OCTAVA SECCION: EL ANALISIS DEL ALMA (2): LA MENTE
CAPITULO UNO
LA MENTE, UN CAMPO DE BATALLA
La mente del hombre es el órgano con el cual piensa. Por medio de ella podemos conocer, pensar, imaginar, recordar y entender. A ella pertenecen el poder intelectual, el raciocinio, la sabiduría y la inteligencia del hombre. Se podría decir que la mente es la parte que se relaciona con el cerebro. En el campo psicológico se le llama la mente, mientras que en el terreno fisiológico se le conoce como el cerebro; o sea que los psicólogos llaman a este órgano la mente, y los médicos lo llaman el cerebro. La mente ocupa un lugar predominante en la vida del hombre porque es la que principalmente dirige su conducta.
ANTES DE LA REGENERACION
En la Biblia se indica que la mente del hombre es un campo de batalla, lo cual es único. En ella, Satanás y los espíritus malignos luchan contra la verdad y contra el hombre. Podemos decir que la voluntad y el espíritu del hombre son una fortaleza que los espíritus malignos intentan atacar y capturar. La mente es el campo donde la batalla se lleva a cabo, y allí la fortaleza es atacada y tomada. El apóstol dijo: “Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne; porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas ante Dios para derribar fortalezas, al derribar argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y al llevar cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Co. 10:3-5). El apóstol primero nos habla de la batalla, luego del lugar donde ésta se lleva a cabo, y después nos habla del objetivo de tal batalla. Esta lucha se relaciona con la mente del hombre. El apóstol compara los “razonamientos” con la “fortaleza del enemigo”. Consideraba la mente una fortaleza del enemigo que debía ser derribada y que dentro de ella había muchos pensamientos rebeldes. El apóstol tuvo que derribar la mente del hombre llevando cautivos los pensamientos rebeldes para que fueran sometidos a una obediencia total a Cristo. Estos versículos nos muestran que la mente del hombre es un campo de batalla porque allí los espíritus malignos pelean contra Dios.
La Biblia nos dice que “el dios de este siglo cegó las mentes de los incrédulos, para que no les resplandezca la iluminación del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Co. 4:4). Este versículo concuerda con el que citamos anteriormente porque muestra la forma en que Satanás domina la mente del hombre y lo ciega. Quizá alguna persona se considere muy inteligente, capaz de usar diversos argumentos para oponerse al evangelio; otros tal vez no crean porque no han entendido el evangelio; pero lo que realmente sucede en ambos casos es que las mentes de los hombres han sido vendadas por Satanás. Cuando la mente es vencida por Satanás, se endurece (3:14), y los hombres se ocupan de los deseos de la carne y de los pensamientos, y son por naturaleza hijos de ira
(Ef. 2:3); son “enemigos en sus mentes” (Col. 1:21) porque “la mente puesta en la carne es enemistad contra Dios” (Ro. 8:7).
Después de leer estos versículos y ver que los principados de las tinieblas se relacionan principalmente con la mente del hombre, podemos ver que la mente es la parte del hombre que es más fácilmente atacada por Satanás. La potestad de las tinieblas no puede actuar directamente en la voluntad ni en la parte emotiva ni en el cuerpo del hombre, a menos que haya ganado algún terreno en él. Pero no sucede lo mismo cuando se trata de la mente. Parece como si la mente fuera propiedad del enemigo; él no necesita ningún permiso especial ni ninguna invitación de parte del hombre para obrar en su mente. El apóstol compara la mente con la fortaleza del enemigo para mostrar que existe una estrecha relación entre Satanás, con sus espíritus malignos, y la mente del hombre. Satanás y sus espíritus malignos hacen de la mente del hombre su fortaleza para encarcelar al hombre mediante su mente. Imponen su autoridad sobre el hombre valiéndose de la mente de éste; asimismo, por medio de la mente transmiten veneno a otros para que también se rebelen contra Dios. No podemos decir con certeza hasta qué punto la filosofía, la lógica, el conocimiento, la investigación y la ciencia de este mundo provienen del poder y la influencia de las tinieblas, pero algo sí es cierto: los razonamientos que se levantan en contra del conocimiento de Dios son las fortalezas del enemigo.
La proximidad de la mente a la autoridad de las tinieblas no es nada extraño. El primer pecado de la humanidad fue anhelar “el conocimiento del bien y del mal”. Este conocimiento provino de Satanás, así que, el conocimiento, es decir, la mente de la humanidad es especialmente compatible con Satanás. Al leer cuidadosamente la Biblia y observar la experiencia de los santos, podemos ver que toda comunión entre el hombre y Satanás y sus espíritus malignos se lleva a cabo en la mente. Examinemos las tentaciones del diablo como ejemplo. Todas las tentaciones del diablo para con el hombre ocurren en la mente. Es verdad que Satanás con frecuencia usa la carne para obtener el consentimiento del hombre; con todo, en cada caso de seducción el enemigo pone en el hombre algún pensamiento para inducirlo a pecar. No podemos separar las tentaciones y la mente. Todas las tentaciones nos llegan por los pensamientos, ya que éstos son una puerta abierta para la potestad de las tinieblas; por eso, debemos saber cómo guardarlos.
Antes de ser regenerados, nuestros pensamientos nos impiden conocer a Dios. Se necesita el gran poder de Dios para derribar los razonamientos de los hombres. Cuando el hombre es salvo, algo sucede o debe suceder, a saber, el arrepentimiento, el cual, en el texto original en que se escribió la Biblia significa “un cambio de mentalidad”. Debido a que el hombre es enemigo de Dios en su mente, Dios quiere que su mente sufra un cambio para poderle dar vida. Cuando el hombre no cree, su naturaleza está en tinieblas, mas cuando se salva, su mente cambia. Dios quiere que el hombre tenga un cambio de mentalidad, para que luego reciba un corazón nuevo. La mente está tan unida al diablo, que Dios desea que antes de darle al hombre un corazón nuevo, se debe operar un cambio en la mente de éste (Hch. 11:18).
DESPUES DE CREER
Después de que el hombre se arrepiente, su mente no es librada por completo de todas las obras de Satanás, quien sigue obrando mediante la mente. El apóstol dijo a los creyentes de Corinto: “Pero temo que como la serpiente con su astucia engañó a Eva, se corrompan vuestros pensamientos, apartándose de alguna manera de la sencillez y pureza para con Cristo” (2 Co. 11:3). El apóstol sabía que el dios de este siglo había cegado las mentes de los incrédulos, y que de la misma manera, engaña la mente de quienes han creído. El sabía que aunque ellos ya habían sido salvos, sus mentes todavía no habían sido renovadas y, por lo tanto, la mente seguía siendo el campo de batalla más estratégico. La mente recibe más ataques de parte de la autoridad de las tinieblas que ningún otro órgano del hombre. Debemos saber que los espíritus malignos de Satanás prestan especial atención a nuestra mente y es allí donde siempre nos atacan. “La serpiente con su astucia engañó a Eva”. Satanás no atacó primero el corazón de Eva, sino su mente. De la misma manera, los espíritus malignos primero atacan nuestra mente, no nuestro corazón, con el propósito de corromper la sencillez de nuestra fe. Ellos saben que nuestra mente es el punto más débil. Antes de que creyéramos, nuestra mente era su fortaleza; pero todavía quedan muchos lugares que no han sido derribados donde operan, pues saben que pueden derrotarnos. El corazón de Eva no tenía pecado, pero ella aceptó en su mente el pensamiento sugerido por Satanás. Fue engañada por la astucia del enemigo hasta el punto en que su mente no pudo razonar, y cayó en la trampa. Por lo tanto, es inútil que el creyente se jacte de que sus motivos son rectos; más bien debe adiestrar su mente para que resista a los espíritus malignos, pues de no ser así, el diablo lo tentará y engañará su mente e incluso hará que su voluntad pierda el poder de decidir.
En 2 Corintios 11:4 Pablo nos dice de dónde proviene este peligro. Algunos predicarán a “otro Jesús”, haciendo que “reciban otro espíritu” y acepten “otro evangelio” (v. 4). Esto nos muestra el peligro que existe de que se introduzcan en las mentes de los creyentes enseñanzas equivocadas que los desvíen del evangelio puro de Cristo. Eso es lo que “la serpiente” quiere hacer hoy. Satanás se disfraza como ángel de luz para que los creyentes, en sus mentes, adoren a “otro Jesús”, y para que reciban “otro espíritu” diferente al Espíritu Santo, y por medio de los mismos creyentes propagar “un evangelio diferente” al evangelio de la gracia de Dios. El apóstol nos dijo que Satanás hace todo esto en las mentes de los creyentes. Uno por uno, Satanás convierte estas “enseñanzas” en pensamientos y las aloja en la mente de los creyentes. Es lamentable ver que hoy día muy pocos creyentes reconocen estas cosas. ¿Cuántos saben que Satanás pone “buenos pensamientos” en el hombre?
Debemos tener presente que el creyente recibe una vida nueva y un corazón nuevo, pero no una mente nueva. Muchos tienen un corazón nuevo, pero su cabeza es vieja. El corazón está lleno de amor, pero la cabeza, es decir, la mente, no tiene ningún discernimiento. Muchos tienen motivos puros, pero sus pensamientos no son muy claros. La mente está llena de toda clase de mezclas y muy falta de discernimiento espiritual, el cual es crucial. Muchos aman verdaderamente a los hijos de Dios, pero su mente está llena de ideales, opiniones y metas personales. Los pensamientos de muchos fieles hijos de Dios son muy estrechos y llenos de prejuicios. Ya decidieron de antemano en qué consiste la verdad y rechazan todo lo que no concuerde con sus prejuicios. Todo esto sucede debido a que su mente no es tan amplia como su corazón. También hay muchos hijos de Dios cuyas mentes nunca pueden concebir pensamiento alguno. Aunque han escuchado muchas verdades, no pueden recordarlas, ni ponerlas en práctica ni darlas a otros. Han oído suficiente, pero no tienen la
fuerza para expresar lo que escucharon. Aunque por años han recibido verdades, no pueden suplir la más mínima necesidad de los demás y tal vez hasta se ufanen de lo llenos que están del Espíritu Santo. Todo esto sucede debido a que sus mentes no han sido renovadas totalmente.
¡La mente del hombre le causa más daño que su corazón! Si los creyentes pudieran diferenciar entre la renovación del corazón y la renovación de la mente, no cometerían la equivocación de confiar en el hombre. Los creyentes deben saber que el hombre puede tener una comunión muy íntima con Dios y, al mismo tiempo en la mente, sin darse cuenta, recibir las sugerencias de Satanás, lo cual provoca errores en su conducta, en sus palabras y en sus puntos de vista. Aparte de la clara enseñanza de la Biblia, no hay palabras que sean dignas de confianza. No debemos vivir por las palabras de ningún hombre simplemente porque lo conozcamos, lo admiremos o lo respetemos. Debemos saber que aunque las palabras y los hechos de una persona sean muy santos, sus pensamientos no necesariamente son espirituales. No observamos sus palabras ni su comportamiento, sino su mente. Si creemos que lo que dice el obrero de Dios es la verdad de Dios, basándonos en su conducta, haríamos de sus palabras y de su conducta nuestra norma, en vez de la Biblia misma. En la historia, muchos hombres que propagaron herejías fueron creyentes muy santos. Todo esto sucede porque aunque sus corazones fueron renovados, sus mentes no lo fueron. Ciertamente la vida es mucho más importante que el conocimiento, pero después de ser edificados en la vida, no debemos descuidar el conocimiento que procede de una mente renovada. Los creyentes deben darse cuenta de que tanto sus corazones como sus mentes deben ser renovados.
Si la mente no es renovada, la vida del creyente no será una vida equilibrada; a él le será casi imposible llevar a cabo alguna obra. Muchas enseñanzas recalcan la vida espiritual del creyente, es decir, el corazón; afirman que debe haber amor, paciencia y humildad, lo cual sin duda es importante e insubstituible. Sin embargo, no debemos pensar que eso basta para suplir todas las necesidades. Son importantes, pero no lo incluyen todo. Es igualmente importante que la mente sea renovada, ampliada y fortalecida. De lo contrario, la vida del creyente no será una vida equilibrada. Muchos piensan que un creyente espiritual no debe tener mucho conocimiento, y que cuanto más ignorante sea, mejor. Pero excepto por el hecho de que estos creyentes tal vez se conduzcan un poco mejor que los demás, no son muy útiles y no puede confiárseles ninguna obra. Por supuesto, no nos referimos a la perspicacia ni al conocimiento mundano, pues la meta de la salvación no es que continuemos usando la misma mente contaminada por el pecado. Dios desea que nuestra mente sea restaurada a la perfección que tenía cuando fue creada para que glorifiquemos a Dios no sólo con nuestra conducta, sino también con nuestra mente. Incontables hijos de Dios caen en la obstinación, la estrechez, la dureza y hasta son contaminados debido a que descuidan su mente. Como resultado son privados de la gloria de Dios. Los creyentes deben saber que si han de vivir una vida plena, su mente debe ser renovada. El reino de Dios carece de obreros porque las mentes de éstos no puede sobrellevar nada. Olvidan que después de ser salvos necesitan procurar una renovación plena en sus mentes y por ello su obra queda obstruida. La Biblia dice explícitamente: “Transformaos por medio de la renovación de vuestra mente” (Ro. 12:2).
UNA MENTE BAJO EL ATAQUE DE LOS ESPIRITUS MALIGNOS
Si examinamos la experiencia intelectual de los creyentes, veremos que sus mentes no son sólo estrechas, sino que también padecen muchas otras enfermedades. Por ejemplo, la mente es afectada por los pensamientos e imaginaciones incontroladas, imágenes impuras, recuerdos caóticos y delirantes, pérdidas repentinas de la memoria, prejuicios infundados, falta de concentración, pensamientos estáticos o retardados como si la mente estuviera encadenada, y fanatismo desaforado. El creyente siente que no tiene la fuerza para controlar su mente ni para dirigirla según su voluntad. Olvida innumerables cosas, tanto pequeñas como grandes. Sin proponérselo comete muchas “indiscreciones”, y ni se preocupa por haberlo hecho. Aunque su cuerpo parece estar sano, no sabe claramente por qué su mente tiene ciertos síntomas. La mente de muchos creyentes es así, pero ellos desconocen la causa.
Si el creyente se da cuenta de que su mente es afectada como lo describimos, sólo necesita examinar unas cuantas cosas para saber de dónde proviene todo esto. ¿Quién controla su mente? ¿La controla él? Si es así, ¿por qué no logra controlarla en un momento dado? ¿La controla Dios? Según la Biblia, Dios no controla la mente del hombre. (Más adelante hablaremos de esto en detalle.) Si no soy yo ni es Dios quien controla mi mente, ¿quién lo hace? Indiscutiblemente, tienen que ser las huestes de las tinieblas las que usurpan la mente y las que le ponen estos síntomas. Por lo tanto, cuando el creyente descubre que no puede controlar su mente, debe tener presente que el enemigo está activo. Jamás olvidemos que el hombre tiene libre albedrío. Dios desea que el hombre se gobierne a sí mismo, y éste tiene autoridad para gobernar todas sus facultades; así que, la mente debe estar sujeta a la voluntad. El creyente debe preguntarse si su mente y sus pensamientos son realmente suyos. Si no es así, entonces deben proceder de los espíritus malignos que operan en la mente del hombre. Supongamos que la voluntad no quiere que pensemos, y la mente desea obedecerla. Si a pesar de esto la mente se encuentra pensando continuamente, significa que esos pensamientos no son sus pensamientos, sino obra de otra “persona” que está utilizando pensamientos en contra de nuestra voluntad. Si no deseamos pensar, los pensamientos que surjan en nuestra mente no son nuestros sino de los espíritus malignos.
Si el creyente desea saber cuáles pensamientos son suyos y cuáles son de los espíritus malignos, debe observar en qué forma aparecen. Si su mente es pacífica, estable, imperturbable y actúa en conformidad con las circunstancias, pero súbitamente aparece una idea o un pensamiento fuera de contexto y fuera de orden, entonces ese pensamiento es la operación de los espíritus malignos, cuya intención es inyectar sus pensamientos en la mente del creyente, induciéndole a aceptarlos como propios. Por regla general, los pensamientos que los espíritus malignos inyectan en la mente del hombre son cosas que él no había pensado, o algo contrario a su modo de pensar. Son totalmente “nuevos”; ideas repentinas que jamás había concebido. Cuando el creyente tiene tales pensamientos, debe preguntarse primero si él verdaderamente piensa así y si es él el que está pensando, si quiere pensar así o si ese “pensamiento” está activado en su propia mente aunque nunca antes lo había deseado. El creyente debe descubrir si es él el que piensa tales cosas. Si la idea no se originó en él, y él se opone a ella, pero aun así persiste, debe concluir que tal idea procede de los espíritus malignos. Todos los pensamientos que su voluntad no apoya,
y todos los que se oponen a ella, son pensamientos que no provienen del hombre mismo, sino del exterior.
Muchas veces la mente de los creyentes está llena de pensamientos que no puede detener. Su mente como una máquina de pensar, es operada por una fuerza exterior que piensa continuamente y que no tiene control. El creyente puede sacudir la cabeza tratando de rechazar tales pensamientos, pero no lo logra. Los pensamientos vienen en ráfagas sin detenerse ni de día ni de noche. La mayoría de los creyentes no saben a qué se deba todo esto, pues desconocen que eso es obra de los espíritus malignos. El creyente debe saber lo que es un “pensamiento”. El pensamiento es algo que capta lamente. Pero en el caso de los pensamientos incontrolables, ya no es algo que la mente capte, sino algo que controla y ocupa la mente. Antes la mente pensaba cosas, pero ahora lo que sucede es que las cosas obligan a la mente a pensar. Muchas veces el creyente quiere hacer a un lado ciertas cosas, pero una fuerza externa lo obliga a recordarlas y lo fuerza a seguir pensando en ellas. Esta es la obra de los espíritus malignos.
En pocas palabras, el creyente debe investigar todo fenómeno anormal. Con excepción de una enfermedad, todo fenómeno anormal procede de los espíritus malignos. Dios no interfiere con las funciones de las facultades naturales del hombre. Nunca inyecta Sus pensamientos repentinamente en la mente del hombre y nunca detiene la función de la mente ni la priva de nada. El cese repentino de todos los pensamientos como si el cerebro hubiera quedado vacío, la intromisión brusca de un pensamiento completamente incoherente, las pérdidas súbitas de la memoria como si se hubiera cortado un alambre eléctrico dejando la mente paralizada, o una incapacidad continua para emplear la mente o la memoria son los resultados de la operación de los espíritus malignos. Debido a que los espíritus malignos han ocupado la memoria, pueden detener sus funciones o hacerla funcionar cuando ellos lo desean. El creyente debe saber que las causas naturales sólo producen enfermedades naturales. Los pensamientos o los olvidos imprevistos están fuera del control de nuestra voluntad y van más allá de los eventos naturales debido a que proceden de fuentes sobrenaturales. Si el creyente examina todos los fenómenos de su mente no pasará por alto las causas de los síntomas.
La epístola a los Efesios nos dice que los espíritus malignos operan “en los hijos de desobediencia” (2:2). Esto es muy importante. Los espíritus no sólo operan fuera del hombre, sino también dentro de él. Si nosotros queremos inducir a alguien a que trabaje, a lo sumo podemos usar palabras y expresiones u otros gestos del cuerpo. Pero los espíritus malignos pueden ir más allá; no sólo pueden operar desde fuera, como sucede entre personas, sino que también pueden hacerlo desde el interior del hombre. Esto significa que pueden penetrar en la mente del hombre y obrar desde allí, haciendo que el hombre los obedezca. El hombre no puede meterse en la mente de otra persona ni hacerle sugerencias sutiles desde allí; tampoco puede confundirlo con esas sugerencias, pero los espíritus malignos sí pueden. Poseen una capacidad de comunicación que el hombre no tiene. Debido a que la mente y la parte emotiva están estrechamente relacionadas, los espíritus malignos primero trabajan en la mente y luego llegan a su parte emotiva, o empiezan con la mente y desde allí se extienden a la voluntad, ya que la mente y la voluntad también están íntimamente relacionadas.
Ellos operan poniendo secreta y clandestinamente sus pensamientos favoritos en la mente del hombre a fin de cumplir sus objetivos, o bien bloquean los pensamientos que no les gustan. La Biblia claramente enseña que la autoridad de las tinieblas puede sembrar pensamientos en el hombre y también robar sus pensamientos. Juan 13:2 dice: “El diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, que le traicionara”. Esto muestra que Satanás puede poner pensamientos en la mente de los hombres. Lucas 8:12 dice: “Y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra”, lo cual muestra que Satanás puede quitar las palabras que el hombre debería recordar o hacer que lo olvide todo. Estos dos versículos revelan la operación doble que los espíritus malignos llevan a cabo en la mente del hombre. Con estos pasajes podemos identificar la operación de los espíritus malignos, ya que su obra consiste en añadir o quitar algo de la mente del hombre.
LA RAZON POR LA CUAL LOS ESPIRITUS MALIGNOS ATACAN
¿Por qué las mentes de los creyentes son atacadas por los espíritus malignos? Una respuesta es que los creyentes mismos dan oportunidad a los espíritus malignos, también llamados demonios, para que ataquen sus mentes. Debemos tener presente que es posible que las mentes de los creyentes sufran los ataques de los demonios. Esto es confirmado por la experiencia de muchos creyentes. El lugar que los demonios más a menudo atacan es la mente, ya que ésta y los espíritus malignos tienen cierta afinidad. Los ataques de los espíritus malignos en la mente de los creyentes producen los fenómenos mencionados. La mente se desliza parcial o totalmente, fuera de la autoridad del hombre y cae en las manos de los espíritus malignos. En consecuencia, los espíritus malignos pueden hacerlos pensar y pueden detener los pensamientos como a ellos les place, pasando por encima de la voluntad del creyente. Aunque la mente todavía reside en el cuerpo, pertenece a alguien más, y aunque el creyente se oponga, no puede hacer nada. En todo aquello que el creyente da lugar a los espíritus malignos, perderá el control sobre su voluntad, y nuestra mente obedecerá a la voluntad de otro. Cuando los creyentes dan la oportunidad en sus mentes a los espíritus malignos, pierden su soberanía para gobernar su propia mente. En otras palabras, si la mente del creyente no es dueña de sí misma y no puede gobernarse, ya ha sido ocupada por espíritus malignos. Si los espíritus malignos no han atacado la mente de los creyentes, la voluntad de éstos debería gobernar todas las cosas, debería pensar cuando quisiera y dejar de hacerlo sin dificultad.
Nuestra mente es atacada por los espíritus malignos debido a que les damos lugar. Tendemos a dar lugar a los espíritus malignos debido a que nuestra mente tiene cierta afinidad con ellos. El terreno que los espíritus malignos ganan en la mente de los creyentes les proporciona autoridad para actuar sin restricción. Recordemos que la mente del hombre pertenece al hombre; sin el consentimiento de éste, los espíritus malignos no pueden usarla. Si el hombre voluntariamente, sabiéndolo o no, se niega a entregar su mente a los espíritus malignos, éstos no pueden violar su libertad. Esto no significa que los espíritus malignos no tienten nuestros pensamientos, sino que cuando ejercitamos nuestra voluntad oponiéndonos a tales pensamientos, inmediatamente cesan. El problema de hoy es que aunque muchos creyentes emplean su voluntad para resistir las tentaciones, éstas continúan. Esto no debe suceder y es una prueba de que los espíritus malignos están operando, y que hacen caso omiso de la voluntad del hombre.
Después de que el creyente ha cedido terreno a los espíritus malignos, su mente inevitablemente será ocupada por las obras de ellos. Los espíritus malignos obrarán en él según el terreno que tengan, y debido a que el creyente cede terreno en su mente, ellos hacen lo que quieren en ella. El principio más importante que debemos conocer en cuanto a la operación de los espíritus malignos es que ellos pueden actuar sólo si el creyente les cede terreno; de lo contrario, no pueden hacer nada en el creyente. Ellos trabajan en la medida de la oportunidad que se les dé. Si el creyente les da la oportunidad de operar en su mente, ellos lo harán. Hay seis clases de terreno que los creyentes pueden ceder a los espíritus malignos. Examinaremos cada uno de ellos brevemente.
A. Una mente no renovada
Los espíritus malignos siempre actúan en la carne. Si la mente no ha sido renovada, aunque la persona sea regenerada en su espíritu, los espíritus tienen la oportunidad de operar. Aunque la mente de muchos creyentes se volvió al Señor cuando se arrepintieron la primera vez, eso no significa que sus ojos, los cuales habían sido cegados por Satanás, fueron totalmente iluminados. Quizá muchas áreas todavía permanezcan veladas. Antes esos rincones oscuros eran el centro de operación de los espíritus malignos, pero ahora, aunque ha disminuido la oscuridad, no han sido eliminados del todo. Los espíritus malignos todavía ocupan esas áreas y desde allí realizan sus actividades. Es muy común ver que los espíritus malignos ocupen la mente de los hombres valiéndose del pecado. Esto sucede antes de ser salvos y también después de serlo; pese a que han sucedido algunos cambios, el terreno cedido permanece igual, todavía ocupado por los espíritus malignos como base de sus operaciones.
Los espíritus malignos hacen todo lo posible por encubrir sus hechos. Si el creyente es carnal, ellos generarán muchos pensamientos que concuerden con el carácter y la condición de él. Le harán creer que tales pensamientos proceden de él y que son naturales. Si la persona busca el bautismo del Espíritu Santo, ellos imitarán la obra del Espíritu Santo y le traerán revelaciones sobrenaturales, haciéndole creer que provienen de Dios. Como saben que la mente no ha sido renovada, la aprovechan como el mejor lugar para llevar a cabo sus operaciones, obstruyen el entendimiento del creyente en muchas maneras, haciéndole ignorante e impidiendo que busque la renovación de su mente. La mente es el terreno que más comúnmente cedemos a los espíritus malignos. Pero si esto fuera todo, sin la pasividad de la cual hablaremos más adelante, la mente y la memoria no serían tan severamente debilitadas.
B. Los pensamientos impropios
Todos los pecados proporcionan oportunidades a los espíritus malignos. Si el creyente presta atención al pecado con su mente, eso significa que cedió su mente a los espíritus malignos, porque todos los pecados provienen de los espíritus malignos. Si el creyente cede su mente al pecado, no podrá resistir a los espíritus malignos que operan detrás del mismo. Todos los pensamientos corruptos, altivos, crueles e injustos proporcionan una base para la actividad de los espíritus malignos. Los creyentes que cedieron su mente y no rechazan esta clase de pensamientos, verán que éstos vuelven cada vez más fácilmente y cada vez les será más difícil detenerlos ya que los espíritus malignos están alojados en su mente.
Además de las ideas pecaminosas hay muchos otros pensamientos impropios que proporcionan al enemigo bases de operación. Los espíritus malignos a menudo inyectan pensamientos en los creyentes. Si el creyente recibe esos pensamientos, llegan a ser el terreno donde los espíritus malignos operen. Las ideas vagas, los pensamientos vanos o los de origen desconocido, las palabras que se escuchan sin querer, las líneas que se leen por casualidad, y también los caprichos de la vida humana, proporcionan terreno a los espíritus malignos para que sigan actuando, quizá por muchos años. Todo esto también hace que los creyentes se llenen de prejuicios, se rebelen contra la verdad de Dios y crean en muchas herejías.
C. Entender mal la verdad de Dios
El creyente raras veces se percata de que cuando acepta una mentira de los espíritus malignos está cediéndoles terreno. Si interpretamos mal lo que los espíritus malignos hacen en nosotros, en nuestro ambiente y en nuestra obra, pensando que es algo natural, espontáneo o nuestro, damos terreno a los espíritus malignos y les permitimos que continúen llevando a cabo sus actividades. Si aceptamos sus mentiras, ellos las utilizarán. Cuando aceptamos ideas que proceden de espíritus malignos creyendo que son cosas buenas que se nos ocurren a nosotros mismos, inconscientemente permitimos que ellos permanezcan en nosotros. Aunque este permiso sea conseguido por medio de un engaño, de todos modos da suficiente terreno para que los espíritus malignos continúen obrando.
Por otra parte, muchos creyentes entienden mal la verdad de Dios e ignoran lo que significa morir con el Señor, consagrarse, esperar en el Espíritu Santo, conocer el mover de Dios y otras verdades. Como resultado, se desarrollan prejuicios en sus corazones, y empiezan a concebir ideas acerca del significado de las enseñanzas espirituales. Los espíritus malignos aprovechan la oportunidad e introducen ideas equivocadas en los creyentes, mezclándolas con lo que los mismos creyentes creen saber y operando de acuerdo con ello. Los creyentes piensan que todo eso proviene de Dios, pero en realidad, no es más que una falsificación de los espíritus malignos fundada en una interpretación equivocada.
D. Aceptar sugerencias
Los espíritus malignos frecuentemente inyectan sus pensamientos en la mente de los creyentes. Especialmente les encanta predecirle al creyente lo que le va a pasar en el futuro. Le hablan al creyente de su porvenir y de lo que encontrará en el futuro. Si el creyente no sabe que todo esto proviene de los espíritus malignos y lo acepta, dándoles la oportunidad a los espíritus malignos de permanecer en la mente, éstos obrarán en el ambiente en el momento oportuno y harán que el creyente experimente lo que se le vaticinó. El creyente en su ignorancia, tal vez crea que él mismo ya sabía eso y que lo esperaba. En realidad, los espíritus malignos disfrazan sus ideas en forma de predicción, las inyectan en la mente del creyente con la intención de probar la voluntad del creyente, para ver si las acepta o las rechaza. Si la voluntad del creyente no se opone o si está de acuerdo, los espíritus malignos habrán ganado terreno y operarán en el creyente hasta donde a ellos se les antoje. Los vaticinios de los adivinadores y los que leen la palma de la mano se cumplen según este principio.
