funciones del espíritu. Debido a esto, es
necesario hacer un análisis de las funciones del espíritu, ya que sólo así sabrán los creyentes cómo seguirlo.
LAS FUNCIONES DEL ESPIRITU
Dijimos antes que las funciones del espíritu pueden clasificarse en tres: la intuición, la comunión y la conciencia. Aunque las tres son distinguibles, están
estrechamente relacionadas. Sería muy difícil para nosotros hablar de una sin mencionar las otras dos. Por ejemplo, cuando hablamos de la intuición, espontáneamente incluimos la comunión y la
conciencia. Así que, aunque estamos analizando el espíritu, debemos hacer un estudio muy detallado de sus tres funciones. Ya vimos que el espíritu está dividido en intuición, comunión y
conciencia; por lo tanto, no nos centraremos en eso. Pero, a fin de andar conforme a nuestro espíritu, tenemos que examinar más ampliamente lo que son la intuición, la comunión (o adoración) y la
conciencia, y sus respectivas funciones. Puesto que el espíritu abarca la intuición, la comunión y la conciencia, podemos decir que andar según el espíritu es andar según nuestra intuición,
nuestra comunión y nuestra conciencia.
La intuición, la comunión y la conciencia son tres funciones del espíritu; no son las únicas y tampoco son el espíritu mismo. Según la Biblia, son las funciones
principales del espíritu.
El espíritu es simple y llanamente el espíritu; tiene substancia y personalidad, y es invisible. Por ahora está fuera de nuestro alcance comprender la esencia
intrínseca del espíritu. Lo que hoy sabemos de su substancia lo sabemos por sus manifestaciones. Nuestro interés no es aprender los misterios fascinantes del futuro; simplemente aspiramos a
llevar una vida espiritual. Nos basta con conocer las funciones del espíritu y aprender a andar en conformidad con él. Nuestro espíritu no es material, pero existe independientemente en nuestro
cuerpo; aunque no es físico, posee su propia “substancia espiritual”. De otra manera, sería imposible que existiera por sí solo. Esta substancia espiritual contiene varias funciones que cumplen
todos los requisitos que Dios tiene para con el hombre. Es por eso que sólo intentaremos examinar las funciones del espíritu, no su substancia.
El hombre es comparado con el templo santo, y nuestro espíritu, con el Lugar Santísimo. Si avanzamos, podemos comparar la intuición, la comunión y la conciencia con
el arca que estaba en el Lugar Santísimo. (1) La Ley de Dios estaba en el arca y les indicaba a los israelitas lo qué debían hacer. Dios se revelaba a Sí mismo y Su voluntad por medio de la ley.
Igualmente, Dios se nos da a conocer y nos muestra Su voluntad por medio de la intuición. (2) Sobre el arca se encontraba el propiciatorio sobre el cual estaba la sangre rociada. Ahí Dios
manifestaba Su gloria y recibía la adoración del hombre. De modo similar, el espíritu de cada persona redimida por la preciosa sangre de Cristo fue regenerado, y en este espíritu adora a Dios y
tiene comunión con El. Dios únicamente podía tener comunión con los israelitas en el arca, sobre el propiciatorio. Del mismo modo, El sólo puede tener comunión con los creyentes por medio de su
espíritu, el cual fue lavado con Su sangre. (3) De acuerdo con el idioma original, el arca es “el arca del testimonio”, y los diez mandamientos que contenía presentaban a los israelitas el
testimonio de Dios. Si ellos cumplían la ley, las dos tablas que yacían en el arca los aprobaban; si no, los diez mandamientos, desde el arca los acusarían silenciosamente. De igual manera, el
Espíritu Santo escribió la ley de Dios en nuestra conciencia para que ella dé testimonio a nuestra conducta. Ella aprueba lo que concuerde con la voluntad de Dios, y condena lo que no concuerde
con ella. “Mi conciencia da testimonio conmigo en el Espíritu Santo” (Ro. 9:1).
¡Obsérvese cuánto honraban el arca los israelitas! Cuando cruzaron el río Jordán, no tuvieron otra guía que el arca; así que la siguieron sin vacilar. Cuando
lucharon en contra de Jericó, lo único que hicieron fue marchar tras ella. Más tarde, cuando no pudieron vencer a los filisteos, e intentaron utilizar el arca de acuerdo a su voluntad, murió Uza
cuando trató de sostener el arca con sus manos carnales. ¡Cuánto regocijo hubo entre ellos cuando finalmente prepararon un lugar para el arca! (Sal. 132). Estas cosas enseñan a los creyentes la
manera de relacionarse con el arca, nuestro espíritu, el cual consta de la intuición, la comunión y la conciencia. Cuando obedecemos a estas funciones hallamos vida y paz, pero si tratamos de
interferir con ellas mediante nuestra voluntad carnal, seremos derrotados. La victoria no dependía de lo que los israelitas pensaran, sino de la dirección que les diera el arca. Nuestra utilidad
espiritual no depende de lo que pensemos, sino de la enseñanza que recibamos de la intuición, la comunión y la conciencia.
LA INTUICION
El cuerpo tiene sus sentidos, y el espíritu los suyos. El espíritu mora en el cuerpo y tiene una relación muy cercana con él; pero es completamente diferente del
cuerpo. Este posee
varios sentidos, pero el hombre espiritual puede detectar lo que está más allá de sus sentidos físicos. Existen otros sentidos en la parte más profunda del ser de
los creyentes; ahí pueden regocijarse, afligirse, temer, aprobar, condenar, determinar y discernir. Estos son los sentidos del espíritu, los cuales son diferentes a los sentidos del alma, los
cuales, a su vez, se expresan por medio del cuerpo.
Los sentidos y las funciones del espíritu pueden verse en los siguientes versículos:
“El espíritu está dispuesto” (Mt. 26:41).
“Jesús, conociendo en Su espíritu” (Mr. 2:8).
“Y gimiendo profundamente en Su espíritu” (Mr. 8:12).
“Y mi espíritu ha exultado en Dios mi Salvador” (Lc. 1:47).
“Cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y con veracidad” (Jn. 4:23).
“Jesús ... se indignó en Su espíritu” (Jn. 11:33).
“Habiendo dicho Jesús esto, se conmovió en espíritu” (Jn. 13:21).
“Su espíritu fue provocado viendo la ciudad llena de ídolos” (Hch. 17:16).
“Este había sido instruido en el camino del Señor, y siendo ferviente de espíritu” (Hch. 18:25).
“Pablo se propuso en espíritu” (Hch. 19:21).
“Ahora, he aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén” (Hch. 20:22).
“Fervientes en el espíritu” (Ro. 12:11).
“Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? (1 Co. 2:11).
“Cantaré con el espíritu” (1 Co. 14:15).
“Si bendices con el espíritu” (1 Co. 14:16”
“No tuve reposo en mi espíritu” (2 Co. 2:13).
“Y teniendo el mismo espíritu de fe” (2 Co. 4:13).
“Espíritu de sabiduría y revelación” (Ef. 1:17).
“Vuestro amor en el Espíritu” (Col. 1:8).
Vemos, entonces, cuán sensible es el espíritu del hombre y cuán numerosas sus funciones. La Biblia no nos dice de qué modo siente el corazón del hombre, sino el modo
en que siente y funciona su espíritu. Leamos cuidadosamente estos versículos para que podamos comprender que el espíritu humano posee todas esas funciones; también veremos que las funciones y los
sentidos del espíritu humano son tan extensos como los del alma. Todo lo que pertenezca al alma, ya sean pensamientos, decisiones o sentimientos, también lo posee el espíritu. Esto nos muestra
cuán importante es aprender a distinguir lo espiritual de lo anímico. Cuando el creyente experimenta la obra profunda de la cruz y del Espíritu Santo, gradualmente llega a experimentar y a
conocer lo que es del alma y lo que es del espíritu.
Después de que el creyente emprende la senda espiritual, los sentidos y las funciones de su espíritu crecen y se desarrollan. Si el creyente no ha tenido la
experiencia de que su espíritu se separe del alma y se une al Señor en un solo espíritu, es difícil que discierna los sentidos de su espíritu. Pero una vez que el poder del Espíritu Santo es
derramado en su espíritu, y su hombre interior es fortalecido, su espíritu posee los sentidos y las funciones de un varón plenamente maduro. Sólo entonces puede comprender los diferentes sentidos
de su espíritu.
El sentir del espíritu se llama intuición, ya que se presenta sin causa ni razón aparentes. Nuestros sentidos ordinarios son motivados por diferentes causas, que
pueden ser personas, cosas o eventos. Estas cosas provocan ciertos sentimientos. Si hay algo que nos estimule positivamente, nos regocijamos; si encontramos adversidades, nos entristecemos. Todos
estos sentimientos son reacciones a algo y, por ende, no pueden ser llamados intuición. Los sentidos del espíritu no provienen de ningún estímulo externo, sino directamente de nuestro ser
interior.
El alma y el espíritu son muy similares, pero los creyentes no deben andar según el alma, o sea que no deben obedecer a sus pensamientos ni a sus sentimientos ni a
sus preferencias, pues todo ello proviene del alma. Dios estableció que los creyentes anden según su espíritu, ya que todo lo demás proviene de la antigua creación y carece de valor espiritual.
Pero, ¿cómo podemos andar según el espíritu? Andar de acuerdo al espíritu significa vivir en conformidad con la intuición del espíritu; porque ésta expresa tanto el pensamiento del espíritu como
el de Dios.
Muchas veces intentamos hacer ciertas cosas y podemos tener muchas razones para hacerlas. Nuestro corazón puede desear algo, y con buenas intenciones; también
nuestra voluntad puede decidir llevar a cabo las intenciones de nuestra mente y de nuestros deseos. Sin embargo, en lo más recóndito de nuestro ser, existe algo indescriptible, silencioso,
insistente y escondido que pelea en contra de los pensamientos de nuestra mente, los deseos de nuestra emoción y las determinaciones de nuestra voluntad. Este sentimiento tan complejo parece
decirnos que debemos evitar lo que estamos a punto de hacer. En otras ocasiones la experiencia puede variar. Tal vez comience en lo más interno de nuestro ser con el mismo sentimiento,
indescriptible, silencioso, insistente y escondido que tuvimos antes y que nos urge, nos insta, nos mueve, o nos anima a hacer ciertas cosas que tal vez nos parezcan irracionales y contrarias a
nuestros conceptos ordinarios; se oponen a lo que
ordinariamente deseamos, preferimos, amamos y apreciamos, y nuestra voluntad preferiría no hacerlo.
¿Qué es este elemento tan distinto de nuestra mente, de nuestra parte emotiva y de nuestra voluntad? Es la intuición del espíritu, el cual expresa su pensamiento por
medio de ella. Ahora podemos ver la diferencia entre la intuición y nuestros sentimientos. Con frecuencia, lo que deseamos hacer es diametralmente opuesto a lo que nos advierte la intuición
interna y silenciosamente. La intuición también es completamente diferente a nuestra mente. Nuestra mente es racional, mientras que la intuición no está en ese ámbito y por lo general, se opone a
la razón. El Espíritu Santo revela Sus propios pensamientos por conducto de la intuición del espíritu humano. Lo que normalmente consideramos un impulso o sugerencia del Espíritu no es más que la
obra del Espíritu Santo en nuestro espíritu mostrándonos Su voluntad mediante la intuición. Ahora podemos distinguir entre lo que es del Espíritu Santo y lo que es de nosotros mismos, y también
lo que es de Satanás. El Espíritu Santo reside en nuestro espíritu, y nuestro espíritu es el centro de nuestro ser, así que cuando el Espíritu Santo revela su voluntad por medio de nuestra
intuición, lo hace por conducto de la parte más profunda de nuestro ser. La voluntad reside en la parte exterior de nuestro ser, igual que los pensamientos y los sentimientos. Cuando nos damos
cuenta de que nuestras opiniones provienen de nuestra mente o de nuestra parte emotiva, es decir, el hombre exterior, sabemos que son nuestros propios pensamientos y no la acción del Espíritu
Santo, ya que El opera desde nuestro interior. La misma distinción se puede aplicar a lo que proviene de Satanás (exceptuando la posesión demoníaca). Satanás no mora en el espíritu de los
creyentes, sino en el mundo. “Mayor es [el Espíritu Santo] el que está en vosotros, que [Satanás] el que está en el mundo” (1 Jn. 4:4). Satanás sólo puede atacarnos desde fuera. Puede operar
valiéndose de los placeres y las sensaciones del cuerpo o de la mente y las emociones del alma, ya que el cuerpo y el alma constituyen el hombre exterior. Es por ello que debemos ser muy
cuidadosos a fin de discernir si nuestros sentimientos provienen de lo más profundo de nuestro ser o si provienen del hombre exterior.
LA UNCION DE DIOS
La intuición es el lugar donde la unción de Dios nos enseña. “Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y todos vosotros tenéis conocimiento ... la unción que
vosotros recibisteis de El permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe; pero como Su unción os enseña todas las cosas, y es verdadera, y no es mentira, así como ella os ha
enseñado, permaneced en El” (1 Jn. 2:20, 27). Este pasaje nos muestra de qué modo nos enseña la unción del Espíritu Santo.
Antes de examinar estos versículos, debemos diferenciar entre “conocer” y “entender”. El espíritu “conoce”, mientras que la mente “entiende”. El creyente llega a
“conocer” algo mediante la intuición de su espíritu, mientras la mente sólo puede “entender”. Técnicamente, la mente puede “entender”, mas no “conocer”. (Sobra decir que nos referimos a la
relación entre nosotros y Dios.) En la actualidad los creyentes se confunden en su búsqueda del pensamiento del Espíritu Santo, debido a que no distinguen entre “conocer” y “entender”. Según el
uso secular, no hay gran diferencia entre conocer y entender, pero en el terreno espiritual, conocer y entender son dos cosas tan distantes entre sí como los cielos y la tierra. Conocer es obra
de la intuición, y entender es obra de la
mente. El Espíritu Santo hace que nuestro espíritu “conozca”, y éste, por su parte, instruye a nuestra mente para que “entienda”. Es difícil distinguir entre estas
dos palabras, pero en la experiencia son tan diferentes como el trigo y la cizaña.
Muchas veces tenemos un sentimiento indescriptible en nuestro interior, el cual nos hace aptos para saber si hemos de hacer algo o no. Es cierto que en nuestro
espíritu podemos conocer el pensamiento del Espíritu Santo, pero en muchas ocasiones sabemos en nuestra intuición lo que debemos hacer, pero nuestra mente entiende por qué. En cuestiones
espirituales es posible saber algo sin entenderlo. Hay ocasiones en que, habiendo llegado al límite de nuestra capacidad intelectual, recibimos la enseñanza del Espíritu Santo en nuestro
espíritu, y entonces gritamos con júbilo: “¡Ahora lo sé!” Muchas veces cuando rechazamos los pensamientos y los raciocinios de nuestra mente y obedecemos el pensamiento del Espíritu Santo
expresado en la intuición, debemos esperar bastante tiempo antes de que nuestra mente sea iluminada y podamos entender las razones por las cuales el Espíritu Santo nos guía cierto rumbo. Sólo
entonces podremos decir: “¡Ahora lo entiendo!” Por medio de estas experiencias nos damos cuenta de que “conocemos” el pensamiento del Espíritu Santo en la intuición, en nuestro espíritu, pero
“entendemos” la guía del Espíritu santo en la mente, en nuestra alma.
El apóstol Juan nos dice que la unción del Señor Jesús permanece en nosotros y nos enseña para que conozcamos todas las cosas y no tengamos necesidad de que nadie
nos enseñe. Esto se refiere a la función de la intuición. El Señor concede el Espíritu Santo a todos los creyentes, el cual mora en nuestro espíritu y nos guía a toda la verdad. ¿Cómo nos guía?
Nos guía por medio de la intuición de nuestro espíritu. En el espíritu, El expresa Sus pensamientos. La intuición posee la habilidad de detectar el sentir del Espíritu Santo. Así como la mente le
permite al hombre comprender las cosas del mundo, la intuición le permite comprender lo pertinente a la esfera espiritual. Ungir significa aplicar un ungüento. El Espíritu Santo actúa, nos enseña
y nos habla en nuestro espíritu humano. El no habla desde el cielo con voz de trueno ni como llama de fuego, y tampoco arroja al suelo al creyente con Su poder; sino que obra silenciosamente en
nuestro espíritu, haciendo que lo percibamos en nuestra intuición. Así como un ungüento que al aplicarse produce cierta sensación en el cuerpo, cuando se aplica la unción del Espíritu Santo, da
al espíritu de los creyentes cierta sensación. Cuando la intuición es consciente de ello, llega a conocer lo que el Espíritu Santo dice.
Si el creyente quiere hacer la voluntad de Dios, no necesita preguntarles a otros, ni siquiera a sí mismo; sólo debe andar según el rumbo que le indique la
intuición. La unción le enseñará al creyente “todas las cosas”. No dejará lugar a que el creyente especule; todo el que quiera andar conforme al espíritu debe tener esto presente. Nuestra
responsabilidad no es que nos enseñen, ni tenemos que decidir a nuestro antojo; de hecho, El no nos lo permitirá. Lo que el Espíritu no nos indique es nuestra propia acción. La unción opera
independientemente y no necesita nuestra ayuda; no necesita el examen de nuestro intelecto ni la agitación de nuestras emociones; la unción por sí sola expresa el pensamiento del Espíritu, quien
opera independientemente en el espíritu y da a conocer Su voluntad a los hombres mediante la intuición. Luego, hace que los hombres lleven a cabo Sus instrucciones.