Algunas veces los espíritus malignos predicen algo con respecto al cuerpo del creyente. Le dicen que está débil o enfermo. Si el creyente acepta esa idea, se enfermará y se debilitará. Cuando el creyente se siente enfermo, sólo sabe que está enfermo. Los médicos tal vez digan que es algo psicológico, pero los que tienen percepción espiritual saben que eso se debe a que el creyente aceptó sugerencias de los espíritus malignos; les cede terreno, y ellos obran con base en eso. Si el creyente no resiste todos los pensamientos que provienen de los espíritus malignos, éstos se valdrán de ellos para operar ya que se les dio la oportunidad de hacerlo.
E. Una mente vacía
Dios creó al hombre con una mente, para que la usara. Desde el principio Dios quería que el hombre escuchara la palabra y la entendiera (Mt. 13:23). El deseaba que el hombre usara su mente para recibir Sus palabras a fin de ganar su amor, su voluntad y su espíritu. Por lo tanto, una mente activa es una barrera para la obra de los espíritus malignos. Por eso, la principal meta de los espíritus malignos es hacer que la mente del creyente esté vacía, es decir, que no tenga nada en ella. Los espíritus malignos hacen todo esto, ya sea mediante engaños o por la fuerza; hacen que la mente del creyente quede en blanco. Saben que cuando la mente del creyente está vacía, éste no puede pensar, pierde su capacidad de razonar y el sentido común, y acepta indiscriminadamente las “enseñanzas” de los espíritus malignos sin preocuparse por el origen.
Los creyentes deben emplear su mente, ya que una mente ocupada no es útil para los espíritus malignos; por eso, ellos intentan a toda costa vaciarla. Cuando la mente del creyente funciona normalmente, él discierne todas las revelaciones absurdas y fuera de lo común y también la fuente de sus pensamientos. Una mente en blanco le da la oportunidad a los espíritus malignos de operar en ella. Así que, todos los pensamientos y revelaciones recibidas mientras la mente está en ese estado proceden de los espíritus malignos. Si el creyente deja de utilizar su mente, verá que los espíritus malignos inmediatamente vienen a ayudarle a pensar.
F. Una mente pasiva
En términos generales, no hay mucha diferencia entre una mente vacía o en blanco y una mente pasiva, pero siendo técnicos, una mente vacía es una mente que no se usa, mientras que una mente pasiva espera que vengan fuerzas externas para usarla. La pasividad es un estado peor que el vacío. Ser pasivo es dejar de actuar para que fuerzas externas lo muevan a uno. Una mente pasiva deja de pensar por sí misma y permite que fuerzas externas piensen por ella. Ser pasivo es llegar a ser como un autómata, una máquina.
La pasividad de la mente ofrece el mejor terreno para la operación de los espíritus malignos. No hay otro terreno que los espíritus malignos disfruten más que éste. Si el creyente no usa su mente y espera que fuerzas externas sobrenaturales vengan sobre él, los espíritus malignos tendrán la oportunidad de poseer su voluntad y su cuerpo. Así como una mente necia puede fácilmente ser engañada debido a su ignorancia, una mente pasiva puede
ser fácilmente atacada por no estar consciente de sí misma. La persona no puede responder ya que reacciona como si no tuviera cerebro. Si el creyente permite que su mente deje de pensar, razonar y decidir, y si no compara su experiencia y su andar con lo revelado en la Biblia, está invitando a Satanás a que invada su mente y lo engañe.
En su deseo de seguir la guía del Espíritu Santo, muchos creyentes piensan que no tienen necesidad de medir, examinar ni juzgar a la luz de la Biblia todos los pensamientos que aparentemente vienen de Dios. Piensan que ser guiados por el Espíritu Santo es como estar muertos y que sólo deben escuchar los pensamientos e impulsos que provienen de su interior. Siguen especialmente las ideas que aparecen después de la oración y como resultado mientras oran y después de orar permiten que sus mentes se hundan en la pasividad. Detienen sus propios pensamientos y demás actividades mentales para poder recibir “los pensamientos de Dios”. Creen que esta clase de pensamientos provienen de Dios, y como resultado, se vuelven duros y obstinados, no son razonables y aceptan gran cantidad de sugerencias irracionales, ásperas y pertinaces. No saben (1) que la oración no cambia nuestros pensamientos para que sean los pensamientos de Dios; (2) que esperar recibir pensamientos piadosos durante y la oración después es una invitación a los espíritus malignos para que falsifiquen lo que viene de Dios; y (3) que Dios nos guía por medio de la intuición y no de la mente. Muchos creyentes no entienden que Dios no desea que ellos sean pasivos, sino que cooperen con El activamente. Pasan tiempo entrenándose para hacer que su mente sea pasiva; tratan de no pensar por sí mismos a fin de poseer los pensamientos de Dios. No saben que cuando no usan la mente tampoco Dios la puede usar, ni pondrá Sus pensamientos en ella, porque según Sus principios, el hombre debe usar su propia voluntad para controlar sus facultades y cooperar con El. Cuando el hombre no usa su mente, los espíritus malignos aprovechan la oportunidad para intervenir y controlarlos. Dios nunca ha tenido la intención de que los hombres lleguen a ser autómatas, pero los espíritus malignos sí, ya que toda pasividad les favorece a ellos y sacan ventaja de la ignorancia y la pasividad de los creyentes para operar en su mente.
LA PASIVIDAD
Todo terreno que los creyentes cedan a los espíritus malignos les proporciona una vía para que trabajen. De todas estas áreas la más importante es la pasividad porque ella expresa la actitud de la voluntad, la cual, a su vez, representa la totalidad de la persona. La pasividad permite que los espíritus malignos operen libremente. Por supuesto, tales obras siempre son llevadas a cabo ocultamente para que el creyente no se dé cuenta de que los espíritus de maldad están operando en él. Los creyentes caen en la pasividad debido a su ignorancia. Cuando no entienden claramente el lugar que tiene la mente en la vida espiritual, ya sea dándole demasiada importancia o subestimándola, permiten que se hunda en la pasividad y obedecen los pensamientos de su mente pasiva. Es indispensable que entendamos claramente la forma en que Dios nos guía.
La pasividad de la mente se debe a un concepto equivocado de lo que significan la consagración y la obediencia al Espíritu Santo. Muchos creyentes piensan que sus pensamientos perjudican su vida espiritual, y no saben que el verdadero daño es dejar de
usar la cabeza o usarla desordenadamente. No saben que el debido funcionamiento de la mente es de mucho beneficio y además necesario, porque sólo una mente que funciona apropiadamente puede colaborar con Dios. Ya establecimos claramente que la manera correcta de ser guiados por Dios depende de la intuición y no de la mente. Esto es algo crucial y no debemos olvidarlo. El creyente debe obedecer la revelación en su intuición y no los pensamientos de su mente. Los que andan según la mente andan de acuerdo con la carne. Esto guía a los creyentes por el camino equivocado. Sin embargo, esto no significa que la mente no sea útil en cosas secundarias. Si consideramos la mente como el órgano con el cual tener comunión con Dios y con el cual recibir revelación, estamos totalmente equivocados. Pero esto no significa que la mente no debe llevar a cabo la función que le corresponde para ayudar a la intuición. Esta es el órgano que conoce la voluntad de Dios, pero necesita la mente para ver si los sentimientos proceden de la intuición o si son un engaño de nuestras propias emociones. Debemos determinar si nuestro sentir interno es la voluntad de Dios y si concuerda con la Biblia. Todo esto lo sabemos por la intuición, pero lo confirmamos con nuestra mente. ¡Cuán fácilmente cometemos errores! Sin la ayuda de la mente es difícil decidir lo que verdaderamente proviene de Dios.
Esta enseñanza se basa en la Biblia, la cual dice: “Por tanto, no seáis insensatos, sino entended cuál es la voluntad del Señor”. Y añade: “Comprobando lo que es agradable al Señor” (Ef. 5:17, 10). La función de la mente no puede enterrarse. Dios no anula las facultades del alma, sino que las renueva y las usa. El desea que los creyentes sepan lo que están haciendo cuando lo obedecen; no espera una obediencia ciega e irracional. Tampoco desea que los creyentes sean tontos ni que no sepan lo que hacen. El no quiere que perciban o escuchen algo y supongan que eso es Su voluntad y lo obedezcan. Dios tampoco tiene la intención de dirigir o manipular al creyente haciéndole obedecer sin saber lo que obedece. Dios quiere que el creyente conozca Su voluntad y que conscientemente emplee su ser para obedecerla. Una persona perezosa no quiere ninguna responsabilidad; sólo desea permitir pasivamente que Dios lo use o que use uno de sus miembros, pero Dios quiere que el hombre activamente procure conocer Su voluntad y que utilice su propia voluntad para obedecerlo. La intención de Dios es que la intuición y la percepción del hombre estén de acuerdo.
Sin embargo, los creyentes no se dan cuenta de que es así como Dios nos guía. Se permiten caer en la pasividad, y esperan que Dios ponga Su voluntad en la mente de ellos. Siguen ciegamente toda guía sobrenatural sin examinar con sus mentes si verdaderamente proviene de Dios. Pueden usar sus miembros neciamente y sin un entendimiento claro de la voluntad de Dios, y esperan que Dios los use sin que ellos estén conscientes. El resultado de todo esto es la posesión demoníaca. La pasividad es una condición perfecta para ello. (Hablaremos de esto en detalle más adelante.) Si el hombre no utiliza su mente, Dios tampoco la usará, porque hacerlo sería contrario al principio sobre el cual Dios actúa. Son muchos los creyentes que no saben que en el mundo existen espíritus malignos que están haciendo todo lo que pueden por engañar a los hijos de Dios. Si los creyentes se encuentran en una condición en la cual los espíritus malignos puedan trabajar, éstos lo harán. Además, andan por todas partes buscando la oportunidad de atacar a los creyentes. No debemos permitir que la mente se hunda en la pasividad.
Hay otro tema que también debemos tratar acerca de la condición para la operación de los espíritus malignos. Ya hablamos brevemente sobre la pasividad, pero debemos avanzar para abarcar algo más. En este mundo existen personas que están muy interesadas en tener comunicación con los espíritus malignos. A ningún hombre común le gustaría ser poseído por los demonios, pero existe cierta clase de personas que quieren ser poseídas por los demonios. Existen los adivinos, los espiritistas, los parapsicólogos, los médium y los evocadores de espíritus. Al observar con detenimiento la causa de su posesión podemos entender el principio de la posesión demoníaca, ya que todos los casos siguen la misma pauta. Estas personas dicen que a fin de ser poseídas por un demonio, al cual ellos llaman un dios, su voluntad no tiene que presentar resistencia alguna, sino estar dispuesta a aceptar todo lo que llega a sus cuerpos. A fin de que su voluntad sea pasiva, su mente tiene que estar totalmente vacía e inactiva, porque sólo una mente en blanco produce una voluntad pasiva. Estas dos cosas son las condiciones básicas para ser poseídos por los demonios. De aquí que cuando la persona quiere hacer venir a un espíritu deja caer su cabello y mueve la cabeza durante cierto tiempo hasta quedar mareada, y su mente permanece por completo fuera de acción. Sólo entonces puede ser poseída por el presunto dios, y sólo entonces puede operar el espíritu maligno. Cuando la mente está en blanco, la voluntad naturalmente pierde todas sus funciones. En este punto su boca gradualmente deja de moverse según la voluntad de la persona y todo su cuerpo empieza a temblar; en poco tiempo su dios desciende sobre su cuerpo. Los métodos por los cuales son poseídos pueden ser diferentes externamente, pero al examinar el principio que utilizan, nos damos cuenta de que todos los métodos son llevados a cabo por medio de una mente vacía y una voluntad pasiva. Si uno les pregunta a estas personas, ellas dirán que cuando los demonios vienen sobre ellas, su mente no puede pensar, ni su voluntad puede funcionar. Por supuesto, si la voluntad pudiera caer en un estado pasivo sin que la mente tuviera que vaciarse, la mente seguiría pensando; pero la persona no puede ser poseída hasta que su mente esté vacía y su voluntad quede inactiva.
Lo que hoy se conoce como hipnotismo, disfrazado bajo el nombre de ciencia, la meditación religiosa y la meditación transcendental, entre otras, que capacitan a las personas para usar el poder de la telepatía y para escuchar cosas desde diferentes direcciones, así como poderes de curación y transmutación, están básicamente fundamentados sobre estos dos principios. Algunas prácticas, aunque se afirma que su fin es traer beneficio a la humanidad, como la concentración, el yoga, la meditación y otras más, requieren que primeramente la mente poco a poco deje de funcionar y que la voluntad entre en un estado de pasividad. Después de esto, los espíritus malignos intervienen y le muestran a la persona experiencias sobrenaturales o extraordinarias. No discutiremos aquí si estas personas saben que están invitando espíritus malignos a entrar en ellas. Solamente afirmamos por ahora que al hacer esta clase de cosas, ellas crean las condiciones propicias para que los espíritus malignos las posean y que no pueden evitar las consecuencias. Más adelante se darán cuenta de que han recibido espíritus malignos.
No tenemos espacio para abarcar todos estos asuntos en detalle; sólo queremos que los creyentes entiendan que para que los espíritus malignos obren en el hombre, se requiere una mente vacía y una voluntad pasiva. Los espíritus malignos se regocijan con todo aquel que cumple estas dos condiciones e inmediatamente intervienen y operan en él. Si un
incrédulo se encuentra en esta condición, los espíritus malignos lo poseen, pero aun tratándose de un creyente el caso es el mismo, y también lo poseen sin ninguna restricción.
Tengamos presente que muchos creyentes desconocen las condiciones que propician la operación de los espíritus malignos y el hecho de que cuando una persona cumple tales condiciones, los espíritus malignos obran en ella sin restricciones. Muchos sin darse cuenta han llegado a ser instrumentos en manos de los demonios y hasta han llegado a ser poseídos por ellos. En las reuniones a menudo los creyentes esperan la intervención del Espíritu Santo. Se reúnen hasta la media noche y se ocupan en actividades anímicas. Sus mentes se entorpecen y sus corazones pierden el control, hasta que empiezan a experimentar cosas fuera de lo común, tales como hablar en lenguas, ver visiones, sentir un gozo inexplicable. Sienten que en realidad el Espíritu Santo los ha visitado. Sin embargo debemos saber que si nuestra mente está en blanco y nuestra voluntad es pasiva, los únicos que operarán serán los espíritus malignos y no el Espíritu Santo. Por ejemplo, en dichas reuniones su oración favorita es repetir una palabra como “gloria” o “aleluya”. Repiten esas palabras simples. Si decimos la misma palabra docenas de veces, sabemos lo que sucederá: pronunciaremos la misma palabra con nuestra boca, pero nuestra mente perderá el significado, lo cual crea un vacío en ella. La persona no podrá controlarse y deberá continuar con su estribillo. Esto produce una voluntad pasiva. Finalmente, fuerzas externas gobernarán su garganta y moverán su mandíbula para que hablen cosas incomprensibles. En este punto, un creyente ignorante pensará que ha experimentado el “bautismo del Espíritu Santo” porque ha recibido la evidencia del bautismo que es “hablar en lenguas”. No sabe que sencillamente ha cumplido con los requisitos para que los espíritus malignos operen en él, pues al quedar la mente en blanco y permitir que su voluntad esté pasiva, él es ocupado por los demonios.
Hoy día los creyentes piensan que si lo que reciben los hace más felices, más espirituales, les aumenta el celo o los hace más santos, entonces aquello debe provenir del Espíritu Santo. No saben que todo eso es el engaño de los espíritus malignos que recurren a cualquier medio para engañarlos. Si los espíritus malignos detectan que los creyentes muestran señales de adivinación, no dejan pasar la oportunidad e inmediatamente entran en ellos. Estos espíritus no quieren que los creyentes se asusten; así que hacen lo posible por ganarse su confianza. Imitan algunos atributos del Señor Jesús, Su bondad, Su gloria y Su belleza, para que los creyentes adoren y amen a ese “Jesús”. Realmente, lo que sucede es que los creyentes están adorando, amando y consagrándose a espíritus malignos. Cuando los espíritus malignos ganan la fe y la confianza de los creyentes, lo cual puede tardar en muchos casos varios años, pondrán en ellos cosas que son obviamente malignas. Para entonces, ya sea por orgullo, por pereza o por necedad, los creyentes generalmente no están dispuestos a cuestionar el espíritu que recibieron.
Una cosa es cierta, y si los creyentes pudieran recordar tan sólo esto, sería de gran ayuda para ellos. Existe una diferencia básica entre la obra de los espíritus malignos y la obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo opera sólo cuando el hombre cumple con ciertos requisitos. Igualmente, para que los espíritus malignos operen se necesita que se cumplan ciertos requisitos. Aun cuando el hombre busque el Espíritu Santo, si llena los requisitos para que operen los espíritus malignos, el Espíritu Santo no actuará. Los espíritus malignos esperan incansablemente la oportunidad para actuar. No debemos preocuparnos si podemos distinguir entre algo que sea de Dios y algo que sea una falsificación; sólo necesitamos
examinar en qué condiciones aceptamos lo que recibimos. Si satisfacemos las condiciones para que el Espíritu Santo opere, lo que recibimos proviene de Dios; pero si llenamos los requisitos para que los espíritus malignos operen, aunque nuestra intención haya sido buscar el Espíritu Santo, lo que recibiremos provendrá de los espíritus malignos. No rechazamos lo sobrenatural, pero sí necesitamos distinguir lo que proviene de Dios de lo que proviene de Satanás.
¿Qué diferencias básicas existen entre las condiciones que deben llenarse para que el Espíritu Santo opere y para que operen los espíritus malignos? (1) Las revelaciones, visiones y actividades sobrenaturales que requieren que la mente deje de funcionar completamente, o que se reciben después de que la mente deja de funcionar, no provienen de Dios. (2) Las visiones que provienen del Espíritu Santo siempre son dadas a los creyentes cuando sus mentes están en plena actividad; además, se necesitan todas las facultades de la mente para recibir una visión del Espíritu Santo. Cuando los espíritus malignos operan, es totalmente diferente. (3) Todo lo que proviene de Dios está de acuerdo con la naturaleza de Dios y con la Biblia.
No debemos engañarnos por las apariencias. Si el asunto se identifica claramente con los demonios o si se disfraza como si proviniera de la esfera divina o si se designa con diferentes nombres; lo único que necesitamos preguntarnos es cuál es el principio sobre el cual opera. Debemos estar conscientes de que todas las revelaciones sobrenaturales que provienen de las tinieblas requieren el cese total de la función de la mente. Pero lo que proviene de Dios se puede recibir sin interferencia aunque la mente esté en plena actividad y en toda su capacidad. Tanto la visión que recibieron los israelitas en el monte Sinaí, narrada en el Antiguo Testamento, como la visión que tuvo Pedro en Jope, mencionada en el Nuevo Testamento, confirman que ellos tenían completo uso de sus facultades mentales.
Existe una diferencia básica entre las revelaciones y las visiones que Dios dio en la Biblia, y las presuntas revelaciones y visiones que los creyentes reciben hoy día. Al estudiar cada una de las revelaciones sobrenaturales de Dios, descritas en el Nuevo Testamento, vemos que en cada caso el que experimenta la revelación lo hace mientras su mente está funcionando, puede controlarse y puede usar cualquier miembro de su cuerpo. Pero las presuntas revelaciones sobrenaturales de hoy, requieren que la mente del receptor esté total o parcialmente pasiva, y éste no puede controlar alguna, o ninguna, parte de su cuerpo. Esta es la diferencia básica entre lo que proviene de Dios y lo que proviene de los demonios. En el caso de hablar en lenguas, como se menciona en la Biblia, los que hablaban tenían control completo sobre ellos mismos y estaban conscientes de lo que hacían. En el día de Pentecostés, Pedro podía escuchar las burlas de los oyentes y darles una respuesta coherente; podía demostrar que los que estaban con él no estaban ebrios, sino llenos del Espíritu Santo (Hch. 2). En Corinto, los que hablaban en lenguas estaban lo suficientemente lúcidos como para contar y saber si eran dos o tres los que hablaban (1 Co. 14:29); podían controlarse y tener la disciplina de hablar uno por uno (v. 31), y si no había intérprete, podían callar (v. 28). Estaban conscientes y podían ejercer control sobre sí mismos. Esto se debe a que los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas (v. 32). ¿Es este el caso de los que hablan en lenguas hoy en día? ¿No es verdad que han perdido totalmente el control e ignoran completamente lo que están haciendo? ¿No es cierto que los espíritus de
los profetas no están sujetos a los profetas sino que los profetas están sujetos a los espíritus? Así podamos diferenciar entre lo que es de Dios y lo que es de los demonios.
Todo lo que mencionamos se refiere a la diferencia que existe entre las cosas sobrenaturales que son dadas por el Espíritu Santo y las que son dadas por los espíritus malignos. Ahora quisiéramos brevemente ver la diferencia entre la obra del Espíritu Santo y la obra de los espíritus malignos con respecto a las cosas naturales. Tomemos como ejemplo escuchar la voz de Dios. Lo primero que necesitamos recordar es que la intención del Espíritu Santo es que entendamos claramente (Ef. 1:17-18). El Espíritu Santo no considera al hombre una máquina; por lo cual no desea que el hombre le obedezca, ni que haga el bien sin que esté plenamente consciente de que lo hace. Además, El expresa Su voluntad desde el espíritu del hombre, la parte más profunda de su ser. La guía de Dios nunca es confusa ni vaga ni extraña ni impuesta. Todo lo que proviene de los espíritus malignos tiene las siguientes características: (1) Proviene del exterior, principalmente de la mente ; nunca de la parte más profunda del creyente. No es una revelación de la intuición, sino un pensamiento que aparece como un relámpago. (2) Siempre impulsa, compele u obliga al creyente exigiendo acción inmediata, sin dar lugar a que el creyente piense, juzgue o examine. (3) Confunde y paraliza la mente del creyente de modo que no pueda pensar. Lo que proviene de los espíritus malignos, ya sea sobrenatural o natural, siempre hace que el creyente no pueda usar debidamente su intelecto; pero el Espíritu Santo no actúa así.
CAPITULO DOS
LA CONDICION DE UNA MENTE PASIVA
Es lamentable que los creyentes no conozcan la diferencia fundamental que existe entre la obra de los espíritus malignos y la del Espíritu Santo. Debido a esto, han permitido que los espíritus malignos vengan y ocupen sus mentes. Quisiéramos estudiar brevemente la mente que se halla bajo el ataque de los espíritus malignos.
PENSAMIENTOS REPENTINOS
Cuando la mente del creyente cae en la pasividad, se inyectan en él muchos pensamientos que provienen de afuera; pensamientos inmundos, blasfemos o confusos, los cuales rondan por su cabeza. Aunque la persona se proponga rechazarlos, no puede detenerlos ni cambiar el rumbo ni el tema. Tal parece que la mente es una máquina que una vez encendida no puede apagarse fácilmente. Tal vez el creyente use su voluntad para resistirlos, pero no puede deshacerse de ellos. Los pensamientos que se presentan y que son contrarios a la voluntad del creyente provienen de los espíritus malignos.
Algunas veces esas ideas repentinas hacen que el creyente entienda, conozca o invente alguna cosa especial. Pueden llegar como una sugerencia para hacer algo. Parece que el pensamiento proviene del creyente mismo, pero al examinarlo, ve que no se origina en él y que es la obra de los espíritus malignos en una mente pasiva. El creyente debe rechazar todo pensamiento repentino que le haga sugerencias, ya que no procede del Espíritu Santo. Además, si el creyente actúa según esos pensamientos, verá que el resultado carece de sentido.
Sabemos que en estos últimos tiempos los espíritus malignos trabajan considerablemente en la enseñanza (1 Ti. 4:1). Los creyentes deben estar alerta para que los espíritus malignos no inculquen tales enseñanzas en sus mentes pasivas. Muchos creyentes piensan que están estudiando la Palabra, que reciben mucha luz y que entienden muchas cosas que sus predecesores no entendieron, pero deben tener cuidado, porque en muchos casos no son ellos los que piensan, sino que los espíritus malignos les ponen repentinamente tales ideas. Los espíritus malignos insertan astutamente en los pensamientos de los creyentes una idea de ellos. Debido a que muchos creyentes ignoran el hecho de que sus mentes pueden absorber las enseñanzas de los espíritus malignos, cuando leen o meditan y reciben repentinamente una gran iluminación, creen haber descubierto algo nuevo en la enseñanza divina, y lo escriben o lo divulgan, pensando que todo es el resultado de su búsqueda, y cuando otros leen sus escritos o los escuchan, se maravillan de su gran perspicacia. Realmente no sabemos cuántas enseñanzas proceden del fondo del abismo. Muchas herejías, enseñanzas presuntamente espirituales e interpretaciones bíblicas que han dividido la iglesia de Cristo en miles de fragmentos provienen de hombres que repentinamente entienden ciertas doctrinas al estudiar la Palabra. No debemos tener en cuenta sólo la excelencia de la iluminación que recibimos, sino que debemos preguntarnos de dónde
proviene tal iluminación. (1) ¿Es revelada por el Espíritu Santo a través de la intuición? (2) ¿Proviene de mi propia mente? (3) ¿Están los espíritus malignos dándome tales pensamientos?
Cuando la mente de un creyente es pasiva, es fácil que los espíritus malignos le inyecten pensamientos sin sentido. Les dirán cosas como: “Eres un vaso especial para Dios ... tu labor cambiará el mundo ... tu vida espiritual es mucho más elevada y profunda que la de los demás ... debes seguir tu camino independiente de los demás ... pronto Dios te abrirá una puerta muy ancha para la predicación ... debes empezar a vivir por fe ... tu utilidad espiritual es ilimitada”. El creyente queda desarmado ante tales pensamientos y deja de vigilar. Vive todo el día guiado por ellos, soñando acerca de grandezas y de lo maravilloso y hábil que es él. Debido a que no usa el razonamiento ni la mente, no sabe que todos esos pensamientos perjudican su vida espiritual y que son absurdos. Continuamente piensa en sí mismo y fantasea acerca de lo que será su futuro.
Entre quienes predican la Palabra del Señor, algunos frecuentemente son controlados por pensamientos repentinos. Muchos predicadores hablan de “revelaciones aisladas” que llegan a través de su mente. Cuando hablan, obedecen a pensamientos repentinos o a la “revelación” que ha estado en sus mentes por tanto tiempo. Piensan que todo eso procede de Dios y lo reciben pasivamente. No saben que Dios no da revelaciones repentinas, y tampoco las deposita en la mente. Aunque algunas veces esas palabras puedan ser coherentes, provienen de los espíritus malignos. Algunas veces el creyente predica versículos que vienen de repente a su mente. Aunque ésta no los busca, los versículos siguen llegando; la audiencia parece conmovida; con todo, cuando la reunión se termina, la audiencia se levanta y todo parece haber sido un sueño, pues no hubo una verdadera ayuda práctica en la vida divina. Algunas veces esto también sucede en el tiempo privado de los creyentes, pero todo es obra de los espíritus malignos.
Debido a que el creyente les ha cedido terreno en su mente a los espíritus malignos, éstos pueden poner en él los pensamientos que ellos quieren. Con frecuencia, entre los creyentes que laboran juntos, los espíritus malignos levantan, sin ningún motivo, una barrera o un recelo entre ellos con el fin de separarlos. Los espíritus malignos hacen que el creyente piense sin base alguna que las personas son de cierta manera. Piensa que algunas personas lo tratarán de cierto modo y que otras probablemente no lo tratarán así. Los espíritus malignos dividen a los creyentes; en realidad todos esos pensamientos son infundados. Si el creyente sabe que debe examinar la procedencia de los pensamientos y los resiste, no habrá separación. Pero el creyente piensa que tales ideas son suyas y no sabe que los espíritus malignos también pueden implantar pensamientos en su mente.
LAS IMAGENES
Los espíritus malignos no sólo inyectan pensamientos en la mente de los creyentes, sino que también pueden proyectar imágenes. Algunas de ellas son limpias y buenas, y el creyente las disfruta, pero algunas son corruptas y pecaminosas, y la conciencia del creyente las aborrece. Sean imágenes buenas o malas, aunque el creyente las disfrute o las aborrezca, él no puede impedir que se sigan proyectando en su mente. Las experiencias pasadas, las predicciones del futuro, y muchas otras cosas persisten delante de sus ojos a
pesar de la oposición de su voluntad. La imaginación del creyente ha caído en la pasividad; no puede controlar su propia imaginación, y la ha entregado a los espíritus malignos, los cuales la están usando a su antojo. El creyente debe saber que todo lo que no sea producido por su propia mente procede de fuerzas sobrenaturales.
LOS SUEÑOS
Algunos sueños son naturales, pero otros son sobrenaturales. Algunos pertenecen a Dios y otros al diablo. Aparte de los que son producidos por la psique o la mente del hombre, los demás son sobrenaturales. Si la mente del creyente se abre a los espíritus malignos, probablemente muchos de sus sueños serán las imágenes que obtuvo durante el día, aunque de una manera encubierta. Los espíritus malignos hacen que vean imágenes durante el día y que las sueñen durante la noche. Si el creyente quiere saber si el sueño proviene de los espíritus malignos, sólo necesita preguntarse si su mente estuvo pasiva durante el día. Si es así, el sueño que recibió no es digno de fiar. Los sueños que provienen de Dios permiten que el hombre continúe siendo normal, pacífico, estable, razonable y sensible. Pero los sueños que provienen de los espíritus malignos son extraños, vanos, falsos y absurdos, y hacen que las personas se vuelvan enajenadas, turbadas, confusas e irrazonables.