EL DISCERNIMIENTO
Si leemos el contexto de este pasaje bíblico, veremos que el apóstol habló de que había falsas enseñanzas y anticristos. Pablo estaba diciéndoles a los creyentes que
por haber recibido la unción del Santo que permanece en ellos, esta unción espontáneamente les mostraría qué es verdad, qué es mentira, quién es de Cristo, y quién es el anticristo. Los creyentes
no necesitan que los hombres les instruyan, pues la unción que habita en ellos espontáneamente les enseña todas las cosas. En el presente, hay una gran necesidad de discernimiento espiritual. Si
tuviéramos que fiarnos de muchas citas bíblicas y referencias teológicas, de razonar e investigar, de observar y analizar con nuestra mente para discernir lo que es verdad y lo que es mentira,
sólo los creyentes muy versados y eruditos podrían escapar del engaño. Dios no valora nada de la vieja creación y dispuso que todo lo que no sea el espíritu, que pertenece a la nueva creación,
debe morir y ser destruido. ¿Puede la capacidad mental, la cual Dios desea abolir, ayudar al hombre a distinguir entre lo correcto y lo incorrecto? No, en absoluto. Pero Dios pone Su Espíritu en
el espíritu de cada creyente, no importa cuán ignorante o necio sea éste, a fin de enseñarle lo que es de El y lo que no es. Debido a eso, muchas veces cuando no entendemos la razón por la cual
nos oponemos a cierta enseñanza, tenemos un sentido de desaprobación en lo más profundo de nuestro ser. No sabemos por qué, pero nuestro sentido interior nos dice que algo está equivocado.
Algunas veces escuchamos una enseñanza que es totalmente diferente a la que conocemos y la cual no deseamos seguir; sin embargo, dentro de nosotros hay una pequeña voz que persiste en decirnos
que ése es el camino y que debemos seguirlo. Aunque podamos tener muchas razones para oponernos a ello y aunque nuestro razonamiento pueda vencer, la voz apacible de la intuición nos habla
continuamente y nos dice cuándo estamos equivocados.
Estas experiencias nos muestran que nuestra intuición, el órgano donde el Espíritu Santo opera, puede distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, sin la ayuda de
la observación ni el análisis intelectual. Toda persona que siga sincera y fielmente al Señor será enseñada por la unción, independientemente de su capacidad intelectual. En los asuntos
espirituales, el sabio más versado es tan ignorante como el analfabeta. Con frecuencia, el erudito comete más errores que el inculto. Las falsas doctrinas son bastante comunes hoy, y muchos
disfrazan las mentiras con palabras engañosas para que parezcan verdades. Necesitamos discernimiento en el espíritu para saber lo que es correcto y lo que no lo es. Ni la mejor enseñanza ni la
mente más perspicaz ni los consejeros más sabios son dignos de fiar; sólo los que obedecen a la enseñanza del Espíritu Santo en la intuición, escaparán del engaño de las confusiones teológicas,
las herejías, los milagros y las cosas sobrenaturales que pululan hoy en día. Debemos pedirle al Señor continuamente que active y purifique nuestro espíritu y también debemos obedecer esta tenue
voz que proviene de la intuición. No debemos dejarnos impresionar por el conocimiento menospreciando la advertencia de la intuición, pues en tal caso, caeremos en herejías o nos volveremos
fanáticos. Si no obedecemos lo que nos enseña la unción con su leve voz, seremos distraídos y confundidos debido a nuestras emociones y nuestra mente inquieta.
NUESTRA RELACION CON LOS DEMAS
La unción también nos muestra cómo relacionarnos con las personas.
No debemos criticar a nadie, sino conocer a las personas para saber convivir con ellas y ayudarles. Comúnmente uno conoce a los demás examinándolos u observándolos.
Pero aun esto a menudo nos lleva al error. No negamos la utilidad de estos procedimientos, pero sí decimos que ocupan un lugar secundario. Normalmente, un espíritu puro posee el discernimiento
correcto. Recordemos que cuando éramos niños hacíamos un juicio muy preciso de la gente que veíamos. Con el paso del tiempo, hemos acumulado conocimiento, experiencias y observaciones; sin
embargo, nuestra habilidad para conocer a la gente no parece haber mejorado. Cuando éramos niños, al formar nuestros juicios sobre las personas, no nos basábamos en nada lógico para hacerlos,
sino en lo que sentíamos en nuestro corazón, aunque muchas veces no lo podíamos explicar con palabras. Pero todo ha cambiado y ahora los hechos demostraron que nuestros “sentimientos” eran
correctos. Cuando éramos niños, nuestros juicios no eran el resultado de investigaciones ni de indagaciones, pues ni siquiera podíamos ofrecer evidencias ni razones para ellos. Esa era la acción
de una intuición pura, aunque era natural. El Señor quiere que tomemos las cosas de Dios de la misma manera. Nuestro espíritu debe convertirse, y debemos ser como niños, ya que así tendremos el
conocimiento claro que procede de Dios.
Veamos esto en el Señor Jesús: “Y al instante Jesús, conociendo en Su espíritu que cavilaban de esta manera dentro de sí mismos, les dijo...” (Mr. 2:8). Este
versículo nos muestra la operación de la intuición. No dice que el Señor Jesús tuviera un pensamiento ni un sentimiento en Su corazón, ni dice que el Espíritu Santo se lo hubiese revelado. La
facultad de Su espíritu demostró su habilidad perfecta. El sentido del espíritu en Jesucristo el hombre era muy puro, agudo y elevado. El percibía en Su espíritu con la intuición los
razonamientos de las personas que lo rodeaban, y les hablaba según dicha percepción. Esta debe ser la vida normal de toda persona espiritual. El Espíritu Santo mora en nuestro espíritu y lo
capacita para que funcione a la perfección y para que conozca todas las cosas; es así como regula todo nuestro ser. Igual que el espíritu humano del Señor Jesús actuaba cuando El estuvo en la
tierra, también nuestro espíritu debe operar por medio del Espíritu Santo que mora en nosotros.
LA REVELACION
El conocimiento que se adquiere mediante la intuición es a lo que la Biblia llama revelación, la cual no es otra cosa que la realidad de algún asunto que el Espíritu
Santo imprime en el espíritu de los creyentes, para que conozcan dicho asunto. Con respecto a la Biblia y a Dios, solamente existe una clase de conocimiento que tiene valor y es la verdad
revelada a nuestro espíritu por el Espíritu de Dios. Dios no le da explicaciones a nuestro raciocinio, pues el hombre jamás llega a Dios valiéndose de su intelecto. No importa cuán inteligente
sea un hombre, ni cuánto entendimiento tenga acerca de Dios, su entendimiento siempre estará velado. Lo único que puede hacer es inferir en su mente las cosas que están detrás del velo, puesto
que no puede ver la realidad que yace detrás de éste. Como no ha “visto”, lo único que puede hacer es deducir pero no “conocer”. Si nuestra vida cristiana no es una revelación personal, no tiene
ningún valor. Todo el que crea en Dios tiene que recibir revelación en su espíritu; de lo contrario, todo lo que cree no pasa de ser sabiduría humana, ideales y palabras, todo ello desprovisto de
Dios. Una fe así no puede resistir cuando se presenta la tentación.
La revelación no es una visión ni una voz celestial ni una fuerza exterior que sacude al hombre. Todo eso puede suceder sin que la persona reciba revelación. La
revelación se halla en la intuición y es apacible; no es un sentir intenso; aunque parece ser una voz, no es audible. Muchas personas se llaman cristianas, pero lo que creen es filosofía, ética,
doctrinas acerca de la verdad o algunos fenómenos sobrenaturales. Creer esto no produce un nuevo nacimiento ni les concede a las personas un espíritu nuevo. Aunque esta clase de “creyente” es muy
numerosa, su utilidad espiritual es nula. Dios concede Su gracia a los que han aceptado a Cristo y les muestra en su espíritu la realidad de la esfera espiritual que se abre ante ellos como si
les hubiesen quitado un velo. En consecuencia, lo que ellos conocen es mucho más profundo que lo que entienden con sus mentes. Lo que habían entendido o percibido cobra significado; todo se hace
transparente y conocido de un modo genuino, pues lo “vieron” en el espíritu. “Lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos” (Jn. 3:11). Esta es la vida cristiana. La búsqueda
intelectual no salva al hombre, ya que sólo la revelación en el espíritu proporciona un verdadero conocimiento de Dios.
LA VIDA ETERNA
En la actualidad muchas personas hablan de recibir la vida eterna mediante la fe. Pero, ¿cuál es la vida eterna que recibimos? Aunque se refiere a una bendición
futura, ¿qué significado tiene hoy? “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a quien has enviado, Jesucristo” (Jn. 17:3). La vida eterna en esta era es la
facultad de conocer a Dios y al Señor Jesús, lo cual es una realidad sólida. Al decir que todo el que cree en el Señor recibe vida eterna damos a entender que recibe un conocimiento intuitivo que
antes no poseía acerca de Dios. “Recibir la vida eterna mediante la fe” no es un lema, sino algo que puede demostrarse en esta era. Los que no poseen esta vida pueden especular de Dios, pero no
le conocen personalmente. Sólo al recibir la vida nueva y al ser regenerado, puede el hombre llegar a conocer verdaderamente a Dios por medio de la intuición. Ellos tal vez estudien teología y
entiendan la Biblia, pero su espíritu sigue muerto y sin ser regenerado. Posiblemente sirvan con entusiasmo a Dios “en el nombre del Señor”, aunque no hayan experimentado en su espíritu la
regeneración ni hayan recibido una vida nueva. La Biblia dice que el hombre no puede descubrir los secretos de Dios (Job 11:7). Nada de lo que se hace por medio de la mente puede traernos el
conocimiento de Dios. Fuera del espíritu humano, el hombre no puede conocer a Dios, y tampoco puede conocer Su mente. En la Biblia vemos una sola clase de conocimiento, el cual es la intuición en
el espíritu.
UNA GUIA APROPIADA
Los creyentes no sólo deben recibir el conocimiento por medio del espíritu en su experiencia inicial, sino que deben seguir recibiéndolo continuamente. En la vida
cristiana, lo que no se reciba mediante la revelación en la intuición carece de valor espiritual, ya que no pertenece al espíritu y, por ende, no es la voluntad de Dios. Dios sólo nos revela Su
voluntad en nuestro espíritu. Cualquier cosa que pensemos, sintamos o decidamos que no provenga de una revelación recibida en el espíritu, se considera muerta a los ojos de Dios. El creyente tal
vez actúe según pensamientos repentinos o ideas que se le ocurren después de orar, según un presunto “fuego ardiente” en su corazón, o según sus inclinaciones
naturales, sus razonamientos o sus propios juicios. Todo ello es sencillamente actividades del hombre viejo. La voluntad de Dios no se conoce por medio de esos
pensamientos, esos sentimientos ni esas preferencias; El solamente revela Su voluntad al espíritu del hombre. Lo que no es revelado por medio del espíritu es una simple actividad
humana.
Dios nunca rebela Su voluntad a la mente humana. La revelación procede del Espíritu Santo y llega al espíritu del hombre. El espíritu del hombre conoce y recibe la
voluntad de Dios por medio de la intuición. Luego, ésta le comunica la voluntad de Dios a la mente para que el hombre la entienda. Con la mente podemos entender la voluntad de Dios, pero no es
allí donde se origina. La voluntad de Dios procede de El y se revela al espíritu del hombre por medio del Espíritu Santo, quien, a su vez, hace que el hombre exterior entienda, en la mente, lo
que el hombre interior ya sabe. Si el creyente no busca la voluntad de Dios en su espíritu, sino que utiliza su mente, se confundirá y no sabrá lo que debe obedecer, pues su mente continuamente
fluctúa. Los que andan según su mente, no pueden, ni por un momento, decir en sus corazones: “Sé con certeza que ésta es la voluntad de Dios”. Unicamente los que reciben la revelación en su
espíritu tendrán una confianza profunda; y sólo ellos conocerán y estarán plenamente seguros de lo que están haciendo.
La revelación de Dios que recibimos en nuestro espíritu puede ser de dos clases: una la recibimos directamente, y la otra la buscamos. La primera se da cuando Dios
tiene un deseo, y comisiona al creyente para que lo lleve a cabo. En este caso, El revela Su voluntad al espíritu del creyente. Cuando éste recibe la revelación en su intuición, actúa en
conformidad con ella. El caso de una revelación que se recibe por haberla buscado, se da cuando el creyente tiene una necesidad específica y no sabe qué hacer; entonces acude a Dios, espera y
busca Su voluntad. En respuesta a la búsqueda del creyente, Dios opera en su espíritu y le revela si debe avanzar o detenerse. Cuando el creyente es joven en su vida espiritual, recibe
principalmente esta clase de revelación, pero cuando ha madurado más, recibe revelaciones directas. Esto no es invariable; pero en general, los creyentes jóvenes reciban revelación por haberla
buscado, y los creyentes maduros comúnmente reciben revelación directa. No obstante, es aquí donde la mayoría de los creyentes jóvenes enfrentan dificultades, ya que se necesita tiempo para poder
esperar delante del Señor y para dejar que los pensamientos, las preferencias y las opiniones sean eliminadas. Con frecuencia se impacientan al tratar de esperar la revelación de parte de Dios y
la substituyen por su propia voluntad. Como resultado, son censurados por sus conciencias. Aun cuando desean sinceramente hacer la voluntad de Dios, actúan neciamente según los pensamientos de su
mente, debido a su falta de conocimiento espiritual. Todo lo que se hace sin revelación, inevitablemente será un error.
Ahora podemos ver lo que es el conocimiento espiritual. Sólo lo que se obtiene en el espíritu es conocimiento espiritual; lo demás es simple conocimiento mental.
¿Cómo realiza Dios las cosas? ¿Cómo juzga? ¿Qué tipo de conocimiento utiliza para administrar el universo? ¿Acaso razona con Su mente como lo hacen los hombres? ¿Necesita acaso meditar
detenidamente en las cosas para entenderlas? ¿Conoce El las cosas mediante la lógica, los argumentos o la comparación? ¿Necesita investigar y deliberar para llegar a una conclusión? ¿Necesita el
Omnisciente usar un cerebro? ¡Ciertamente no! Dios no necesita nada de esto para poder saber todas las cosas. Todo el conocimiento y el juicio de Dios es intuitivo. La intuición es la facultad de
los seres espirituales. Los ángeles obedecen la
voluntad de Dios debido a que la conocen intuitivamente. No tratan de comprobar las cosas por medio de los argumentos ni los razonamientos. La diferencia que existe
entre entender la voluntad de Dios con la mente o con la intuición es inmensa, pues de esta diferencia depende el éxito o el fracaso espiritual. Si la conducta del creyente se basara en su
razonamiento o su sentido común, nadie se habría atrevido a llevar adelante las muchas obras espirituales gloriosas del pasado, ni las del presente; todas las obras espirituales superan el
razonamiento humano. ¿Quién se hubiera atrevido a ejecutarlas si no hubiese conocido la voluntad de Dios intuitivamente?
Todo el que tiene una estrecha relación con Dios, que disfruta una comunión secreta con El y que goza de una unión espiritual con El, recibe revelación en la
intuición y sabe claramente lo que sucede y lo que debe hacer. Esta conducta no atrae la simpatía de los hombres, ya que no saben lo que él sabe. Según la sabiduría del mundo, sus acciones no
tienen sentido. ¿No es cierto que los creyentes espirituales padecen gran oposición a causa de esto? ¿No los han considerado locos? No sólo la gente del mundo dice esto, sino que hasta sus
familias los critican. Esto se debe a que la vida de la antigua creación, ya sea en la gente del mundo o en los creyentes, desconoce la obra del Espíritu de Dios. Los creyentes más intelectuales
a menudo clasifican a los que actúan aparentemente sin sentido común como “fanáticos”. Para ellos, sus hechos son fruto del entusiasmo del alma, pero los presuntos fanáticos son, en realidad,
espirituales. Ellos se conducen “neciamente” debido a la revelación que recibieron en su intuición.
No debemos mezclar la intuición con las emociones. El celo de un creyente emotivo puede parecer espiritual, pero no proviene de la intuición. Del mismo modo, la
prudencia de un creyente racional puede parecer espiritual, pero tampoco es una revelación que proviene de la intuición. Tanto el creyente emotivo como el intelectual son anímicos. El espíritu
tiene celo, de hecho, su celo excede al celo que tiene la parte emotiva del hombre. Todos los hechos de los creyentes espirituales son “justificados en el espíritu” (1 Ti. 3:16); no son tolerados
por las emociones carnales de la mente. Si nos salimos del espíritu y andamos de acuerdo con nuestros sentimientos carnales o con nuestro raciocinio, inmediatamente estaremos perdidos sin saber
qué hacer ni a dónde ir. Cuando esto sucede, somos como Abraham, quien descendió a Egipto buscando ayuda en objetos visibles y tangibles. El espíritu y el alma trabajan independientemente uno de
otro. Si el espíritu no trasciende para tomar el control de nuestro ser, el alma peleará en contra de él.
Cuando el espíritu del creyente es renovado, fortalecido y educado por el Espíritu Santo, su alma cede su lugar y se somete al espíritu. Gradualmente, ella viene a
ser un siervo del espíritu, y el cuerpo es conquistado y se convierte en servidor del alma para ejecutar la voluntad del espíritu que conoce la revelación de Dios por la intuición. Este progreso
se repite sucesivamente. Algunos tienen más cosas para eliminar que otros, ya que sus espíritus no son tan puros como el de éstos. Están llenos de conocimiento intelectual, de emociones y de
prejuicios, debido a lo cual su espíritu no está abierto para recibir las verdades de Dios. Para que la intuición pueda recibir algo de parte de Dios, todas estas cosas deber ser
eliminadas.
Ahora debemos entender más claramente la diferencia entre la intuición y la mente o las emociones. Si comprendemos qué es la intuición, veremos mejor el espíritu, el
cual es tan
misterioso para nosotros. Examinemos las diferencias básicas entre la experiencia espiritual y la anímica. Una experiencia es espiritual debido a que tiene su origen
en Dios y a que la conocemos o la percibimos en nuestro espíritu. Por otro lado, una experiencia anímica tiene su origen en el hombre y no pasa por el espíritu. Así que, puede darse el caso de
personas que tienen mucho conocimiento bíblico, comprenden con precisión ciertas doctrinas cristianas, tienen celo por aplicar todos sus talentos en la obra del Señor, son elocuentes y dan
conferencias acerca de la Biblia, pero su ser todavía vive en la esfera del alma, y no da ni un paso hacia su espíritu; tal vez su espíritu aún esté muerto. Las personas que nos oyen nunca
entrarán en el reino de Dios por medio de nuestro ánimo, nuestras exhortaciones, nuestros argumentos, nuestras sugerencias, nuestro atractivo ni nuestra persuasión. Sólo pueden entrar por medio
de la regeneración, que es la resurrección del espíritu. La nueva vida que recibimos lleva consigo varias facultades, de las cuales la más importante es la intuición, ya que con ella entiende a
Dios, lo conoce y está consciente de El.
¿Significa esto que la mente humana es completamente inútil? Por supuesto que no. Ciertamente, la mente tiene su parte, pero debemos recordar que el intelecto es
secundario. No conocemos a Dios ni lo relacionado con El mediante el intelecto, ya que si lo hiciéramos, la vida eterna no tendría significado. La vida eterna (es decir, la nueva vida) no es otra
cosa que el espíritu mencionado en Juan 3. Conocemos a Dios mediante la vida eterna y el espíritu que acabamos de recibir. La utilidad de la mente yace en su capacidad de explicar a nuestro
hombre exterior lo que vemos en nuestro espíritu y transmitirlo con palabras inteligibles. Vemos esto en el caso de Pablo. En sus epístolas recalcó que el evangelio que predicaba no era de
hombres, ni se adquiría “al por mayor” en la mente del hombre ni se vendía “al menudeo” a otras mentes, sino que él lo recibió por la revelación. Aunque poseía una excelente capacidad mental, su
enseñanza no provenía de sus pensamientos, ni los repentinos ni los desarrollados gradualmente. Su mente estaba unida a su espíritu y comunicaba a otros la revelación que él recibía en su
espíritu. La mente (parte del alma) no es el órgano que recibe conocimiento espiritual, sino el órgano que lo transmite.
Aparte del espíritu, no hay otro lugar donde Dios pueda comunicarse con nosotros. No hay manera de que conozcamos a Dios excepto en la intuición. Por medio del
espíritu, el hombre entra en la esfera eterna, divina e invisible. Podemos decir que la intuición es “el cerebro” del espíritu. Cuando decimos que el espíritu del hombre está muerto, nos
referimos a que su intuición perdió la sensibilidad y la facultad de conocer a Dios o de entender lo pertinente a El. Al afirmar que el espíritu debe gobernar todo nuestro ser, nos referimos a
que cada parte del alma y cada miembro del cuerpo deben obedecer la voluntad de Dios, la cual conocemos por medio de la intuición. Ya dijimos que la regeneración es absolutamente necesaria, pero
lo repetiremos: ni la mente ni la parte emotiva ni la voluntad humana pueden conocer a Dios ni substituir a la intuición. Si el hombre no recibe la vida de Dios y si su intuición no es
resucitada, permanecerá separado eternamente de Dios. La regeneración es una experiencia real; no es un término ni un cambio de moral, sino el ingreso indubitable de lavida de Dios en nuestro
espíritu, lo cual resucita nuestro espíritu y nuestra intuición. Es completamente imposible que un hombre haga el bien y agrade a Dios por su propia cuenta, ya que sus actividades se hallan en la
esfera del alma y no se efectúan mediante la intuición que se despierta para Dios. Es imposible que un hombre nazca de nuevo por su propio esfuerzo, porque él no tiene nada que pueda producir una
vida nueva.
Si Dios no lo engendra, él jamás podrá engendrase a sí mismo. Además, no importa con cuánta claridad entendamos las doctrinas ni cuánto confiemos en ellas; de todos
modos son inútiles y no pueden salvar al hombre. El tiene que ponerse en las manos de Dios y rogarle que opere en su interior, pues si no reconoce cuán inútil es y que debe identificarse con la
muerte del Señor Jesús y recibir la vida de Dios, su espíritu permanecerá muerto para siempre.
Los caminos del hombre rechazan al Señor Jesús como Salvador, la resurrección de la intuición (el espíritu), y prefieren reemplazar la intuición con la mente. El
hombre piensa, medita e inventa diferentes filosofías, normas éticas o religiones; pero Dios dice: “Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros
caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Is. 55:9). No importa cuáles sean los pensamientos del hombre, siguen siendo de la tierra, y no de los cielos. Después de que somos
regenerados, Dios desea que conozcamos Sus obras y Su voluntad por medio de nuestra intuición para que andemos según ella. Pero ¡cuán fácil es que los creyentes olviden lo que aprendieron en la
regeneración! ¡Cuántos creyentes se conducen en su vida diaria según sus pensamientos y sus emociones! Cuando servimos a Dios, aún usamos nuestro intelecto, nuestro celo y nuestras ideas para
motivar la mente, la parte emotiva o la voluntad de otros. Dios desea mostrarnos que ni nuestra alma ni las almas de los demás tienen utilidad ni valor. Dios desea destruir nuestra vida natural
junto con su intelecto, sus habilidades y su fuerza. Debido a esto, nos permite equivocarnos, desanimarnos, enfriarnos hasta llegar a ser inútiles en nuestra obra espiritual. Esta lección no
puede aprenderse en un par de días. Dios nos instruirá durante toda nuestra vida, y hará que comprendamos que si no andamos según la intuición, todo lo que hagamos será en vano.
He aquí el punto crucial. Cuando la intuición propone algo totalmente diferente a lo que el alma desea, ¿a quién obedeceremos? Ese es el momento de determinar quién
ha de gobernar nuestra vida y de qué manera hemos de andar. Esa es la batalla decisiva para decidir quién será la cabeza, nuestro hombre exterior o nuestro hombre interior, el hombre de los
sentimientos o el hombre del espíritu. Al principio de nuestra vida cristiana nuestro espíritu pelea contra nuestra carne. Ahora la guerra se libra entre nuestro espíritu y nuestra vida natural.
Anteriormente peleábamos contra los pecados; ahora no nos debatimos entre el bien y el mal, sino entre nuestra bondad natural y la bondad de Dios. Antes nos preocupábamos por la moralidad de lo
que hacíamos, ahora nos preocupa su origen. Hoy tenemos una guerra entre el hombre exterior y el hombre interior, entre la voluntad de Dios y las intenciones del hombre. Aprender a andar según el
espíritu es una labor que dura toda la vida del hombre nuevo. Si el creyente anda según el espíritu, vencerá su carne. El Espíritu Santo, al fortalecer el espíritu del nuevo hombre, pondrá fin a
la mente carnal, pues ésta sólo produce muerte, pero la mente puesta en el espíritu es vida y paz.
CAPITULO DOS
LA COMUNION
Así como el hombre se comunica con el mundo físico por medio de su cuerpo, se comunica con el mundo espiritual mediante su espíritu. La comunión con la esfera
espiritual no se efectúa en la mente ni en la parte emotiva, sino en el espíritu, es decir, mediante la intuición del espíritu. Si entendemos las funciones de la intuición, entenderemos el
carácter de la comunión entre Dios y el hombre. Para que el hombre adore a Dios y tenga comunión con El, necesita tener una substancia que sea compatible con la de El. “Dios es Espíritu; y los
que le adoran, en espíritu y con veracidad es necesario que adoren” (Jn. 4:24). No puede haber comunión entre dos substancias diferentes; por eso, ni las personas que no han sido regeneradas,
cuyos espíritus no han sido reavivados, ni los creyentes que no adoran utilizando su espíritu, pueden tener una verdadera comunión con Dios. Aunque la persona tenga pensamientos hermosos y
sentimientos loables, no puede experimentar la realidad espiritual ni tener una comunión personal con Dios. Nuestra comunión con Dios se da en la parte más recóndita de nuestro ser, la cual es
más profunda que la mente, el asiento de las emociones y la voluntad; tenemos comunión con Dios mediante nuestra intuición.
En 1 Corintios 2:9 hasta 3:2 vemos la manera en que el hombre tiene comunión con Dios mediante su espíritu, y cómo comprende las cosas de Dios. Examinemos esto
detalladamente.
EL CORAZON DEL HOMBRE
El versículo 9 dice: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman”. Este versículo
habla de Dios y de las cosas de Dios. Todo lo que El ha preparado son cosas que el cuerpo del hombre (el ojo y el oído) no ha ni visto ni oído, cosas que no han subido al corazón del hombre. En
“el corazón del hombre” se refiere a su entendimiento, su mente o intelecto. Los pensamientos del hombre no pueden comprender las obras de Dios, pues ellas trascienden la esfera intelectual. Los
que quieren conocer a Dios y tener comunión con El nunca podrán lograrlo utilizando sus mentes.
EL ESPIRITU SANTO
El versículo 10 dice: “Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun las profundidades de Dios”. El Espíritu
escudriña todas las cosas y no necesita usar la mente para comprender las cosas, ya que conoce aun las profundidades de Dios. El sabe lo que el hombre no puede llegar a saber,. El Espíritu todo
lo escudriña por Su intuición, y Dios revela por medio de El aquello que no ha subido a nuestro corazón.
Esta revelación no es un entendimiento que se obtenga valiéndose de la mente, pues es algo que no se nos ocurre en nuestros corazones y mucho menos en nuestro
intelecto. Por ser
una revelación, no necesita la ayuda de nuestra mente. Dios no nos revela nada por medio de nuestros oídos, nuestros ojos ni nuestra mente. ¿Cómo se obtiene la
revelación? Los dos versículos siguientes responden a ésta pregunta.
EL ESPIRITU DEL HOMBRE
Los versículos 11 y 12 añaden: “Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las
cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Pero nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha dado por Su gracia”.
Sólo el espíritu del hombre conoce (no dice que entiende ni que percibe) las cosas del hombre; del mismo modo, sólo el Espíritu Santo conoce las cosas de Dios. Tanto el espíritu del hombre como
el Espíritu Santo conocen las cosas directamente, no por deducción ni por investigación, es decir, por medio de la intuición, no de la mente.
Ya que sólo el Espíritu Santo conoce las cosas de Dios, nosotros podemos conocerlas solamente cuando recibimos al Espíritu Santo. El espíritu del mundo no tiene
ninguna comunión con Dios, pues aunque es un espíritu, está muerto y no puede conducirnos a la comunión con Dios.
Puesto que el Espíritu de Dios conoce las cosas de Dios, cuando recibimos en nuestro espíritu lo que El sabe en la intuición, también nosotros llegamos a conocer las
cosas de Dios. Es por eso que la Palabra dice: “Hemos recibido ... el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha dado”
¿Cómo es que conocemos? El versículo 11 dice que el hombre llega a conocer por medio de su espíritu. Esto esclarece mucho las cosas. El Espíritu Santo revela a
nuestro espíritu todo lo que El sabe en Su intuición, comunicándolo a la intuición de nuestro espíritu. Por medio de la intuición conocemos lo que el Espíritu Santo revela; además, siempre que el
Espíritu Santo revela las cosas de Dios, lo hace en nuestro espíritu. Aparte del espíritu del hombre, no existe otro órgano que pueda conocer las cosas del hombre. El Espíritu Santo no revela las
cosas de Dios a nuestra mente, porque El sabe que nuestra mente es incapaz de conocer las cosas de Dios. La mente no es un órgano apto para conocer las cosas que pertenecen a Dios y al hombre.
Aunque puede pensar e inventar muchas cosas, no puede decir que sabe, ya que sólo el espíritu conoce las cosas del hombre.
Vemos, entonces, que Dios tiene en alta estima al espíritu humano regenerado. Si un hombre no es regenerado, su espíritu todavía está muerto, y Dios no tiene
posibilidad de revelarle las cosas que le pertenecen a El. Aunque una persona sea muy inteligente, no puede comprender las cosas de Dios, ya que la comunión de Dios con el hombre y la adoración
del hombre hacia Dios requieren un espíritu regenerado. Esto se debe a que éste es el único vínculo entre Dios y el hombre. Si el espíritu no es regenerado, habrá una separación entre Dios y el
hombre; El no puede ir a su encuentro, ni el hombre puede acudir a El, ya que su intuición está todavía muerta y no puede conocer la intención del Espíritu Santo. El primer paso para que haya
comunión entre Dios y el hombre es que el espíritu sea avivado.
El hombre tiene libre albedrío, es decir, tiene el pleno derecho de decidir sus propios asuntos; por ello, aun después de que un pecador es regenerado y llega a ser
un creyente, todavía tiene muchas tentaciones. Es posible que por ignorancia o por prejuicios muchos creyentes no le den a su espíritu o a la intuición el lugar que les corresponde; sin embargo,
para Dios el espíritu es el único lugar donde El puede comunicarse con el hombre, y donde el hombre puede adorarlo y comunicarse con El. Aún así, muchos creyentes siguen andando según su mente o
sus emociones, y pasan por alto la voz de la intuición; en consecuencia, basan su conducta en el principio de hacer las cosas de acuerdo con lo que consideran razonable, bonito, o con lo que les
agrada o les interesa. Inclusive, cuando tienen el deseo de cumplir la voluntad de Dios, piensan que las ideas que se les ocurren o algunos razonamientos lógicos son la voluntad de Dios, y los
obedecen. No se dan cuenta de que deben obedecer al sentir expresado por su intuición mediante su espíritu, y no a sus propios pensamientos. Aun cuando están dispuestos a escuchar la voz de la
intuición, sus sentimientos no son estables; por lo tanto, ellos también fluctúan con sus emociones y no reconocen la voz de su intuición. Por consiguiente, andar según el espíritu se convierte
en un evento ocasional en la vida de los creyentes, y no una experiencia perdurable, diaria y continua.
Puesto que ésta es nuestra condición cuando inicialmente conocemos la voluntad de Dios, no es de extrañar que no tengamos una revelación profunda. En tal condición,
nunca estaremos en nuestro espíritu, el cual nos capacita para conocer el plan de Dios en esta era, la realidad de la lucha espiritual y las verdades profundas de la Biblia. Además, en cuanto a
la adoración a Dios, haremos lo que juzguemos correcto, o lo que en ese momento sintamos. En tales circunstancias, la comunión con el Señor en nuestra intuición cesa.
El creyente debe saber que sólo el Espíritu Santo conoce las cosas de Dios, que lo hace por medio de la intuición, no de la mente. Por lo tanto, sólo El puede
impartir este conocimiento al hombre. Sin embargo, el que recibe el conocimiento debe recibirlo de la misma manera. Esto significa que también debe usar su intuición para conocer lo que el
Espíritu Santo conoce por medio de Su intuición. La unión de estas dos intuiciones produce en el hombre el conocimiento de las cosas de Dios.
El versículo 13 dice: “Lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, interpretando lo espiritual con
palabras espirituales”. Vemos cómo debemos hablar acerca de lo que conocemos mediante la intuición en nuestro espíritu. En nuestro espíritu sabemos lo que pertenece a Dios, y nuestra
responsabilidad es predicarlo. El apóstol declara que para hablar de las cosas que sabía en su espíritu no utilizaba “palabras enseñadas por sabiduría humana”. La sabiduría del hombre pertenece a
la mente del hombre y es el producto de la actividad del cerebro humano. El apóstol afirma categóricamente que no utiliza las palabras que se originan en su mente para comunicar lo que el
espíritu sabe acerca de las cosas de Dios. El apóstol Pablo tenía mucha sabiduría. El podía formular ideas nuevas y pronunciar mensajes elocuentes. Sabía expresarse, sabía qué ejemplos usar y
cómo estructurar sus mensajes; podía utilizar su elocuencia natural para que los oyentes entendieran bien su pensamiento, pero dijo que no usaría palabras enseñadas por sabiduría humana. Esto
significa que la mente del hombre no sólo es incapaz de conocer las cosas de Dios, sino también de hablar acerca de la sabiduría espiritual.
El habló empleando palabras “enseñadas por el Espíritu”. Esto significa que él había sido instruido en su intuición por el Espíritu Santo. En la vida cristiana lo
único que tiene valor es estar en el espíritu; aun cuando hablemos del conocimiento espiritual, debemos utilizar el discurso espiritual. La intuición no sólo sabe lo que nos revela el Espíritu
Santo, sino también las palabras que El nos enseña para expresar lo que nos revela. Muchas veces el creyente recibe revelación de parte de Dios, comprende algo y quiere predicarlo a otros; para
él todo es claro y lo entiende; sin embargo, su predicación no transmite su pensamiento debido a que no ha recibido las palabras en su espíritu. Algunas veces cuando el creyente espera delante
del Señor, algo sucede en su interior; tal vez reciba unas pocas palabras, pero éstas transmiten plenamente lo que Dios le reveló. Así, él se da cuenta de que Dios verdaderamente lo ha usado para
que testifique de El.
Esas experiencias nos muestran la importancia de recibir las palabras de parte del Espíritu Santo. Hay dos clases de expresiones; la primera es nuestra elocuencia
natural, y la otra son las palabras que el Espíritu Santo da a nuestro espíritu. El tipo de discurso dado en Hechos 2:4 es indispensable en la obra espiritual. No importa cuánta sea nuestra
elocuencia natural, no puede transmitir las cosas de Dios. Aunque estemos satisfechos de haber hablado bien, tal vez no se haya transmitido lo que deseaba comunicar el Espíritu Santo. Sólo las
palabras espirituales, es decir, las que recibimos en nuestro espíritu, están ligadas al conocimiento espiritual. Algunas veces tenemos una carga del Señor en nuestro espíritu, y es como si un
fuego ardiese en nuestro interior; sin embargo, no tenemos forma de transmitir dicha carga. En tal caso, debemos esperar que el Espíritu Santo nos dé el mensaje para que podamos transmitir lo que
se encuentra en nuestro espíritu, y así aliviar la carga. Si no recibimos las palabras que provienen del Espíritu Santo en nuestra intuición, y en su lugar usamos palabras de sabiduría humana,
todo el valor espiritual se perderá, ya que las palabras meramente humanas, en el mejor de los casos, sólo pueden hacer que las personas estén de acuerdo con nuestras ideas. A veces tenemos
experiencias espirituales, pero no sabemos cómo comunicarlas, hasta que tal vez unas palabras sencillas de algún creyente esclarecen nuestro cielo y llegamos a conocer el significado de nuestra
experiencia. Esto se debe a que hasta el momento en que oímos a otros expresar la misma experiencia que nosotros tuvimos, no habíamos recibido en nuestro espíritu el mensaje del
Señor.