Los espíritus malignos pueden dar al creyente muchos sueños extraños, algunos de los cuales son buenos. Si la mente del creyente estuvo pasiva, sus sueños no proceden de Dios ni son naturales, sino que proceden de los espíritus malignos. Naturalmente, por la noche la mente no es tan activa como durante el día; así que, por estar pasiva los espíritus malignos buscan la oportunidad de lograr su meta. Estos sueños nocturnos hacen que el creyente se levante por la mañana lleno de pesadez y con su espíritu deprimido. Parece que el sueño le resta energía, porque mientras duerme, los espíritus malignos afectan todo su ser valiéndose de la mente pasiva. Si uno tiene estos sueños con frecuencia, ello se debe a que los espíritus malignos están operando en su mente. Si el creyente sinceramente rechaza la obra que los espíritus malignos llevan a cabo durante el día o durante la noche, podrá ser libre.
EL INSOMNIO
El insomnio es una enfermedad muy común entre los creyentes de hoy. Es la evidencia más obvia de que los espíritus malignos están operando en la mente del creyente. La mente de muchos creyentes se llena de pensamientos cuando ellos se acuestan en la noche. Continúan pensando durante el día en el trabajo, recuerdan experiencias pasadas o llenan su mente de cosas que no están relacionadas entre sí. Parece que están pensando en millares de cosas, y deliberando acerca de lo que deben hacer, y cuál es la mejor estrategia para realizarlo. Piensan por adelantado lo que harán el siguiente día, lo que deben planear, las circunstancias que enfrentarán, y cómo deberán tratar con los diferentes problemas. Esta clase de pensamientos se presentan repetidas veces. Aunque el creyente sabe que la cama es para dormir, y no un escritorio para pensar cómo hacer las cosas, la mente continúa pensando sin detenerse. Aunque el creyente sabe que es importante dormir para poder trabajar al día siguiente, y que urgentemente necesita dormir y no pensar, aun así, sin saber por qué, no logra conciliar el sueño. Su mente sigue pensando con vehemencia y le ahuyenta el sueño. Quizá el creyente ya ha experimentado la angustia del insomnio por algunos días y se propone descansar de toda obra que requiera actividad mental, pero
cuando llega la noche, aunque está muy cansado, su mente no descansa, y es como si fuera una máquina de pensamientos, llena de actividad e imposible de apagar. Su voluntad no tiene poder sobre sus pensamientos y es impotente ante la ráfaga de pensamientos. Sólo le queda esperar hasta que de alguna forma su mente cese de trabajar y le permita dormir un poco. El sueño reanima a las personas, pero después de que una persona ha estado bajo tales experiencias por cierto período, acaba temiendo la hora de ir a dormir, la cama y la noche. Sin embargo, como no puede darse el lujo de no dormir, cada mañana cuando se levanta, parece que ha regresado de un mundo terrible, su cabeza está confusa, su voluntad paralizada, y parece que toda su energía ha desaparecido.
En esos casos, el creyente piensa que su cuerpo es la causa de tal fenómeno. Tal vez piense que está perturbado mentalmente o que se ha extralimitado trabajando. En realidad, lo que sucede es que (1) la mayoría de las veces todos esos razonamientos son simples suposiciones, es decir, no son reales. (2) Si fueran reales, después del descanso u otro remedio natural, experimentarían restauración, pero todo es ineficaz. (3) Todo esto es una señal de que los espíritus malignos emplean tales razones para disfrazar sus actividades. Cuando los pensamientos corren por la mente del creyente, él debe preguntarse, “¿de dónde provienen? ¿Son míos? Yo no deseo pensar tal cosa; no tengo la intención de hacerlo, ¿quién está implantando en mí tantos pensamientos confusos, perversos y deprimentes? ¿Quién más puede ser si no los espíritus malignos?”
LOS OLVIDOS
Muchos creyentes pierden el poder de memorizar y a menudo olvidan cosas debido al ataque de los espíritus malignos. Las palabras que acaban de decir las olvidan en un instante; el trabajo que acaban de hacer se les olvida en una hora, y antes que se termine el día no pueden encontrar el objeto que acaban de poner en algún sitio, y lo que han prometido se les olvida en un momento. Un creyente así es como un hombre sin mente; parece que su mente no logra retener nada. Tal vez piense que eso sucede porque su memoria no es tan buena como la de los demás, y no se da cuenta de que eso obedece a que está bajo la perturbación de los espíritus malignos. En ese caso, el creyente toma todo tipo de apuntes, y se convierte en un esclavo de sus notas. Depende de ellas para que le recuerden lo que ha de hacer; de lo contrario, tendrá dificultades. No estamos diciendo que la mente del creyente debe recordar todas las cosas siempre; sabemos que con el paso del tiempo muchas cosas se olvidan, y que hasta los sucesos recientes se pueden olvidar debido a que no dejaron una impresión profunda. Pero aparte de esto, hay muchas cosas que por haber ocurrido recientemente y por haber dejado huella en el creyente, deberían ser recordadas, sin embargo a menudo hay como una laguna en la memoria y no se puede recordar nada. Esto no es natural; debe ser por el ataque de los espíritus malignos. Por ejemplo, no es natural olvidar lo que recientemente nos llamó la atención. Es natural olvidar algunas cosas, pero hay otras que no es natural olvidar. Detrás del olvido anormal se hallan los ataques de los espíritus malignos, los cuales pueden afectar ciertos nervios de nuestro cerebro y en ciertos momentos críticos hacer que olvidemos lo que debíamos recordar. Un sinnúmero de creyentes han sufrido dificultades debido a los ataques de los espíritus malignos en esta área, y la obra que llevan a cabo es dañada, se ven envueltos en muchas situaciones incómodas, los demás les pierden la confianza, y su eficacia disminuye
considerablemente. Sin embargo, no se dan cuenta de que la pérdida de la memoria se debe a la operación de los espíritus malignos en su mente.
Otras veces, parece que la memoria del creyente es buena y no tiene problema, pero repentinamente empieza a experimentar la pérdida de la memoria. En momentos críticos, cuando la memoria debería funcionar perfectamente bien, no logra recordar nada. Como resultado las cosas caen en un caos. Esta pérdida repentina de la memoria puede parecer extraña al creyente. Tal vez piense que su poder mental esté debilitándose momentáneamente y que pronto lo recuperará; no se da cuenta de que esto es un fenómeno causado por el ataque de los espíritus malignos en su mente.
LA FALTA DE CONCENTRACION
Muchas veces los espíritus malignos también interfieren en el poder de la concentración de los creyentes. El poder de concentración es diferente en cada creyente. Pero según la experiencia de los creyentes, la variación en el poder de concentración es el resultado principalmente de la operación de espíritus malignos. Muchos son incapaces de enfocar sus pensamientos. Otros, si tratan de concentrarse en una cosa por unos pocos minutos, descubren que sus pensamientos vuelan por todas partes, especialmente mientras oran, leen las Escrituras o escuchan un mensaje. Muchos creyentes sienten que su mente vaga constantemente. Aunque hacen lo posible por concentrarse, no lo logran. Esfuerzan su voluntad para controlar sus pensamientos desaforados y parece que eso surte efecto por algunos minutos, pero al poco tiempo, se encuentran en la misma condición. Algunas veces se sienten fuera de control. Todo esto es obra de los espíritus malignos y obedece a que los creyentes les cedieron terreno en su mente. Es lamentable que los creyentes pierdan así su poder mental. El resultado es que durante el día no logran llevar a cabo nada. Así como es perjudicial gastar la energía física, también es dañino gastar la energía mental. Muchos creyentes emplean mucho tiempo sin producir nada de provecho, porque sus mentes están bajo el ataque de los espíritus malignos y no pueden concentrarse.
Debido a esos ataques, el creyente experimenta a menudo una especie de distracción. Normalmente su mente es aguda, pero repentinamente surge un vacío, y nota que sus pensamientos vuelan sin rumbo. No sabe qué está haciendo ni que libro está leyendo. Tal vez crea que su mente está pensando en otra cosa, pero debe percatarse de que esos pensamientos no aparecen en su mente con la aprobación de su voluntad. Un sinnúmero de creyentes han experimentado que durante una reunión o durante el día, repentinamente dejan de escuchar lo que otros están diciendo. Los espíritus malignos les impiden oír lo que les es de provecho, hacen que sus mentes dejen de funcionar y los fuerzan a pensar en otras cosas.
Después de que la mente del creyente es atacada por los espíritus malignos, es difícil que escuche a otros. Algunas veces, pierde varias oraciones o varias palabras. Para poder entender lo que otros están diciendo tiene que hacer un gran esfuerzo por captar las palabras. A menudo no entiende ni lo más sencillo o interpreta mal lo que se le enseña. Todo esto también es causado por la turbación de los espíritus malignos en su mente, quienes depositan prejuicios en él o interpretan por ellos el significado de las palabras. El creyente escucha al mismo tiempo a los hombres y a los demonios; así que, o no escucha
nada o lo que oye lo interpreta mal. Debido a la obra de los espíritus malignos, él no está dispuesto a escuchar lo que otros le dicen y a veces ni siquiera puede. Antes de que la persona termine le interrumpe. Todo esto sucede debido a que los espíritus malignos le han sembrado muchos pensamientos, lo fuerzan a escucharlos a ellos y a decir lo que a ellos les plazca. En tal caso, el creyente escucha dos voces al mismo tiempo, una que proviene del exterior y otra del interior. Interiormente escucha las sugerencias de los espíritus malignos, y exteriormente la voz de los hombres. Debido a que la voz interior es más cercana a él, parece que sus oídos no logran oír las voces del exterior. Lo que comúnmente es conocido como distracción en realidad se debe a que el corazón ha sido ocupado por espíritus malignos. Cuántas veces el creyente piensa que se distrajo, cuando en realidad lo que sucedió fue que su corazón quedó capturado por los espíritus malignos. Si los creyentes no se deshacen de las obras que los espíritus malignos llevan a cabo en sus mentes, les será difícil concentrarse.
Debido a la actividad de los espíritus malignos en la mente del creyente, éste sacude la cabeza, queriendo deshacerse de los pensamientos indeseables. Si dice algo, tienen que enunciarlo audiblemente a fin de que su propia mente lo escuche y reciba una impresión. Si piensa algo, también tiene que decirlo en voz alta para que su mente confusa lo pueda comprender. Si lee, debe leer en voz alta para captar lo que lee. Todo eso es el resultado del daño que los espíritus malignos hacen en la mente. El creyente no puede concentrarse y tiene que hacer todo esto a fin de que su mente pueda ser impresionada o que pueda tener algún entendimiento.
LA INACTIVIDAD
Los espíritus malignos también hacen que la mente del creyente pierda la capacidad de pensar. Debido a que la mente ha estado bajo el ataque de los espíritus malignos tanto tiempo y a la cantidad de terreno que los espíritus han ocupado, muchos creyentes pierden la capacidad de pensar. Cuando esto sucede, sus mentes se han sumergido casi por completo en las manos de los espíritus malignos y ya no son capaces de tomar decisiones. Al llegar a este punto, los creyentes no pueden ni pensar. Aunque quieren pensar, no tienen la fuerza para producir ningún pensamiento. Hay una ola de pensamientos revoloteando en su mente y no tienen la fuerza para detenerlos e imponer los suyos. Parece que la ola de pensamientos es tan fuerte que no tienen la oportunidad de pensar por sí mismos. Aunque algunas veces parece que encuentran un lugar en su mente para lo que ellos quieren pensar, se les dificulta bastante seguir pensando. Parece que en ellos hay muchas voces y muchos temas que no dejan lugar para sus pensamientos. Sabemos que si un hombre quiere pensar, tiene que emplear su memoria, su imaginación y su razonamiento. Cuando el creyente pierde el dominio sobre todas estas cosas, ya no puede pensar en nada nuevo; no puede ser creativo, y no puede deducir, recordar ni comparar. No puede decidir ni entender. En síntesis, no puede pensar.
Después de que la mente del creyente es atacada por los espíritus malignos, se siente aprisionada sin poder pensar en nada. Parece como si algo se hubiese perdido, y como si una sombra de confusión se cerniera sobre él, haciendo imposible que produzca algo. Una vez que la habilidad mental del creyente se pierde, espontáneamente tiene una perspectiva exagerada de todas las cosas. A sus ojos, un poco de tierra parecerá una montaña, y todo se
le hace cada vez más difícil. Teme en particular todo lo que requiera actividad mental. Le incomoda conversar con la gente, porque esto le exige un gran esfuerzo. Le parece un enorme sacrificio cumplir con diligencia y constancia sus deberes diarios. Parece que dentro de él hay una cadena invisible, se siente incómodo como un esclavo, y algunas veces alberga el pensamiento de rebelarse contra todo. Sin embargo, es incapaz de escapar porque su mente está atada por los espíritus malignos, los cuales le impiden pensar.
Así que, el creyente no tiene otra alternativa que soñar durante todo el día; pierde el tiempo; pasan los días, y él sigue sin pensar, imaginar, razonar ni entender. Después de que la mente ha sufrido tales ataques, la voluntad es afectada porque la mente es su luz y permite pasivamente ser zarandeada de acá para allá por las circunstancias. El no toma decisiones por su cuenta y se llena de toda clase de insatisfacciones; pierde la paz y no es capaz de pelear en contra de tal esclavitud para obtener la victoria. Parece que se hubiese erguido una barrera invisible. Hay muchas cosas que debe hacer, pero cuando intenta llevarlas a cabo, un sentimiento lo detiene. Nada de lo que debe hacer parece estar a su alcance; da la impresión de que su vida está llena de dificultades y que nada puede satisfacerlo.
Esta inactividad en el creyente es diferente a la pasividad ordinaria. Si la mente de un creyente está solamente inactiva, puede activarse cuando él lo desee. Pero si no puede activarse, eso significa que no puede actuar cuando lo desea. ¡No puede pensar! Es como si tuviera algo sobre su cabeza que lo oprimiera. Este es un síntoma de una obra severa efectuada por los espíritus malignos.
Los creyentes que continuamente se preocupan y se llenan de ansiedad, tienen esta enfermedad. Si observamos sus circunstancias y su posición, veremos que aunque todo está bien y que tienen razones de sobra para estar contentos; sin embargo, están llenos de ansiedades e infelicidad. Si se les pregunta la razón, no tienen respuesta, y si se les dice que no deben sentirse así, de todos modos no pueden evitarlo. Ni ellos mismos pueden explicar por qué se sienten así. Parece que se han hundido en un atolladero del cual no pueden salir. Tal parece que están acostumbrados a preocuparse y que ya no tienen fuerza para escapar de su situación. Todo eso es obra de los espíritus malignos. Si se trata de una preocupación natural, habría justificación, una razón válida, para su inconformismo Toda preocupación que no tenga una causa valedera proviene de los espíritus malignos. El creyente se hunde en ese estado porque al principio aceptó las ideas de los espíritus malignos y ahora es incapaz de librarse. Su mente cayó en una pasividad muy profunda y ya no puede actuar. Se siente constantemente encadenado y lleno de cargas pesadas. Parece que nunca puede ver el sol ni conocer la verdad; es como si no pudiera emplear su propio raciocinio. Los espíritus malignos aprisionan a sus cautivos y los mantienen todo el día en un estado de aturdimiento, ya que se complacen con el sufrimiento de las personas. Así tratan a todo el que cae en sus manos.
LA INESTABILIDAD
Cuando la mente del creyente es controlada por los espíritus malignos, sus pensamientos no son de fiar, porque él es responsable sólo de algunos de sus pensamientos, pues casi todos son generados en su mente por los espíritus malignos. Es muy fácil que los espíritus malignos den al creyente cierto pensamiento, y al poco tiempo le traigan otro
completamente opuesto. Debido a que el creyente obedece a tales pensamientos, se vuelve una persona vacilante. Los que laboran o viven con él juzgan estos cambios como una característica de su carácter inestable. En realidad, son los espíritus malignos los que cambian los pensamientos de su mente y los que alteran sus opiniones. Frecuentemente nos encontramos con creyentes que dicen: “Yo puedo hacer tal cosa”, y en el momento siguiente dicen: “Ah, no puedo”. Por la mañana dicen: “Quiero esto”, pero al atardecer cambian de opinión. Esto se debe a que los espíritus malignos inyectan una idea en la mente del creyente, y él la acepta, pero en el momento siguiente los espíritus malignos le inyectan lo opuesto, y él empieza a pensar que, de hecho, no puede y se retracta de lo que había dicho. En las conversaciones, cuando el tono de voz cambia repentinamente, se puede detectar la obra de los espíritus malignos en la mente de los hombres. El creyente mismo tal vez aborrezca su indecisión, pero no tiene forma de estabilizarse, ya que no es dueño de sí mismo. Si no actúa en conformidad con los pensamientos implantados en su mente, los espíritus malignos falsifican la voz de la conciencia y les acusan de no obedecer a Dios. Debido a que el creyente quiere evitar las acusaciones, no tiene otra alternativa que fluctuar entre dos opciones. Gran parte de la conducta fluctuante de un creyente se origina en esto mismo. Cuando el creyente escucha las sugerencias de los espíritus malignos en su mente, emprende todo tipo de actividades, pero cuando los espíritus malignos cambian sus propuestas, el creyente es arrastrado juntamente con ellos. Los espíritus malignos siempre inducen a las personas a pensar en el momento más inoportuno. Despiertan al creyente a mitad de la noche a decirle lo que debe hacer. Si el creyente no lo hace, lo hacen sentir culpable. O bien, a mitad de la noche le sugieren al creyente que cambien ciertas cosas; de modo que algunas decisiones importantes se toman cuando la mente está muy confundida. Si averiguamos la procedencia de todas estas cosas, veremos que muchos cambios repentinos son el resultado de la obra de los espíritus malignos en la mente de los hombres.
HABLAR DEMASIADO
Los creyentes cuyas mentes están siendo atacadas por los espíritus malignos algunas veces no les gusta hablar con las personas porque no tienen la capacidad para escucharlas. Las olas de pensamientos en sus mentes son como nubes llevadas por un vendaval, que no pueden ser detenidas por las palabras de otros. Al mismo tiempo ellos son muy habladores. Debido a que sus mentes están llenas de ideas, sus bocas no pueden evitar llenarse de palabras. Una mente que no puede escuchar a otros, y que sólo quiere que se le escuche, por lo general es una mente enferma. Muchos creyentes parecen habladores y chismosos por naturaleza, pero es probable que sólo sean instrumentos de los espíritus malignos. Muchos creyentes parecen una grabadora de los espíritus malignos.
Muchos creyentes cuando conversan, bromean y hablan de otros a sus espaldas, parece que no pueden controlar su lengua. Se dan cuenta de que no saben lo que dicen, pero no pueden detenerse ni restringir sus palabras ociosas. Parece que tan pronto como las ideas se han iniciado en su mente, y antes de que hayan tenido la oportunidad de pensarlas bien, ya se convirtieron en palabras. Las avalanchas de pensamientos los inducen a decir muchas cosas involuntariamente. Su lengua ya no está bajo el control de la mente ni de la voluntad. Profieren muchas palabras que la mente no había pensado y que la voluntad no había decidido emitir. Algunas veces se pronuncian palabras que son totalmente contrarias a los motivos y a la voluntad de la persona. Más tarde, cuando los demás se lo recuerdan, se
sorprenden de haberlo dicho. Todo esto sucede porque la mente cae en la pasividad. Los espíritus malignos pueden utilizar la lengua del hombre valiéndose de una mente pasiva. Al principio, los espíritus malignos mezclan sus pensamientos en la mente del hombre, pero después, se vinculan ellos mismos a las palabras del hombre. Cuando esto sucede, la mente no entiende los pensamientos de otros ni recuerda lo que le dicen.
El creyente debe estar seguro de que sus palabras pasen por su propia mente. Todas las palabras que no pasen por el proceso del pensamiento proceden de los espíritus malignos.
LA OBSTINACION
Después de que la mente de un creyente cae en la pasividad y es ocupada por los espíritus malignos, cuando toma una decisión no escucha explicaciones ni sugerencias de otros. Si tratan de explicarle algo, pensará que están invadiendo su libertad. Además, según su punto de vista, el que les sugiere algo es muy necio y no sabe todo lo que él sabe. Sus pensamientos tal vez estén equivocados, pero piensa que es lógico que sus razonamientos sean inexplicables. Debido a que su mente ha caído en una pasividad total, no sabe cómo usar sus propios razonamientos para deducir, diferenciar o juzgar algo. Acepta indiscriminadamente todos los pensamientos que los espíritus malignos inyectan en su mente y piensa que son las ideas más perfectas. Tal vez también escuche voces sobrenaturales y las tome como la voluntad de Dios. Esa voz se le convierte en ley, y nadie puede convencerlo de que use su razonamiento para verificar el origen de esas voces. Sea cual sea el pensamiento, voz o enseñanza, piensa que es infalible y absolutamente confiable. No quiere comprobar, ni juzgar ni razonar. No desea saber nada más y toma una actitud defensiva. Ni su propio razonamiento ni su conciencia ni las explicaciones o las perspectivas de otros pueden cambiar su punto de vista. Cuando cree que Dios lo está guiando, es como si su cerebro quedara sellado para no poder cambiar. Debido a que no utiliza la razón, está sujeto a toda clase de engaños por parte de los espíritus malignos y ni cuenta se da. Los que tienen algo de conocimiento ven el peligro, pero él está complacido. Es muy difícil restaurar a los que han sido afectados por los espíritus malignos a ese grado.
EL FENOMENO DE LOS OJOS
La pasividad de la mente y el ataque de los espíritus malignos pueden ser fácilmente identificados por los ojos, porque ninguna parte del hombre expresa la condición de su mente más claramente que sus ojos. Si la mente es pasiva, el creyente puede leer un libro con sus ojos pero nada penetra en su mente, y su memoria no puede retener nada. Cuando habla con las personas, sus ojos vagan en todas direcciones, de un lado a otro, de arriba abajo, o cambian abruptamente de dirección. Algunas veces es áspero y no puede mirar directamente el rostro de la persona con quien habla. Pero en otras ocasiones puede mirar directamente a su interlocutor sin pestañear, como si un poder desconocido mantuviera sus ojos fijos.
Esto puede ser peligroso en algunos casos, porque ésta es la manera en que los espíritus malignos guían al creyente a convertirse en un instrumento de ellos. En muchas reuniones, los creyentes fijan su mirada en el rostro del orador por un largo tiempo, mas sin escuchar
lo que está diciendo, y en lugar de eso permiten que los espíritus malignos les pongan pensamientos o visiones.
En cuanto al uso de nuestros propios ojos, debemos observar si nuestros ojos obedecen a nuestro estado de ánimo o si fijan su atención sin obedecer las instrucciones de nuestra voluntad. Cuando la mente es pasiva, nuestros ojos se empequeñecen fácilmente; ven cosas extrañas que no tenían la intención de mirar. Al mismo tiempo, no tienen la fuerza para concentrarse en lo que sí desean mirar.
CONCLUSION
En resumen, aunque los ataques de los espíritus malignos a la mente de los creyentes son múltiples y variados, el principio para que la persona pierda el control de sí misma es el mismo. Originalmente, según la providencia de Dios, todas las facultades del hombre (siendo la mente una de ellas) estaban totalmente bajo su control, pero debido a que el creyente sin darse cuenta cede terreno a los espíritus malignos, éstos ocupan su mente y son capaces de operar en una manera directa sin que la voluntad del creyente ofrezca resistencia. Por lo tanto, si alguna vez un creyente descubre que su mente actúa independientemente de su voluntad, debe saber que está siendo atacado por los espíritus malignos.
Se sabe si la persona está bajo el ataque de los espíritus malignos y de cosas que son desconocidas para ella, porque no puede actuar cuando debe actuar ni puede detenerse cuando piensa que debe hacerlo; si pierde el control y se llena de pensamientos confusos; si labora sin ningún resultado; si no puede laborar durante el día y sueña por la noche; si es inquieta, enajenada e indecisa; si no puede velar ni concentrarse ni tener discernimiento; si no puede recordar las cosas; si es inexplicablemente temeroso, y si se desespera y se confunde.
CAPITULO TRES
COMO SER LIBRE
Cuando la mente del creyente ha caído en la condición descrita en el capítulo anterior, él debe buscar la manera de ser liberado. En el capítulo anterior discutimos brevemente los fenómenos generales de una mente pasiva y no ahondamos en la condición de cada persona en particular. Así como el grado de pasividad difiere en cada persona, la intensidad del ataque de los espíritus malignos también difiere y, por ende, la medida de tormento mental también varía. Cuando el creyente se da cuenta de que su mente se encuentra en alguna de las condiciones descritas, debe estar alerta. Tal vez haya dado lugar a los espíritus malignos y esté siendo atacado por ellos. De ser así, debe buscar la manera de ser liberado.
Después de leer el capítulo anterior, la mayoría de los creyentes se preguntará por qué ellos no prestaban atención a las torturas que sufrían en su mente. ¿No es extraño que el creyente no sepa en que condición ha caído su mente? Parece que entiende mucho acerca de otras cosas, pero no sabe nada con respecto a su propia mente. Aunque ha sufrido ese tormento, no le ha prestado mucha atención. Debe esperar a que otros se lo digan para comprender su propia condición. ¿Por qué no pensó antes en esto? Esto confirma que los espíritus malignos y nuestra mente tienen una relación muy especial, y que el conocimiento que tenemos acerca de nuestra mente es muy superficial. Todo aquel que es atormentado por los espíritus malignos debe responder esta pregunta.
LA ASTUCIA DE LOS ESPIRITUS MALIGNOS
Cuando los ojos del creyente se abren y ve su propia condición, espontáneamente desea encontrar la manera de ser librado, pero los espíritus malignos no tendrán la bondad de permitir que sus prisioneros salgan libres. Harán todo lo que puedan para impedir que los creyentes sean liberados, y su método es usar muchas mentiras y pretextos.
Le dirán al creyente: “Los pensamientos buenos que repentinamente tienes son de Dios ... recibes estas revelaciones porque eres espiritual ... tu mala memoria es causada por alguna deficiencia física ... tus olvidos son naturales ... tu susceptibilidad es parte de tu carácter ... la falta de memoria la heredaste ... el insomnio es una enfermedad de tu cuerpo ... estás cansado ... tu incapacidad para pensar es el resultado del exceso de trabajo ... por las noches no puedes dejar de pensar porque has pensado demasiado durante el día ... los pensamientos sucios son el resultado de los pecados que cometiste ... tu incapacidad para escuchar a otros se debe a diferencias en las circunstancias ... la culpa es de los demás”. Aparte de todo esto, hay un sin fin de pretextos que los espíritus malignos planean. Si el creyente no nota que está siendo atacado y que perdió su normalidad, los espíritus malignos usarán estas excusas y otras similares para encubrir el terreno que han ganado en él. El creyente no sabe que la verdadera razón de todas sus anomalías es la pasividad; su mente quedó en blanco y fue ocupada por los espíritus malignos. Todos estos síntomas proceden de la operación de los espíritus malignos. También debemos reconocer que detrás de todas esas evasivas existen
causas naturales que también afectan. Las experiencias de muchos creyentes nos muestran que los espíritus malignos son muy astutos, y se aprovechan de las causas naturales para que los creyentes piensen que su condición obedece exclusivamente a causas naturales y que las razones pueden ser el carácter, anomalías físicas, la circunstancias, entre otras cosas, y así los creyentes olvidan que los espíritus malignos están mezclados en todo esto. Estos se deleitan en esconder su obra tras alguna causa natural. Sin embargo, si la causa es algo natural, cuando la causa natural sea eliminada, la condición original del hombre debería ser restaurada. Si hay una causa sobrenatural involucrada en ello (debido a los espíritus malignos), el hombre no será restaurado aunque la causa natural sea eliminada. Cuando una persona no es restaurada cuando la causa natural es eliminada, ello se debe a que también hay causas sobrenaturales. Por ejemplo, si uno padece insomnio, los espíritus malignos tal vez le ofrezcan algún pretexto como por ejemplo: “Has trabajado mucho; tu mente se ha esforzado demasiado, y por eso padeces esto”. Si uno cree todo eso, dejará de trabajar y hará lo posible por descansar su mente y no querrá usarla en lo absoluto. Pero mientras procura dormir, seguirán pasando por su mente millares de pensamientos. Esto deja en claro que la enfermedad no se debe solamente a causas naturales, porque después de eliminarlas, los síntomas permanecen. Algo sobrenatural se ha mezclado en todo esto. Si uno no se enfrenta con las causas sobrenaturales, nada lo ayudará, a pesar de que se hayan eliminado las causas naturales.
Lo más importante que el creyente debe hacer es examinar de dónde proceden las disculpas. Los espíritus malignos son muy hábiles en engañar a los hombres para que crean que todo es natural. Frecuentemente hacen creer al creyente que se equivocó, y de esta manera encubren sus obras para que no sean eliminadas. Siempre que la mente del creyente formule pretextos, debe examinar todos los razonamientos. El creyente debe investigar las causas de la condición en que se encuentra su mente. De lo contrario, si piensa erróneamente que lo sobrenatural es natural, los espíritus malignos ganarán mucho terreno. Todas las opiniones que él tiene en cuanto a su propia condición deben ser confirmadas a fin de que no ceda más territorio a los espíritus malignos y de que recupere el terreno que había perdido. Si en ocasiones no es capaz de pensar o los pensamientos lo agobian, debe preguntarse a qué se debe eso.