“Lo espiritual” debe explicarse con “palabras espirituales”. Debemos usar medios espirituales para llevar a cabo nuestras metas espirituales. Esto es algo que en
estos días el Señor nos está enseñando. No basta con tener una meta espiritual; el medio y los procedimientos también deben serlo. Todo lo que pertenece a la carne, sea lo que sea, no puede
llevar a cabo lo que es espiritual. Tratar de utilizar nuestra mente y nuestros sentimientos para alcanzar una meta espiritual, es como esperar que de una fuente de agua amarga brote agua dulce.
Todo lo pertinente a nuestra comunión con Dios, ya sea procurar hacer Su voluntad, obedecer Sus preceptos o predicar Su mensaje, únicamente es eficaz si lo hacemos en nuestra intuición y en
comunión con El. Si usamos nuestra mente, nuestro talento y nuestros métodos, todo ello será muerte ante Dios.
La Biblia en chino trae una nota marginal que dice que las dos últimas frases del versículo 13 pueden traducirse así: “Comunicando lo espiritual a los hombres
espirituales”. Esto es muy significativo, y está relacionado con el siguiente versículo. Estudiaremos esto juntamente con el siguiente versículo.
ANIMICO O ESPIRITUAL
El versículo 14 dice: “Pero el hombre anímico no acepta las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son necedad, y no las puede entender, porque se han de
discernir espiritualmente”.
Los hombres anímicos son aquellos que no han sido regenerados y que, por ende, no tienen un nuevo espíritu. Ellos no tienen intuición; sólo tienen la mente, la parte
afectiva y la voluntad, o sea su alma. Pueden razonar, juzgar con lógica y expresar sus deseos, pero debido a que no han sido regenerados en su espíritu, no pueden “aceptar” las cosas que son del
Espíritu de Dios. Dios pone Su revelación en la intuición del hombre. Aunque un hombre anímico pueda pensar y observar, carece de intuición, y por eso no puede aceptar lo que Dios revela. Todos
los talentos naturales del hombre son inútiles, pues aunque tenga muchas habilidades, ninguna puede reemplazar la obra de la intuición. Dios no desea ser algo especial, y tampoco trata de poner
el espíritu y la intuición que dio al hombre en regeneración por encima de las cosas que el hombre posee por naturaleza. Sin embargo, debido a que el hombre está muerto en el espíritu para Dios,
El no puede comunicarle ni Su persona ni Sus cosas. En el hombre no hay ningún órgano apto para recibir las cosas de Dios. De los componentes del alma del hombre, no existe uno solo que pueda
tener comunión con Dios. La mente, el intelecto y el razonamiento, que son tan altamente estimados por el hombre, son tan corruptos como su lujuria y no pueden comprender a Dios. No sólo es
imposible que una persona que no ha sido regenerada tenga comunión con Dios con su mente, sino que también es imposible que los creyentes regenerados tengan comunión con Dios sin usar su espíritu
regenerado; también es imposible que entiendan las cosas de Dios utilizando la mente, ya que ésta no cambia su función después de la regeneración. La mente sigue siendo la mente, y la voluntad
sigue siendo la voluntad; nunca llegan a ser órganos aptos para tener comunión con Dios.
El hombre anímico no sólo no puede recibir esas cosas, sino que hasta piensa que son locura. Esta idea nos hace volver a examinar la mente del hombre. Según la mente
del hombre, las cosas que se conocen por medio de la intuición son locura porque no se pueden razonar. Trascienden los sentimientos humanos y son contrarias a la mentalidad mundana e incluso al
sentido común. A nuestra mente le gusta lo que es lógico y racional, lo que concuerda con la sicología humana; no obstante, ninguno de los hechos de Dios se rigen por leyes humanas, debido a esto
para el hombre natural son locura. La locura mencionada en este capítulo se refiere a la crucifixión del Señor Jesús. El mensaje de la cruz no sólo afirma que el Salvador murió por nosotros, sino
también que todos los creyentes murieron juntamente con El. Todo lo que pertenece al hombre natural, como por ejemplo, el yo del creyente, debe pasar por la muerte de la cruz. Si esto es sólo una
idea o un concepto, tal vez la mente lo acepte, pero si es algo que deba ponerse en práctica, la mente inmediatamente lo rechazará.
Puesto que el hombre anímico no puede recibir ni aceptar este mensaje, menos aún lo puede conocer. Primero debemos recibir la palabra, y luego conocerla. A fin de
poder conocer esta palabra necesitamos la intuición. Para poder aceptar o recibir las cosas de Dios primero necesitamos tener el Espíritu. Si el creyente tiene el Espíritu y ha recibido las cosas
de Dios, la intuición tiene la oportunidad de conocerlas. Aparte del espíritu del hombre no se
pueden conocer las cosas del hombre. Un hombre anímico no puede conocer las cosas de Dios porque no tiene un espíritu renovado y, por lo tanto, no tiene la función
de la intuición para conocerlas.
El apóstol también asevera que el hombre anímico “no acepta” las cosas de Dios porque se han de “discernir espiritualmente”. ¿Nos damos cuenta de que el Espíritu
Santo reitera que el espíritu del hombre es el órgano con el cual tiene comunión con Dios?. La idea principal de este pasaje es demostrar y aclarar que mediante el Espíritu de Dios, el espíritu
del hombre llega a ser la base para tener comunión con Dios y para conocer las cosas de Dios. Fuera del espíritu del hombre no hay nada más.
Todo órgano tiene su propia función. La función del espíritu es discernir las cosas de Dios. No queremos anular nuestra mente, nuestra parte emotiva ni nuestra
voluntad, ya que ellas tienen sus propias funciones, pero sí afirmamos que tienen una posición secundaria, que deben ser restringidas y que no deben gobernar al hombre. La mente debe estar bajo
la restricción del espíritu, actuar de acuerdo con la voluntad que Dios haya dado a conocer mediante la intuición. No debe crear ideas originales ni exigir que todo nuestro ser las acate.
Igualmente, la parte emotiva debe obedecer las órdenes del espíritu, todo su amor y su odio deben corresponder a lo que el espíritu quiere y no a sus propios sentimientos. Del mismo modo, la
voluntad también debe obedecer a la voluntad de Dios expresada mediante la intuición; debe obedecerla y no tomar decisiones por sí sola. Si la mente, la parte emotiva y voluntad permanecen en una
posición secundaria, el creyente progresará espiritualmente. De lo contrario, la mente, la parte emotiva y la voluntad se convertirán en amos, y usurparán el lugar del espíritu. En consecuencia,
no habrá ni vida ni obra espiritual. El espíritu debe ocupar su posición, y el creyente debe esperar en su espíritu la revelación de parte de Dios. Si el espíritu no recupera su posición, el
hombre no podrá discernir lo que sólo puede ser discernido por el Espíritu. Es por esto que el versículo anterior dice que las cosas espirituales las conocen los hombres espirituales, ya que son
los únicos que, mediante su espíritu en función, pueden conocerlas.
El versículo 15 dice: “En cambio el hombre espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado por nadie”. Para una persona espiritual el espíritu es el centro
de su ser, y su intuición es muy sensible. La mente, la parte emotiva y la voluntad de su alma no perturban la quietud de su espíritu, el cual ejerce así sus funciones.
“El hombre espiritual juzga todas las cosas” porque la intuición obtiene su conocimiento exclusivamente del Espíritu Santo. “El no es juzgado por nadie” porque nadie
sabe ni cómo ni qué le revela el Espíritu a su intuición, ni el sentir de ésta. Si el creyente solamente pudiera obtener conocimiento mediante su inteligencia, sólo los que fueran más
inteligentes discernirían todas las cosas. Si así fuera, la erudición y la educación mundana serían indispensables, y el hombre instruido podría ser juzgado por otros que fueran iguales o más
inteligentes que él, ya que podrían conocer sus pensamientos. Pero el conocimiento espiritual tiene como base la intuición del espíritu. Si un hombre es espiritual y posee una intuición sensible,
su conocimiento no tendrá limite. Aunque su mente sea lenta, el Espíritu Santo puede introducirlo en la realidad espiritual de todas las cosas. Su espíritu puede iluminar su mente. Además, el
modo en que el Espíritu se revela sobrepasa la imaginación humana.
El versículo 16 dice: “Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo”. Aquí nos encontramos una pregunta. En
el mundo nadie ha conocido la mente del Señor como para instruirle, porque todos los hombres son anímicos. El único modo para conocer a Dios es usar la intuición, así que ¿dónde podríamos
encontrar a alguien que sin valerse del espíritu pueda conocer la mente de Dios? Esta pregunta confirma la última oración del versículo anterior. Un hombre espiritual “no es juzgado por nadie”
porque nadie ha conocido la mente del Señor. “Nadie” significa ningún hombre anímico. El hombre espiritual conoce la mente del Señor porque posee una intuición muy aguda. El hombre anímico no
puede conocer la mente del Señor porque no posee la intuición y, por ende, no tiene comunión con Dios. Debido a esto, no puede juzgar al hombre espiritual que se somete totalmente a la mente del
Señor. Este es el significado de este versículo.
“Mas nosotros” significa que todos los creyentes, aun cuando haya muchos que sean carnales, somos diferentes a los hombres anímicos. “Mas nosotros tenemos la mente
de Cristo”. Los que fueron regenerados, ya sean infantes o adultos, tienen la mente de Cristo. Nosotros conocemos la mente de Cristo porque poseemos una intuición resucitada, y debido a ello
podemos conocer y sabemos lo que Cristo preparó para que nosotros recibamos en el futuro (v. 9). El hombre anímico no conoce la mente de Cristo, pero los que son regenerados sí. La diferencia
radica en tener el espíritu (Jud. 19).
LOS ESPIRITUALES Y LOS CARNALES
En 1 Corintios 3:1-2 dice: “Y yo, hermanos, no pude hablaros como a hombres espirituales, sino como a carne, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, y no
alimento sólido; porque aún no erais capaces de recibirlo. Pero ni siquiera sois capaces ahora”. Estas pocas frases están relacionadas con la sección anterior, ya que sigue el mismo delineamiento
de lo que se enseña en la sección anterior, continuando con el tema del espíritu del hombre. La división de la Biblia en capítulos y versículos no fue inspirada por el Espíritu Santo, sino que
fue inventada por los hombres para facilitar la lectura para sí mismos, pero nosotros debemos unir este pasaje con el capítulo anterior.
Antes de examinar el significado de estos dos versículos, veamos al apóstol Pablo y notemos cuán clara era su percepción espiritual. El sabía qué clase de personas
recibirían su carta, si eran espirituales o anímicas, y si eran controlados por el espíritu o aun estaban bajo el dominio de la carne. Aunque su mensaje estaba relacionado con las cosas
espirituales, él no se atrevía a hablar indiscriminadamente sin tener en cuenta la condición de los destinatarios de su carta, para ver si podían recibirla o no. Unicamente comunicaba las cosas
espirituales a los hombres espirituales. Lo importante no era cuánto tenía él, sino cuánto podían captar sus oyentes. Vemos que no hay jactancia por su propio conocimiento, ya que sencillamente
recibía en su espíritu las palabras que debía comunicar, tenía conocimiento espiritual y además las palabras espirituales para dirigirse a los creyentes en diferentes niveles. Nosotros también
debemos conocer las palabras espirituales, las palabras enseñadas por el Espíritu Santo. Estas no son necesariamente palabras que hablan de los asuntos profundos del Espíritu de Dios, sino que
son reveladas por el Espíritu Santo en el espíritu. Tal vez no sean muy elevadas ni muy profundas; quizá sean comunes y corrientes, pero lo que cuenta es que ellas son conocidas mediante nuestra
intuición y enseñadas por el
Espíritu Santo. Eso es lo que las hace palabras espirituales. Cuando estas palabras se pronuncian, producen considerables resultados espirituales.
En los pasajes anteriores, el apóstol nos muestra que la intuición es la única facultad con la cual se conoce a Dios, se tiene comunión con El y se conoce lo
relacionado con El. También nos dice que en el espíritu regenerado está la mente de Cristo; esto significa que todo espíritu regenerado entiende lo que Cristo nos dará en el futuro. Después
clasifica a los creyentes en dos categorías: los espirituales y los carnales; también menciona la diferencia entre el poder intuitivo de éstas dos clases de creyentes. Esos dos versículos son la
respuesta a la pregunta que algunos se hacen: “Si el espíritu del hombre conoce todas las cosas del hombre, y si el hombre espiritual juzga todas las cosas, ¿por qué hay tantos creyentes
regenerados que no perciben su espíritu ni pueden conocer mediante su espíritu las cosas profundas de Dios?”
En respuesta a esta clase de pregunta el apóstol dijo: “En cambio el hombre espiritual juzga todas las cosas”. Aun cuando los creyentes tienen un espíritu
regenerado, no todos ellos son espirituales. ¡Hay muchos que aún son carnales! Aunque la intuición del hombre ha sido vivificada, el hombre es quien debe darle el lugar que le corresponde,
permitiéndole que actúe; de lo contrario, queda suprimida, sofocada e incapacitada para comunicarse con Dios y para saber lo que debería saber. El creyente espiritual no hace nada en conformidad
con su mente, su parte emotiva ni su voluntad, sino que los lleva a la cruz para que se sometan al espíritu. De esta manera, la intuición tiene la libertad de recibir la revelación que proviene
de Dios y la transmite posteriormente a la mente, a la parte emotiva y a la voluntad para que lleven a cabo la revelación recibida por la intuición. Pero los creyentes carnales no son así. Fueron
regenerados, y su intuición fue vivificada ante Dios, pero aunque están esclavizados por la carne, tienen la oportunidad de llegar a ser creyentes espirituales. Los deseos de la carne son aún
bastante fuertes y poderosos, y hacen que ellos pequen. Todavía tienen muchos razonamientos y pensamientos desenfrenados, muchos planes en su mente carnal, muchos intereses carnales, gustos e
inclinaciones en sus emociones y muchos juicios, opiniones y decisiones mundanas en su voluntad. Como resultado de todo ello, estos creyentes andan según la carne noche y día. Están tan ocupados
que no tienen tiempo para escuchar la voz de su intuición. La voz del espíritu es tan tenue que aun si el creyente detiene toda actividad para escucharla atentamente, es posible que no la oiga.
¿Cómo será oída, entonces, si las diferentes partes de la carne están activas todo el día? Cuando el creyente es afectado por la carne, su espíritu se embota y es incapaz de recibir alimento
sólido.
En las Escrituras se compara al creyente recién regenerado con un niño porque la vida que recibió en el espíritu es tan débil como la de un niño. Esto no es problema
si el creyente crece y deja la infancia en poco tiempo, ya que todo adulto empieza siendo niño. Pero si el creyente permanece como niño por mucho tiempo y si después de años de haber sido
regenerado, la estatura de su espíritu no cambia, entonces algo está mal. El espíritu del hombre puede crecer, y la intuición también puede crecer y fortalecerse. Un niño recién nacido no está
consciente de sí mismo; su sistema nervioso es muy frágil y es infantil en todos los sentidos. Un creyente recién regenerado es exactamente igual. Su vida espiritual es como una chispa, y su
intuición es débil y no tiene mucha función. Sin embargo, el niño crece diariamente. Su conocimiento se amplía cada día debido al uso y al ejercicio, y crece
hasta que su conciencia se desarrolla plenamente y puede utilizar todos sus sentidos. Sucede lo mismo con el creyente. Después de ser regenerado debe aprender
gradualmente a usar su intuición. Cuanto más la use, más experiencia y conocimiento obtendrá, y más crecerá. Así como la conciencia de una persona no es muy sensible cuando acaba de nacer, cuando
el creyente acaba de ser regenerado, su intuición no es muy sensible.
Los creyentes carnales permanecen como niños por largo tiempo sin crecer. Esto no significa que no dejan sus pecados ni que no aumentan su conocimiento bíblico ni
que no se esfuerzan por servir al Señor o tampoco que no hayan recibido el don del Espíritu Santo. Los creyentes de Corinto tenían todo eso. Habían sido enriquecidos en Cristo en toda palabra y
en todo conocimiento, sin que les faltara don algún (1 Co. 1:5, 7). Desde el punto de vista humano, todo ello muestra cierto crecimiento. Nosotros habríamos pensado que eran los creyentes más
espirituales debido a su crecimiento en la Palabra, al conocimiento y a los dones. Pero el apóstol les dijo que aun eran niños, hombres carnales. ¿Cómo podía explicarse esto? ¿Acaso el
crecimiento en la palabra, en el conocimiento y en los dones no es crecimiento? Esto nos revela un hecho muy importante: aunque los corintios habían crecido en cosas secundarias, su espíritu no
había crecido y su intuición no se había fortalecido. El desarrollo en la elocuencia, en el conocimiento bíblico y en los dones espirituales no constituye el incremento de la vida espiritual. Si
el espíritu del creyente, con el cual tiene comunión con Dios, no se ha fortalecido ni sensibilizado, a los ojos de Dios, el creyente ¡no ha crecido! ¿Cuántos creyentes, hoy día, están creciendo
en la dirección equivocada? ¿Cuántos piensan que después de haber sido salvos, deben tratar de aumentar su conocimiento bíblico, saber hablar mejor o recibir los dones del Espíritu Santo? Olvidan
que deben anhelar el crecimiento del espíritu, que es el órgano con el cual se comunican con Dios. La elocuencia, el conocimiento y los dones son externos; mientras que la intuición es interna.
Es una lástima ver que en la actualidad los creyentes permiten que su espíritu no crezca, pero llenan su mente, su parte emotiva y su voluntad de elocuencia, conocimiento y dones. Aunque estas
cosas son valiosas, no pueden compararse con el espíritu. Dios recreó en nosotros este espíritu o esta vida espiritual, y es esto lo que debe crecer y madurar. Si no procuramos crecer en la vida
espiritual y en la intuición, lo cual nos hace aptos para conocer a Dios y Sus cosas y para tener comunión con El, y en lugar de eso, tratamos de enriquecer el alma, entonces, ante Dios no
tendremos ningún progreso. Para El nuestro espíritu lo es todo; El desea el crecimiento de nuestro espíritu. Desde Su perspectiva, no importa lo mucho que puedan ganar nuestra mente, nuestra
parte emotiva y nuestra voluntad por medio de la elocuencia, el conocimiento o los dones; todo ello carece de valor en la esfera espiritual, si nuestro espíritu no tiene el debido
crecimiento.
Anhelamos continuamente adquirir más poder, más conocimiento, más dones y más elocuencia; pero la Biblia afirma que tener más de estos elementos no significa
necesariamente que hayamos progresado en la vida espiritual. Al contrario, nuestra vida espiritual permanece igual, sin crecimiento alguno. El apóstol dijo que los corintios no eran capaces de
recibirlo antes ni ahora. ¿En qué aspecto no eran capaces? No podían usar su intuición para servir a Dios a fin de conocerlo de una manera profunda, ni para recibir la revelación de Dios en su
intuición. Los creyentes corintios no eran aptos para hacer nada de esto. “Aun no erais capaces” significa que eran aptos para recibir estas cosas cuando apenas habían creído en el Señor. “Ni
siquiera sois capaces ahora” significa que después de algunos años de haber creído en el Señor, de haber desarrollado su elocuencia, su
conocimiento y sus dones, todavía no eran aptos. La palabra “ahora”, da a entender que aunque se habían enriquecido en elocuencia, en conocimiento y en dones, su
vida espiritual permanecía igual que cuando no tenían todas esas cosas. No había diferencia. El verdadero crecimiento se mide por el crecimiento del espíritu y la intuición. Todo lo demás es de
la carne. Estas palabras deben quedar grabadas profundamente en nuestros corazones.
Qué triste que en el presente parece que los creyentes han crecido en casi todas las áreas, pero no en su espíritu, cuya función es precisamente tener comunión con
Dios. Después de creer en el Señor por algunos años, tal vez aún digan: “No logro percibir mi espíritu”. ¡Cuán diferentes son nuestros pensamientos de los de Dios! Somos como los corintios que
utilizan la inteligencia para obtener “conocimiento espiritual”; pero aunque lo obtenemos, nuestro crecimiento intelectual no es el crecimiento de la intuición ni puede substituirlo. A los ojos
de Dios seguimos iguales. Recordemos que lo que Dios desea no es que tengamos un cúmulo de conocimiento ni mucha facilidad de palabra ni proliferación de dones, sino que crezcamos en nuestro
espíritu, en nuestra vida espiritual y en la intuición en nuestro espíritu. El espera que la nueva vida que recibimos en el momento de la regeneración crezca y que todo lo que pertenece a la
antigua creación desaparezca por completo. De no ser así, aunque sepamos expresarnos bien, tengamos conocimiento y seamos ricos en los dones, seremos creyentes carnales, niños en Cristo carentes
de crecimiento en la vida espiritual.
Cuando el creyente es influido excesivamente por la carne, no puede llegar a ser un hombre espiritual ni a tomar alimento sólido. Unicamente quienes poseen una
intuición sensible y tienen una comunión ininterrumpida con Dios conocen las verdades profundas. Si la intuición permanece débil, sólo puede recibir leche espiritual. La leche proviene de la
madre después de que ella ha digerido el alimento sólido. Esto significa que los creyentes carnales son incapaces de tener comunión directa con Dios por medio de su intuición, y debido a esto
dependen de los creyentes más experimentados para que les enseñen las cosas de Dios. Los creyentes maduros tienen comunión con Dios por medio de su intuición, y transforman lo que reciben en
leche espiritual para darla a los creyentes carnales. Al principio de nuestra vida cristiana el Señor permite que sea así; sin embargo, El no desea que nos quedemos en esa condición toda la vida,
siendo incapaces de comunicarnos directamente con El. Si el creyente sólo bebe leche espiritual, esto indica que no puede tener una comunión directa con Dios y que necesita que otros le
transmitan el pensamiento divino. Un varón plenamente maduro es aquel cuya intuición está ejercitada y que sabe discernir todas las cosas. Si no podemos tener comunicación con Dios ni conocemos
lo relacionado con El en nuestra intuición, todos nuestros pensamientos e ideales espirituales son vanos. Los corintios tenían abundancia de mensajes, de conocimiento y de dones, pero no
ejercitaban su espíritu. La iglesia de Corinto era una iglesia carnal, porque todo lo que tenía se hallaba en la esfera de la mente.
Muchos creyentes cometen el mismo error que los corintios. Estudian teología con imparcialidad buscando los significados de temas bíblicos difíciles a fin de lograr
las mejores exposiciones bíblicas. Aunque las palabras del Señor son espíritu y vida, ellos no las reciben así y sólo quieren satisfacer su deseo de conocimiento para comunicar lo que han
aprendido, ya sea verbalmente o por escrito. Pese a que sus explicaciones, teorías y bosquejos son buenos, y aunque parezcan muy espirituales, en realidad, a los ojos de Dios,
todo ello está en la esfera de la muerte. El conocimiento de tales creyentes se origina en sus mentes humanas y es transmitido a las mentes de otros sin pasar por el
espíritu de ninguno. Los que los escuchan o leen sus escritos tal vez digan que han recibido ayuda, pero ¿qué clase de ayuda han recibido? Simplemente han acumulado más información en sus mentes.
Tal conocimiento no tiene ningún efecto espiritual. Sólo lo que proviene del espíritu entra en el espíritu del hombre, y lo que proviene de la mente pasa a la mente del oyente. Más aún, sólo lo
que proviene del Espíritu Santo entra en nuestro espíritu, y sólo lo que proviene del Espíritu Santo y pasa por nuestro espíritu entra en el espíritu de quien nos oye.
ESPIRITU DE SABIDURIA Y REVELACION
En nuestra comunión con Dios, es indispensable tener un espíritu de sabiduría y revelación. “Para que ... el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de
revelación en el pleno conocimiento de El” (Ef. 1:17). El día que fuimos regenerados, recibimos un nuevo espíritu; pero muchas de sus funciones no se manifiestan y permanecen escondidas. El
apóstol oró pidiendo que los creyentes de Efeso recibieran espíritu de sabiduría y revelación a fin de que pudieran conocer a Dios en su intuición. El espíritu de sabiduría y de revelación puede
considerarse un potencial escondido en el espíritu del creyente, que es iluminado o activado por Dios mediante la oración, o puede tomarse como sabiduría y revelación que el Espíritu Santo añade
al espíritu de los creyentes; en ambos casos, lo que cuenta es que el espíritu de sabiduría y revelación es indispensable en la comunión del creyente con Dios. También es un hecho que los
creyentes pueden recibir este espíritu mediante la oración.
La intuición puede tener comunión con Dios, pero necesita sabiduría y revelación. Necesitamos sabiduría para determinar qué proviene de Dios y qué proviene de
nosotros mismos. Necesitamos sabiduría para relacionarnos con las personas. En incontables asuntos ciertamente necesitamos la sabiduría de Dios a fin de no equivocarnos. ¡Cuán necios somos! Dios
desea darnos sabiduría, mas no la deposita en nuestra mente, sino que nos da un espíritu de sabiduría para que podamos tener sabiduría en nuestro espíritu. El quiere que tengamos sabiduría en
nuestra intuición debido a que El nos guía por medio de la intuición en el camino de la sabiduría. Tal vez nuestra mente sea torpe, pero tendremos sabiduría en nuestra intuición. En muchos casos,
parece que nuestra sabiduría llega a su límite, pero gradualmente surge en nosotros más sabiduría. La sabiduría y la revelación están entrelazadas, ya que todas las revelaciones de Dios son
revelaciones de sabiduría. Si sólo vivimos en la esfera natural, nunca comprenderemos con nuestra mente ninguna de las cosas de Dios. Aun cuando nuestro espíritu haya sido vivificado, si no
recibimos revelación del Espíritu Santo estaremos en tinieblas. Cuando nuestro espíritu es vivificado, tenemos la posibilidad de que nuestro espíritu reciba la revelación de Dios, pero esto no
significa que el espíritu pueda actuar de modo independiente.
En nuestra comunión con Dios, en muchas ocasiones El nos revela algo. Debemos pedirle que siga dándonos revelación. Un espíritu de revelación significa que Dios trae
algo a nuestro espíritu. Por lo tanto, la frase “espíritu de sabiduría y revelación” indica que Dios nos da revelación y sabiduría. Los pensamientos súbitos no son el espíritu de revelación. El
espíritu de revelación es la operación que Dios efectúa en nuestro espíritu a tal grado que
descubrimos Su deseo mediante nuestra intuición. Nuestra comunión con Dios se lleva a cabo exclusivamente en nuestro espíritu.
Si tenemos espíritu de sabiduría y de revelación, tendremos “el pleno conocimiento de El”. Sólo cuando recibimos revelación de Dios en nuestro espíritu podremos
conocerlo verdaderamente; todo lo demás es superficial e imaginario y, por lo tanto, falso. Hablamos mucho de las virtudes de Dios, como por ejemplo, Su santidad, Su justicia, Su bondad y Su
amor; pero aunque la mente del hombre puede hablar de estas virtudes, ese conocimiento no es como lo que se ve por una ventana, sino como tratar de ver a través de una pared de piedra. Cuando el
creyente recibe la revelación de la santidad de Dios y descubre que Dios mora en luz inaccesible a la que ningún hombre natural y pecador puede acercarse, se ve a sí mismo corrupto e inmundo. En
nuestro medio debería haber muchos que tuvieran esta clase de experiencias. Debemos examinar la santidad de Dios que recibimos por revelación en nuestro corazón, para ver si es igual a la
santidad de la que hablan muchos hombres que carecen de revelación. Tal vez las palabras sean las mismas, pero los que han tenido una revelación tienen más peso, ya que todo su ser está incluido
en sus palabras. Este es el espíritu de revelación del que hablamos. Sólo mediante una revelación en nuestro espíritu conocemos verdaderamente a Dios. Lo mismo se da con muchas doctrinas
bíblicas; muchas veces entendemos las enseñanzas de la Biblia con nuestra mente y sabemos que son importantes, pero sólo después de que Dios nos las revela gradualmente a nuestro espíritu
llegamos a hablar de ellas con un énfasis diferente al que teníamos originalmente. Sólo el conocimiento que proviene de la revelación es verdadero; lo demás es sólo actividad
intelectual.
Si procuramos conocer las cosas de Dios de modo superficial y natural, y no nos interesa conocerlas mediante la revelación, lo que obtengamos no podrá afectarnos ni
dejar una impresión duradera en los demás. Sólo la revelación que está en nuestro espíritu tiene valor espiritual. La verdadera comunión con Dios es recibir Su revelación en nuestro espíritu. Es
cierto que la revelación de Dios no es frecuente, pero, ¿cuánto esperamos y oramos para que Dios nos revele algo? Si nos mantenemos ocupados, ¿cómo podremos ser guiados sólo por la revelación? Si
le damos a Dios la oportunidad, recibiremos revelación de El. La vida de Pablo es un testimonio de este hecho.
EL ENTENDIMIENTO ESPIRITUAL
Hay sabiduría anímica y hay sabiduría espiritual. La sabiduría anímica proviene de la mente del hombre, pero la sabiduría espiritual Dios la comunica a nuestro
espíritu. Si un hombre carnal no tiene un entendimiento adecuado o carece de sabiduría, hallará la solución en una buena educación; por supuesto, esto nunca cambiará las cualidades naturales de
una persona. Pero no sucede lo mismo con la sabiduría espiritual, la cual se obtiene mediante la oración de fe (Jac [Stg.]. 1:5). Recordemos que para la redención “Dios no hace acepción de
personas” (Hch. 10:34). El pone a todos los pecadores, sabios o torpes, en el mismo plano. Todos necesitan la misma salvación. Los sabios son tan corruptos como los iletrados. A los ojos de Dios,
las mentes de los sabios y de los necios son igualmente vanas, por lo cual ambos necesitan la misma regeneración. Aun después de la regeneración, los sabios no pueden entender la Palabra de Dios
más fácilmente que los necios. Si a la persona más insensata del mundo le tratamos de ayudar a que conozca a Dios, le será muy difícil, y
con la persona más sabia del mundo tenemos la misma dificultad. Esto se debe a que el conocimiento de Dios se discierne en el espíritu. Aunque sus mentes son
diferentes, los espíritus de ambos están muertos y son totalmente incapaces de conocer a Dios. La sabiduría natural del hombre no le sirve para conocer a Dios ni Su verdad. Sin duda, un erudito
entiende más fácilmente que un iletrado, pero esto sólo ocurre en la esfera de la mente, porque el grado de ignorancia en la intuición es el mismo en ambos. Los dos necesitan la resurrección en
el espíritu.
Aun después de que el espíritu ha resucitado, no debemos pensar que el sabio, por ser más versado, progresará más rápidamente que el inculto. Si no hay diferencia en
la fidelidad y obediencia de ellos, no importa cuán diferentes sean en el entendimiento intelectual, no habrá diferencia en el conocimiento intuitivo de su espíritu. La vieja creación no puede
ser la fuente de la nueva creación. El progreso espiritual depende de la fidelidad y de la obediencia. Los talentos naturales no ayudar a avanzar en la senda espiritual. Según la carne, el hombre
tiene la oportunidad de ser mejor que otros si tiene talentos naturales. Pero en el campo espiritual, toda persona tiene que empezar en el mismo lugar, pasar por los mismos procesos y llegar a la
misma meta. Por lo tanto, todo creyente regenerado, aun si es más inteligente que otros, primero necesita obtener entendimiento espiritual para poder tener la debida comunicación con Dios. Esto
es irremplazable.
“Por lo cual también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del pleno conocimiento de Su voluntad en toda
sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo por el pleno conocimiento de Dios” (Col. 1:9-10).
El apóstol hizo esta oración por los creyentes colosenses, lo cual nos muestra que debemos tener un entendimiento espiritual a fin de que conocer la voluntad de Dios. Cuando uno conoce la
voluntad de Dios, puede (1) andar como es digno del Señor, agradándole en todo, (2) llevar fruto en toda buena obra y (3) crecer por el pleno conocimiento de Dios.
No importa cuán excelente sea el entendimiento de un hombre, eso no basta para conocer la voluntad de Dios, ya que para ello y también para tener comunión con El se
requiere entendimiento espiritual. Sólo el entendimiento espiritual nos guía a la esfera del espíritu y nos hace aptos para conocer la voluntad de Dios. El entendimiento carnal nos permite
conocer algunas verdades que se pueden almacenar en la mente, pero que no producen vida. Debido a que el entendimiento espiritual proviene del espíritu, puede transformar en vida lo que
entendemos. Inclusive la palabra “conocer” está relacionada con Dios, pues el verdadero conocimiento no existe aparte del espíritu. El espíritu de revelación y el entendimiento espiritual van a
la par. Dios nos dio espíritu de sabiduría y de revelación, y también nos dio entendimiento espiritual. La sabiduría y la revelación que recibimos en nuestro espíritu deben ser comprendidas por
el entendimiento para que podamos conocer el verdadero significado de la revelación, que es lo que recibimos de Dios; el entendimiento es la comprensión de la revelación que recibimos. El
entendimiento espiritual nos esclarece el significado de todos los movimientos que suceden en nuestro espíritu, de modo que comprendamos la voluntad de Dios. Nuestra comunión con Dios depende de
que nuestro espíritu reciba revelación de El, de que la intuición la capte, y de que nuestro entendimiento espiritual interprete su significado. Nuestro entendimiento natural no puede realizar
esta
tarea; solamente cuando nuestro espíritu ilumina nuestro entendimiento, llegamos a conocer la voluntad específica de Dios para nosotros.
Según Colosenses 1:9-10, vemos claramente que si deseamos agradar a Dios y llevar fruto, debemos conocer Su voluntad en nuestro espíritu. Nuestra relación con Dios
en nuestro espíritu es la base para agradarle y para llevar fruto. Es en vano que un creyente trate, por un lado, de agradar a Dios, y por otro, de andar en conformidad con el alma. Dios
únicamente se complace en Su propia voluntad. Ninguna otra cosa puede satisfacer Su corazón. Lo más doloroso para un creyente es no conocer la voluntad de Dios. Escudriñamos y pensamos, pero
parece que no logramos descubrir Su voluntad. Estos versículos nos revelan que no conocemos la voluntad de Dios desarrollando nuestros pensamientos ni meditando ni emitiendo nuestros juicios
humanos, sino por medio de un entendimiento espiritual. El espíritu humano es el único que puede comprender la voluntad de Dios, ya que es el único que posee la intuición con la cual se puede
conocer los movimientos de Dios. Por medio del entendimiento de la intuición los creyentes pueden conocer la voluntad de Dios.
Cuando los creyentes conocen la voluntad de Dios continuamente, crecen por el pleno conocimiento de Dios”. Esto significa que el verdadero conocimiento que los
creyentes tienen de Dios crece gradualmente. Estos versículos también nos hablan del espíritu. Si en todas las cosas, buscamos la voluntad de Dios en nuestro espíritu, conoceremos más a Dios. La
intuición de nuestro espíritu crecerá sin límite, y este crecimiento equivale al crecimiento de la vida espiritual de los creyentes. Cada vez que tenemos una comunión genuina con Dios, hay un
resultado, y somos adiestrados para tener una mejor comunión la siguiente vez. Debido a que el creyente fue regenerado y puede tener comunión con Dios en su intuición, debe anhelar la perfección.