Debemos cuidarnos de no cometer el error de defender la operación de los espíritus malignos. Esto es posible debido a que los espíritus malignos han estado operando en algunos creyentes por un largo período. A menudo el creyente ayuda a los espíritus malignos a encubrir la causa del padecimiento que está sufriendo y no permite que se manifieste la verdadera causa ni que se compruebe que todo se debe a la obra de los espíritus malignos. Se convierte en cómplice de los espíritus malignos y les ayuda a conservar el terreno que han obtenido, aun cuando sabe que está sufriendo por ello.
En esos casos, los espíritus malignos incitan la carne del creyente a que coopere con su obra. (De hecho, la carne siempre coopera con el diablo.) El creyente hace esto para no quedar mal o por algo similar, pero al resistirse a examinar el carácter de sus adversidades por temor a perder las experiencias “espirituales”, crea un gran obstáculo para ser liberado. Tal vez el creyente diga: “No necesito ser liberado, así que no deseo ser liberado. En Cristo soy victorioso, pues El ya venció a Satanás; no voy a prestar atención, porque Dios se encargará de él. Sólo me ocuparé de Cristo; no quiero saber nada de Satanás. Lo único que
debo hacer es preocuparme por predicar el evangelio; no tengo que preocuparme por Satanás”. O si alguien le hace ver la realidad de la situación tal vez responda: “Si es así, luche usted en contra del enemigo y ore por mí”. Tal respuesta puede ser sincera, pero muestra su posición cómoda de dejar que otros lleven a cabo la obra de liberación. No sabe que se niega a escuchar todo lo relacionado con el diablo debido a que éste está obrando en su mente, y teme que al descubrirse todo, tenga que confrontarlo. Pero, ¿es cierto que él ya sabe todo lo necesario con respecto al diablo y que no necesita saber más? El evangelio no sólo salva a los hombres y los libra del pecado, sino que también los libra de Satanás. Cuando predicamos el evangelio, ¿por qué no debemos mencionar al diablo? ¿No es esto similar a la persona que ha cometido cierto delito y teme que se mencione? En realidad lo que sucede es que tales personas han sido ocupadas por el diablo y temen cuando otros lo mencionan. Si la situación es normal, esa conversación no tiene mucha trascendencia, pero cuando la persona está ocupada por el diablo, tiene muchas razones para temer. En realidad, cuando un creyente dice esto, en lo profundo de su corazón teme que su verdadera condición se descubra. Si verdaderamente está ocupado por el diablo, no sabrá que hacer y a ello se debe esa respuesta. Quiere encubrirse para consolarse.
Cuando el creyente es iluminado y comienza a buscar la libertad, los espíritus malignos pondrán en su mente muchas acusaciones. Le dirán que está equivocado y lo tratarán de llenar de condenación haciéndole sentir tan culpable que no se atreva a recobrar el terreno que les había cedido. Los espíritus malignos saben que el creyente ya fue iluminado y que no pueden engañarlo nuevamente, así que lo acusan diciéndole: “Estás equivocado, estás equivocado”. En ese caso, el creyente siente que se hunde en un pozo de pecado y que no puede levantarse de nuevo. Pero si reconoce que todo es una vil mentira del diablo, y su corazón se opone a ello, vencerá.
La experiencia nos ha enseñado que cuando el creyente entiende la situación, sabe que perdió la soberanía sobre su mente y quiere recobrarla, pero los espíritus malignos intentan una lucha final dentro de él haciéndolo sufrir, atormentándolo más que antes y recurriendo a sus mentiras habituales. Le dirán que como cayó en una pasividad tan profunda, ya no puede ser libre y que Dios ya no tendrá misericordia de El, o que será mucho mejor si no se resiste y permite que la situación continúe igual, o que como nunca será liberado, de nada sirve esforzarse por conseguirla. El creyente debe saber que no vive por la gracia de los espíritus malignos. Necesita ser liberado, aunque tenga que morir para lograrlo. Ninguna persona es tan pasiva que no pueda obtener liberación. Dios siempre está a favor nuestro y puede librarnos.
Cuando el creyente entiende la situación y sabe que su mente no ha sido totalmente liberada de la esclavitud de las tinieblas, y cuando comprende que debe pelear en contra de los espíritus malignos para derribar todas sus fortalezas, ve que las armas necesarias para esa guerra son espirituales. Nada que pertenezca a la carne sirve para esto en lo más mínimo. Se dará cuenta de que proponerse pautas o usar métodos para mejorar su memoria o estabilizar sus pensamientos no le traen liberación. Puesto que su mente está esclavizada por poderes sobrenaturales, las armas carnales no pueden expulsarlos ni destruirlos. El creyente se da cuenta del daño que los poderes de las tinieblas han hecho a su mente, sólo cuando desea verdaderamente conocer las verdades espirituales, no sus propias opiniones con respecto a ellas; sólo entonces está preparado para pelear contra los espíritus malignos
a fin de recobrar el terreno perdido. Cuando esto sucede, los espíritus malignos se levantan a fin de defender el terreno que ya han obtenido; y el creyente llega a ver cuán confusa, pasiva y fuera de control se encuentra su propia mente. También verá que su mente se convirtió en una fortaleza del enemigo; verá que nunca ha tenido control total sobre ella y descubrirá los métodos que el enemigo usó para impedirle que entendiera las verdades que su mente quería conocer, que podía recordar las cosas que no tenían importancia, pero no podía comprender ni recordar la verdad. Cuando el creyente se da cuenta de todo esto, tal vez sienta en su mente cierta oposición en contra de la verdad que antes aceptó.
Este es el momento para empezar a pelear por la emancipación de su mente. ¿Estamos dispuestos a ser la fortaleza permanente de Satanás? ¿Quién deberá solucionar este problema? ¿Acaso debe ser Dios? No, contundentemente no; el hombre debe resolverlo. El creyente debe decidir si quiere consagrarse totalmente a Dios o permitir que su mente llegue a ser terreno de Satanás. ¿Permitirá que los poderes de las tinieblas utilicen su mente? ¿Permitirá que los pensamientos que provienen del abismo se derramen en la mente de una persona que ya fue salva? ¿Permitirá que los espíritus malignos llenen su mente del fuego del infierno? ¿Les permitirá utilizar su mente para calumniar a Dios? ¿Les permitirá controlar su mente entrando y saliendo de ella a su antojo? ¿Les permitirá oponerse a la verdad de Dios a través de su mente? ¿Les permitirá atormentarlo valiéndose de su propia mente? ¡El creyente debe tomar la decisión por sí mismo! El creyente es quien decide si va a seguir siendo un títere de los espíritus malignos. El debe tomar esa decisión; de lo contrario, no podrá ser liberado. Esto no significa que el creyente haya vencido ya, sino que es él quien se puede oponer verdaderamente a los ataques de los espíritus malignos.
COMO RECUPERAR EL TERRENO
Dijimos antes que los espíritus malignos pueden trabajar en la mente del creyente si él les cede terreno. También dijimos lo que es ese terreno. Brevemente lo dividiremos en seis clases. Si agrupamos estas seis clases, podríamos clasificarlas en tres grupos principales: (1) una mente no renovada, (2) la aceptación de las mentiras de los espíritus malignos, es decir, creerlas, y (3) la pasividad. El creyente debe examinar cuidadosamente qué tipo de terreno ha cedido a los espíritus malignos y qué lo ha llevado a su condición actual. ¿Tiene el creyente una mente no renovada? ¿Ha creído en las mentiras de los espíritus malignos? ¿Ha caído su mente en la pasividad? ¿Es su condición una combinación de lo anterior? Muchos han cedido terreno a los espíritus malignos en alguno de estos tres aspectos. Si el creyente se da cuenta en qué aspecto o aspectos ha cedido terreno, debe recobrarlo, ya que sólo así obtendrá la liberación. El creyente se encuentra en tal situación por haber cedido terreno a los espíritus malignos; por lo tanto, cuando recupera el terreno, obtiene la liberación. La mente no renovada debe ser renovada; las mentiras de los espíritus malignos que fueron aceptadas deben ser expuestas y rechazadas, y la pasividad debe cesar para que el creyente se gobierne a sí mismo en todo. Examinemos cómo podemos recuperar cada uno de estos terrenos.
La renovación de la mente
Dios no sólo desea que la mente de Sus hijos sea transformada en el momento en que se arrepienten, sino que además sea completamente renovada hasta ser un cristal transparente. En la Biblia existe esta exhortación debido a que el creyente no está libre de su mente carnal en la cual los espíritus malignos pueden trabajar. Al principio la mente del creyente es cerrada e intolerante; o tal vez sea torpe e incapaz de comprender doctrinas profundas; o quizá sea una mente inconstante que no puede asumir ninguna responsabilidad. Pero con el tiempo, caerá en pecados más serios “por cuanto la mente puesta en la carne es enemistad contra Dios” (Ro. 8:7). Después de que muchos creyentes aprenden la enseñanza de Romanos 6, piensan que ya fueron librados de la mente carnal, y no saben que la eficacia de la cruz debe aplicarse a cada parte del hombre. Después de considerarse “muertos al pecado” (v. 11), los creyentes no deben permitir que el pecado reine en sus cuerpos mortales (v. 12). Además, después de que la mente es transformada, deben “llevar cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo” (2 Co. 10:5). La mente debe ser totalmente renovada, ya que si queda algo de la mente carnal, eso constituye enemistad contra Dios.
Si deseamos tener una mente renovada, debemos ir a la cruz, porque en ella podemos experimentar la renovación. Esto se explica claramente en Efesios 4. En los versículos 17 y 18 el apóstol habla de las tinieblas de la mente del hombre carnal; pero en los versículos 22 y 23 habla de la manera de ser renovados: “Que en cuanto a la pasada manera de vivir, os despojéis del viejo hombre, que se va corrompiendo conforme a las pasiones del engaño, y os renovéis en el espíritu de vuestra mente”. Sabemos que nuestro hombre viejo fue crucificado juntamente con el Señor (Ro. 6:6); con todo y eso, estos versículos nos instan a despojarnos de él para que nuestra mente pueda ser renovada. Estos versículos muestran que la renovación de la mente es realizada por la cruz. Los creyentes deben tener presente que la mente vieja es parte del hombre viejo del cual Dios quiere que nos despojemos completamente. La salvación que Dios efectuó en la cruz no sólo nos da una nueva vida, sino que también renueva todas las funciones de nuestra alma. La salvación que se encuentra en las profundidades de nuestro ser debe ser “llevada a cabo” gradualmente (Fil. 2:12). Hoy en día es necesario que los creyentes sepan que su mente necesita ser salva (Ef. 6:17). Piensan que la salvación es un asunto general y vago, pues no saben que Dios desea salvar todo nuestro ser para que todas nuestras facultades sean renovadas y útiles para Su uso. Nuestra mente es una de ellas. Dios desea que el creyente crea que la cruz puso fin a su hombre viejo; por consiguiente, debe aceptar el juicio de Dios sobre su viejo hombre de una manera terminante y emplear su voluntad para rechazar la conducta de su hombre viejo, la cual incluye su antigua manera de pensar; esto es despojarse de él. Debe estar dispuesto a ir a la cruz y renunciar a su mente vieja, a su antigua manera de pensar y de razonar; y debe estar dispuesto a confiar en que Dios le dará una mente nueva. Hermanos, debemos despojarnos de la mentalidad vieja. Dios renueva la mente, pero a nosotros nos corresponde despojarnos de nuestra vieja manera de pensar, rechazarla y abandonarla. Si hacemos nuestra parte, Dios hará la Suya. Una vez que nos despojamos por completo de la vieja manera de pensar, debemos creer que Dios renovará nuestra mente también de una manera completa, aun cuando tal vez no sepamos cómo.
En la actualidad un incontable número de creyentes todavía arrastra consigo, a donde quiera que va, su antigua manera de pensar. Aunque son salvos y recibieron una vida nueva, sus razonamientos, sus pensamientos y sus prejuicios siguen intactos. ¡Sólo se han puesto una envoltura cristiana! Aún aplican sus razonamientos y su antiguo modo de pensar para
examinar, recibir o predicar las verdades espirituales. No es de extrañarse que caigan en errores y causen disputas en la iglesia. Así como Dios no desea que el hombre use sus propios esfuerzos para llevar a cabo la obra, de la misma manera le desagrada que el hombre piense en las verdades de Dios usando su mente natural. La mente que no ha sido renovada está muerta espiritualmente, y todo lo que procede de ella también está muerto. Aunque muchos creyentes se jactan de la profundidad de su conocimiento bíblico y de la excelencia de su teología, todo ello está muerto para los que tienen ojos espirituales.
Cuando el creyente reconoce la vejez de su mente y está dispuesto a despojarse de ella permitiendo que la cruz obre, debe rechazar diariamente todos los pensamientos que procedan de la carne. De no ser así, será imposible que la mente sea renovada. Aunque Dios desea renovar la mente del creyente, éste tal vez siga pensando según la carne. Cuando esto sucede, la obra de Dios no puede tener éxito.
El creyente debe examinar paciente y decididamente, a la luz de Dios, cada uno de sus pensamientos. Todo lo que no sea de Dios y que sea contrario a Su verdad debe ser rechazado y abandonado. Debe rechazar por completo la utilización de su mente no renovada para entender la verdad de Dios. El apóstol afirma que la mente no renovada está llena de argumentos y altivez que se levantan contra el conocimiento de Dios (2 Co. 10:5). Esto impide que el hombre llegue al verdadero conocimiento de Dios. El creyente debe derribarlos. Todo pensamiento debe ser llevado “a la obediencia de Cristo”. El creyente no debe estar satisfecho hasta que todo pensamiento de su mente haya sido conducido a la obediencia a Cristo. Puesto que el apóstol dijo “todo pensamiento”, el creyente no debe permitir que escape ninguno de ellos. Debe examinar cada pensamiento hasta determinar: (1) si procede de su mente vieja, (2) ó si procede del terreno que ha cedido a los espíritus malignos, (3) ó del terreno que acaba de entregarles, ó (4) si es un pensamiento recto. Debe descubrir por qué su mente está confundida o airada o se rebela. Por ejemplo, ¿por qué rechazo ciertas verdades sin haberlas siquiera examinado? ¿Por qué me opongo a ciertas personas, basándome sólo en rumores? ¿Tengo suficientes razones? ¿Tengo la intención de odiar con mi mente natural? Debemos examinar todos nuestros pensamientos a fin de que todo aquello que provenga de la vieja creación sea expuesto y eliminado. Por supuesto, esto es difícil para quienes están acostumbrados a su necedad y cuyos pensamientos están controlados por el poder de las tinieblas y son desordenados, pero una batalla es una batalla, y nunca puede llevarse a cabo de un modo simple. Si no peleamos, no podremos derribar por completo nuestros pensamientos naturales, porque la mente es la fortaleza de los espíritus malignos. El enemigo es real, esto lo demuestra la lucha que sostenemos, y si hay combate, debe de haber un enemigo. Si tenemos al enemigo frente a nosotros, ¿cómo podemos ser negligentes?
El rechazo de las mentiras
Cuando el creyente se examina a la luz de Dios, descubre que en el pasado había aceptado innumerables mentiras de los espíritus malignos, lo cual lo condujo a su condición presente. (1) Algunas veces interpretó equivocadamente la verdad de Dios por creer las mentiras de los espíritus malignos; esto produjo una actitud y una conducta equivocadas. Dicha actitud fomentó la obra de los espíritus malignos. Por ejemplo, habiendo entendido equivocadamente la relación entre Dios y el hombre, pensó que Dios impartiría
directamente Sus pensamientos en él y esperó pasivamente y aceptó lo que tomó como pensamientos de Dios. Así permitió que los espíritus malignos imitaran e impartieran pensamientos a su mente. (2) Algunas veces creyó en las palabras que los espíritus malignos directamente le dijeron acerca de su salud física u otros asuntos relacionados; en consecuencia, su cuerpo respondió a lo que los espíritus malignos le dijeron. Por ejemplo, tal vez los espíritus malignos pusieron en su mente la idea de que algo raro le estaba sucediendo. Si la voluntad del creyente no resiste esos pensamientos y los acepta, es muy factible que le sobrevenga lo que ellos le sugieren.
Si el creyente examina su condición, descubrirá que muchas de las ansiedades, debilidades y enfermedades, así como varios percances que le suceden, se deben a que acogió las mentiras de los espíritus malignos, ya sea en una manera directa o indirecta. Todas estas cosas le sucedieron debido a sus dudas y temores; debido a que creyó las mentiras de los espíritus malignos o como consecuencia indirecta de aceptar esas palabras. Pero si rechaza las mentiras, puede recobrar el terreno cedido y obtener la libertad. Si desea ser liberado, debe conocer la luz de Dios y la verdad de Dios. Anteriormente, al creer en las mentiras, cedió terreno; ahora al rechazarlas, recobra ese terreno y es liberado. Así como sólo la luz puede disipar las tinieblas, sólo la verdad puede eliminar las mentiras. El creyente tiene que conocer la verdad acerca de sí mismo, de Dios y de los espíritus malignos. Debe hacer el esfuerzo que se requiera para buscar la verdad. Debe orar de una manera exacta y pedirle a Dios que lo ilumine para poder conocer su condición (la verdad), sus experiencias pasadas, cómo fue engañado, y qué clase de sufrimientos experimentó por ello. Debe determinar de dónde procedieron los sufrimientos mentales o físicos y los contratiempos que experimenta. Necesita conocer la causa de todos sus padecimientos. ¿Se deben a que creyó en las palabras de los espíritus malignos, o a su conducta equivocada como resultado de haberlas aceptado? El creyente debe examinar sus sufrimientos en paz y con mucha oración para determinar su origen.
Los espíritus malignos odian la luz y la verdad porque ellas les quitan el terreno que necesitan para operar. Por eso se libra una batalla para que la verdad llegue a la mente del creyente. Los espíritus malignos no quieren que el creyente descubra todo lo que ellos han hecho en él, ni que sepa cuáles mentiras provocaron su condición presente. Su principio de operación es “que no les resplandezca la iluminación del evangelio” (2 Co. 4:4). El creyente debe esforzarse por conocer la verdad en cuanto a todo. La verdad es la verdadera condición de las cosas. Así que, si el creyente no puede ahuyentar los espíritus malignos solo, sí puede poner su voluntad del lado de la verdad para que ellos pierdan el terreno ganado. Por lo menos puede declararles que ama la verdad y que desea entenderla y obedecerla. Su oración y su decisión será el rechazo de todas las mentiras de los espíritus malignos, no importa cuáles sean, ya sea una idea, una imaginación o una doctrina. Al hacer esto, le dará oportunidad al Espíritu Santo para que traiga la luz de Dios a su entendimiento entenebrecido. El creyente descubrirá por experiencia que algunas veces le tomará meses entender una sola mentira de los espíritus malignos. Primero debe rechazar en su voluntad todo terreno de los espíritus malignos, y luego cuidadosamente derribar una por una todas sus mentiras. No debe creerlo que creyó antes, y gradualmente debe reclamar el terreno que le pertenece. No debe creer lo que los espíritus malignos digan; de este modo ellos perderán su poder.
LA CONDICION NORMAL
Si el creyente cae en una condición miserable debido a la pasividad o por creer en las mentiras de los espíritus malignos, debe descubrir cuál es su condición normal. Excepto en el caso de la mente no renovada, estas dos clases de terreno cedido a los espíritus malignos harán que el creyente decaiga en todo aspecto. Se deteriorarán su razonamiento, su memoria, su fuerza física y todo lo demás. Cuando se da cuenta del peligro que corre, puede levantarse de allí y buscar liberación. Pero, ¿qué significa ser liberado? Significa que debe ser restaurado a su condición original. Pero si el creyente desea esto, primero debe conocer cuál es su condición original. Debe saber que hay algo que es normal, la condición original desde la cual cayó cuando lo engañaron los espíritus malignos. Debe descubrir cuál era su condición normal antes de haber caído en su condición presente; de lo contrario, no necesita buscar una restauración. El creyente debe saber si su condición actual es distinta a su condición anterior o si es peor que antes. No debe desear permanecer en su condición presente, ya que debe desear ser recobrado a su condición original. Debe preguntarse: “¿Qué tan diferente es mi condición actual de la anterior? ¿Cómo era antes? ¿Qué debo hacer para recobrar mi condición anterior?”
Su condición anterior era su condición normal, de la cual cayó. Si el creyente no entiende su “origen”, o su condición original, debe preguntarse: “¿Han sido mis pensamientos siempre tan confusos? ¿He sido así desde que nací? ¿He tenido tan mala memoria desde niño? ¿Hubo alguna época en que podía recordarlo todo perfectamente? ¿He tenido siempre problemas para dormir? ¿He tenido toda mi vida imágenes que han pasado ante mis ojos como en una pantalla o hubo un tiempo cuando todo era claro para mí? ¿He sido siempre tan débil o antes era fuerte? ¿He sido siempre incapaz de controlarme o antes podía?” Después de hacerse estas preguntas el creyente, sabrá si perdió su condición normal, si ha sido pasivo, o si ha sido atacado, y también determinará su condición normal.
El creyente primero debe reconocer y creer que tiene una condición normal para poder entenderla. Aunque cayó, sin duda tenía una norma anterior y ésta es su punto de partida. Ahora debe anhelar ese “punto” y tratar de recobrarlo. Una condición normal no es otra cosa que la condición óptima de la persona. Si el creyente encuentra difícil establecer cuál es su condición normal, debe recordar el período en que su espíritu, alma y cuerpo, estuvieron en una condición mejor. Debe recordar cuando su espíritu era fuerte, cuando su memoria y sus pensamientos eran claros y los días cuando su cuerpo estaba sano. Después de descubrir el mejor período de su vida, debe considerar ésa su condición normal. Esa es la medida, y por lo menos debe llegar a ella. Si la vida que lleva está por debajo de esa norma, no debe conformarse. Si antes vivía a ese nivel, no hay razón por la cual no pueda hacerlo de nuevo, y eso que su condición anterior, aunque mejor que la actual, no es el nivel más elevado que puede obtener. Debe luchar por obtener su condición normal y no desanimarse.
Cuando el creyente compara su condición presente con la anterior, verá que hay una distancia abismal entre ambas. Una persona cuya mente ha sido atacada necesita comprender que su memoria y sus pensamientos están muy lejos de ser normales, y aquel cuyo cuerpo ha sido atacado necesita ver que su fuerza está muy por debajo de lo normal. Una vez que el creyente comprende que ha caído de su condición normal, debe emplear su voluntad para resistir hasta que vuelva a la normalidad. Los espíritus malignos no
permanecerán impasibles ante la amenaza de ser derrocados. Dirán al creyente: “Ya estás viejo, y no puedes esperar que tu mente sea tan fuerte como cuando eras un joven. Las facultades humanas se deterioran y se debilitan con el paso del tiempo”. Y si se trata de un creyente joven, le dirán: “Naciste débil; por eso no puedes disfrutar la bendición de una mente fuerte como otros creyentes”. O tal vez le digan: “Has trabajado demasiado, por eso has caído en este estado”. Y aun pueden hasta decirle: “Esto es lo que tú eres; otros son mejores que tú porque tienen más talentos, y tú sabes que los dones difieren en cada persona”. Esta es la manera en que los espíritus malignos operan para que el creyente piense que la razón de su debilidad es natural, obvia y necesaria y que no hay por qué sorprenderse. Si el creyente no es engañado ni se queda pasivo, sino que está absolutamente libre de la intervención de los espíritus malignos, estas palabras tal vez sean ciertas, pero deberán ser probadas; pero si es engañado y pasivo, estas excusas que juzgan todo como algo natural, no merecen la más mínima confianza. Ya que el creyente ha sido salvo y una vez experimentó una condición espiritual, mental y física más elevada, no debe permitir que la autoridad de las tinieblas lo ate manteniéndolo en una posición inferior. Son mentiras de los espíritus malignos, y el creyente debe rechazarlas contundentemente.
Debemos prestar atención a la diferencia que hay entre una mente debilitada por una enfermedad natural y una mente debilitada por haber cedido terreno a los espíritus malignos. Si la debilidad obedece a una causa natural, probablemente causará algún daño al sistema nervioso, pero si se debe a la operación de los espíritus malignos, no cambia la naturaleza física de los órganos, pero los hace funcionar anormalmente. La mente humana no se daña, pero se vuelve pasiva y pierde temporalmente su función. Cuando los espíritus malignos son echados fuera, la mente recobra su función normal. El alma de muchos dementes primero es atacada por una enfermedad natural; después, los espíritus malignos utilizan esa enfermedad para causar otros desórdenes. Si esto no es obra de los espíritus malignos, la enfermedad mental sola no es muy difícil de tratar.
VENCER LA PASIVIDAD
Después de que el creyente descubre su condición normal, lo más importante es que pelee a fin de recuperarla. Sabe que tiene un punto de partida y debe recobrarlo. Pero los espíritus malignos pelearán por el terreno que obtuvieron, de la misma manera que los gobernantes del mundo pelean por los territorios que ocupan. No podemos esperar que los espíritus malignos voluntariamente entreguen el terreno que tomaron. A menos que estén completamente vencidos, no se rendirán. Tengamos presente que aunque es fácil ceder terreno, se requiere un gran esfuerzo para recobrarlo. Con todo, debemos estar conscientes de que en el universo hay leyes, y lo que éstas dictan es la máxima autoridad que todo espíritu maligno debe obedecer; así como un país tiene sus leyes, y todo ciudadano debe cumplirlas. Debemos conocer las leyes de la esfera espiritual y basarnos en ellas; de este modo, los espíritus malignos no tendrán otra alternativa que entregar el terreno que habían usurpado.
La ley más importante de la esfera espiritual, es que todo lo relacionado con el hombre requiere su consentimiento para poder ejecutarse. Cuando el creyente, por ignorancia,
acepta el engaño de los espíritus malignos, les permite que obren en él. Para que el creyente recobre el terreno perdido, debe utilizar su voluntad para revocar su antiguo consentimiento y reclamar lo que le pertenece diciéndoles a los espíritus malignos que ellos no tienen derecho a utilizar ni un ápice de su persona. En esta lucha, los espíritus malignos no pueden oponerse a la ley y tienen que retirarse. Cuando la voluntad del creyente es pasiva, su mente también es pasiva y es ocupada por los espíritus malignos. El debe declarar que según la ley de Dios, su mente le pertenece y debe decidir usarla y no permitir que las fuerzas externas la turben ni le impartan revelaciones ni la utilicen ni la presionen. Si el creyente persiste en recobrar el terreno que cayó en la pasividad y usa su propia mente, ésta será liberada gradualmente, hasta volver a su estado original. (Los detalles de la recuperación del terreno perdido y su batalla, se describirán en la siguiente sección.)
En esta lucha, el creyente debe hacer lo posible por ejercitar su propia mente. En todas las cosas siempre debe tomar la iniciativa y no depender de otros. Si es posible, debe tomar sus propias decisiones en todo, y no esperar pasivamente que lo hagan otras personas ni que se presente el momento propicio. No debe mirar atrás ni preocuparse con respecto al futuro, sino aprender a vivir en el presente. Debe avanzar paso a paso orando y velando. Debe usar su propia mente consciente de lo que hace, de lo que dice y de lo que es. Tiene que tirar toda clase de muletas y no usar métodos del mundo para substituir la facultad de su mente. Debe usar su mente para pensar, razonar, recordar y entender.
Debido a que la mente del creyente ha permanecido en un estado pasivo por tanto tiempo, pelear por la libertad también requerirá tiempo. Antes de ser libre, muchos de sus pensamientos no son suyos; pertenecen a los espíritus malignos que usurparon su mente. Debe examinar cada pensamiento, pues de no hacerlo, en vez de recuperar el terreno perdido, cederá más terreno a los espíritus malignos sin darse cuenta. Durante este período, las acusaciones y los elogios que el creyente recibe no se deben necesariamente a sus errores ni a sus habilidades, sino que provienen principalmente de los espíritus malignos. Cuando la mente está cargada de pensamientos desalentadores, no debe pensar que son ciertos ni que no tiene esperanza; y cuando está llena de ideass alentadoras, tampoco debe pensar que son ciertos ni que todo va bien.
Además, el creyente debe confrontar continuamente las mentiras de los espíritus malignos. A todo pensamiento que los espíritus malignos le sugieran, el creyente debe responder con palabras específicas de la Escritura. Los espíritus malignos le harán dudar; así que debe responder en fe con versículos de la Palabra. Los espíritus malignos le desanimarán, pero él debe responder con versículos que hablen de la esperanza; le harán temer, pero él debe responder con versículos acerca de la paz. Si no sabe qué versículos usar, pídale a Dios que le enseñe. Por otro lado, si el creyente está seguro que todo eso proviene de los espíritus malignos, puede decirles: “Todo esto es una mentira de ustedes, y no la acepto”. Al aplicar así la espada del Espíritu Santo, obtenemos la victoria.
En esta batalla, el creyente no debe olvidar la posición de la cruz. Debe permanecer en Romanos 6:11 con fe en que ya murió al pecado pero vive para Dios en Cristo Jesús. Es un hombre muerto y ya fue despojado de la vieja creación. Los espíritus malignos no pueden hacerle nada, porque el lugar donde pueden operar está clavado en la cruz. Cada vez que quiera rechazar a los espíritus malignos y ejercitar su mente, debe depender totalmente de
los logros de la cruz. Debe darse cuenta de que su muerte con el Señor es un hecho, y debe asirse a este hecho delante de los espíritus malignos. Está muerto, y los espíritus malignos no tienen potestad alguna sobre los muertos. El faraón no podía hacer daño a los israelitas que estaban al otro lado del mar Rojo. Descansar en la muerte del Señor trae al creyente el mayor beneficio.
LA LIBERTAD Y LA RENOVACION
Después de que el creyente va recobrando el terreno, gradualmente se manifestará el resultado. Al principio, parece que cuánto más terreno recobra, más peligrosa se vuelve la situación. Pero si el creyente persiste en recobrar todo el terreno, verá que paulatinamente los espíritus malignos perderán su poder y ya no podrán hacer nada. A medida que el terreno es recobrado, los síntomas que tenía gradualmente disminuyen. El creyente verá que su mente, su memoria, su imaginación y su razonamiento gradualmente vuelven a funcionar y puede usarlos de nuevo. Los espíritus malignos ya no atacan como antes; sin embargo, antes de recuperar todo el terreno perdido, existe el peligro de que el creyente llegue a cierta medida de satisfacción, lo cual hará que se conforme y deje de pelear. Al bajar la guardia, da lugar a que los espíritus malignos regresen. El debe continuar reclamando la soberanía sobre todo su ser hasta que sea verdadera y totalmente libre. Debe estar firme en el fundamento de la cruz y utilizar la mente para rechazar la arrogancia y los conceptos viejos de los espíritus malignos; si hace todo esto, pronto llegará a ser el dueño de todos sus pensamientos.
Recapitulemos el proceso desde la pasividad a la libertad:
(1) La mente del creyente originalmente es normal.
(2) El creyente cae en la pasividad al querer que Dios use su mente.
(3) Debido a lo anterior, el creyente cree que ahora tiene una mente nueva.
(4) En realidad, el creyente es atacado por los espíritus malignos y pierde su condición normal.
(5) La mente del creyente se vuelve débil e impotente.
(6) El creyente lucha por recobrar el terreno que cedió en el paso dos.
(7) La mente del creyente cada vez parece estar peor y más confundida.
(8) En realidad, el creyente es liberado gradualmente.
(9) El creyente insiste en recuperar su soberanía y sale de su pasividad.
(10) La pasividad llega a su fin, y el creyente recobra su condición original.
(11) El creyente se vale de su voluntad y se mantiene en una condición normal.
(12) Además, su mente está siendo renovada y llega a hacer lo que antes no podía.
Debemos saber que la mente renovada tiene más profundidad que la mente que recobra la libertad. Recuperar el terreno perdido debido a la pasividad y el terreno cedido a las mentiras, restaura al creyente a su condición original. Pero la renovación no sólo restaura al creyente a su condición original, sino que lo introduce en una esfera más elevada que aquella de la cual partió. La mente renovada se halla en un estado que el creyente jamás había alcanzado; es el nivel más elevado que Dios designa para la mente del creyente y el punto más elevado al que puede llegar. Dios no sólo desea que la mente del creyente se separe por completo de la autoridad de las tinieblas a fin de que el creyente sea autónomo, sino que también desea renovarla. La mente se unirá al Espíritu Santo y se llenará de luz, sabiduría y prudencia. Su imaginación y su raciocinio serán purificados y sumisos, y serán obedientes a la voluntad de Dios (Col. 1:9). No estemos satisfechos con una ganancia pequeña.
CAPITULO CUATRO
LA LEY DE LA MENTE
Cuando la mente del creyente es renovada, él se maravilla de su capacidad. Ya se apartó de las actividades necias e insignificantes y ahora su concentración es mucho mejor, su entendimiento es más agudo, su memoria es más clara, su razonamiento más exacto, su perspectiva más amplia, su labor más eficaz, y sus pensamientos más amplios. Puede fácilmente entender los pensamientos de los demás, está menos atado por sus propias experiencias y está más consciente de lo ilimitado que es el conocimiento espiritual y la necesidad de tener una mente abierta para poder aceptarlo. Todas las predilecciones, prejuicios y opiniones acerca de la obra de Dios han sido depurados. Una mente así puede llevar a cabo la obra que aparentemente es imposible y puede asumir el doble o el triple de responsabilidades que lo común. La mente del creyente no es útil mientras no sea renovada. Pero eso no significa que tan pronto la mente es renovada no tiene posibilidad de ser acosada por la mentalidad vieja. Si el creyente no rechaza continuamente los viejos conceptos, pensará según ellos sin siquiera notarlo. Así como el creyente debe andar diariamente conforme al espíritu y rechazar la conducta de la carne, también debe pensar diariamente según su mente renovada y rechazar su antigua manera de pensar. Debe velar, pues de lo contrario, volverá a su posición anterior. En los asuntos espirituales, el retroceso sucede comúnmente. Aun después de que la mente del creyente ha sido renovada, si no vela, la posibilidad de creer las mentiras de los espíritus malignos y de volver a la pasividad y cederles terreno sigue vigente. Si el creyente desea mantener una mente renovada día tras día, necesita conocer la ley de la mente. Así como el espíritu tiene su propia ley (lo cual acabamos de discutir), la mente también tiene su ley. Mencionaremos unas cuantas cosas, que si el creyente las practica, tendrá victoria continuamente.
LA MENTE OBRA EN CONJUNCION CON EL ESPIRITU
Si analizamos el proceso por el cual el creyente lleva una conducta espiritual, podemos dividirlo en los siguientes pasos: El Espíritu Santo revela y explica la voluntad de Dios al espíritu del creyente; éste comprende el significado de la revelación por medio de su mente, luego utiliza el poder de su espíritu mediante la voluntad, para activar su cuerpo y cumplir la voluntad de Dios. En la vida del creyente, nada tiene tanta relación con el espíritu como la mente, porque la mente conoce lo pertinente a la esfera mental y material, y el espíritu conoce las cosas de la esfera espiritual. El creyente conoce todas las cosas relacionadas consigo mismo a través de la mente, pero por el espíritu conoce las cosas de Dios. Tanto la mente como el espíritu tienen la facultad de “conocer”, y por ello la relación entre ellos es estrecha. Al andar conforme al espíritu, descubrimos que la mente es la mejor ayuda para nuestro espíritu. Si deseamos andar conforme al espíritu, debemos saber cómo estos dos se ayudan mutuamente.
La Biblia claramente nos habla de la ayuda mutua que existe entre el espíritu y la mente. Para andar según el espíritu, es muy importante que haya cooperación entre el espíritu y la mente. “Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de
sabiduría y de revelación en el pleno conocimiento de El, para que, alumbrados los ojos de vuestro corazón, sepáis” (Ef. 1:17-18). Estos dos versículos revelan la relación entre el espíritu y la mente. Como mencionamos anteriormente, al hablar de “un espíritu de sabiduría y revelación” queda implícito que en nuestro espíritu Dios nos revela y nos da a conocer Su persona y Su voluntad. Pero debemos prestar atención a la manera en que la revelación recibida mediante la intuición del espíritu obra juntamente con la mente.
Los ojos de nuestro corazón son la facultad de nuestro razonamiento o nuestro entendimiento, es decir, de nuestra mente. En este pasaje, se menciona los vocablos sepáis y conocimiento. La palabra conocimiento se refiere a conocer en la intuición, y sepáis alude a comprender con la mente. El espíritu de revelación es la parte más profunda de nuestro ser. Dios se revela en nuestro espíritu con el fin de que tengamos un conocimiento pleno de El a través de la intuición, pero ese conocimiento sólo se tiene en la intuición, en nuestro hombre interior; nuestro hombre exterior no sabe lo que la intuición ya conoce. Por eso, es necesario que el hombre interior transmita al hombre exterior lo que sabe. Si no, el hombre exterior no sabrá lo que el hombre interior desea y no podrá cooperar con él. ¿Cómo se lleva a cabo esta transmisión? Las Escrituras nos dicen que nuestro espíritu debe alumbrar nuestra mente para que ésta entienda la intención de nuestro espíritu y para que el hombre exterior también tenga tal conocimiento. Nuestro hombre exterior puede comprender por medio de la mente, por eso el conocimiento que el espíritu recibe a través de la intuición debe ser transmitido a la mente, la cual, a su vez, lo comunica al cuerpo y hace que éste ande conforme al espíritu.
Primero percibimos la voluntad de Dios en nuestra intuición, luego nuestra mente nos comunica que ésa es la voluntad de Dios. El Espíritu Santo impresiona nuestro espíritu y nos pone un sentir espiritual, y nosotros empleamos la mente para examinar y entender tal sentir. Para conocer cabalmente la voluntad de Dios, debe haber una cooperación entre el espíritu y la mente. El espíritu permite que nuestro hombre interior tenga el conocimiento, mientras que la mente hace que el hombre exterior lo entienda. Esta cooperación proporciona al creyente el conocimiento de la voluntad de Dios, todo lo cual sucede en un instante. Tal vez necesitemos mucho tiempo para describirlo con palabras, pero en realidad, las dos cosas funcionan igual que lo hacen la mano derecha en conjunción con la izquierda. Tan pronto como la orden llega, en un instante, el espíritu la capta y la comunica a la mente. Todas las revelaciones provienen del Espíritu Santo y llegan al espíritu del hombre, no a su mente. El espíritu del hombre recibe la revelación de Dios a través de su intuición, pero el hombre examina el significado de la intuición del espíritu con la mente, y entonces lo entiende.
No debemos permitir que nuestra mente sea la facultad principal que reciba la revelación de Dios, pero tampoco debemos impedir que sea la facultad secundaria que la comprenda. El creyente carnal no ha aprendido a andar conforme al espíritu y, por eso, debe usar los pensamientos de su mente para gobernar su andar. El creyente espiritual debe andar según el espíritu; pero no debe rechazar el entendimiento de la mente acerca de las intenciones del espíritu. Cuando uno es guiado como se debe, el espíritu y la mente están de acuerdo, y el razonamiento de la mente no se opone a lo que expresa el espíritu. La dirección que da el espíritu tal vez se oponga al presunto raciocinio de la mente común, pero cuando el creyente es guiado por el espíritu, entiende la voluntad de Dios mediante la cooperación de
su mente y su espíritu, su razonamiento confirma que los dictados del espíritu son absolutamente correctos. Por supuesto, nos referimos a los creyentes cuyas mentes han sido renovadas, porque antes de que el espíritu del creyente haya alcanzado esta posición elevada, la mente generalmente se opone a la dirección que da el espíritu.
En Efesios 1:17-18 vemos que el espíritu ayuda a la mente. Primero el espíritu recibe la revelación que proviene del Espíritu Santo y después alumbra la mente. Ya que la mente del hombre espiritual no vive por la vida natural, tiene que vivir por la iluminación del espíritu; si así no fuera, caería en tinieblas. La mente renovada necesita ser guiada por la luz del espíritu. Cuando el espíritu del creyente es obstaculizado por los espíritus malignos, percibe que sus pensamientos están en tinieblas y son confusos, su mente está desorientada y su ser no puede concentrarse. El poder mental del creyente proviene del espíritu, y si éste está bloqueado, su poder no llega a la mente; así que ésta parece perder el rumbo. Si queremos que la relación entre nuestra mente y nuestro espíritu sea correcta, debemos velar y no permitir que nuestro espíritu sea sitiado por los espíritus malignos para que así nuestra mente pueda funcionar normalmente.
El Espíritu Santo puede expresarse a través de la mente del creyente. Sabemos que El vive en el espíritu del hombre, pero no hemos pensado por qué medio se expresa. El Espíritu Santo no está satisfecho con el hecho de que el hombre crea que El está en su espíritu. Su meta es expresarse a través del hombre para que otros también puedan recibirlo. Además, El también tiene centenares de millares de cosas que ha de hacer por medio del hombre. No basta con que el Espíritu Santo viva en nuestro espíritu, El debe ser expresado a través de nuestro espíritu. La mente expresa el espíritu del hombre, pero si está bloqueada, el espíritu no puede abrirse, y el Espíritu Santo no podrá extenderse a otros desde nuestro espíritu. Necesitamos que la mente interprete la intención de nuestra intuición para que el Espíritu Santo pueda expresar lo que desea por conducto nuestro. Si nuestra mente es estrecha y torpe, el Espíritu Santo no podrá tener comunión con el creyente según lo que desea. Debemos asegurarnos de que no encerremos al Espíritu Santo en nuestro espíritu.
OCUPARSE DEL ESPIRITU Y TENER UNA MENTE ESPIRITUAL
Cuanto más espiritual es un creyente, más consciente está de lo importante que es andar conforme al espíritu y del peligro de andar según la carne. Pero, ¿qué significa andar conforme al espíritu? Romanos 8 da la respuesta. Es sencillamente ocuparse del Espíritu y tener una mente espiritual. “Porque los que son según la carne ponen la mente en las cosas de la carne; pero los que son según el espíritu, en las cosas del Espíritu. Porque la mente puesta en la carne es muerte, pero la mente puesta en el espíritu es vida y paz” (vs. 5-6). Andar según el espíritu significa que la mente se ocupa de las cosas del Espíritu y que el espíritu gobierna la mente. El hombre que anda “conforme al espíritu” se ocupa de las cosas del Espíritu y su mente está puesta en el espíritu. Si deseamos andar en conformidad con el espíritu, sólo lo podemos hacer ocupándonos de las cosas del Espíritu con una mente sujeta al espíritu. Esto significa que para que nuestra mente sea una mente espiritual y sea gobernada por el espíritu, primero tiene que ser renovada. Por la mente renovada, el creyente puede prestar atención a las cosas que pertenecen al Espíritu, es decir, a Sus actividades. Es así como podemos andar según el espíritu.
En estos versículos también vemos la relación que hay entre la mente y el espíritu. “Porque los que son según la carne ponen la mente en las cosas de la carne; pero los que son según el espíritu, en las cosas del Espíritu”. La mente humana puede ocuparse tanto de las cosas de la carne como de las del Espíritu. Nuestra mente (que es parte del alma) se halla entre el espíritu y la carne (aquí se refiere al cuerpo). Aquello en lo que se ocupe la mente será aquello en pos de lo cual andaremos. Si la mente se ocupa de las cosas de la carne, andaremos según la carne, y si se ocupa de las cosas del Espíritu, andaremos según el espíritu. No tenemos que preguntarnos si andamos de acuerdo con el espíritu, sólo necesitamos preguntarnos si estamos ocupados en las cosas del Espíritu, si estamos prestando atención al Espíritu y si buscamos las actividades del Espíritu. Es imposible ocuparnos de las cosas de la carne, mientras andamos según el espíritu, pues nuestra conducta depende de dónde pongamos la mente. Esta es una ley inmutable. En nuestra vida diaria, ¿en qué piensa nuestra mente, a qué le presta atención y en qué se fija? ¿A qué obedecemos? ¿Pensamos en las cosas del espíritu o en las de la carne? Si nos ocupamos de las cosas del Espíritu, seremos espirituales. Si nuestra mente no es gobernada por el espíritu y lo celestial, es gobernada por la carne y lo terrenal. Si no es regida por las cosas de arriba, lo será por las de abajo. El resultado de andar conforme al espíritu es vida y paz. Si el creyente se ocupa de la carne y anda según la misma, estará en muerte. Todo lo que haga o diga carecerá de valor espiritual y será muerte, porque todo lo que tiene, a los ojos de Dios, proviene de la carne, la cual no tiene vida espiritual. El creyente tal vez tenga vida y al mismo tiempo estar en muerte.
En una vida que anda según el espíritu, ¿por qué es tan importante ocuparse en las cosas del Espíritu? Porque ésta es la condición más importante para que El nos guíe en nuestro espíritu. Muchos creyentes desean que Dios ordene sus circunstancias y los guíe, pero no se ocupan de las actividades de su espíritu ni les prestan atención. Muchas veces el Espíritu Santo, quien mora en nosotros, revela algo a nuestro espíritu, pero no lo comprendemos por causa de la confusión y la torpeza de nuestra mente. Muchas veces el Espíritu Santo nos revela algo en nuestro espíritu, pero nosotros descuidamos el sentir debido a que nuestra mente no presta atención a las actividades del espíritu o porque piensa en un sinnúmero de cosas. Otras veces, nuestro espíritu no está equivocado, pero nuestra mente sí, y no logramos andar en conformidad con el espíritu. La intención del espíritu expresada a través de la intuición es delicada, apacible y tierna. Si no pensamos en las cosas del espíritu constantemente, ¿cómo podemos conocer su intención y andar en conformidad con ella? Nuestra mente debe ser como un vigía; siempre debe estar pensando, comprendiendo y entendiendo la intención del espíritu para que nuestro hombre exterior pueda someterse a él.
Dios nos guía por medio de la revelación de Su voluntad con sensaciones muy delicadas. Nunca nos abruma ni nos obliga a someternos a El. Siempre nos da la oportunidad de escoger. Nada que sea forzado proviene de Dios; sólo los espíritus malignos operan de esa forma. Así que debemos procurar activamente ser guiados por el Espíritu Santo; El no obrará si no cumplimos las condiciones necesarias para que opere. Para que El nos guíe, nuestro espíritu y nuestra mente deben actuar activamente junto con El. No tenemos que esforzarnos vanamente por andar según el espíritu; siempre que nuestro espíritu opere en conjunción con el Espíritu Santo y que nuestra mente preste atención a todas las actividades que suceden en el espíritu, andaremos según el espíritu.
EL ENSANCHAMIENTO DE LA MENTE
Por lo general, Dios nos transmite la verdad a través de sus hijos, aunque a veces nos da revelación directamente. La aceptamos primero en nuestra mente, y luego pasa a nuestro espíritu. Usamos nuestra mente para captar las palabras y los escritos de otros. Si no tuviéramos mente, sería imposible que la verdad llegara a nuestra vida. Por lo tanto, para nuestra vida espiritual es indispensable que tengamos una mente abierta. Si nuestra mente está llena de opiniones, ya sea acerca de la verdad o de la persona que predica, se levantará una barrera que impedirá que la verdad entre en nuestra mente o en nuestra vida. Si los creyentes determinan de antemano cuál enseñanza van a leer o escuchar, no es de extrañarse que no reciban ayuda.
Los creyentes tienen que conocer el proceso por el cual la verdad se transforma en vida a fin de que vean la importancia de tener una mente abierta. Primero, con nuestra mente tenemos que comprender la verdad; ésta entra en nuestro espíritu, y luego se manifiesta en nuestra conducta. Una mente cerrada impide que la verdad llegue al espíritu, ya que está ocupada con opiniones, y se opone y critica todo lo que no concuerde con sus pensamientos. Su opinión llega a ser la norma de todas las demás opiniones. Lo que no esté de acuerdo con sus ideas no lo considera una verdad. Una mente así no da la oportunidad para que la verdad de Dios penetre y, como resultado, los creyentes inevitablemente sufren pérdida en vida. Los creyentes que tienen más experiencia pueden dar testimonio de lo importante que es tener una mente abierta para que la verdad les sea revelada. Muchas veces no la entendemos porque no tenemos una mente abierta, no porque la verdad no haya sido predicada. Algunas veces Dios tiene que esperar muchos años para quitar todos los obstáculos a fin de que podamos recibir la verdad. Una mente abierta en conjunción con un espíritu abierto ayudan a los creyentes a crecer en la verdad.
Aunque muchas veces la verdad parezca confusa, si la mente permanece abierta, la luz vendrá, y el creyente verá la hermosura de la verdad. En innumerables ocasiones cuando el creyente recibe la verdad, le parece que ella carece de significado, pero después de un tiempo, la luz del espíritu viene, y él lo entiende todo y puede ver el contenido intrínseco de la verdad. Tal vez no pueda explicarlo, pero internamente posee un entendimiento claro. Una mente abierta despeja el camino para que la verdad entre, pero no sería útil sin la iluminación del espíritu.
EL GOBIERNO DE LA MENTE
Cada parte del creyente debe mantenerse bajo control, incluyendo la mente. No debemos olvidarlo ni siquiera después de que la mente sea renovada. No debemos permitir que nuestra mente sea tan libre como lo desea, porque los espíritus malignos volverán y la capturarán de nuevo. Tengamos presente que nuestros pensamientos son las semillas de nuestra conducta, y si no los cuidamos, en poco tiempo caeremos en pecado. Después de que la semilla de un pensamiento es plantada, no sabemos cuándo crecerá, pero tarde o temprano lo hará. Si examinamos cuidadosamente las transgresiones que hayamos cometido, intencionadas o no, siempre descubriremos que son el fruto de pensamientos que tuvimos. Si permitimos que un pensamiento pecaminoso permanezca en nuestra cabeza y no nos deshacemos de él, se convertirá en un hecho pecaminoso. Por ejemplo, si tenemos
malos pensamientos acerca de un hermano y no los arrancamos inmediatamente, llevarán fruto, aunque reconozcamos que estuvo mal y hayamos pedido perdón a Dios. Todo pensamiento corrupto produce una conducta corrupta. Por eso los creyentes no se pueden dar el lujo de dejar sus pensamientos sin ser confrontados, y si no mantienen sus pensamientos bajo control, no podrán controlar nada. Pedro nos dijo que nos ciñéramos los lomos de nuestra mente (1 P. 1:13). Esto significa que debemos controlar nuestros pensamientos y no permitirles correr desbocados.
Dios desea que llevemos cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo (2 Co. 10:5). Los creyentes deben llevar todos sus pensamientos a la luz de Dios. No debemos permitir que ningún pensamiento huya de nuestra jurisdicción ni que escape de nuestra atención. Todso nuestros pensamientos, sin importar de qué clase sean, tienen que ser escrutados y puestos bajo nuestro control.
Mientras controlemos nuestros pensamientos, debemos estar seguros de que no queda ningún pensamiento corrupto. Todo pensamiento impropio debe ser expulsado.
El creyente no debe permitir que su mente esté ociosa. Esto significa que tiene que pensar en todas las cosas. Debe ser una persona espiritual, plenamente consciente de cada situación, sin permitir que sus pensamientos se paralicen ni sean descuidados, pues los espíritus malignos buscan cualquier oportunidad para operar. Su mente no debe ser perezosa ni ociosa, sino debe mantenerse activa. Aun después de haber recibido una revelación en el espíritu, él creyente debe emplear su mente (pensando). No debe suponer que después de recibir una revelación en su espíritu actuará en conformidad con ella. Debe utilizar su mente para examinar lo que va a hacer y determinar si procede de él mismo, o si no está de acuerdo con Dios, o si hay algo que procede de la carne. Debe observar si su conducta concuerda con el espíritu y con Dios, o si hay todavía algo de la carne. Esta clase de examen le ayudará al espíritu a esclarecer la revelación recibida en la intuición y a que salga a la luz lo que no sea de Dios. Una mente centrada en el yo nos impide conocer la voluntad de Dios. Es muy útil no hacer caso a los pensamientos que se centran en el yo. Dios no quiere que lo sigamos ciegamente, sino que comprendamos claramente Su voluntad. Lo que no comprendamos bien no es confiable.
Cuando la mente está activa, el creyente deben tener cuidado de no permitirle actuar sola; eso significa que no debemos permitir que obre independiente del espíritu. Cuando la mente no se aferra a su propia opinión, eso ayuda a que los creyentes conozcan más claramente la voluntad de Dios; pero cuando es independiente, expresa la carne caída. Por ejemplo, muchas personas estudian la Biblia sólo para hallar lo que concuerde con su parecer y sus ideas, y lo hacen con sus propios esfuerzos. ¡Muchos sólo entienden la verdad en su mente! Esta clase de acción independiente por parte de la mente es bastante peligrosa, porque el conocimiento sólo añadirá más información a la mente del creyente, lo cual será una base para que medite y para que se jacte; sin embargo, no tendrá ningún efecto en su vida espiritual. Los creyentes deben hacer lo posible por rechazar todas las verdades que sólo comprenden con su mente. Esta clase de comprensión le da a Satanás lugar para operar. Los creyentes tienen que estar conscientes de que cualquier conocimiento obtenido por la mente, abre la puerta para que el diablo opere. Por consiguiente este anhelo tiene que ser restringido.
La mente debe estar activa, pero también tiene que descansar. Si el creyente permite que su mente trabaje sin descansar, ésta se enfermará, tal como sucede con el cuerpo físico. Los creyentes deben restringir el trabajo de la mente, no cayendo en un exceso de actividad ni dejándola salir de control. El fracaso de Elías cuando estaba bajo el enebro se debió a que su mente había trabajado demasiado (1 R. 19:4).
La mente del creyente siempre debe estar en paz con Dios. “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en Ti persevera; porque en Ti ha confiado” (Is. 26:3). Una mente que no descansa es una mente desordenada, perjudica la vida y la obra espiritual y guía a los creyentes por un sinnúmero de sendas equivocadas. Una mente sin reposo no puede funcionar de modo normal. El apóstol Pablo insta a los creyentes a no permitir que ningún pensamiento de ansiedad permanezca en ellos (Fil. 4;6). Una vez que tales pensamientos entran, deben entregarse a Dios. Entonces la paz de Dios guardará sus corazones y sus pensamientos (v. 7). El apóstol también exhorta a los creyentes a que no permitan que su mente esté ociosa. Dijo: “Por lo demás hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honorable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si alguna alabanza, a esto estad atentos” (v. 8).
La mente no debe ser dominada por la vida emocional. Debemos laborar por fe, entendiendo sus principios, permaneciendo en completa calma y reposo en Dios. Esto es lo que significa el dominio propio (2 Ti. 1:7). Los creyentes ya no deben depender de “voces” ni “luces” que los guíen; simplemente deben seguir la intuición en el espíritu. No deben buscar sensaciones ni usar ningún estímulo externo, ningún incentivo ni ninguna promesa para seguir trabajando; sólo deben depender de la norma del bien y el mal que Dios les indique en todo asunto.
La mente también debe ser humilde. Los pensamientos de grandezas hacen caer al creyente en el error. Todos los pensamientos que llevan consigo justificación, jactancia y suficiencia hacen que la mente cometa errores. Muchos creyentes tiene bastante conocimiento, pero están engañados y se confunden debido a que su mente es muy orgullosa y a que se preocupan demasiado por ellos mismos. Todo el que desea servir al Señor debe ser humilde (Hch. 20:19). Los creyentes deben desechar todo pensamiento de grandezas y reconocer la posición que Dios les designó en el Cuerpo de Cristo.
UNA MENTE LLENA DE LA PALABRA DE DIOS
Dios Dijo: “Pondré Mis leyes en la mente de ellos” (Heb. 8:10). Necesitamos leer más la Escritura y memorizarla más para poder encontrar la Palabra que necesitamos en el momento preciso. Si lo hacemos, Dios llenará todos nuestros pensamientos con Su ley. Cuando necesitemos luz para nuestra senda, recordaremos inmediatamente lo que leímos en la Escritura. A muchos no les agrada leer la Biblia con su mente; sólo les gusta abrirla al azar después de orar, y acatar el versículo que señalen como la voz de Dios. No se dan cuenta de que eso no es confiable. Si nuestra mente está llena de la Palabra de Dios, el Espíritu Santo la alumbrará en un instante mediante la intuición y hará que recordemos el versículo apropiado que nos indicará lo que debamos hacer. No necesitamos que nadie nos diga que no robemos porque la Palabra de Dios ya nos lo habrá dicho. Tal indicación ya
está en nuestra mente. Si podemos ser uno con la Biblia de esta manera, conoceremos la voluntad de Dios en toda circunstancia.
UNA MENTE PURA
Los creyentes debemos pedirle a Dios continuamente que purifique nuestra mente y la mantenga nueva, que nos lave de nuestros malos pensamientos así como de las imaginaciones vanas para con Dios a fin de que lo que creamos concuerde perfectamente con Su voluntad eterna. No sólo debemos pedirle que nos haga pensar en El, sino también que nos haga pensar en El de la manera correcta. Debemos pedirle que no permita que ningún pensamiento proceda de nuestra naturaleza maligna. Si tenemos tal pensamiento, debemos pedirle que Su luz brille sobre él y le ponga fin inmediatamente. Debemos rogarle que nos impida conservar alguna doctrina especial que concuerde con nuestras ideas antiguas y que podrían dividir la iglesia. También debemos pedirle que nos impida aceptar, alguna enseñanza particular que nos separe del resto de Sus hijos. También debemos pedirle que nos haga tener el mismo sentir que los demás, esperando con paciencia en cualquier asunto en el que no hayamos logrado la unidad con otros. Debemos pedirle que nos guarde de usar la nueva vida que recibimos para preservar algún pensamiento o enseñanza equivocada. Que nos ayude a morir no sólo a nuestra naturaleza malvada, sino también a nuestros pensamientos malignos. Que no permita que nuestros pensamientos causen división en el Cuerpo de Cristo. Debemos pedirle que no permita que seamos engañados de nuevo y que haga que todos Sus hijos vivan para El a fin de que ya no sean esparcidos ni se hagan daño unos a otros, vagando y sin tener el mismo sentir ni la misma vida.
NOVENA SECCION — EL ANALISIS DEL ALMA (3): LA VOLUNTAD
CAPITULO UNO
LA VOLUNTAD DEL CREYENTE
La voluntad del hombre es la facultad con la cual toma decisiones. Estar dispuestos o no, preferir esto o aquello y decidir o escoger, son funciones de nuestra voluntad. La voluntad del hombre es como el timón de un barco. Así como un barco se mueve según lo guíe el timón, el hombre se mueve según su voluntad.