Debemos utilizar todas las oportunidades para adiestrar nuestro espíritu a fin de que conozca más a Dios. Necesitamos conocer a Dios en lo más profundo de nuestro ser. Muchas veces pensamos que
hemos conocido Su voluntad, pero el paso del tiempo y las circunstancias nos demuestran que nos equivocamos. Todos necesitamos conocer a Dios y Su voluntad. Debemos procurar ser llenos del
conocimiento pleno de Su voluntad en toda sabiduría espiritual.
CAPITULO TRES
LA CONCIENCIA
Además de la intuición y la comunión, nuestro espíritu tiene otra función muy importante que nos muestra nuestros errores y nos reprende, de modo que no tengamos paz
cuando carecemos de la gloria de Dios. Esta función es la conciencia. La santidad de Dios, la cual rechaza el mal y se deleita en el bien, se expresa en la conciencia del creyente. Si deseamos
andar según el espíritu, no podemos cerrar nuestros oídos a la conciencia, ya que, no importa cuanto hayamos crecido espiritualmente, es imposible no cometer errores ni inclinarnos a ellos. La
función de la conciencia no se limita a reprendernos cuando hacemos mal y hacer que nos arrepintamos; si así fuera, su función no sería completa. Si estamos pensando hacer algo que no agrada al
Espíritu Santo, aun antes de que lo llevemos a cabo, la conciencia, juntamente con nuestra intuición, se levanta para protestar, haciendo que perdamos la paz. Si los creyentes escuchan la voz de
la conciencia, que les habla por medio de la intuición, no se equivocarán.
LA CONCIENCIA Y LA SALVACION
Cuando éramos incrédulos, nuestro espíritu estaba muerto; por lo tanto, nuestra conciencia también estaba muerta y no funcionaba normalmente. Esto no significa que
la conciencia no funcionaba en absoluto, ya que la conciencia del pecador opera, pero en una especie de sopor o sueño profundo. Cuando la conciencia actúa, lo único que hace es condenar al
pecador; no tiene el poder ni la capacidad para conducir los hombres hacia Dios. Aunque la conciencia del pecador está muerta ante Dios, el Señor desea que la conciencia permanezca en el corazón
del hombre a fin de que lleve a cabo una labor específica. En el espíritu amortecido del hombre, la conciencia puede hacer más que las otras partes del espíritu. La muerte de la intuición y la
comunión es más severa que la de la conciencia. Esto se debe a que cuando Adán comió del fruto del conocimiento del bien y del mal, su intuición y su comunión con Dios murieron totalmente, pero
el poder para diferenciar entre lo bueno y lo malo (la conciencia) se agudizó. La intuición y la comunión del pecador están muertas; no hay indicio de ellas, pero la conciencia sigue activa en
una pequeña medida. Esto no significa que la conciencia del hombre esté llena de vida, pues según la Biblia, tener vida se relaciona con poseer la vida de Dios; así que carecer de la vida de Dios
significa estar muerto. Según la Biblia, la conciencia del pecador está muerta porque no contiene la vida de Dios, pero en la experiencia del hombre, su conciencia puede actuar; sin embargo,
dicha actividad sólo hace que el pecador, cuya intuición esta amortecida, se sienta más angustiado.
Debido a que la conciencia puede actuar de esta manera, el Espíritu Santo inicia la obra de salvación despertando la conciencia del pecador. Utiliza los truenos y
relámpagos del monte Sinaí para sacudir e iluminar la conciencia entenebrecida, a fin de que el pecador se dé cuenta de que ha transgredido la ley de Dios y que no puede responder a las justas
exigencias de Dios, que delante de Dios está condenado y merece la muerte. Si la conciencia está dispuesta a confesar sus transgresiones, incluyendo el pecado de la incredulidad, se arrepentirá y
buscará la misericordia de Dios. El relato del publicano que
fue al templo a orar nos muestra la obra que el Espíritu Santo lleva a cabo en nuestra conciencia. De acuerdo con las palabras del Señor Jesús, el primer paso de la
obra del Espíritu Santo hace que los hombres sean convencidos de pecado, de justicia y de juicio. Si la conciencia rechaza esta obra, el pecador no tendrá la posibilidad de recibir la
salvación.
El Espíritu Santo ilumina con la luz de la ley de Dios la conciencia del pecador para que reconozca su pecado, y también le ilumina la conciencia con la luz del
evangelio a fin de que sea salvo. Después de que el pecador reconoce sus pecados y escucha el evangelio de la gracia, si está dispuesto a creer, Dios le dará fe para que reciba la salvación. El
pecador verá que la sangre preciosa del Señor Jesús responde a todas las acusaciones que tiene en su conciencia. Aunque pecó, la sangre del Señor Jesús ya fue derramada; así que el castigo por el
pecado ya fue infligido. ¿Acaso queda algo por lo cual ser acusado? La sangre del Señor Jesús lava al creyente de todos los pecados que cometa durante el transcurso de su vida; así que la
conciencia no puede condenarlo. Debido a que las conciencias de los adoradores fueron purificadas, ya no hay condenación (He. 10:2). La sangre preciosa del Señor Jesús fue rociada sobre nuestras
conciencias (He.9:14) para que podamos presentarnos con confianza delante de Dios. La certeza de la salvación es un hecho, ya que la voz de la conciencia fue acallada por la sangre preciosa de
Cristo. Si el corazón no cree en la sangre preciosa, la conciencia nos acusa por los pecados que cometimos antes de ser regenerados.
Tanto la luz aterradora de la ley como la luz amorosa del evangelio brillan en la conciencia; así que, cuando predicamos, debemos prestar atención a la conciencia
del hombre. Si nuestro objetivo al predicar es hacer que la gente entienda con la mente, o que sea conmovida en sus sentimientos y que tome cierta decisión, sin llegar a su conciencia, entonces,
aun si logramos todo eso, el Espíritu Santo no tendrá posibilidad de hacer Su obra. La regeneración se basa en que la conciencia sea redargüida de pecado y en la obra de la sangre preciosa. En
nuestras enseñanzas debemos dar la misma atención a la sangre preciosa de Cristo y a la conciencia del hombre. Muchos hacen énfasis en la conciencia y rara vez hablan de la sangre preciosa; así
que, los hombres se esfuerzan por arrepentirse y hacer el bien, esperando que así apaciguarán la ira de Dios. Otros hacen énfasis en la sangre preciosa de Jesús sin hablar de la conciencia. Como
resultado, los hombres lo entienden todo con la mente, se conmueven y toman ciertas decisiones, pero su fe no tiene raíz, ya que su conciencia no ha sido tocada por el Espíritu Santo. Así que
debemos predicar estas dos cosas por igual. Todo aquel que reconoce sus pecados, acepta el significado de la sangre preciosa.
LA CONCIENCIA Y LA COMUNION
Los siguientes versículos nos muestran la relación entre la conciencia y la comunión que el hombre tiene con Dios mediante la intuición. “¿Cuánto más la sangre de
Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a Sí mismo sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de obras muertas para que sirvamos al Dios vivo?” (Heb. 9:14). Si el hombre
quiere tener comunión con Dios y servirle, su conciencia debe ser purificada por la sangre preciosa. Cuando la conciencia del creyente es purificada por la sangre del Señor, él es regenerado,
pues según la Biblia, la purificación que la sangre efectúa y la regeneración del espíritu suceden simultáneamente. La conciencia debe ser purificada por la sangre para que el creyente pueda
recibir una nueva vida y para que su intuición sea avivada, y así puede
servir a Dios. El espíritu puede servir a Dios por medio de la intuición, si primero su conciencia es purificada por la sangre. El vínculo entre la conciencia y la
intuición no puede romperse.
Hebreos 10:22 dice: “Acerquémonos al Lugar Santísimo con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia con la aspersión
de la sangre, y lavados los cuerpos con agua pura”. Cuando nos acercamos a Dios, no lo hacemos con nuestros cuerpos físicos como se hacía en el Antiguo Testamento, ya que nuestro Lugar Santísimo
(v. 19) está en los cielos; tampoco utilizamos nuestros pensamientos ni nuestros sentimientos, ya que esas partes del alma no pueden tener comunión con Dios. Sólo el espíritu regenerado puede
presentarse delante de Dios. El creyente sólo puede adorar a Dios mediante su intuición avivada (ya hablamos de esto antes). Este versículo de la Biblia nos muestra que la purificación de la
conciencia es la base para tener comunión con Dios mediante la intuición. Si la conciencia está consciente de alguna ofensa, no puede establecerse ninguna comunión con Dios en la intuición. Si la
conciencia tiene alguna ofensa, el creyente espontáneamente se condena a sí mismo; entonces la intuición, la cual está íntimamente relacionada con la conciencia, es afectada, y el creyente no se
atreverá a acercarse a Dios ni tampoco podrá. Además, cuando el creyente tiene comunión con Dios, debe tener un corazón sincero, en plena certidumbre de fe. Cuando la conciencia tiene alguna
mancha, el creyente se acerca a Dios con recelo y no con un corazón sincero; en consecuencia, no cree que Dios esté a su favor y que no tiene nada contra él. Esta condenación que se inflige a sí
mismo y esta duda oprimen a la intuición y le impiden tener comunión con Dios. En la conciencia del creyente no debe haber ninguna condenación. El debe saber que la sangre del Señor lo lavó de
sus pecados, y que no hay nada que lo condene (Ro. 8:33-34). Una pequeña mancha en la conciencia es suficiente para que nos oprima, nos estorbe y detenga la comunión que tenemos con Dios mediante
la intuición. Cuando el creyente esté consciente de algún pecado, todo el poder del espíritu concentra sus fuerzas en tratar de deshacerse de ese pecado en particular, y no le queda energía para
salir ni para ascender a los cielos.
LA CONCIENCIA DEL CREYENTE
Después de que el espíritu del creyente es regenerado, su conciencia es vivificada. La sangre preciosa del Señor Jesús purifica la conciencia; así que, ahora posee
un sentimiento exacto y puede andar según la voluntad del Espíritu Santo. La obra santificadora y renovadora del Espíritu Santo en el hombre y la obra de la conciencia están íntimamente
relacionadas y unidas. Si el creyente desea ser lleno del Espíritu Santo, ser santificado, que su vida sea útil para el propósito de Dios, y si desea andar en el espíritu, no debe pasar por alto
la voz de su conciencia. Si no le damos a la conciencia su lugar, indudablemente andaremos en la carne. El primer paso de la obra de la santificación es ser fiel a nuestra conciencia. Seguir la
guía de la conciencia es una señal de verdadera espiritualidad. Si el creyente carnal no permite que la conciencia haga su obra, no podrá entrar en la esfera espiritual, y aun si piensa que es
espiritual, su espiritualidad no tiene fundamento. Si los pecados y otras acciones impropias, contrarias a la voluntad de Dios, no son erradicadas según lo indique la voz de la conciencia, el
fundamento espiritual no se ha establecido debidamente. No importa cuántos ideales espirituales se construyan, con el tiempo, todo ello se derrumbará.
La conciencia nos muestra si estamos bien con Dios y con los hombres, y si nuestros hechos, pensamientos y palabras concuerdan con la voluntad de Dios y con Cristo.
Siempre que haya progreso en la vida cristiana, el testimonio de la conciencia y el testimonio del Espíritu Santo serán casi idénticos. Cuando la conciencia es controlada por el Espíritu Santo,
se vuelve cada vez más sensible, hasta que su voz se une a la voz del Espíritu Santo. Además, el Espíritu Santo también habla a los creyentes por medio de la conciencia. A esto se refería el
apóstol cuando dijo: “Mi conciencia da testimonio conmigo en el Espíritu Santo” (Ro. 9:1).
Si nuestra conciencia testifica que estamos mal, es porque estamos mal. Si nos condena por nuestros pecados, debemos inmediatamente arrepentirnos. Sin duda, no
podemos encubrir nuestro pecado ni sobornar nuestra conciencia. “Pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y El sabe todas las cosas” (1 Jn. 3:20). ¿No nos
censurará Dios mucho más? La voz de la conciencia nos dice que estamos mal, y todo lo que nuestra conciencia condena, también Dios lo condena. Por ningún motivo puede la justicia de Dios estar
por debajo de la norma de nuestra conciencia. Así que si nuestra conciencia nos dice que estamos mal, ciertamente lo estamos.
¿Qué debemos hacer al ver que estamos mal? Si aún no hemos pecado debemos detenernos para no hacerlo; y si ya cometimos el pecado, debemos arrepentirnos, confesarlo
y acudir a la sangre preciosa de Jesús para que nos limpie. Es lamentable que los creyentes no tengan estas experiencias. Cuando la conciencia los reprende, piensan en sobornarla para acallar su
voz. En esta situación, el creyente tiene dos opciones. La primera es discutir con la conciencia, arguyendo razones que justifiquen sus acciones. Suponen que todo lo que se puede justificar con
la lógica debe de estar de acuerdo con la voluntad de Dios. Piensan que la conciencia lo aceptará, ya que no saben que la conciencia, al igual que la intuición, no se basa en el raciocinio. La
conciencia conoce la voluntad de Dios mediante la intuición, y rechaza todo lo que no sea la voluntad de Dios. Sólo habla a favor de la voluntad de Dios y no le interesan las explicaciones. El
creyente no debe basarse en el raciocinio ni conducirse según con lo que le parece razonable, sino que debe hacer la voluntad de Dios que le es revelada en la intuición. Siempre que el creyente
se rebela contra la intuición, su conciencia lo condena. Aunque las explicaciones satisfagan la mente, no satisfacen a la conciencia. Si la conciencia condena algo, no aceptará aclaraciones ni
cesará de condenarlo hasta que sea eliminado delante de Dios. Al principio, la conciencia sólo da testimonio de lo que es bueno y de lo que es malo; pero después de que el creyente crece en la
vida espiritual, la conciencia no sólo dará testimonio de lo que es correcto y de lo que es incorrecto, sino también de lo que es de Dios y lo que no procede de El. Aunque haya muchas cosas que
para el hombre son buenas, la conciencia las rechaza debido a que no se originan en la revelación de Dios, sino en el creyente mismo.
La segunda opción es que el creyente tratará de hacer muchas otras cosas para enmudecer la conciencia. Por un lado, no desea obedecer la voz de la conciencia ni
seguir su dirección para agradar a Dios; por otro, teme ser censurado por la conciencia que lo incomoda y lo hace sentirse miserable. Así que, piensa hacer buenas obras para encubrir su
condenación e intenta reemplazar la voluntad de Dios con buenas obras. No se somete a Dios y piensa que sus obras están al nivel de lo que Dios ha dicho, y quizá sean mejores ya que son más
hermosas, amplias, provechosas y de más impacto. Estima sus obras como lo mejor. Pero a
los ojos de Dios, no importa cuánto valore el hombre sus obras, no traen ningún provecho espiritual. Lo que importa no es cuánta grosura ni cuantos holocaustos haya
ofrecido, sino cuánto haya obedecido a Dios. Si Dios reveló en el espíritu que algo debe ser erradicado, no importa cuán buenas sean nuestras intenciones, ni cuánta grosura u ofrendas hayamos
presentado a Dios, ni cuánto peso tenga nuestro oro o nuestra plata, todo eso junto no basta para complacer el corazón de Dios. La voz de la conciencia se debe acatar, pues de no ser así, Dios no
estará complacido, no importa cuán buenas sean nuestras obras. Aun si la ofrenda va más allá de lo que Dios requiere, eso no acallará la voz de la conciencia, ya que ésta exige que la
obedezcamos, no que hagamos algo extraordinario para servir a Dios.
Por tanto, no nos engañemos. Si queremos andar según el espíritu, debemos obedecer la voz de la conciencia. ¡No intentemos escapar de esta “reprensión interna”!
Además, debemos escuchar cuidadosamente y con atención. Si deseamos andar conforme al espíritu continuamente, debemos humillarnos y prestar oído a las correcciones de la conciencia. El creyente
no debe hacer confesiones generales, pensando que sus errores son tantos que no puede enumerarlos uno por uno. Una confesión vaga no permite que la conciencia complete su obra. El creyente debe
permitir que el Espíritu Santo, por medio de la conciencia, le señale uno por uno sus pecados. Con humildad, quietud y sumisión debe permitir que la conciencia reprenda y condene sus pecados;
debe aceptar la reprensión de la conciencia y estar dispuesto, en conformidad con la mente del Espíritu Santo, a eliminar todo lo que se oponga a Dios. ¿Permitiremos que la conciencia examine
nuestra vida? ¿Tendremos la osadía de permitir que la conciencia nos muestre nuestra verdadera condición? ¿Estamos dispuestos a permitir que la conciencia saque a la luz toda nuestra vida y
nuestra conducta, para que las veamos como Dios las ve? ¿Estamos dispuestos a permitir que la conciencia ponga de manifiesto todos nuestros pecados? Si nuestro corazón teme, no estamos dispuestos
a ello y nos resistimos, eso indica que aun hay muchas cosas en nuestra vida que necesitan ser condenadas y clavadas en la cruz, pero no las hemos confesado; también indica que no nos sometemos a
Dios en muchas cosas, ni andamos conforme al espíritu. En tal caso, no existe todavía una comunión completa entre Dios y nosotros, y como todavía hay muchos obstáculos, no podemos decir: “Nada se
interpone entre Tú y yo”.
Sólo una disposición incondicional para ser reprendidos por la conciencia y un verdadero deseo de andar según lo que nos revele son evidencia de que nuestra
consagración a Dios es completa y de que aborrecemos los pecados y sinceramente deseamos hacer la voluntad de Dios. Muchas veces estamos dispuestos a someternos totalmente al Señor, a andar
conforme al Espíritu y a agradar a Dios; ése es el momento de probar si nuestras intenciones son verdaderas o falsas, si son perfectas o incompletas. Si aún andamos en pecados y no los hemos
erradicado por completo, la mayor parte de nuestra espiritualidad tal vez sea falsa. Si el creyente no puede andar en total conformidad con la conciencia, tampoco puede andar según el espíritu,
ya que no ha cumplido lo que la conciencia exige. Así que, a diferencia del “espíritu imaginario” que lo guía, el verdadero espíritu persistentemente le exige que escuche la voz de su conciencia.