Podemos decir que la voluntad del hombre es su verdadero yo, el hombre mismo, porque la voluntad representa al hombre. Todas las acciones de la voluntad son en realidad las acciones del hombre. Cuando decimos: “Yo estoy dispuesto”, estamos en realidad diciendo que nuestra voluntad está dispuesta. Cuando decimos: “Yo quiero hacer esto” o “Yo decidí hacer aquello”, significa que nuestra voluntad lo desea, o que nuestra voluntad lo decidió. La función de la voluntad es expresar las intenciones de todo nuestro ser. Las emociones solamente manifiestan lo que sentimos, la mente contiene sólo lo que pensamos, pero la voluntad es lo que deseamos. Por lo tanto, la voluntad es la parte más importante de nuestro ser. La voluntad del hombre es más profunda que la parte emotiva y que la mente. Por consiguiente, cuando el creyente va en pos de una vida espiritual, tiene que prestar atención a la voluntad.
Muchos son engañados pensando que la religión (utilicemos esta palabra por el momento) es sólo una experiencia emocional, y que su único propósito es hacer que el hombre se sienta bien. Otros piensan que la religión debe acomodarse a la razón (o sea, a la mente) y que no debería estar tan orientada hacía las emociones. Para ellos sólo una religión racional tiene credibilidad. No saben que la verdadera religión no propende por las emociones ni por la mente, sino que tiene como fin que el hombre obtenga vida en su espíritu y que su voluntad sea sometida a la voluntad de Dios. Si ninguna de nuestras experiencias nos lleva a estar dispuestos a aceptar la voluntad completa de Dios, son muy superficiales. Si la vida espiritual de los creyentes no encuentra mucha expresión en la voluntad, ¿de que sirve? en tal caso, la voluntad, que representa el yo, permanece intacta.
El verdadero camino de salvación consiste en salvar la voluntad del hombre. Lo que no sea lo bastante profundo para salvar la voluntad del hombre es vano. Todas las sensaciones maravillosas y los pensamientos claros son externos. Un hombre puede obtener felicidad, alivio y paz al creer en Dios. Por otra parte, es posible que también entienda los misterios de Dios o que tenga un conocimiento elevado y maravilloso, y aún así, no tener todavía la unión más profunda con Dios. Aparte de la unión de la voluntad con Dios, no existe otra unión en este mundo. Por consiguiente, después que un creyente ha obtenido vida, además de su intuición, debe prestar atención a su voluntad.
EL LIBRE ALBEDRIO
Al hablar del hombre y de su voluntad, debemos tener en mente que como seres humanos tenemos libre albedrío. Esto significa que el hombre se gobierna a sí mismo y que tiene una voluntad independiente. Si él no aprueba algo, no se le puede obligar a hacerlo, y tampoco se le puede forzar a hacer algo a lo cual él se opone. Tener libre albedrío significa que el hombre tiene su propio parecer. El hombre no es una máquina que pueda ser manipulada por otros ni por algún poder externo. Todas las acciones del hombre son controladas por él, pues posee una voluntad, la cual controla todas las cosas dentro y fuera de él. En el hombre existen principios que determinan su conducta.
Esta era la condición del hombre en el momento en que Dios lo creo. Dios creó un hombre, no una máquina, y le dijo: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no podrás comer; porque el día que de él comieres ciertamente morirás” (Gn. 2:16-17). En este pasaje podemos ver solamente el mandamiento de Dios, el cual tenía una sugerencia y una prohibición, pero no había coacción. Si Adán hubiese estado dispuesto a obedecer y a no comer, habría sido él quien lo habría decidido. Cuando Adán desobedeció y comió del árbol que no debía, Dios no lo podía detener. Esto es tener una voluntad libre. Dios puso en el hombre la responsabilidad de comer o de no comer y permitió que él escogiera según su voluntad. Dios no creó un Adán que no pudiera pecar, desobedecer ni robar. En tal caso, habría hecho una máquina. Dios podía aconsejar, prohibir y dar mandamientos, pero la responsabilidad de obedecer era del hombre. Debido al amor que Dios nos tiene, no puede hacer otra cosa que dar mandamientos de antemano, como prevención, pero debido a Su justicia, no puede forzarnos a hacer nada que vaya en contra de nuestra propia voluntad. Si el hombre desea obedecer a Dios, debe ser el hombre mismo el que esté dispuesto; Dios no lo forzará. Dios puede usar muchos métodos para hacer que el hombre se disponga, pero si el hombre no consiente, Dios no podrá forzarlo.
Este es un principio muy importante. Como veremos después, la obra de Dios nunca contradice este principio, pero la obra de los espíritus malignos sí lo hace. De este modo, podemos establecer la diferencia entre lo que es de Dios y lo que no es de El.
LA CAIDA Y LA SALVACION
El hombre cayó. Esta caída causó un gran daño a su libre albedrío. Hasta ese día, en el universo había dos voluntades que se oponían. Por una parte, teníamos la voluntad de Dios, buena y santa, y por otra, la voluntad de Satanás, corrupta y rebelde. Entre estas dos voluntades encontramos la voluntad del hombre, libre, autónoma e independiente. Cuando el hombre escuchó lo que le dijo el diablo y desobedeció a Dios, fue como si respondiera a la voluntad de Dios con un “no” implícito, y a la voluntad del diablo con un “sí” explícito. La voluntad del hombre llegó a ser esclava de la voluntad del diablo después de la caída, porque el hombre por decisión propia escogió la voluntad del diablo. Todas sus actividades quedaron sujetas a la voluntad del diablo. Mientras un hombre no revoque esa entrega inicial, su voluntad seguirá atada a la del diablo.
Después de la caída del hombre, su posición y su condición llegaron a ser de la carne, la cual es completamente corrupta. Por eso, la voluntad del hombre, así como el resto de sus
facultades, son controladas por la carne. En estas tinieblas, nada de lo que provenga de la voluntad del hombre puede agradar a Dios. Inclusive, si el hombre desea buscar a Dios, sus actividades permanecerán en la esfera de la carne y carecerán de cualquier valor espiritual. Mientras permanezca en esta condición, podrá servir a Dios de muchas maneras, conforme a sus propias ideas, pero todas ellas serán sólo métodos de adoración impuestos por sí mismo (Col. 2:23), y no serán aceptables a Dios.
A menos que el hombre reciba la vida de Dios y le sirva por medio de esta nueva vida, sus actividades serán de la carne, independientemente de la forma en que lo haga. Aun si tiene toda la intención de trabajar para Dios y de sufrir por El, todo es en vano. Si el hombre no es salvo, aunque su voluntad aspire a las cosas más elevadas o esté dirigida hacia lo bueno y hacia Dios, seguirá siendo inútil porque para Dios lo que cuenta no es que la voluntad caída desee trabajar para El, sino que El mismo desea que el hombre trabaje para El. Puede ser que el hombre inicie y prepare muchas obras buenas; tal vez piense que esto es servir a Dios, pero si dichas obras no son iniciadas y llevadas a cabo por Dios, el hombre estará solamente adorando su propia voluntad.
Lo mismo se aplica a la salvación. Mientras un hombre esté en la carne, aunque desee ser salvo y tener vida eterna, esta voluntad no puede agradar a Dios. “Mas a todos los que le recibieron, los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hijos de Dios; los cuales no son engendrados de carne, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn. 1:12-13). Aun si el hombre desea ser salvo, no puede serlo por sí mismo. El deseo de que una persona sea salva debe provenir de Dios. Los creyentes piensan que no hay nada mejor que el hombre desee y procure ser salvo, que busque el camino de la vida y que desee ser un buen discípulo de Cristo. Pero Dios nos dice que en lo relacionado con la regeneración y con El, la voluntad del hombre es impotente.
Muchos de los hijos de Dios no entienden por qué en Juan 1, Dios dice que la voluntad del hombre es inútil, mientras que en Apocalipsis el dice: “El que quiera tome del agua de la vida gratuitamente” (22:17). Parece, en este caso, que la voluntad del hombre fuera completamente responsable por su salvación. Además, en Juan 5 el Señor Jesús habló de la razón por la cual los judíos no fueron salvos. El les dijo: “Pero noqueréis venir a Mí para que tengáis vida” (v. 40). Una vez más vemos que la voluntad humana es responsable de la perdición del hombre. ¿Se contradice la Biblia en este asunto? ¿Cuál es el propósito de estas diferencias? Si entendemos el significado de estos versículos, entenderemos lo que Dios desea de nosotros en nuestra vida cristiana.
La voluntad de Dios es “que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 P. 3:9), porque El “quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al pleno conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2:4). Por lo tanto, la diferencia no la hace que Dios tome alguna decisión en cuanto a quién será salvo y quien perecerá, pues esa parte ya está resuelta. Ahora la pregunta es qué actitud tienen los pecadores hacia la voluntad de Dios. Si un hombre es religioso o mundano por naturaleza, o si trata de ser cristiano valiéndose de su tradición, sus circunstancias o su familia, se hallará lejos de la vida de Dios igual que los demás pecadores. Si resuelve y escoge ser cristiano basándose en alguna emoción o inspiración desbordante, sus esfuerzos serán inútiles. La pregunta que debemos hacernos es cómo se relaciona el hombre con la voluntad de Dios. Dios ama al hombre, pero ¿está el
hombre dispuesto a ser amado? Cristo desea que el hombre venga a El, pero ¿está el hombre dispuesto a ir a El? El Espíritu Santo desea darle vida al hombre, pero ¿desea el hombre recibir esta vida y vivir? La voluntad del hombre es útil dentro de la voluntad de Dios. Pero persiste el interrogante ¿cómo se relacionará la voluntad del hombre con la de Dios?
Esta es la diferencia: si un hombre inicia la búsqueda de la salvación, de todos modos perecerá. Muchas personas religiosas se hallan en esta categoría. Por el contrario, si después de escuchar el evangelio, el hombre está dispuesto a recibir lo que Dios desea darle, será salvo. Una posición consiste en que el hombre se considere quien inicie la acción; la otra, es adoptar una actitud de recibir. Una cosa es que el hombre tome la iniciativa, y otra, es que Dios lo haga para que el hombre acepte Su voluntad. Por consiguiente, estas dos cosas no se contradicen, sino que nos enseñan una lección muy importante. Juan 1 habla de que el hombre debe estar dispuesto. Juan 5 y Apocalipsis 22 hablan de que el hombre acepta la voluntad de Dios. Por lo tanto, encontramos expresiones como “no queréis” (Jn 5:40) y “el que quiera” (Ap. 22:17). No es cuestión de propósito, sino del origen de éste. Dios nos indica que, aun en algo tan grandioso y maravilloso como la salvación, si el propósito proviene del yo, no agradará a Dios y será rechazado. Si queremos progresar en nuestra vida espiritual, debemos entender los principios que Dios usa para relacionarse con nosotros en el momento en que somos salvos, porque los principios originales nos muestran los principios por los cuales debemos vivir en nuestra vida espiritual en el futuro. Uno de los principios más importantes es que nuestra carne no tiene ningún valor delante de Dios. Lo que provenga de nosotros mismos, de la vieja creación, no es aceptable delante de Dios. Aunque busquemos algo tan maravilloso e importante como la salvación, será rechazado por Dios. Debemos recordar siempre que a Dios no le importa la diferencia entre cosas buenas o malas, grandes o pequeñas; a El solamente le interesa saber de dónde provienen las cosas y si son iniciadas y llevadas a cabo por El mismo. No fuimos salvos porque quisiéramos ser salvos, sino porque Dios quería que lo fuéramos. Por eso, en nuestra vida debemos ver que todas las actividades, hasta las más maravillosas, son completamente inútiles a menos que el trabajo sea realizado por Dios a través de nosotros. Si no aprendemos los principios de nuestra vida desde el primer paso de la salvación, tendremos incontables fracasos. En cuanto a la condición del hombre, mientras éste era un pecador, su voluntad era rebelde para con Dios. Por lo tanto, además de dar al hombre una nueva vida (de lo cual ya hablamos antes), Dios tiene que traer al hombre de regreso a Sí mismo. Así como la voluntad del hombre es la esencia de éste, la voluntad de Dios es El mismo, es Su vida. Por esta razón, decir que Dios desea traer al hombre de regreso a Sí mismo, equivale a decir que Dios desea traer de regreso la voluntad del hombre a Su propia voluntad. Por eso el creyente debe esforzarse por hacer esto toda su vida. Aun después del primer paso, el de la salvación, Dios comienza a obrar en esta dirección. Por lo tanto, cuando Dios, por medio del Espíritu Santo, hace que el hombre esté convencido de su pecado, hace que comprenda que no tiene nada que decir. Aun si lo condenara al infierno, no tendría nada que decir. Cuando Dios revela al hombre por medio del evangelio cuál es Su voluntad en la cruz del Señor Jesús, hace que el hombre diga voluntariamente y de todo corazón: “Estoy dispuesto a aceptar la salvación”. El paso inicial de la salvación del hombre es la salvación de su voluntad. La acción por parte de un pecador de creer y recibir no es otra cosa que convertirse en aquel que quiere tomar del agua de la vida, lo cual produce la salvación. La objeción y la resistencia que ofrece un
pecador no es otra cosa que ser uno de los que noquieren venir a El para tener vida, lo cual conduce a la perdición. La batalla entre la salvación y la condenación del hombre se lleva a cabo en la voluntad del hombre. La caída del hombre en el principio se debió a la rebelión de su voluntad contra la voluntad de Dios. Por consiguiente, la salvación del hombre consiste en volver a someter su voluntad a la de Dios.
Aunque la voluntad del hombre no esté totalmente en unión con Dios en el momento de ser salvo, de alguna forma fue elevada cuando rechazó a Satanás, el yo y el mundo en el momento de recibir al Señor Jesús. Además, su voluntad es renovada al creer en la palabra del Señor y recibir al Espíritu de Dios. Una vez que el hombre es regenerado, recibe un espíritu nuevo, un corazón nuevo y una vida nueva. Por consiguiente, la voluntad tiene ahora un nuevo amo, el cual la controla y la dirige. Si la voluntad se somete, viene a formar parte de esta vida nueva; si se opone, viene a ser un poderoso enemigo de esta vida.
La voluntad renovada es más importante que cualquier otra parte del alma del hombre. Podemos permitir que nuestros pensamientos estén equivocados, que los sentimientos sean errados, pero nunca debemos permitir que nuestra voluntad sea incorrecta. Cualquier otra cosa que esté equivocada no tiene repercusiones tan graves como el hecho de que la voluntad esté equivocada, porque ésta es el yo del hombre, así como la facultad que motiva todo su ser. Una vez que se equivoca, el propósito de Dios es estorbado inmediatamente.
SOMETER LA VOLUNTAD
¿Qué es entonces la salvación? La salvación no es otra cosa que la acción de Dios de salvar al hombre de él mismo para introducirlo en Dios. La salvación tiene los aspectos de exterminación y unión, pues le pone fin al yo y une al hombre con Dios. Cualquier camino de salvación que no tenga como meta salvar al hombre de sí mismo y llevarlo a una unión con Dios, no es verdadero. Si algún método de salvación no puede salvar al hombre de sí mismo ni llevarlo a una unión con Dios, es sólo palabras vacías. La verdadera vida espiritual implica la negación de aquello que es anímico y entrar en aquello que es divino. Todo lo que pertenece a la criatura debe desaparecer; las criaturas sólo deben disfrutar de todo lo que el creador es en El mismo. La criatura debe llegar a ser nada para que la salvación se manifieste. La grandeza genuina no depende de cuánto tengamos, sino de cuánto perdamos. La vida verdadera sólo puede ser vista respecto a cuánto hayamos perdido de nuestro yo. Si el carácter, la vida y las actividades de la criatura no son totalmente eliminadas, no habrá lugar para que la vida de Dios se manifieste. En muchos casos, nuestro yo es el enemigo de la vida de Dios. Si no nos despojamos de las intenciones y experiencias que giran en torno a nosotros mismos, nuestra vida espiritual sufrirá gran pérdida.
¿Qué es el yo? Esta es una de las preguntas más difíciles de responder. Aunque no podemos responder la pregunta con una precisión del ciento por ciento, puede ser más o menos preciso decir que el yo es “la voluntad de uno”. La esencia del yo del hombre es su voluntad, porque la voluntad revela lo que el hombre es en realidad, lo que verdaderamente desea y lo que él está dispuesto a hacer. Aparte de la obra realizada en el hombre por medio de la gracia de Dios, todo lo que el hombre tenga, sea él un pecador o un santo, es
completamente opuesto a Dios. El carácter del hombre creado siempre es natural, y nunca será de la misma especie que la vida de Dios.
La salvación sencillamente consiste en rescatar al hombre de su voluntad carnal, natural, creada, anímica y egoísta. Debemos prestar atención a esto. Además de la vida nueva que Dios nos dio, la obra más grande de la salvación es el retorno de nuestra voluntad a El. Dios nos da una vida nueva con el propósito de recuperar nuestra voluntad. El evangelio tiene como meta llevarnos a una unión con Dios en nuestra voluntad. De lo contrario, el evangelio no habrá cumplido su misión. Dios no desea simplemente salvar nuestra parte emotiva o nuestra mente; Su deseo es salvar nuestra voluntad, porque una vez que lo logra, el resto queda incluido. Hasta cierto punto, el hombre puede unirse a Dios en la mente, y también puede compartir las mismas emociones con El en muchas cosas, pero la unión más importante y completa con Dios radica en la unión de la voluntad del hombre con la voluntad de El. Al unir a El nuestra voluntad, se sobreentiende toda otra unión del hombre y Dios. Si la mente o la parte emotiva se unen con Dios, mas no la voluntad, esta unión todavía es pobre. Puesto que todo nuestro ser actúa según nuestra voluntad, ésta es obviamente la parte más poderosa de nuestro ser. No importa cuán noble o elevado sea nuestro espíritu, también se somete a la voluntad. (Veremos esto más adelante.) El espíritu no basta para representar todo nuestro ser, porque es nada más la parte en donde tenemos comunión con Dios. El cuerpo tampoco basta para representar todo nuestro ser, puesto que es la parte con la que el hombre tiene contacto con el mundo físico. Pero la voluntad representa las actitudes, las opiniones y la condición del yo del hombre; por consiguiente, está facultada para representar todo nuestro ser. Si la voluntad no se une completamente a Dios, cualquier otra unión será superficial y vacía. Si la voluntad que gobierna todo nuestro ser está en completa unión con Dios, nuestro ser entero será totalmente sumiso a Dios.
Existen dos uniones entre Dios y el hombre; una es la unión en vida, la otra es la unión en la voluntad. La unión con Dios en vida se da cuando recibimos Su propia vida, lo cual sucede en el momento de nuestra regeneración. Así como Dios vive por el Espíritu Santo, nosotros también debemos vivir por el Espíritu Santo desde ese momento. Esta es la unión en vida y significa que Dios y nosotros tenemos una sola clase de vida. Esto se produce en nuestro interior. Sin embargo, la voluntad expresa esta vida única. Es por esto que es necesaria esta unión de nuestra voluntad con la Suya exteriormente. La unión de nuestra voluntad con Dios significa que El y nosotros tenemos una sola voluntad. Estas dos uniones tienen una estrecha relación y son interdependientes. Por ahora sólo hablaremos de la unión de la voluntad, porque la unión en vida no está dentro de este tema. La unión de la nueva vida es espontánea porque la nueva vida es la vida de Dios. Pero la unión de la voluntad es más difícil porque la voluntad nos pertenece a nosotros.
Como ya dijimos, Dios desea que nosotros pongamos fin a la vida del alma, mas no a la función del alma. Por consiguiente, después de que nos unimos a Dios en vida, El desea renovar nuestra alma (nuestra mente, nuestra parte emotiva y nuestra voluntad) para conducir nuestra alma a una unidad con nuestra nueva vida y con Su voluntad. Ya que nuestra voluntad es la parte más importante después de que somos regenerados, Dios diariamente busca la unión de nuestra voluntad con la Suya. Si nuestra voluntad no es perfectamente una con Dios, la salvación no se está llevando a cabo de manera completa, porque el hombre mismo aún no está en armonía con Dios. Dios no sólo desea que
tengamos Su vida, sino que también nosotros mismos estemos en unión con El. La voluntad nos pertenece completamente a nosotros. Si no hay unión en la voluntad, aún no estamos unidos a Dios.
Si estudiamos la Biblia detenidamente, veremos que entre todos nuestros pecados hay un principio en común: la rebelión. Adán nos condujo a la perdición al cometer este pecado, mientras que Cristo nos trajo a la salvación por Su obediencia. Originalmente, éramos hijos de rebeldía; ahora Dios desea que seamos hijos de obediencia. La rebelión consiste en ir en pos de nuestra propia voluntad, mientras que la sumisión es ir en pos de la voluntad de Dios. El propósito de la salvación es llevarnos a abandonar nuestra voluntad y estar en unión con la voluntad de Dios. Hoy en día los creyentes cometen con frecuencia un grave error en este aspecto. Piensan que la vida espiritual consiste en experimentar felicidad y en acumular conocimiento. Por lo tanto, se esfuerzan por ir en pos de toda clase de sensaciones y de conocimiento bíblico, creyendo que esto es lo mejor. Al mismo tiempo, hacen muchas obras grandiosas e importantes según sus propios sentimientos y pensamientos, creyendo que Dios se complace en ellas. No saben que lo que Dios exige no está relacionado con lo que el hombre siente o piensa; El desea que la voluntad del hombre esté unida a El. Quiere que el creyente busque de todo corazón lo que El desea y obedezca complacido todo lo que El dice. Si no se somete incondicionalmente a Dios ni está dispuesto a aceptar toda la voluntad de Dios, su vida espiritual será superficial, no importa lo que reciba ni cuán santo sea ni cuán contento se sienta. Todas las visiones, los sueños extraños, las voces, los vaticinios, el celo, las obras, las actividades y la labor son asuntos externos. Si el creyente no determina en su voluntad ir hasta el final de la carrera trazada por Dios, todo lo que haga será inútil.
Si nuestra voluntad esta en unión con Dios, inmediatamente dejaremos las actividades que se originan en el yo. Esto implica que ya no habrá ninguna acción independiente. Estamos muertos a nosotros mismos, pero vivos para Dios. Esto quiere decir que no podemos actuar para Dios según nuestros propios impulsos o métodos. Significa que actuamos según Dios se mueva y que nos separamos de todas las actividades del yo. En otras palabras, esta unión es un reemplazo de la persona que ocupa el centro y toma la iniciativa. Antes todas nuestras obras estaban centradas en el yo, y éste iniciaba todas nuestras actividades. Ahora todas las cosas son para Dios. Dios no se preocupa por el carácter de lo que iniciamos; El sólo pregunta quién tomó la iniciativa. Todo lo que no esté libre del yo, no importa cuán bueno sea, Dios no lo toma en cuenta.
LA MANO DE DIOS
Aunque los hijos de Dios son salvos, no han obedecido completamente la voluntad de Dios. Debido a esto, Dios tiene que laborar en ellos llevarlos a una sumisión plena. El mueve a los creyentes con Su Espíritu y los motiva con Su amor a que ellos se sometan a su voluntad y a que no amen, ni busquen ni hagan nada que esté fuera de El. Cuán triste es cuando la acción de Dios al moverse y motivar a los creyentes no produce los resultados deseados. Así que Dios tiene que extender Su mano para traer a los creyentes al lugar donde El desea que estén. Su mano se manifiesta primeramente en las circunstancias. Dios
aplica Su mano fuerte triturando, quebrantando e instando a los creyentes para que su voluntad no siga obstinada para con El.
Mientras el creyente no esté profundamente unido al Señor, Dios no estará satisfecho. El propósito de la salvación es que los salvos estén en completa unión con la voluntad de Dios. A fin de conducirnos a este punto, Dios tiene que usar las circunstancias; El nos conduce a tropezarnos con muchos obstáculos. Hace que estemos angustiados, y que seamos afligidos y quebrantados en nuestro corazón. El hace que muchas cruces prácticas nos sobrevengan. A través de estas cosas El hace que inclinemos nuestra cabeza en sumisión. Nuestra voluntad es muy fuerte, y si no es golpeada por Dios de muchas maneras, no se someterá a El. Si estamos dispuestos a someternos a la poderosa mano de Dios y a aceptar Su disciplina, la voluntad que ocupa nuestra vida experimentará una obra cortante, y será inmolada continuamente. Si nos resistimos a Dios, nos sobrevendrán aflicciones cada vez más fuertes y nos subyugarán.
Dios desea despojarnos de todo. Después de que los creyentes son regenerados, tienen en mente la idea de hacer la voluntad de Dios. Algunos hacen una especie de promesa públicamente, otros conservan esta intención en secreto. Dios probará si esa promesa (o esa intención) es verdadera o no. El hace que los creyentes participen en una obra que no les guste y en la cual son despojados de ellos mismos. Hace que pierdan bienes materiales, la salud, la fama, la posición y la utilidad. Finalmente hace que pierdan la felicidad y el celo en sus sentimientos, y hace que no sientan ni Su presencia ni Su compasión. El llevará a los creyentes al punto en el cual nada que no sea la voluntad de Dios tendrá importancia para ellos. Dios desea que comprendan que ellos deben aceptar lo que concuerde con Su voluntad, aunque ello signifique padecimiento físico o emocional. Si Dios se deleita en afligirlos, despojarlos de todo, privarlos de su utilidad espiritual, o en hacer que lleguen a estar secos, sombríos y solos, ellos deben estar dispuestos a aceptarlo. Dios desea que los creyentes comprendan que El no los salvó con el propósito de que ellos disfruten de algo, sino para que cumplan Su voluntad. Por lo tanto, haya ganancia o pérdida, felicidad o aridez, aunque sientan la presencia o el abandono de Dios, los creyentes siempre deberán tomar la voluntad de Dios. Si es Su voluntad abandonarnos, ¿estaremos contentos de ser abandonados? Cuando el creyente cree en el Señor por primera vez, su meta es ir al cielo. Eso está bien. Pero después de que Dios lo instruye, llega a comprender que creyó en Dios para cumplir Su voluntad. Aun si el resultado de creer en Dios fuera ir al infierno, de todos modos creería. Cuando un creyente comprende bien esto, no vuelve a tomar en cuenta su propia ganancia ni su propia pérdida. Si puede glorificar a Dios yendo al infierno, estará dispuesto a hacerlo. Obviamente esto es sólo un ejemplo. Pero los creyentes necesitan ver que creer en el Señor, mientras vivan en la tierra, no tiene como fin el su beneficio personal, sino la realización de la voluntad de Dios. La felicidad de ellos, el mayor privilegio y la gloria más grande es abandonar su propia voluntad carnal, natural y corrupta, para unirse a la voluntad de Dios y cumplir el deseo de Su corazón. La ganancia o la pérdida que sufra la criatura, su gloria o su deshonra, su amargura o su felicidad, no son dignas de tomarse en cuenta. Si el Altísimo es satisfecho, no importa lo que nosotros como seres diminutos lleguemos a ser. Este es el camino específico para que un creyente se pierda en Dios.
UN ESFUERZO EN DOS PASOS
Hay un esfuerzo que requiere dos pasos en la unión de la voluntad con Dios. El primer paso consiste en que Dios subyuga las actividades de nuestra voluntad, y el segundo, en que El subyuga la vida de nuestra voluntad. Muchas veces nuestra voluntad es subyugada por Dios sólo en asuntos específicos, en los cuales creemos que nos sometimos completamente a Dios. Sin embargo, todavía hay una tendencia secreta en nuestra voluntad a volverse activa apenas tiene la oportunidad. Dios no sólo desea restringir las actividades de nuestra voluntad, sino también quebrantar aplastar y destruir sus tendencias, al punto de que su misma naturaleza sea transformada. Técnicamente, una voluntad sumisa y una voluntad armoniosa no son lo mismo. La sumisión sólo se relaciona con el aspecto de las actividades, pero la armonía depende de la vida, el carácter y las tendencias que posea. Un siervo que cumple todas las órdenes de su amo tiene una voluntad sumisa; mientras que la voluntad de un hijo que esta íntimamente ligado al corazón de su padre está en armonía con la voluntad de su padre porque no solamente hace lo que debe hacer, sino que se deleita en hacerlo. Una voluntad sumisa sólo detiene sus propias actividades, pero una voluntad armoniosa es una con Dios y tiene el mismo corazón que El. Si nuestra voluntad está en completa armonía con Dios, depositamos todo nuestro corazón en Su voluntad. Sólo quienes estén en armonía con Dios podrán comprender lo que hay en el corazón de Dios. Si un creyente no ha llegado al punto en que su voluntad y la voluntad de Dios estén en completa armonía, no ha experimentado el punto más elevado de la vida espiritual. La sumisión a Dios es buena, pero cuando la gracia ha vencido por completo el carácter del creyente, éste estará en completa armonía con Dios. La unión de la voluntad es el punto más elevado de la experiencia del creyente en la vida divina.
Muchos piensan que ya perdieron por completo su voluntad. No saben que en realidad están lejos de ello. En todas las tentaciones y pruebas, solamente llegan a someter su voluntad, pero ésta no está en armonía con Dios. Una voluntad sumisa no ofrece resistencia, pero no es una voluntad libre del yo. ¿Quién no desea ganar o reservarse algo para sí? ¿Quién no quiere obtener oro, plata, honra, libertad, felicidad, comodidad, posición y algo más? Una persona puede llegar a pensar que su corazón no tiene interés en estas cosas. Pero mientras las tenga, no sabrá cuán atado está a ellas. Solamente cuando esté a punto de perderlas, se dará cuenta de su renuencia a soltarlas. Algunas veces la voluntad sumisa es compatible con la voluntad de Dios, pero otras, la persona sentirá que la vida de su propia voluntad lucha aguerridamente contra la voluntad de Dios. Si no fuera por la obra de la gracia de Dios, sería muy difícil de vencer.
Por lo tanto, una voluntad sumisa no es perfecta. Aunque la voluntad ya haya sido quebrantada y no tenga fuerza para resistir a Dios, no ha llegado al punto de ser uno con Dios. Debemos admitir que llegar al punto de no ofrecer resistencia es una gran misericordia de Dios. En general, una voluntad sumisa ya está muerta. Sin embargo, técnicamente, todavía tiene un hilo de vida que no ha sido cortado. Todavía tiene una tendencia interior muy escondida, que anhela el camino antiguo. Por lo tanto, somos eficientes, diligentes y nos alegramos de cumplir la voluntad de Dios en ciertas cosas más que en otras. Aunque cumplimos la voluntad de Dios, hay una diferencia en el grado de preferencia personal. Si la vida del yo es inmolada, el creyente verá que tiene la misma actitud en cualquier asunto que se relacione con cumplir la voluntad de Dios. La diferencia que tengamos en lentitud, rapidez, amargura y felicidad, así como la diferencia en el esfuerzo que hagamos, indicará que nuestra voluntad aún no está en armonía con Dios.
Estas dos condiciones de la voluntad pueden verse en el caso de la esposa de Lot, en el de los israelitas cuando salieron de Egipto, y en el relato del profeta Balaam. En los tres casos, las personas mencionadas en el relato estaban llevando a cabo la voluntad de Dios; habían sido subyugados por El y no estaban actuando según su propia voluntad. Sin embargo, en su interior no estaban inclinados hacia Dios. Por eso, en cada uno de estos casos el resultado fue el fracaso. Aunque la dirección de nuestros pasos sea correcta, con frecuencia nuestro corazón no está en armonía con Dios y, como resultado, caemos.
EL CAMINO PARA LLEGAR A LA META
Dios jamás se someterá a nosotros. Nada le agrada tanto como que nos sujetemos Su voluntad. No hay nada que sea más loable, mejor, más grande ni más importante, que pueda reemplazar Su voluntad. Dios solamente cumplirá Su propia voluntad. Si El no cumple Su propia voluntad, sería difícil esperar que nosotros la cumpliéramos. A los ojos de Dios, las mejores cosas son corruptdas mientras contengan el elemento del yo. Muchas cosas son maravillosas y traen mucho beneficio si son hechas según la dirección del Espíritu Santo. Pero si son realizadas por el hombre mismo, el valor que tienen delante de Dios es completamente diferente. Es por eso que no cuenta la tendencia del hombre ni el carácter de las acciones; lo que importa es si la acción es iniciada en la voluntad de Dios. Esto es lo primero que debemos recordar.
¿Cómo puede la voluntad del hombre estar en armonía con la de Dios? ¿Cómo puede ser librado un hombre de centrarse en su propia voluntad en vez de centrarse en la voluntad de Dios? La clave de todo el asunto es la vida del alma. El grado en el que estemos separados del control de la vida del alma, será el grado de unión entre Dios y nosotros, porque solamente la vida de nuestra alma se opone a nuestra unión con Dios. Nosotros buscamos la voluntad de Dios en el mismo grado en que perdemos nuestra vida anímica y en la medida en que nuestra voluntad toma a Dios como centro. Es por eso que la vida nueva está inclinada hacia Dios por naturaleza y es reprimida solamente por la vida del alma. El camino para llegar a la meta es dar muerte a la vida del alma.
Sin Dios, el hombre perece, y sin El todo es vano. Todo lo que está fuera de Dios es de la carne (el yo). Por lo tanto, fuera de Dios, lo que sea hecho por nuestro propio esfuerzo y conforme a nuestro propio pensamiento es condenado. Un creyente debe rechazar su propia fuerza y sus deseos. No debe buscar lo suyo propio en nada ni debe hacer nada para sí mismo. Debe confiar completamente en Dios y seguir adelante paso a paso según los caminos de Dios, esperando el tiempo de El, y según lo que El exige. Debe estar dispuesto a aceptar la fuerza, la sabiduría, la bondad, la justicia y la obra de Dios como suyas. Debe confesar que Dios es la fuente de todo lo que tiene. Sólo de esta manera podrá tener armonía.
Esto es sin duda un camino estrecho, pero no es un camino difícil. Es estrecho porque cada paso es regulado por la voluntad de Dios. Este sendero sólo se rige por un principio, el cual consiste en no dejar lugar para el yo. Por eso es un camino estrecho. Basta solamente una pequeña desviación de la voluntad de Dios, y nos saldremos del camino. Sin embargo, no es un camino difícil, como ya dijimos. Cuando la vida del alma sea consumida, los hábitos, los pasatiempos, los deseos y los antojos serán quebrantados uno por uno, y no quedará
nada más que se oponga a Dios. Como resultado, no sentiremos que sea un camino difícil. Lamentablemente, muchos creyentes no han pasado por esta puerta ni andado por este camino. También hay algunos que no tienen paciencia y abandonaron este camino antes de experimentar su dulzura. Pero sea largo o corto el período de aflicciones, tenemos la certeza de que sólo este camino es el camino de la vida. Este es el camino de Dios. Por lo tanto, es verdadero y seguro. Los que deseen tener vida abundante no tienen otra alternativa que tomar este camino.
CAPITULO DOS
LA PASIVIDAD Y SUS PELIGROS
Debido a que hoy en día los creyentes desconocen dos cosas, caen en una condición miserable de la cual no pueden salir. Estas dos cosas son: (1) la condición propicia para que los espíritus malignos operen, y (2) el principio sobre el cual se basa la vida espiritual. Por causa de esta ignorancia, Satanás y sus espíritus malignos tienen mayor ventaja, y la iglesia de Dios experimenta mayor sufrimiento. “Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento” (Os. 4:6). Esta porción se escribió para los creyentes de hoy. Muchas cosas que el hombre llama conocimiento son sólo ideas que no sirven para nada. Además de saber esto, el conocimiento de lo relacionado con Dios es indispensable para los creyentes, ya que la ausencia de este conocimiento resultará en un grave perjuicio. Es triste que en una época de tanta ignorancia como la de hoy, los creyentes no se humillen delante de Dios y busquen diligentemente la verdad que Dios está dispuesto a revelar. Por el contrario, se enorgullecen y hacen alarde de su familiaridad con las Escrituras y de toda la experiencia que tienen. Por una parte caen en una situación peligrosa y no saben cómo salir ni tienen esperanza, y ni siquiera tienen idea de su necesidad de liberación. Por otra parte, se jactan de la riqueza de su conocimiento. ¡Cuán deplorable es esto!
LA POSESION DEMONIACA
En los cuatro evangelios se mencionan muchos casos de posesión demoníaca. Todavía hoy existen muchos casos de posesión demoníaca entre los paganos. Si le decimos a un creyente que puede llegar a ser poseído por demonios (o por espíritus malignos), se sorprenderá mucho. Un creyente común en China cree que solamente los incrédulos pueden ser poseídos por demonios y que es imposible que los cristianos pasen por eso. También se tiene el concepto erróneo de que cuando una persona está poseída, perderá el juicio totalmente. La Biblia nos dice que los demonios hicieron que cierto hombre se tirara al fuego o al agua (Mt. 17:15); pero también hicieron que una mujer estuviera encorvada (Lc. 13:11) mientras seguía siendo silenciosa y amable.
Los creyentes están conscientes de que existe la posibilidad de ser seducidos, tentados, atacados o engañados, pero no saben que existe la posibilidad de unirse a los demonios y ser poseídos por éstos. Cuando creyeron por primera vez, les enseñaron muchos conceptos erróneos; ahora piensan que si una persona recibe a Cristo, no será poseída por demonios. Afirman tal cosa porque creen que un creyente nunca perdería sus cabales como les sucede a algunos incrédulos. Sin embargo, esta enseñanza no se basa en la Biblia, y tampoco es confirmada por la experiencia de los santos. Los hijos de Dios no saben que los espíritus malignos pueden cambiar su apariencia y unirse a los cuerpos de los creyentes. En la actualidad existe un gran número de creyentes que se encuentran poseídos por demonios. Esto es un hecho.
¿Qué significa exactamente ser poseído por demonios? Cuando el creyente entiende lo que esto significa, comprende que es posible que los salvos sean poseídos por demonios. Estar poseído por demonios, o simplemente estar poseído, significa que los espíritus malignos se han adherido a una parte del cuerpo humano o a parte de él. Los espíritus se unen al cuerpo en la medida en que van ganando terreno. Mientras tengan una base, no importa cuán pequeña sea, seguirán trabajando hasta apoderarse de toda la persona. Los creyentes comunes piensan que la posesión demoníaca debe manifestarse como se narra en los evangelios, pero desconocen que aquéllos fueron casos extremos. Además, en los evangelios el grado de aflicción variaba entre quienes estaban poseídos por demonios; los casos eran muy diferentes entre sí. Los dos casos que acabamos de citar eran muy distintos.
Los santos —quienes se han consagrado por completo— pueden ser poseídos por espíritus malignos de la misma manera que los demás, porque en muchas ocasiones propician las condiciones necesarias para que los espíritus malignos operen; por lo tanto, dan lugar a que los espíritus malignos se unan a ellos. Hoy en día, muchos creyentes son poseídos por demonios, aunque el grado de posesión puede diferir, pero no se dan cuenta de ello. Piensan que sus experiencias extrañas o poco comunes son naturales y que provienen del yo o del pecado. Dan explicaciones razonables de sus experiencias, porque tales experiencias no parecen provenir de espíritus malignos.
Hay leyes específicas en todo lo que Dios creó. Es decir, toda actividad sigue un patrón definido. También hay una norma en la manera como los espíritus malignos operan. Tenemos, por ejemplo, la ley de que toda causa produce un efecto; así que si un hombre satisface las condiciones óptimas para que los espíritus malignos operen (sea deliberadamente como lo hacen los brujos, los espiritistas, los que consultan a los muertos, o sin intención, como puede ser el caso de muchos creyentes), ellos obrarán en él. Tengamos presente que hay una ley para todas las actividades de los espíritus malignos, y siempre que una persona cumpla las condiciones requeridas por dicha ley, de inmediato es víctima de las actividades de los espíritus malignos. Esta es una ley de causa y efecto, como lo son que el fuego quema y que el agua puede ahogar. Nadie ha pasado por el fuego sin quemarse, y nadie se sumerge en el agua por largo tiempo sin ahogarse. Lo mismo sucede con los espíritus inmundos. Mientras cumplamos las condiciones que los espíritus inmundos requieren para adherirse a nosotros, ellos se nos unirán. Cuando está la causa, se produce el efecto, independientemente de si uno es creyente o no. Los espíritus malignos se unen a quienes llenan los requisitos que les dan lugar para obrar. Por lo tanto, el creyente no está libre de este daño simplemente por ser cristiano. El creyente no debe exponerse al fuego ni arrojarse al agua pensando que no sufrirá daño ni se ahogará porque es cristiano. Del mismo modo, si cumple las condiciones para que los espíritus malignos operen, no estará exento de ser poseído por ellos por el hecho de ser cristiano. El fuego quema a todos los que se exponen a él, y todos los que se hunden en el agua por mucho tiempo se ahogan. Asimismo los espíritus malignos se unen a todos los que les den oportunidad, no importa si es creyente o no.
Por esta razón, si el creyente da ocasión para que los espíritus malignos actúen, con seguridad éstos no lo abandonarán, sino que aprovecharán la oportunidad para adherirse a él.
¿Cuál es la condición para que los espíritus se adhieran al hombre? ¿Qué debe hacer el hombre para ser poseído por espíritus malignos? ¿Qué condición debe cumplir para que operen? Esta es una pregunta crucial. La Biblia llama a esta condición “lugar” (Ef. 4:27). Este “lugar” o “espacio” es el lugar vacío que deja el hombre para los espíritus malignos. Este lugar es la base que los espíritus malignos pueden tomar en el hombre. Ellos se adhieren al hombre en la medida en que éste les dé lugar. La cantidad de terreno que les concedemos es el grado al cual ellos se nos adhieren. Los demonios se unirán a la persona que les dé lugar, trátese de un incrédulo o de un creyente. Cuando el hombre da a los espíritus malignos un sitio desde el cual atacar, una oportunidad de invadir, una base sobre la cual poner el pie, inevitablemente será poseído por ellos. Debido a que hay una causa, debe haber un efecto. Si el creyente da pie a los espíritus malignos, basándose en el supuesto de que no será poseído por el hecho de ser cristiano, ya ha sido profundamente engañado por ellos.
En pocas palabras, el lugar que los creyentes le dan al diablo es el pecado. El pecado abarca todos los lugares. Cuando los creyentes toleran el pecado, aceptan a los espíritus malignos que se esconden detrás del pecado. Cualquier pecado da cabida a los espíritus malignos. Sin embargo, el pecado se puede clasificar en dos grupos: pasivos y activos. Los pecados activos son los que el hombre comete, tales como hacer iniquidades con las manos, contemplar con los ojos lascivamente, escuchar palabras impropias, o proferir lenguaje profano. Todo esto crea las condiciones para que los espíritus malignos se unan a nuestras manos, nuestros ojos, nuestros oídos o nuestra boca; es una invitación a que los espíritus malignos vengan y hagan morada en la parte del cuerpo que el hombre utilice para cometer el pecado. Debemos prestar atención a tres asuntos para determinar cuán activamente desarrolla el pecado una relación con los espíritus malignos: (1) algunos pecados no acaban en la posesión de espíritus malignos; (2) otros pecados invitan a la posesión de espíritus malignos, y (3) otros pecados son causados por estar poseídos por espíritus malignos. Si un creyente es poseído como resultado de haber cometido algún pecado, debe abandonar ese pecado específico, y al recuperar ese terreno, será liberado. De lo contrario, el terreno que le concedió a los espíritus malignos crecerá gradualmente y sin detenerse, hasta extenderse a todo su ser. Muchos creyentes aún no han sido librados de pecados que los atormentan, ni siquiera después de haber aceptado el hecho de que están crucificados con Cristo, debido a que la fuente de su enfermedad no es simplemente la carne, no es una causa natural, sino la posesión de sus cuerpos por parte de espíritus malignos.
Este aspecto de concederles a los espíritus malignos una oportunidad de actuar por medio de un pecado activo es relativamente fácil de entender. La mayoría de los creyentes concuerda en esto; así que no abarcaremos esto, porque no está dentro del tema que queremos tratar. Prestemos atención al segundo aspecto del pecado, el lugar concedido a los espíritus malignos por la pasividad. Este es el aspecto menos comprendido por los creyentes hoy; la mayoría de los creyentes yerra en este aspecto. Además, esta clase de pecado se encuentra en la esfera de la voluntad. Por lo tanto, hablaremos de ello con detenimiento.
Existe una diferencia entre el pecado activo y el pecado pasivo. Una persona reconoce fácilmente el pecado activo, pero no se percata del pecado pasivo. La Biblia además de llamar pecado a los diferentes actos injustos que el hombre comete, también dice: “A aquel,
pues, que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado” (Jac. [Stg.] 4:17). La Biblia no sólo considera pecado los actos inicuos del hombre, pues también lo que el hombre omite puede ser pecado. El pecado da lugar a que los espíritus malignos se adhieran. (En lo sucesivo llamaremos a esto posesión demoníaca). Por lo tanto, además del pecado cometido activamente, el cual provee una base para la posesión demoniaca, también tenemos el pecado pasivo de omisión, que también propicia la posesión demoníaca.
El pecado pasivo da lugar a los espíritus malignos por la pasividad de los creyentes. A los ojos de Dios, tanto usar cualquier parte de nuestro cuerpo incorrectamente como no usarla en absoluto es pecado. Dios nos dotó de diversas facultades, las cuales no debemos usar incorrectamente ni dejar de usar. Cuando un creyente no hace uso de alguna de sus facultades, permitiendo que caigan en la pasividad, abre una puerta para que los espíritus malignos la usen en lugar de usarla él. Esto dará lugar a la posesión demoníaca. Aunque todos los creyentes admiten que el pecado es una condición propicia para la posesión demoníaca, no se dan cuenta de que la pasividad también es pecado y también crea las condiciones para la posesión demoníaca. Una vez cedido el terreno, la persona no puede evitar ser poseída, y una vez que sea poseída, no podrá evitar la aflicción.
LA PASIVIDAD
La razón por la cual los incrédulos y los creyentes carnales son poseídos por demonios es principalmente el pecado. Pero la razón por la cual algunos creyentes consagrados son poseídos por demonios puede resumirse en una palabra: la pasividad. Esta consiste en que la voluntad deja de gobernar y de dirigir el espíritu, el alma, el cuerpo o cualquier parte de la persona; como consecuencia, deja de ejercer su voluntad para tomar decisiones en todos los aspectos de su vida diaria. Ser pasivo es lo opuesto a ser activo. La pasividad de los creyentes tiene dos aspectos: (1) perder el dominio propio, lo cual significa que no pueda controlar su ser total o parcialmente; (2) perder la libertad, lo cual denota la imposibilidad de tomar decisiones que coincidan con la voluntad de Dios. Si un creyente es pasivo, es que no está haciendo uso de sus facultades y permite que éstas caigan en la pasividad. A pesar de que tiene boca, no habla, y espera que el Espíritu Santo hable. Aunque tiene manos, no las usa, y quiere que Dios las use. No está dispuesto a mover ninguna parte de su cuerpo, porque quiere que Dios lo haga. Piensa que se ha consagrado completamente a Dios, y que ya no necesita usar ninguna parte de su cuerpo. De esta manera cae en la pasividad y permite que los espíritus malignos lo engañen y se unan a los miembros pasivos de su cuerpo.
Muchos creyentes aceptan lo que dijimos en el capítulo anterior acerca de unirse a la voluntad de Dios. Pero piensan equivocadamente que esa unión y esa comprensión del deseo de Dios y la negación de la intención propia, requiere un sometimiento pasivo a Dios. Creen que su propia voluntad debe anularse y que deben llegar a ser como autómatas. Se imaginan que ser sumiso a Dios es dejar de usar la voluntad propia y dejar de usar su cuerpo voluntariamente. Tal persona (1) no escogerá, (2) no decidirá, y (3) no usará su propia voluntad para actuar. Aparentemente, ésta parece ser una señal de gran victoria, porque antes solía ser obstinado en su voluntad, y de repente ha venido a ser muy sumiso y tan dócil como el agua. Ya no opina sobre nada, y es completamente sumiso al seguir órdenes. No usa su mente ni su voluntad, ni emplea el discernimiento de su conciencia.
Llega a ser una persona completamente obediente; donde Dios se mueva, él se moverá. Sin embargo esto estimula la posesión demoníaca.
Puesto que el creyente se ha consagrado a Dios de esta manera, automáticamente cae en un estado pasivo y no se mueve en lo absoluto. Todo el día espera a que una fuerza externa lo mueva. Así que al percibir esa fuerza externa, se mueve. De lo contrario, permanece impasible. Cuando esta condición se prolonga mucho tiempo, descubre que no puede actuar cuando tendría que hacerlo, ya que la fuerza externa no está presente para estimularlo. Quizás entonces quiera moverse, pero por no tener la fuerza externa que lo empuja, no se puede mover. Si esto se prolonga indefinidamente, el creyente no podrá dar ni un sólo paso sin una fuerza externa. Incluso cuando la voluntad desea moverse, parece como si algo la detuviera. (Parece como si tuviera una atadura que le impide moverse como quisiera.) En tales circunstancias, el creyente cree que por no realizar ninguna actividad es muy sumiso a Dios. En realidad, aunque quisiera moverse, no podría hacerlo.
LA IGNORANCIA DEL CREYENTE
Cuando un creyente ha caído en una pasividad profunda, puede imaginarse que está muy sujeto a Dios, pero no se da cuenta de que los espíritus malignos están tomando ventaja de su pasividad para engañarlo. El creyente piensa que debe ser muy pasivo para estar verdaderamente sometido a Dios y para que su voluntad esté en completa unión con Dios. No comprende que su pasividad no le sirve a Dios para nada; por el contrario, es el poder de las tinieblas el que se beneficia de su pasividad. Además, Dios requiere que el creyente ejerza su propia voluntad para que trabaje activamente con El. Así lo indica la Biblia en repetidas ocasiones: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá...” (Jn. 7:17), y “Pedid lo que queráis, y os será hecho”. Dios no anula nuestra voluntad.
Los seres humanos poseen libre albedrío. Dios nunca viola esto ni lo cambia. Aunque El desea que nos sujetemos a El, no anulará nuestra personalidad. (Nota del autor: al hablar de “personalidad” nos referimos al “hombre mismo”, y no simplemente al “carácter”.) Dios desea que tomemos la iniciativa y que escojamos lo que El quiere que escojamos. El no escogerá por nosotros ni permitirá que nuestra voluntad caiga en una condición de muerte. El requiere nuestra cooperación activa. Dios se deleita viendo al hombre obtener el logro más elevado que puede tener como criatura, que es la libertad total de la voluntad. Dios estableció, desde que creó al hombre, que éste tuviera una voluntad libre. Más adelante, por medio de la redención recobró el libre albedrío del hombre. Desde el principio, Dios no quería que el hombre le obedeciera de forma mecánica. Por lo tanto, después de obtener la redención, El no quiere que el hombre lo siga como si fuera una máquina. De hecho, Dios es tan grande que El no necesita que el hombre venga a ser como un pedazo de madera o una piedra que se someta a El. El confía en la obra que Su Espíritu hace en nosotros; el Espíritu hace que le obedezcamos voluntariamente, pero nunca toma ninguna decisión por nosotros. La diferencia en esto es enorme.
El principio que rige la obra de Dios y la obra de Satanás en el hombre es el mismo. Cuando Dios creó al hombre, quería que tuviera libre albedrío, y por eso le dio al hombre una voluntad libre. El deseaba que el hombre tuviera derecho a escoger y a decidir todo lo relacionado consigo mismo. Aunque Dios es el Soberano de todo el universo, El se deleita
en estar limitado y jamás viola la libertad del hombre para escoger. El no se complace en forzar al hombre a que le sea fiel. De igual manera, sin el consentimiento del hombre (consciente o inconsciente), Satanás no puede ocupar ninguna parte de él. Tanto Dios como Satanás requieren la aprobación de la voluntad del hombre para poder actuar en él. Así como el hombre desea algo bueno, y Dios se lo concede, si desea algo malo, los espíritus malignos se lo concederán. Esto fue lo que sucedió en el huerto de Edén.
Antes de que el hombre fuera regenerado, su voluntad era esclava de Satanás y no podía ser libre. En el caso del creyente regenerado y victorioso, su voluntad es libre y, por ende, puede escoger lo que sea de Dios. Sin embargo, Satanás no soltará fácilmente a estos creyentes recién regenerados y hará lo posible por volverlos a ganar para sí. El sabe que no podrá obtener permiso explícito para que los espíritus malignos entren en él y lo gobiernen. Así que, se valdrá del engaño para obtener el permiso que requiere. Tengamos presente que Satanás necesita obtener el permiso del creyente. No obstante, puesto que el creyente no le dará el permiso si lo solicita directamente, trata de robar este permiso maniobrando con engaños. Los espíritus malignos no entrarán en una persona si no obtiene antes el permiso de su voluntad. Inclusive, el grado al que entren lo determina la voluntad del hombre.
Los espíritus malignos saben si un creyente es sumiso a Dios y está dispuesto a seguirlo hasta el final a toda costa. Por lo tanto, engañan al creyente imitando a Dios, imitando Su voz, Sus acciones y Su presencia. Entre los creyentes que tienen contacto con la esfera espiritual, hay muchos que toman ciertas cosas como si fueran de Dios por el simple hecho de que son experiencias sobrenaturales y porque reciben ciertas sensaciones. Debido a eso, aceptan muchas imitaciones de los espíritus malignos y se ponen en una posición vulnerable. De esta manera los creyentes son engañados y toman como verdaderas las imitaciones de los espíritus malignos, permitiendo así que los espíritus continúen trabajando en ellos. Inicialmente son engañados, pero con el tiempo, dan su consentimiento, y permiten de una manera pasiva que los espíritus malignos trabajen. Así, los espíritus malignos pueden conseguir la aprobación de la voluntad y engañarlos aún más, hasta que ciertas partes de su ser llegan a ser poseídas por ellos. El primer paso para ser poseídos por demonios es ser pasivos.
Si el creyente está consciente de la condición óptima para que los espíritus malignos trabajen y del principio que rige la vida espiritual, no caerá en ese engaño. Pero si el desconoce que la pasividad es útil a los espíritus malignos y tampoco sabe que la vida espiritual requiere una voluntad activa para laborar con Dios, puede permitir que su voluntad caiga en la pasividad. Debemos notar en particular que Dios nunca reemplaza la voluntad del hombre con la Suya. El hombre debe ser responsable de lo que haga. Dios no lo forzará a nada.
De hecho, si la actividad de los espíritus malignos no está presente en una persona pasiva, su pasividad dará como resultado pereza y holgazanería. En casos comunes de inactividad (en los que no hay ninguna operación de espíritus malignos), la persona puede volver a estar activa en cualquier momento. Pero cuando cae en las manos de los demonios por la pasividad, no puede volver a estar activo aunque lo procure, es decir, ni aunque su voluntad lo desee.
Vemos, entonces, que hay una diferencia entre la manera en que Dios obra en el hombre y la manera en que Satanás lo hace. Dios desea que el hombre se consagre totalmente a El, y que utilice todas las facultades de su ser para cooperar con el Espíritu Santo. Satanás quiere que la voluntad del hombre sea completamente pasiva, ya que desea que el hombre detenga todas sus actividades y permita que los espíritus malignos obren en su lugar. Dios desea que el hombre escoja y actúe conforme a Su voluntad de una manera activa, consciente y voluntaria a fin de que el espíritu, el alma y el cuerpo del hombre sean libres, pero Satanás quiere que el hombre sea su esclavo y prisionero pasivo. Dios desea que el hombre sea independiente y libre, y dueño de sí mismo de una manera consciente, mientas que Satanás desea que sea su títere, una máquina y un obrero suyo. Dios nunca le exige al hombre detener sus actividades para poder obrar, pero Satanás desea que el hombre esté completamente pasivo y que detenga todas sus actividades. Dios quiere que el hombre trabaje con El de una manera consciente, pero Satanás quiere que el hombre esté pasivo para poder forzarlo a que le obedezca. Dios requiere que el hombre sólo detenga sus acciones pecaminosas, aunque provengan de su naturaleza o de su vida, porque sólo así puede el hombre trabajar con el Espíritu Santo. Pero Satanás desea que el hombre detenga todas sus actividades, incluyendo las funciones del alma, porque quiere actuar en lugar del hombre; desea que el hombre sea sólo una máquina carente de responsabilidad.
Es lamentable que los creyentes no entiendan el principio por el cual Dios mora en el hombre y actúa en él. Ellos creen que Dios quiere que ellos estén muertos como un pedazo de madera o una piedra para ser manipulados por El; no comprenden que cuando Dios creó al hombre, le dio una voluntad libre. Es cierto que El no desea que la voluntad del hombre exija ni haga nada aparte de El, pero tampoco quiere que el hombre sea privado de su voluntad y le obedezca como si fuera una máquina. Mientras la voluntad de un creyente decida hacer lo que Dios quiere, El estará satisfecho. Dios no requiere que el hombre sea una persona sin voluntad. Hay muchas cosas que los creyentes deben hacer solos, y Dios no las hará por ellos. En la actualidad se ha enseñado erróneamente que debemos entregarlo todo a Dios y permitirle que El lo haga todo por nosotros; que debemos entregarnos por completo al Espíritu Santo en nuestro interior y dejar que El lo haga todo en nuestro lugar. Esta enseñanza tiene cierta validez, pero los errores que están mezclados en ella son muchos más que la medida de verdad que contiene. (Hablaremos más al respecto en el próximo capítulo.)
UN PELIGRO
Debido a que los creyentes desconocen muchas cosas, son engañados por el poder de las tinieblas y sin darse cuenta son arrastrados por el engaño de Satanás. Ellos cumplen las condiciones para que los espíritus malignos trabajen en ellos y para que los demonios los puedan poseer. Debemos prestar atención al orden en que esto sucede, porque es crucial: (1) el creyente desconoce los hechos, (2) es engañado, (3) llega a estar pasivo y (4) a ser poseído por demonios. La ignorancia de un creyente es la causa inicial de la posesión demoníaca. Debido a que el creyente desconoce la forma en que operan los espíritus malignos y lo que exige el Espíritu Santo, Satanás tiene la oportunidad de engañarlo. Si el creyente conoce la verdad, sabe cómo laborar con Dios y sabe cómo opera Dios, no aceptará las mentiras de Satanás. Cuando el creyente es engañado por espíritus malignos, empieza a creer que su ser entero debe estar pasivo para que Dios viva y actúe a través de
él. Como consecuencia, acepta muchas manifestaciones sobrenaturales de espíritus malignos y piensa que son de Dios. De esta forma, llega a ser más engañado, y los espíritus malignos pueden adherirse a él.
(1) Cuando el creyente da pie a los espíritus malignos, los está invitando a que se adhieran a él. (2) Después de que han entrado, se manifestarán por medio de sus actividades. (3) Si el creyente interpreta mal estas actividades y no sabe que provienen del diablo, dará más lugar a los espíritus malignos, por haber ya creído en sus mentiras. Este es un ciclo que se repite una y otra vez. De esta forma, la posesión demoníaca de un creyente se hace cada día peor. Cuando el creyente cae en la pasividad, es decir, cuando le ha dado lugar a los espíritus malignos, el peligro es incalculable.