Si después de hacerse un examen propio hay una reacción en la conciencia del creyente, pero éste no está dispuesto a ser juzgado por la luz de Dios ni se arrepiente ni desea ser cabalmente
juzgado por Dios, su vida espiritual no tendrá ningún progreso. Para determinar si la consagración y la obra de un creyente es falsa o verdadera, basta con observar si está dispuesto a someterse
sin reservas al Señor, a obedecer Sus mandamientos y a aceptar Su reprensión.
Después de que el creyente permite que la conciencia opere, no debe quedarse en esa etapa. Tal vez ya haya puesto fin a cierto pecado, pero quedan otros pecados que
deben erradicarse progresivamente, hasta que no quede ninguno. Si el creyente es fiel en poner fin a sus iniquidades y a andar en conformidad con la conciencia, entonces la luz celestial brillará
más y más en él; descubrirá los pecados que anteriormente le eran ocultos; cada día podrá comprender más, leyendo y conociendo la ley que el Espíritu Santo escribió en su corazón. De esta manera,
el creyente sabrá lo que es la santidad, la justicia, la pureza y la rectitud. Todo lo que anteriormente no era claro para él, será inscrito en lo profundo de su corazón. La intuición del
Espíritu Santo aumentará; así que, cuando la conciencia lo reprenda, dirá: “Estoy dispuesto a someterme”. Permitirá que Cristo sea de nuevo el Señor de su vida y estará dispuesto a ser enseñado y
a confiar en las enseñanzas del Espíritu Santo. Si el creyente verdaderamente obedece a su conciencia, el Espíritu Santo le ayudará.
La conciencia es la ventana del espíritu del creyente. La luz de los cielos brilla a través de ella, para que el espíritu del creyente y todo su ser sean inundados
de luz. Todo el ser del creyente, así como su espíritu verán la luz celestial a través de ella. Cada vez que pensamos, hablamos o hacemos algo que no está bien o que no es propio de un creyente,
la luz celestial brilla a través de la conciencia para exponer nuestros errores y condenarlos. Si permitimos que la conciencia opere, y nos sometemos a ella eliminando todo lo que condena, la luz
celestial nos iluminará cada vez más. Si no confesamos nuestros errores ni ponemos fin a nuestros pecados, la mancha del pecado permanecerá, y la conciencia se contaminará (Tit. 1:15) debido a
que no andamos según la luz de Dios. Vendrá un pecado tras otro, y las manchas se agregarán haciendo que la ventana se empañe cada vez más, hasta que sea imposible que la luz brille a través de
ella. Como resultado, el creyente pecará voluntariamente sin dolor alguno, ya que la conciencia está paralizada y la intuición se ha debilitado por los pecados. Cuanto más espiritual es un
creyente, más sensible es su conciencia. No existe un creyente que sea tan espiritual que no tenga que confesar sus pecados. Si la conciencia está embotada o insensibilizada, tal vez se deba a
que el creyente se ha degradado espiritualmente. Ni el mucho conocimiento ni la ardua labor ni el fervor ni una voluntad férrea pueden reemplazar la sensibilidad de la conciencia. Si el creyente
no la cuida, sino que busca el progreso intelectual y emocional, retrocederá en su andar espiritual.
La sensibilidad de la conciencia puede aumentar o disminuir. Si el creyente permite que su conciencia opere, la ventana de su espíritu tendrá cada vez más luz. Si
hace caso omiso de la voz de su conciencia, o si como dijimos antes, usa el razonamiento o buenas obras para reemplazar los requerimientos de la conciencia, ésta insistirá en dar la voz de
alarma, pero después de un tiempo, no lo volverá a hacer. Su voz será cada vez más débil, hasta desaparecer por completo. Cada vez que el creyente hace al margen la voz de su conciencia, su vida
espiritual sufre daño. Si el creyente permite que su vida espiritual continuamente sea perjudicada, con el paso del tiempo caerá en la condición de un creyente carnal. No aborrecerá los pecados
ni aspirará a ser victorioso, como antes. Hasta que aprenda a hacer frente a la reprensión que surge en su conciencia, no podrá conocer la importancia de escuchar la voz de su conciencia ni la
importancia de andar según el espíritu.
UNA CONCIENCIA LIBRE DE OFENSA
El apóstol Pablo dijo: “Yo me he comportado con toda buena conciencia delante de Dios hasta el día de hoy” (Hch. 23:1). Esta era la llave de su vida. La conciencia a
la que se refiere no es la conciencia de un hombre que no ha sido regenerado, sino una conciencia llena del Espíritu Santo. El apóstol se atrevía a acercarse a Dios y a tener comunión con El
debido a que su conciencia regenerada no lo reprendía. Toda su conducta se regía por su conciencia, y no hacía nada que su conciencia reprobara, ni permitía que permaneciera en él algo que su
conciencia rechazara. Por lo tanto, tenía confianza para estar en pie ante Dios y ante los hombres. Cuando tenemos alguna ofensa en la conciencia, tememos. El apóstol dijo: “Y por esto procuro
tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hch. 24:16) y añade: “Si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos ante Dios; y cualquier cosa que pidamos la
recibiremos de El, porque guardamos Sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de El” (1 Jn. 3:21-22).
Muchos creyentes no se dan cuenta de la importancia de la conciencia; piensan que si andan de acuerdo con el espíritu, todo está bien; pero cuando nuestra conciencia
halla alguna transgresión, no podemos evitar temer a Dios, y cuando tememos a Dios, inmediatamente se levanta una barrera en nuestra comunión con El. Las ofensas que surgen en nuestra conciencia
son el mayor estorbo a nuestra comunión intuitiva con Dios. Si no obedecemos Sus mandamientos ni hacemos lo que a El le agrada, nuestros corazones serán reprendidos, habrá ofensas en nuestra
conciencia y tenderemos a alejarnos de Dios. Además, no recibiremos lo que le pidamos. Sólo una conciencia pura puede servir a Dios (2 Ti. 1:3). Una conciencia ofendida hace que la intuición se
retraiga y tema acercarse a Dios.
“Porque nuestra gloria es ésta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y sinceridad de Dios, no con sabiduría carnal, sino con la gracia de Dios, nos
hemos conducido en el mundo” (2 Co. 1:12). Este versículo habla del testimonio de la conciencia. Sólo una conciencia sin ofensa puede dar un buen testimonio del creyente. Aunque el testimonio del
hombre es bueno, el testimonio de nuestra conciencia tiene más valor. De eso se gloriaba el apóstol. Al andar de acuerdo con el espíritu, debemos tener continuamente ese testimonio. Muchas veces
lo que otras personas dicen de nosotros tal vez esté equivocado porque ellos no conocen con exactitud la forma en que Dios nos guía. Quizá puedan entendernos mal y enjuiciarnos, tal como los
apóstoles fueron malentendidos y enjuiciados erróneamente por los creyentes de aquellos días. Por otro lado, tal vez nos elogien y nos admiren excesivamente. Cuando seguimos al Señor, muchos nos
menosprecian, pero otras veces los hombres nos alaban por lo que nos ven hacer, aunque gran parte sea el resultado de emociones repentinas o imaginaciones. De ahí que, ni la alabanza externa ni
la crítica tienen valor; sólo el testimonio de nuestra propia conciencia resucitada es digna de tomarse en cuenta. Debemos preguntarnos qué testimonio da nuestra conciencia de nosotros mismos.
¿Qué clase de persona dice la conciencia que somos? ¿Nos condena por hipócritas? ¿Nos dice que encubrimos nuestros pecados y que asumimos una apariencia solemne? ¿Testifica que nos conducimos en
este mundo de acuerdo con la sencillez y la sinceridad de Dios y que andamos de acuerdo con la luz que recibimos?
¿Qué testificó la conciencia de Pablo? El testimonio era éste: “No con sabiduría carnal, sino con la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo”. De hecho, éste
es el único testimonio de la conciencia. La conciencia lucha para que el creyente viva por la gracia de Dios y no según la sabiduría carnal. La sabiduría de la carne no es útil en la voluntad ni
en
la obra de Dios ni en la vida espiritual del creyente. La mente del hombre no tiene ninguna utilidad en la comunión con Dios; inclusive en el contacto entre el
hombre y las cosas físicas, ella ocupa una posición subordinada. La conducta del creyente en el mundo, depende de la gracia de Dios. La gracia significa que Dios lo hace todo y que el hombre no
hace nada (Ro. 11:6). Sólo cuando el creyente vive dependiendo totalmente de Dios, sin permitirse iniciar nada y sin permitir que su mente domine nada, puede la conciencia testificar que vive en
el mundo según la sencillez y la sinceridad de Dios. En otras palabras, la conciencia obra unánimemente con la intuición y sólo testifica y aprueba la conducta del creyente que concuerda con la
intuición. La conducta contraria a la intuición, aunque esté de acuerdo con la sabiduría humana, será censurada por la conciencia. En realidad, la conciencia no aprueba nada que no sea revelado
por la intuición. La intuición guía al creyente, y la conciencia lo insta a obedecer la intuición cuando el creyente desobedece.
Una conciencia sin ofensa delante de Dios da testimonio de que Dios se complace con el creyente y de que no existe ninguna separación entre Dios y él. Tal testimonio
es indispensable para una vida que se conduce en el espíritu. Esta debe ser la meta del creyente; y no debe estar satisfecho si no la ha alcanzado. Esta es la vida normal del creyente. Así vivió
el apóstol Pablo, y hoy ésa debe ser la vida de los creyentes. Enoc tenía una conciencia libre de contaminación, y él sabía que complacía a Dios. El testimonio de que Dios se complace con
nosotros puede ayudarnos a progresar, pero debemos ser cautelosos; de lo contrario, exaltaremos el yo, pensando que podemos hacer algo por nosotros mismos y complacer a Dios. Toda la gloria le
pertenece a El. Debemos animarnos a mantener una conciencia libre de ofensa. En tal caso, debemos velar para que la carne no intervenga.
Si nuestra conciencia constantemente testifica que Dios se complace, entonces, cuando desafortunadamente caigamos, confiaremos más en que la sangre del Señor Jesús
nos limpiará nuevamente. Si deseamos tener una conciencia libre de ofensa, no debemos separarnos ni por un momento de la sangre que nos limpia eternamente. Además, jamás debemos olvidar que
debemos confesar continuamente nuestros pecados, confiando en la sangre preciosa de Cristo, pues aunque tal vez no caigamos en grandes pecados, en asuntos pequeños continuamente damos oportunidad
a que la conciencia se ofenda. Debido a que nuestra naturaleza es pecaminosa y sus obras nos son ocultas, tenemos que esperar que nuestra vida espiritual madure para poder discernirlas. Hay
muchas cosas que ahora consideramos pecaminosas, que anteriormente nos parecían inofensivas. De no ser por la sangre preciosa que quita todo pecado, no tendríamos paz. Una vez que la sangre
preciosa ha sido rociada sobre nuestra conciencia, nos limpiará continuamente debido a la intercesión del Señor Jesús y la vida eterna que nos dio.
El apóstol nos dice que procura tener una buena conciencia ante Dios y ante los hombres. Estas dos direcciones, ante Dios y ante los hombres, están estrechamente
ligadas. Si deseamos tener una conciencia sin ofensa ante los hombres, primero debemos tenerla ante Dios, porque cuando la conciencia tiene una ofensa delante de Dios, la tiene ante los hombres.
En consecuencia, todo el que anhela vivir una vida espiritual, debe procurar continuamente tener una buena conciencia delante de Dios (1 P. 3:21). Esto no significa que nuestra condición ante los
hombres no sea importante, ya dijimos que debemos tener una buena conciencia no sólo ante Dios, sino también ante los hombres. Muchas cosas son
aceptables delante de Dios, pero no son propias delante de los hombres. Sólo una conciencia que está libre delante de los hombres tiene un buen testimonio delante de
ellos. Inclusive, si alguien nos malentiende, debemos tener una buena conciencia, “para que en lo que hablan mal de vosotros sean avergonzados los que calumnian vuestra buena conducta en Cristo”
(v. 16). Si nuestra conciencia no está despejada, no importa cuán buena sea nuestra conducta, no tiene validez; pero cuando nuestra conciencia está limpia, no se verá afectada por las calumnias
de los hombres.
Una conciencia sin ofensa no sólo da testimonio de nosotros ante los hombres, sino que también nos hace aptos para recibir las promesas de Dios. En la actualidad los
creyentes se lamentan de que su fe es tan pequeña que no pueden tener una vida espiritual perfecta. Obviamente, puede haber muchas razones para esto, pero la principal razón son las ofensas que
tenemos en nuestra conciencia. Una conciencia libre de ofensas y una fe grande son inseparables. En el momento en que la conciencia se ofende, la fe responde. Veamos cómo se unen en la Biblia:
“El amor nacido de un corazón puro, una buena conciencia y una fe no fingida” (1 Ti. 1:5), y “manteniendo la fe y una buena conciencia” (v. 19). La conciencia es la facultad o el órgano de
nuestra fe. Dios aborrece el pecado al máximo, y la culminación de Su gloria es Su infinita santidad, la cual no puede tolerar ni por un momento el pecado. Si el creyente no obedece a su
conciencia y prefiere hacer lo que va en contra de la voluntad de Dios, perderá su comunión con El. Puede decirse que todas las promesas que Dios nos concede en la Biblia son condicionales.
Ninguna de ellas es dada para satisfacer las intenciones de la carne. Si el pecado y la carne no son eliminados, el creyente no podrá experimentar la presencia del Espíritu Santo ni tendrá
comunión con Dios ni habrá respuesta para sus oraciones. Si nuestra conciencia nos acusa, ¿cómo osaremos acercarnos a Dios para buscar Sus promesas? Si nuestra conciencia no puede testificar que
vivimos sobre esta tierra según la santidad y la justicia de Dios, ¿cómo podemos ser hombres de oración que buscan los dones ilimitados de Dios? Si en el momento que alzamos nuestras manos hacia
Dios, nos reprende nuestra conciencia, ¿de que servirá nuestra oración? Para orar con fe, necesitamos que nuestros pecados sean borrados y eliminados.
Debemos tener una conciencia libre de toda acusación, lo cual no significa que ahora seamos mejores que antes ni que muchas cosas malignas ya no existen en nosotros;
significa que estar libres de toda acusación y ofensa, y acercarnos sin temor a Dios, son las condiciones que estipula la conciencia. Si estamos dispuestos a someternos a la conciencia y a
permitir que nos repruebe, y si nos consagramos totalmente al Señor, estando dispuestos a hacer Su voluntad, entonces nuestra confianza aumentará, sabiendo que podemos tener una conciencia pura.
Podremos decirle a Dios que le entregamos todo, que no tenemos nada que no hayamos puesto delante de El, que no tenemos nada escondido, que nada nos separa de El. Al vivir conforme al espíritu,
el creyente no debe permitir que su conciencia se ofenda por ningún motivo, por pequeño que sea. Todo lo que la conciencia censure debe ser rechazado y confesado inmediatamente. El creyente debe
buscar sin demora la limpieza de la sangre y no permitir que quede rastro del pecado. Cada día debe cerciorarse de que su conciencia esté libre de ofensa, pues de no ser así, en poco tiempo el
espíritu sufrirá pérdida. El ejemplo del apóstol consistió en tener siempre una conciencia sin ofensa. De esta manera, nuestra comunión con Dios será verdaderamente inquebrantable.
LA CONCIENCIA Y EL CONOCIMIENTO
Al andar según el espíritu y escuchar la voz de la conciencia, debemos recordar que la conciencia está limitada por el conocimiento que tenga. Nuestra conciencia es
el órgano con el que distinguimos el bien y el mal. Distinguir significa tener conocimiento. El conocimiento o la capacidad para distinguir entre el bien y el mal no es igual en todos los
creyentes. Algunos tienen más conocimiento que otros, lo cual se debe a que las circunstancias personales varían en cada caso, y quizás las lecciones aprendidas también varíen. Por eso, no
podemos medirnos según los parámetros de otra persona, y tampoco debemos esperar que otros vivan conforme a la luz que nosotros recibimos. En la comunión entre el creyente y Dios, un pecado
desconocido no afecta la comunión. Si el creyente anda según la norma que conoce, es decir, obedeciendo lo que él sabe que concuerda con la voluntad de Dios y rechazando lo que es rechazado por
Dios, puede tener una comunión plena con Dios. Un creyente joven siempre piensa que debido a su falta de conocimiento no puede agradar a Dios. Por un lado, el conocimiento espiritual tiene gran
valor, pero por otro, la falta de conocimiento no impide la comunión con Dios. En la comunión de Dios con el hombre, a Dios le interesa nuestra actitud con respecto a Su voluntad, y no le
preocupa cuánto sepamos de Su voluntad. Si nuestra actitud es buscar Su voluntad de una manera sincera, y si deseamos verdaderamente llevarla a cabo, la presencia de los pecados de los que aún no
estamos conscientes, no nos hará perder nuestra comunión con Dios ni la limitará. Si nuestra comunión con Dios dependiera de Su santidad, ninguno de los santos más sobresalientes de la historia
hasta nuestros días, sería apto para tener comunión con El ni por un momento. Mas aún, todos serían expulsados de Su presencia y de la gloria de Su poder. Los pecados de los cuales no estamos
conscientes han quedado cubiertos por Su sangre preciosa.
Desde otro punto de vista, si estamos conscientes de algún pecado, aunque sea pequeño, y lo toleramos aun cuando ya fue condenado por la conciencia, automáticamente
perderemos nuestra comunión con Dios. Así como una pequeña basura en el ojo nos impide ver y nos causa dolor, un pecado del cual estemos conscientes, no importa cuán pequeño sea, impedirá que
veamos el rostro sonriente de nuestro Dios. Cuando nuestra conciencia es acusada, inmediatamente se afecta nuestra comunión. Un pecado puede permanecer con el creyente por muchos años, pero
mientras él no esté consciente de ello, la comunión con Dios no se interrumpe. Pero tan pronto llegue la luz (el conocimiento), la conciencia lo condenará; y mientras ese pecado permanezca, la
comunión de ese día se habrá perdido. La comunión de Dios con nosotros depende del estado de nuestra conciencia. Si creemos que un pecado específico, que ha permanecido por muchos años sin
impedir la comunión, puede continuar así y no causar daño, nos engañamos a nosotros mismos y somos muy necios.
Esto se debe a que la capacidad que la conciencia tiene para condenar está supeditada a la luz que recibe. La conciencia no puede condenar ningún pecado que no sepa
que es pecado. A medida que crece el conocimiento del creyente, su conciencia también crece; y cuanto más conocimiento tiene, más pecados condena su conciencia. El creyente no tiene que
arrepentirse de nada que aún no conozca, y tampoco debe esforzarse por descubrirlo, siempre y cuando obedezca sin reservas aquello que conoce. “Pero si andamos en luz”, es decir, si nos regimos
por la luz que recibimos, “como El está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesús Su Hijo nos limpia de todo pecado” (aunque no estemos conscientes de muchos de ellos, 1 Jn.
1:7). La luz de Dios es ilimitada, y El anda
conforme a Su luz ilimitada. Pero la luz que nosotros poseemos es muy limitada; sin embargo, debemos caminar conforme a esta luz. Sólo así podremos tener comunión
con Dios, y sólo así la sangre de Jesús Su Hijo nos limpiará de todos nuestros pecados. Tenemos pecados que todavía no han sido eliminados, pero si todavía no estamos conscientes de ellos y si
todavía no hemos sido iluminados por la luz, podemos tener comunión con Dios. Recordemos que aunque la conciencia es muy crucial, no determina la medida de nuestra santidad, porque depende del
conocimiento. Cristo es la única medida de nuestra santidad. Pero en nuestra comunión con Dios, la única condición es que mantengamos una conciencia libre de toda acusación. Sin embargo, después
de someternos por completo a la guía de la conciencia, no debemos pensar que ya somos perfectos. Una buena conciencia sólo nos dice hasta donde llegue nuestro conocimiento que hemos logrado lo
que debíamos.
De esta manera, nuestra norma de conducta se eleva en la medida en que aumenta nuestro conocimiento y crece nuestra experiencia espiritual. Al aumentar gradualmente
la luz, nuestra conducta también gradualmente llega a ser más santa, y nuestra conciencia es preservada sin acusación. Si tenemos un año más de conocimiento y experiencia y nuestra conducta es la
misma que los años anteriores, nuestra conciencia nos acusará. Dios no interrumpió Su comunión con nosotros porque ignorábamos nuestras transgresiones. Pero una vez que obtenemos el conocimiento
de ellas, la comunión con Dios se pierde si no renunciamos a esos pecados. La conciencia es dada por Dios para que los creyentes conozcan la norma de santidad que tienen. Si violan esa norma, se
convierten en transgresores.
El Señor todavía tiene muchas cosas que decirnos, pero debido a la inmadurez de nuestro conocimiento espiritual, tiene que esperar. El trata a Sus hijos según la
condición individual de cada uno. Algunos asuntos son extremadamente malignos y pecaminosos para algunos creyentes, mientras que otros no los ven así. Esto se debe a la diferencia en el
conocimiento de su conciencia. Por esto no debemos criticarnos los unos a los otros. Sólo nuestro Padre Dios sabe cómo tratar a Sus hijos. El no espera ver que Sus “pequeñitos” tengan la fuerza
de un “joven”, ni que los “jóvenes” tengan la experiencia de los “padres”. Pero sí espera que todos Sus hijos se sometan a El según lo que cada uno sepa. Si tenemos la certeza, lo cual no es
fácil, de que Dios ya habló de cierto asunto a la conciencia de nuestro hermano, y éste no ha obedecido, entonces podríamos persuadirle a que obedezca, pero nunca debemos forzarlo a que obedezca
el sentir de nuestra conciencia. Si el Dios de la santidad perfecta no nos rechazó cuando ignorábamos nuestros pecados, ¿cómo podemos juzgar a nuestro hermano que sólo posee el conocimiento que
nosotros tuvimos el año pasado, según nuestra condición actual?
De hecho, al ayudar a otros, no debemos insistir en que obedezcan los pequeños detalles; sólo debemos aconsejarles que anden de acuerdo con los dictados de su propia
conciencia. Si se han entregado a Dios, cuando el Espíritu Santo los ilumine en cualquier cosa que se menciona en la Biblia, obedecerán. Si han cedido su voluntad a Dios, cada vez que la
conciencia reciba luz, ellos andarán de acuerdo con la voluntad de Dios. Lo mismo se aplica a nosotros. No tenemos que valernos de la fuerza del alma para comprender algunas verdades, ya que el
tiempo no ha llegado para ello, pero si estamos dispuestos a escuchar la voz de Dios, eso es suficiente. Si el Espíritu Santo desea guiarnos en nuestra intuición para
examinar algunas verdades, debemos seguirlo; de lo contrario, produciríamos un descenso en la norma de nuestra santidad. En síntesis, si estamos dispuestos a ser
guiados por nuestro espíritu, no tendremos problemas.
UNA CONCIENCIA DEBIL
Ya dijimos que Cristo es la norma de santidad para nuestra vida. Aunque la conciencia es importante, no es la norma. Al mismo
tiempo, sí es la norma que testifica si agradamos o no a Dios en nuestra vida diaria. En otras palabras, la conciencia indica el grado de santidad que tengamos en el momento. Si cada día vivimos
según la dirección de la conciencia, entonces hemos llegado al nivel espiritual en el que debemos estar en esa etapa. Si mantenemos una buena conciencia, no seremos derribados en nuestra senda
espiritual.
Al andar diariamente conforme al espíritu, la conciencia se hace un factor muy necesario. Si desobedecemos lo que nos dicta nuestra conciencia, seremos reprendidos,
perderemos la paz y seremos cortados temporalmente de la comunión con Dios. Es indiscutible que debemos obedecer incondicionalmente al espíritu mediante el dictado de nuestra conciencia, pero nos
preguntamos ¿es perfecto el dictado de la conciencia? Esta pregunta todavía permanece.
Sabemos que la conciencia está limitada por el conocimiento, y sólo puede guiar a las personas de acuerdo con lo que ella conoce. Si el hombre no obedece, ella lo
condena, pero no condena cosas que desconoce; por lo tanto, si comparamos la norma de nuestra conciencia con la de la santidad de Dios, la norma de nuestra conciencia es muy inferior, y tiene por
lo menos dos problemas. Uno, como dijimos anteriormente, es que su conocimiento es limitado, ya que sólo puede condenar las transgresiones que conoce; en consecuencia, ya que no posee un
conocimiento pleno acerca de muchas cosas, permanecen en nuestras vidas cosas que no concuerdan con la voluntad de Dios. Dios y los santos más maduros saben que nuestras transgresiones son
muchas, pero debido a que no hemos recibido luz, ellas no han sido puestas en evidencia y permanecen en nosotros. ¿No es esto un gran defecto? Sin embargo, Dios lo permite porque no condena lo
que desconocemos. A pesar de nuestra imperfección, Dios nos acepta y tiene comunión con nosotros debido a que nos hemos conducido según los dictados de nuestra conciencia.
Hay un segundo defecto que impide la comunión del creyente con Dios. Un conocimiento limitado o incompleto en la conciencia no solamente puede guiarlo a condenar lo
que debe condenar, sino que también puede guiarlo a condenar algo que no debe. ¿Qué podemos decir al respecto? ¿Lo ha guiado la conciencia por el camino equivocado? No, la guía de la conciencia
no puede estar equivocada, y el creyente debe obedecerla, pero hay diferentes grados de conocimiento. Debido a la falta de conocimiento en el creyente, hay muchas cosas que se le permitirán hacer
cuando posea más conocimiento, pero en el presente, no se le permiten debido a su falta de conocimiento. Si las hiciera, la conciencia lo condenaría, y lo convertiría en pecador. Esto se debe a
la inmadurez del creyente. En nuestra vida humana hay muchas cosas que se les permite a los padres debido a su conocimiento, experiencia y posición, pero si los hijos hicieran lo mismo, sin duda
se les censuraría debido a su falta de conocimiento y experiencia y a su posición. Eso no significa que haya dos criterios en cuanto el bien y el mal, sino que es imposible que el criterio en
cuanto al
bien y el mal sea el mismo en todas las personas. Esto sucede tanto en las cosas espirituales como en las físicas. Muchas cosas cuando las hace un creyente maduro
concuerdan con la voluntad de Dios, pero si un creyente joven hiciera lo mismo, para él serían pecado.
Esto se debe a la diferencia en el grado de conocimiento que tenga la conciencia. Si la conciencia de un creyente le permite hacer cierta cosa, al hacerla, él cumple
la voluntad de Dios; pero si la conciencia de otro creyente no le permite hacer la misma cosa, al hacerlo éste, peca. Como dijimos anteriormente, esto no significa que la voluntad de Dios sea
diferente, sino que Dios guía a cada uno de acuerdo con su respectivo crecimiento espiritual. El que tiene más conocimiento tiene una conciencia más fuerte y, en consecuencia, tiene más libertad.
Alguien sin conocimiento es débil y, como resultado, es más restringido.
El apóstol enseña esto claramente en la Primera Epístola a los Corintios. En ese tiempo, entre los corintios había muchos malentendidos en cuanto a comer cosas
ofrecidas a los ídolos. Algunos enseñaban que los ídolos no eran nada y que todo alimento se podía comer, fuera o no ofrecido a los ídolos, ya que hay un solo Dios, y los ídolos no [son nada]
(8:4). Otros, antes de ser creyentes habían sido adoradores de ídolos, así que cuando vieron que la comida que se les servía había sido ofrecida a los ídolos, no podían ingerirla porque
recordaban el pasado. Sus conciencias no tenían paz, cuando comían se contaminaban debido a la debilidad de sus conciencias (v. 7). El apóstol sabía que eso se debía al grado de conocimiento (v.
7). Aquéllos, debido a su conocimiento, no eran reprendidos por sus conciencias; así que comían y no pecaban. Estos, debido a su falta de conocimiento, no tenían paz en sus conciencias; así que
si comían, pecaban. Aquí vemos la importancia del conocimiento. El mucho conocimiento algunas veces hace que haya más condenación, pero también puede hacer que la conciencia sienta menos
condenación.
En asuntos similares de las sombras de las cosas por venir, debemos pedirle al Señor que nos dé más conocimiento para que no nos veamos atados sin razón, pero este
conocimiento debe ser tenido con humildad; de lo contrario, caeremos en la carne como los creyentes corintios. Si nuestro conocimiento no es apropiado, y la conciencia nos reprende, debemos de
todos modos, obedecer la voz de la conciencia, no importa cuál sea el precio que tengamos que pagar. No debemos pensar que porque cierta cosa no sea mala según la norma más elevada, ya no
necesitamos obedecer a la conciencia y tenemos la libertad de obrar como queramos. Debemos recordar que la conciencia es la norma actual que Dios usa para guiarnos; por eso, debemos obedecerla; o
si no, pecamos. Lo que nuestra conciencia condena, ciertamente también lo condena Dios.
Ya hablamos de cosas externas como, por ejemplo, la comida. En cuanto a lo espiritual, independientemente del conocimiento que poseamos, no puede haber diferencia de
libertad ni de esclavitud. En lo externo, lo pertinente a la carne, Dios trata a Sus hijos de acuerdo a la edad que tengan. En el caso de los creyentes jóvenes, Dios presta mucha atención a cosas
externas tales como la comida, el vestido y cosas por el estilo, ya que El quiere que hagan morir todas las obras malignas de sus cuerpos. Si ellos están dispuestos a seguir al Señor, verán que a
menudo el Señor les pide que se deshagan de todas esas cosas mediante la conciencia de su espíritu. Los que son más maduros en el Señor, ya que saben someterse al Señor, tienen más libertad en
sus conciencias.
Sin embargo, los creyentes maduros tienen un gran peligro: sus conciencias tal vez sean tan fuertes que se pueden enfriar y endurecer. Los creyentes inmaduros que
buscan al Señor con todo su corazón se someterán al Señor en muchas cosas porque su conciencia y su intuición son muy sensibles y son fácilmente conmovidas por el Espíritu Santo. La conciencia de
los creyentes más viejos se pueden enfriar y endurecer por tener demasiado conocimiento y por perder la sensibilidad de su intuición. Hacen todo según el conocimiento de su mente; parece que el
Espíritu Santo casi no puede operar en ellos. Esto es un golpe fatal para la vida espiritual, puesto que hace que la vida del creyente pierda su frescura y que todo se envejezca. No importa
cuanto conocimiento poseamos, no debemos seguirlo, sino que debemos seguir a la intuición de nuestro espíritu (la conciencia). Si no hacemos caso de lo que la conciencia condena a través de la
intuición, sino que nuestro conocimiento es la norma de nuestra conducta, andaremos según la carne. Muchas veces, de acuerdo con la verdad que conocemos, se nos permite hacer cierta cosa, pero si
nuestra conciencia pierde la paz, ¿qué haremos? Si la conciencia condena algo, se debe a que aquello no está de acuerdo con la voluntad de Dios, aunque concuerde con el conocimiento de la mente y
aunque sea bueno. Con frecuencia, nuestro conocimiento es adquirido de acuerdo con el intelecto, y no es la revelación de la intuición. De ahí que el dictado de la conciencia puede entrar en
conflicto con el conocimiento.
El apóstol sabía que si el creyente no prestaba atención a la reprensión de su conciencia debilitada y andaba según el conocimiento de su mente, su vida espiritual
podía ser gravemente perjudicada. “Porque si alguno te ve a ti, que tienes conocimiento, reclinado a la mesa en un templo de ídolos, ¿no será animada su conciencia, si él es débil, a comer de lo
sacrificado a los ídolos? Y por el conocimiento tuyo, es destruido el débil, el hermano por quien Cristo murió” (1 Co. 8:10-11). Esto está dirigido a los que tienen conocimiento y a los que no lo
tienen. Si el creyente que no tiene conocimiento ve a uno que sí lo tiene comer sacrificios ofrecidos a los ídolos, pensará que si ese creyente puede comer, él también puede, y comerá. En ese
caso, no obedecerá la voz de su conciencia, lo cual hace que peque. Este es el significado de estos versículos. Un creyente que no tiene conocimiento sólo puede entender con su mente el
conocimiento que su hermano posee, y si anda de acuerdo con este conocimiento, pasando por alto su conciencia, pecará. Debemos recordar que jamás debemos andar según el conocimiento que tengamos.
Todos los creyentes, no importa cuál sea su conocimiento, deben ser guiados por la intuición y la conciencia del espíritu. Su conocimiento puede afectar su conciencia, pero él sólo debe obedecer
a su conciencia. En cuando a la conducta, a Dios le interesa más la obediencia a Su voluntad que el buen comportamiento. Escuchar la voz de nuestra conciencia garantiza que nuestra consagración y
nuestra obediencia son verdaderas. Por medio de la conciencia, Dios sabe si nuestra prioridad es someternos a El, o si tenemos otros motivos.
Existe otro asunto al cual el creyente debe prestar atención. Debe ser cauteloso y no permitir que su conciencia sea bloqueada. Muchas veces nuestra conciencia
pierde su función normal debido a que ha sido sitiada por algo. Se enfría debido a que la conciencia de los que nos rodean se ha enfriado y endurecido, y sus razonamientos, conversaciones,
enseñanzas, persuasiones influyen en nosotros. Debemos cuidarnos de los maestros cuyas conciencias se han enfriado y endurecido. Estemos alerta frente a las conciencias fabricadas por los hombres
y rechacemos los intentos que hace el hombre por moldear nuestra conciencia. Esta debe responder directamente a Dios en todos los aspectos. Debemos
conocer la voluntad de Dios, y es responsabilidad nuestra llevarla a cabo. Si no cuidamos de nuestra propia conciencia y seguimos la de otros,
fracasaremos.
En síntesis, la conciencia del creyente es una facultad muy importante del espíritu, y el creyente debe obedecer sus dictados. Aunque es influida por el
conocimiento, a pesar de ello, su voz representa la voluntad más elevada de Dios para con nosotros. Basta con que obedezcamos lo que debemos obedecer. No tenemos que preocuparnos por otras cosas.
Debemos mantener nuestra conciencia siempre sana, sin permitir que ni un solo pecado afecte su percepción, ya que si se enfría y se endurece, nada podrá conmovernos. En ese caso, habremos caído
profundamente en la carne. Todo nuestro conocimiento bíblico permanecerá en la mente de la carne y no tendrá ningún poder para comunicar vida. Debemos conducirnos siempre por la intuición del
espíritu y ser llenos del Espíritu Santo para que la percepción de la conciencia cada día sea más aguda. De esta manera, aun una insignificancia que no sea correcta a los ojos de Dios, podrá ser
detectada, y podremos arrepentirnos. No nos centremos en nuestra mente olvidándonos de la intuición de la conciencia. El crecimiento de nuestra estatura espiritual aumenta la sensibilidad de
nuestra conciencia. En el presente, muchos creyentes no están llenos de vida, porque no han cuidado de sus conciencias y sólo han almacenado conocimiento muerto en sus mentes. Debemos velar cada
día para no caer en el conformismo. No temamos ser conmovidos fácilmente por nuestra conciencia. Si nuestra actividad procede de la conciencia, debemos temer que tal vez sea muy poca, y no temer
que sea demasiada. La conciencia es el freno de Dios, pues nos informa qué está mal y cómo corregirlo. Si estamos dispuestos a escucharla, nos evitaremos tener que deshacer muchas cosas más
adelante.