Cuando el creyente cae en la pasividad y no toma ninguna decisión en cuanto a sus propios asuntos, se someterá pasivamente a todo lo que le sobrevenga. Pensará que Dios toma todas las decisiones por él, tanto en sus circunstancias como en lo pertinente a las personas que se relacionan con él, y que debe someterse pasivamente. Todo lo que le sobreviene se convierte para él en la voluntad de Dios y en lo que Dios dispuso; lo acepta silenciosamente porque cree que Dio preparó todo ello para él. Después de algún tiempo, descubre que no puede tomar ninguna decisión con respecto a nada. No puede decidir respecto a muchas cosas que debería hacer, y no puede tomar la iniciativa en ellas. Teme hablar sobre lo que le agrada y es indeciso para expresar lo que decide. Otros pueden escoger, decidir, tomar la iniciativa y actuar, pero él es como un hoja que flota sobre el agua, a merced de los vientos y las olas. Anhela que otros tomen las decisiones por él o que las circunstancias le provean sólo un camino para no tener que tomar decisiones. Prefiere que otros lo fuercen a hacer algo, porque esto le evitará molestias. Puesto que se le hace tan difícil tomar decisiones, prefiere ser coaccionado por su entorno, en lugar de sentirse libre dentro del ambiente, ya que esto le exigiría emplear su voluntad.
Después de llegar a ser pasivo, encuentra que hasta la decisión más mínima es una carga pesada. En consecuencia, busca ayuda en todas partes, excepto en su interior, a fin de que se le ayude a tomar decisiones. Se siente muy triste y siente que ni siquiera puede enfrentar los asuntos pequeños de su vida diaria. Se le dificulta entender lo que los demás dicen. Pasa trabajos para acordarse de cualquier cosa. Si tiene que tomar alguna decisión, no sabe qué hacer. Le asusta el sólo pensar en tener una discusión sobre algo, y por eso su voluntad pasiva no puede soportar una responsabilidad tan pesada. Su voluntad es tan frágil que necesita recibir la ayuda de su entorno o de los demás. Si siempre recibe ayuda de una persona, siente como si ésta le hubiera robado su voluntad, pero, en cierto sentido, se deleita en tener una persona que tome todas las decisiones por él. Mientras espera la ayuda de una fuerza externa, desperdicia una gran cantidad de tiempo. No queremos decir que a este creyente no le agrade trabajar. Cuando es motivado, desea hacer ciertas cosas o piensa que las puede hacer. Pero cuando debe comenzar a hacerlas, cesa su emoción y siente que no tiene las fuerzas necesarias. Muchas de sus obras comienzan bien, pero terminan en fracaso por causa de la pasividad de su voluntad.
¡Cuán incómodo es este estado de pasividad! Durante este periodo, el creyente debe dejar notas en todos lados para recordar lo que debe hacer. Necesita hablar en voz alta para ayudarse a pensar e inventar mil “muletillas” en las cuales apoyarse a lo largo del día.
Finalmente encuentra que sus sentimientos gradualmente se adormecen y que adquiere sin darse cuenta muchos deseos y hábitos extraños. Cuando habla con otros, no se atreve a mirarlos a los ojos; encorva la espalda al caminar; se preocupa excesivamente por las necesidades de su cuerpo o reprime demasiado sus necesidades físicas. Cuando hace algo, trata de evitar el uso parcial o total de su mente, su razonamiento y su imaginación.
En su ignorancia, el creyente no se da cuenta de que estos síntomas provienen de la pasividad y de la posesión demoníaca. Piensa que son causados por su debilidad natural. El creyente se consuela pensando que estos síntomas se presentan porque no tiene tantos dones como los demás, o porque es menos inteligente, o porque su habilidad natural es inferior. No se alarma por ser como es, ni se da cuenta de que estos síntomas son las mentiras de los espíritus malignos, y que por medio de ellos quieren engañarlo más. No se atreve a hacer nada ni a asumir ninguna responsabilidad porque siente una repulsión hacia el trabajo, se siente débil mentalmente, sin elocuencia y lento para pensar. Siente que probablemente ha trabajado en exceso y que no se halla en una buena condición física. Nunca se pregunta por qué a otros creyentes no les pasa lo mismo. ¿Por qué a otros que no son tan dotados como él, no les ocurre lo mismo? ¿Por qué él no era así antes? Llega a creer que estas cosas son innatas, naturales y que son parte de su carácter, sin darse cuenta de que es obra de espíritus malignos. Esta necedad les da la oportunidad a los espíritus malignos de que ganen más terreno y de que el creyente sea más afligido.
Los principados de las tinieblas conocen la condición del creyente; así que suscitan todo tipo de dificultades en sus circunstancias para que lo atormenten persistentemente. Una vez que la voluntad del creyente se sume en la pasividad y es incapaz de trabajar, los espíritus malignos lo pondrán en una posición en la que es forzado a hacer uso de su voluntad a fin de desanimarlo y de ponerlo en ridículo. En este caso, el creyente ha llegado a ser como un pájaro enjaulado, y los espíritus malignos se comportan como niños perversos, molestándolo a su antojo. Ellos están siempre provocando tormentas y afligiendo al creyente con muchas cosas. Este no tiene poder para protestar ni para resistirlas. Su ambiente empeora día a día, y la vida va perdiendo sentido. Aunque el creyente tiene la autoridad de afrontar las cosas, se mantiene en silencio. De esta manera, los principados de las tinieblas van tomando el control gradualmente y llevan al creyente a pasar de un estado de ignorancia, engaño y pasividad, a un estado de posesión demoníaca, donde será atormentado por los demonios. Sin embargo, es sorprendente que los hijos de Dios ignoren que es imposible que estas cosas provengan de Dios, y que las acepten pasivamente.
Cuando un creyente llega a este estado, inconscientemente depende de la ayuda de los espíritus malignos. Ya vimos cómo el creyente carece de fuerza (en sí mismo) para tomar decisiones, y que tiene que depender de fuerzas externas para sostenerse. Muchas veces, debido al tormento de los espíritus malignos (sin darse cuenta de que el tormento proviene de ellos), el creyente añora la fuerza externa que lo ha estado ayudando y anhela que venga en su ayuda. Es por eso que a los espíritus malignos les conviene que el creyente caiga en un estado pasivo. Todas las facultades que el creyente ha dejado de usar están en manos de los espíritus malignos. Si el creyente trata de usar sus facultades en esta condición, sólo dará lugar a los espíritus malignos para expresarse a través de él. Los espíritus malignos siempre se deleitan en coartar al hombre. Ya que el hombre busca su ayuda, no rechazan esta petición. Con frecuencia inyectan pensamientos preconcebidos en la mente de los
creyentes, poniendo toda clase de visiones, sueños, voces, luces, fuegos y versículos fuera de contexto. Por estos medios, ponen sus ideas y toman decisiones por el creyente. Este no se da cuenta de lo que está sucediendo en realidad; considera esas revelaciones como de Dios y piensa que concuerdan con la voluntad de El. Además, estas cosas no requieren que tome decisiones, lo cuál de todos modos es doloroso para él. Como resultado, sigue el curso ciegamente. Los espíritus malignos gustosamente le ayudan al hombre a no pensar y a no usar su voluntad, sino a andar insensatamente según revelaciones externa. Así que, con frecuencia les conceden milagros a los creyentes.
Es muy lamentable que en medio de este estado en el que se ignora el principio por el cual Dios obra, el creyente pueda ser engañado pensando que en realidad se está sometiendo a Dios. En tales momentos, puede (1) creer en espíritus malignos, (2) depender de ellos, (3) obedecerles, (4) consagrarse a ellos, (5) escucharlos, (6) orar a ellos, (7) ser guiado por ellos, (8) aceptar el mensaje de ellos, (9) aceptar los versículos que ellos sugieren, (10) trabajar con ellos, (11) trabajar para ellos, y (12) ayudarles a lograr los deseos y obras del corazón de ellos, mientras piensa que se está volviendo a Dios y que está dedicado a Dios. Una cosa debe resaltarse: “Si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavo de aquel a quien obedecéis” (Ro. 6:16). Puede ser que de labios nos consagremos a Dios, pero si en realidad nuestra consagración es a los espíritus malignos, inevitablemente vendremos a ser esclavos de ellos. Aunque sea por haber sido engañados, nos ofrecimos a un dios falso. Por lo tanto, no tenemos forma de evadir la responsabilidad. El creyente debe saber que si no se comunica con Dios en comunión, sino bajo la posesión demoníaca, su oración estará dirigida a los espíritus malignos, su consagración se hará a ellos, y su confianza será depositada en ellos. En su corazón él cree que se está comunicando con Dios y que lo que ha obtenido proviene de El, pero en realidad se está comunicando con espíritus malignos y está aceptando sus dones.
Debemos conocer los pasos de este proceso. Puesto que el creyente busca la presencia de Dios en sus sentimientos y en otras experiencias (como lo mencionado en la tercera sección y en la séptima), los espíritus malignos lo engañan y le fabrican experiencias falsas, las cuales él acepta debido a su ignorancia, pensando que son de Dios. Como resultado, cae en la pasividad, y una vez que esto sucede, piensa que no necesita moverse, ya que Dios se moverá por él. De esta forma se queda quieto. Sin embargo, Dios no se moverá por él, porque Dios desea que el hombre coopere activamente con El. Dios no quiere que él sea una máquina fría e insensible. Si el creyente cumple las condiciones propicias para que los espíritus malignos operen en él, éstos lo harán. Cuando ni el hombre ni Dios se mueven, los espíritus malignos sí lo hacen. El creyente debe saber que después de entender claramente la voluntad de Dios con la intuición de su espíritu, todo su ser debe levantarse para llevarla a cabo de una forma activa; no puede quedarse pasivo. Si el creyente llega a estar poseído por demonios, posiblemente ni cuenta se dará de su condición y se considerará muy espiritual, por tener experiencias asombrosas. Pero los que han sido adiestrados en el Señor y poseen discernimiento espiritual saben que aunque esta clase de creyente experimenta cosas asombrosas, tiene una doble personalidad, lo cual es una clara señal de posesión demoníaca.
DOBLE PERSONALIDAD
Tener doble personalidad significa que hay dos personalidades o dos amos en el hombre que tiene ese problema. Esto no se refiere al hombre nuevo y al hombre viejo de los que hablamos con frecuencia. En una persona que tiene una posesión demoníaca severa, podemos ver claramente una doble personalidad. Cuando una persona es poseída gravemente, otros podrán ver que hay otra mente que lo controla. Hará cosas que son contrarias a su carácter. Su cuerpo parecerá controlado por una fuerza externa. Sus nervios y sus músculos se pondrán tensos, se contraerán y temblarán involuntariamente. Su boca dirá cosas que él no sabe o que conoce muy poco, y su voz parecerá la de otra persona. Podemos observar que la manifestación de demonios es pasajera en muchos incrédulos que se encuentran poseídos por demonios. Antes de que vengan los demonios, la persona está callada y en su juicio, pero cuando ellos vienen, su estado cambia de inmediato y actúa como un loco. En esto podemos ver que cuando un hombre es poseído por demonios, tiene una personalidad doble. Además de su propia persona, hay otra persona en su interior que usa las facultades de su alma y de su cuerpo. Cuando los demonios se manifiestan, toman control de casi todo; todas las actividades son de ellos, y hasta la personalidad del hombre permanece inactiva. Por consiguiente, después de que los demonios se van, muchos no se acuerdan de lo que hicieron, de lo que dijeron ni de lo que expresaron mientras los demonios se manifestaron. Esto se debe a que era la personalidad de los demonios la que actuaba, y no la propia personalidad del hombre. Como resultado, la personalidad del hombre olvida parcial o totalmente lo que sucedió.
No obstante, la manifestación de los demonios algunas veces es muy refinada. Con frecuencia, los demonios hacen que un hombre hable o se comporte como un ser humano normal. Pero en realidad, la personalidad de los demonios está operando, mientras la personalidad del hombre está adormecida. En esta clase de manifestación, con frecuencia pensamos equivocadamente que es el hombre quien actúa; nos cuesta trabajo percatarnos de que en realidad se trata de actividades de los demonios. Solamente cuando los demonios se comportan anormalmente podemos notar la doble personalidad de alguien.
Cuando los creyentes son poseídos por demonios, también se presenta una personalidad doble. Debido a que el grado en que son poseídos difiere en cada caso, las manifestaciones también difieren. Los demonios sorprendentemente controlan todas las partes de los que están seriamente engañados. Hacen que los creyentes tiemblen y sientan calor, les permiten tener toda clase de sensaciones extrañas, hacen que se tiren al piso, que hablen en lenguas desconocidas o con una voz extraña que otros nunca han escuchado y que tengan visiones que otros nunca han visto. Al mismo tiempo, estos creyentes pueden estar muy tranquilos en su espíritu y tener comunión con Dios. Ellos no disciernen nada y piensan que como todavía pueden hablar con Dios, estas manifestaciones deben ser del Espíritu Santo.
No se dan cuenta de que (1) el Espíritu Santo nunca se apodera de ninguna parte del cuerpo del hombre ni lo usa para Su propósito. Cuando Pablo recibió la visión, podía aún controlarse y hablar por su propia cuenta (Hch. 9:5). Cuando Pedro tuvo la visión, su mente también estaba despejada y podía controlarse (10:9-17). Cuando Juan tuvo la visión, tenía dominio propio, y por eso pudo escribir el libro de Apocalipsis. Al principio cayó en tierra porque no podía resistir la luz de la gloria del Señor. Pero después que el Señor lo fortaleció, se levantó. También podía recordar lo que había visto. Esto no es lo que muchos
hoy afirman acerca de ser lanzados al piso por el Espíritu Santo, sin estar conscientes de lo que hacen ni de lo que experimentan mientras están en el piso.
(2) En el espíritu del creyente mora el Espíritu Santo, y a la vez su cuerpo puede ser poseído por demonios. Debido a esto experimenta una doble personalidad. En su espíritu tiene comunión con Dios, pero los demonios se manifiestan en su cuerpo. El creyente no debe pensar que lo que hace externamente en su cuerpo debe provenir de Dios por el hecho de que puede comulgar con Dios en su espíritu. Debe comprender que por haber sido regenerado, su nueva vida siempre tendrá comunión. Pero sí es seguro que una vida llena del Espíritu Santo nunca tendrá una experiencia de doble personalidad. Una doble personalidad indica que la persona está poseída por demonios.
En aquellos que están menos engañados, la doble personalidad no es tan evidente como en los que mencionamos antes. A veces el creyente puede detectar que alguien aparte de él y fuera de él, está haciendo uso de sus facultades. Muchos pensamientos que no son suyos pueden infiltrarse. Su voluntad parecerá haberse paralizado, insensibilizado o perdido la capacidad de decidir y de escoger. Su imaginación y su memoria parecen estar aprisionadas por otro ser. No puede recordar nada ni pensar en nada. Su manera de razonar puede parecer fría y dura, y quizá no sepa actuar de manera racional. Muchas palabras imprevistas, comportamientos y actitudes pueden proceder de él sin el consentimiento de su voluntad, y le resultan difíciles de controlar. Esta es una manifestación más disimulada de una doble personalidad.
El significado de una doble personalidad es la existencia de dos entidades independientes, humanas y personificadas. Quiere decir que no hay necesidad de que la persona utilice su propia voluntad para tomar decisiones, y significa que su alma y cuerpo, parcial o completamente, pueden moverse asombrosamente por su propia cuenta. Significa que aparte de la voluntad del hombre, existe otra voluntad que gobierna directamente el alma y cuerpo del hombre. Un creyente poseído por demonios tiene, además de su propia voluntad, la de los espíritus malignos. La voluntad de un creyente poseído por demonios es reprimida, y reina sobre ella la voluntad de los espíritus malignos. En esto consiste la doble personalidad.
Cuando un creyente tiene una doble personalidad, hay dos poderes en su cuerpo. Algunas veces el Espíritu Santo envía poder desde el hombre interior del creyente, y a veces, los espíritus malignos dirigen su poder desde el hombre exterior del creyente. Algunas veces el Espíritu Santo expresa Su gracia, bendición y luz, y a veces los espíritus malignos exhiben su obra en el creyente, que son falsificaciones de la obra de Dios. Ellos harán que tenga visiones, que se ría exageradamente, que cante en voz alta, que llore con gemidos, o que sienta una alegría que recorre todo su cuerpo. En la actualidad hay un gran número de personas que sirven en la obra, las cuales tienen personalidad doble. Pero hay muy pocos que pueden discernir los espíritus. Satanás usará esta clase de personas para llevar a cabo su trabajo. Debido a que muchas de las cosas que hacen son espirituales y de Dios, los creyentes temen rechazar cosas que Satanás les presenta disimuladamente. Los creyentes hablarán sobre lo que ven de Dios en estas cosas y dirán que estas cosas son muy buenas. Olvidan que ésta es la obra de mezcla que efectúan los espíritus malignos.
Satanás siempre hace una obra llena de mezclas. El principio de todas sus obras es el de sembrar cizaña entre el trigo. El no solamente predica mentiras, sino también verdades, las cuales utiliza para anunciar sus mentiras a son de trompeta. Además, él está más dispuesto a predicar verdades que mentiras, a fin de que sus planes no salgan a la luz. Después de ganar terreno, cambiará la estrategia e invertirá la proporción. Podemos ver esta mezcla en muchas reuniones. Los creyentes deben aprender a discernir y a juzgar todas las cosas; de lo contrario, serán infectados por los obreros que tienen personalidad doble, caerán en la pasividad y serán poseídos por demonios.
CAPITULO TRES
CONCEPTOS ERRONEOS DE LOS CREYENTES
No debemos cometer la equivocación de pensar que los creyentes que son engañados por espíritus malignos son muy corruptos, degenerados y pecaminosos. Recordemos que estos creyentes se consagraron a Dios y, de hecho, van más adelante que los creyentes comunes. Ellos se esfuerzan por obedecer al Señor y están dispuestos a pagar cualquier precio para seguir al Señor. Debido a que se consagraron totalmente al Señor y a que no saben cómo cooperar con Dios, caen en pasividad. Los que no han dado estos pasos, no tienen la posibilidad de ser pasivos, pues es posible que piensen que se consagraron a Dios, pero todavía se conducen según los pensamientos y los razonamientos de su vida natural. Aún viven según su propia voluntad. Un creyente de éstos no caerá en la pasividad ni será poseído por demonios. Es posible que cedan terreno a los espíritus malignos en otros asuntos, pero en cuanto a obedecer la voluntad de Dios, no cederán terreno por pasividad a los espíritus malignos. Sin embargo, solamente los que se han consagrado sinceramente, los que no tienen en cuenta su propia pérdida o ganancia y están dispuestos a escuchar y obedecer los preceptos de Dios, pueden llegar a ser pasivos y, por ende, poseídos. La voluntad de esta clase de creyente está propensa a caer en la pasividad. Sólo quienes están dispuestos a obedecer incondicionalmente toda orden que reciban, pueden llegar a estar pasivos.
Algunos se preguntarán “¿Por qué Dios no los protege? ¿No tienen ellos un motivo puro? ¿Es posible que Dios permita que quienes lo buscan fielmente sean engañados por espíritus malignos?” Muchos supondrán que Dios debería proteger a Sus hijos en toda circunstancia. Pero olvidan que para recibir la protección de Dios, uno debe cumplir la condición necesaria. Si el creyente propicia las condiciones para que los espíritus malignos trabajen, Dios no puede prohibirles que lo hagan, ya que El respeta las leyes. Si el creyente se pone en manos de los espíritus malignos, consciente o inconscientemente, Dios no les puede quitar a ellos el derecho de gobernarlo. Muchos piensan que siempre que tengan un motivo puro, no serán engañados, pero ignoran que las personas que son más fáciles de engañar son las que tienen motivos puros. La sinceridad no es lo que nos guarda de ser engañados, sino el conocimiento. Si el creyente no se preocupa por lo que enseña la Biblia, ni ora ni vela, y piensa que sus motivos puros bastan para ser guardado del engaño, tarde o temprano será engañado. Si ingenuamente cumple las condiciones para que los espíritus malignos operen, ¿Cómo puede esperar que Dios lo proteja?
Muchos creyentes piensan que no pueden ser engañados porque pertenecen al Señor o porque se consagraron incondicionalmente al Señor o porque han adquirido muchas experiencias espirituales. No saben que cuando uno se considera estable, ya cayó en
engaño. Si un creyente no se humilla, será engañado; estará poseído por demonios y pensará que está lleno del Espíritu Santo. La posesión demoníaca no se evita por tener cierto nivel de vida ni por tener los motivos correctos, sino teniendo el debido conocimiento. Cuando el creyente recibe enseñanzas idealistas al comienzo de su vida cristiana, se le dificulta al Espíritu Santo la tarea de instruirlo con la verdad que necesita. Asimismo, el creyente puede estar prevenido con la interpretación de las Escrituras, y hacer difícil que otros creyentes le impartan la luz que él necesita. Cuando el creyente se jacta de tener seguridad, se encuentra en tal peligro y les da la oportunidad a los espíritus malignos para que trabajen o continúen trabajando.
Ya vimos que la pasividad provoca la posesión demoníaca, pero la ignorancia es la causa de la pasividad. Si el creyente no desconoce esto, no será presa de los demonios. En realidad, la “pasividad” es simplemente un entendimiento erróneo de lo que son la obediencia y la consagración. Podemos decir que es el resultado de la obediencia y la consagración exageradas. Si el creyente adquiere conocimiento y se da cuenta de que a los espíritus malignos les fascina la pasividad del hombre y que la necesitan para poder obrar, probablemente evitará caer en la pasividad y, en consecuencia, evitará concederles a los espíritus malignos la oportunidad de obrar. Si sabe que Dios necesita que los hombres laboren juntamente con El y que no desea que los hombres se conviertan en máquinas, evitará caer en la pasividad esperando que Dios actúe en vez de él. Hoy en día los creyentes caen en este estado principalmente por ignorancia.
Los creyentes necesitan de conocimiento para distinguir cuándo es Dios quien actúa y cuándo es Satanás. Necesitan conocimiento para comprender el principio por el cual Dios obra y la condición bajo la cual Satanás opera. Sólo quienes tienen este conocimiento pueden ser guardados del poder de las tinieblas. Satanás se vale de mentiras para atacar a los creyentes; por lo tanto, éstas necesitan ser reemplazadas con verdades. Satanás desea mantener a los creyentes en tinieblas; así que la luz debe brillar. Debemos tener muy presente el principio de que la forma de obrar de los espíritus malignos difiere de la forma en que lo hace el Espíritu Santo, pues cuando operan, siempre lo hacen según su respectivo principio. Aunque los espíritus malignos son expertos en cambiar su apariencia, si miramos la totalidad de su obra, podremos observar que el principio es siempre el mismo. Cuando comprendamos la diferencia, debemos examinar nuestras experiencias pasadas y discernir el principio que sirvió de base para ellas. Así podremos discernir lo que procede del Espíritu Santo y lo que procede de los espíritus malignos. Según el principio que se haya usado podemos determinar cuál espíritu actuó.
Debido a que los creyentes caen en la posesión demoníaca por ignorancia, necesitamos examinar en detalle varios asuntos que fácilmente los creyentes entienden mal.
MORIR CON CRISTO
La pasividad de muchos creyentes se debe a un entendimiento equivocado de lo que es “morir con Cristo”. El apóstol dijo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios” (Gá. 2:20). Basándose en este versículo, los creyentes suponen que la vida más elevada se resume en “ya no vivo yo”. Concluyen que deben perder su personalidad, que ya
no deben tener voluntad ni dominio propio, y que su yo debe morir. De esta forma, vienen a ser una máquina que obedece a Dios. Piensan que no deben tener más sentimientos, que deben anular su personalidad y que deben eliminar todos sus deseos, intereses y preferencias. Finalmente, llegan a ser un cadáver. De ahí en adelante, no les queda ego, pues su persona se desvaneció. Creen que este pasaje requiere que ellos se borren a sí mismos, se destruyan y “se suiciden” al punto de no estar conscientes de sí mismos, ni de su necesidad, ni de su condición, de no tener sensaciones ni deseos, ni sentir bienestar ni aflicción, para así percibir únicamente la obra y el mover de Dios. Deducen que morir al yo significa no estar conscientes del yo. Por lo tanto, entregan su percepción de sí mismos a la muerte y tratan de morir al grado de no sentir nada que no sea la presencia de Dios. Comprenden que deben morir. Por eso, cada vez que están conscientes de sí mismos, toman la determinación de inmolarse. Cada vez que sienten un deseo, una carencia, una necesidad, un interés u otro sentimiento, resuelven eliminarlo.
Ellos piensan que por haber sido crucificados con Cristo el yo se desvaneció y creen que como Cristo vive en ellos, el yo ya no vive. “Con Cristo estoy juntamente crucificado”. Por tanto, el yo está muerto. Tratan de aplicar dicha muerte haciendo a un lado sus pensamientos y sus sentimientos. Creen que su personalidad debe dejar de existir porque es Cristo quien vive en ellos. Puesto que saben que Cristo está en ellos, creen que deben someterse a El de una manera pasiva y permitir que sea El quien piense y sienta por ellos. Sin embargo, pasan por alto la segunda frase de Pablo: “La vida que ahora vivo en la carne” ¡Pablo murió, pero no murió! El yo fue crucificado, pero todavía está vivo. Después de pasar por la cruz, Pablo dijo: ¡“Ahora vivo”!
La cruz no aniquila al yo, pues éste siempre existirá. Aún después de ir al cielo, el yo seguirá existiendo. ¿Qué significado tendría la salvación si alguien pudiera sustituirme a mí para ir al cielo? El significado de aceptar la salvación es morir al pecado y darle muerte a la vida del alma. Hasta las mejores personas, más nobles y más limpias tienen que ser inmoladas. Hemos dicho esto muchas veces. Dios desea que rechacemos el corazón que vive en la vida natural; El quiere que vivamos por El y que absorbamos Su vida momento a momento hasta que todas las necesidades de nuestro ser sean suplidas. El no tiene la intención de aniquilar las diferentes funciones de nuestro ser, ni que nuestro ser caiga en la pasividad. Por el contrario, la vida cristiana requiere que nos neguemos diariamente a nuestra vida natural y busquemos la vida espiritual de Dios. Así como ni la muerte del cuerpo físico, ni la muerte en el lago de fuego es una aniquilación, la crucifixión con Cristo en la vida espiritual tampoco lo es. La persona del hombre debe existir, y el representante de la persona del hombre, es decir, su voluntad, también debe existir. Sólo debe morir la vida natural por la que vive. Esto es lo que enseña la Biblia.
Si el creyente no entiende lo que es morir con Cristo y se deja caer en la pasividad, (1) dejará de estar activo, (2) Dios no lo usará, porque esto iría en contra del principio por el cual obra; y (3) los espíritus malignos aprovecharán la oportunidad para adherírsele, por cuanto llena los requisitos propicios para que ellos operen. Por eso, este concepto erróneo acerca de morir con Cristo y la intención de practicarlo conducirá a la posesión demoníaca y a una imitación de lo que es ser lleno de Dios. Dijimos que hay creyentes que han llegado a ser poseídos por demonios y que tienen muchas experiencias peculiares por no haber entendido Gálatas 2.
Después de que un creyente “muere” de esta forma, los espíritus malignos lo conducen a no tener ningún sentimiento y a que no preste atención a la necesidad de tener sentimientos. Al relacionarse con otros, sentirá como si él fuera de hierro o de piedra y será como si estuviera desprovisto de sentimientos. No se duele ante los sufrimientos de otros, ni se da cuenta si los hace sufrir. No tiene la facultad de conocer, diferenciar, sentir ni examinar lo que está fuera de él ni dentro. No se percata de su actitud, su apariencia ni sus acciones. No emplea su voluntad para pensar, deducir ni decidir, antes de hablar o de actuar. Desconoce el origen de sus palabras, de sus pensamientos y de sus sentimientos. Su propia voluntad nunca toma ninguna iniciativa, pero a través de él se expresan muchas palabras, pensamientos y sentimientos que se apoderan de él como si fuera un canal. Todas sus acciones y su conducta son mecánicas; desconoce la razón de estas cosas; se siente confundido, y actúa porque recibe órdenes y presión de una fuente desconocida. Aunque no está consciente de sí, cuando otros levemente lo tratan mal, tiende a no entender y a sentirse herido. Pasa los días en un estupor, pues supone que ya murió con Cristo y ni siquiera percibe su propia persona. No se da cuenta de que esta condición es tanto el requisito como la consecuencia de estar poseído por espíritus malignos. Esto hace que los espíritus malignos se adhieran a él, lo estorben, lo ataquen, lo confundan, le hagan sugerencias, piensen por él, lo sostengan y lo motiven a continuar sin ninguna restricción, todo ello por privarse de toda sensación.
Por lo tanto, debemos recordar que lo que se conoce comúnmente como morir al yo es morir a la vida, el poder, las opiniones y las actividades del yo desconectado de Dios; no es la muerte de nuestra persona. No nos exterminamos a nosotros mismos ni llegamos a considerarnos inexistentes. Esto debe quedar claro. Cuando decimos que no tenemos el yo, nos referimos a que no tenemos las actividades del yo. Tampoco significa que nuestra persona deje de existir. Si el creyente deduce que debe aniquilar su persona, que debe dejar de pensar, de sentir o de tener opiniones, o que no debe mover su cuerpo en lo más mínimo, y que en lugar de esto debe vivir en una especie de sueño día y noche, sin saber ni dónde está, sin duda, será poseído. Posiblemente piense que ésa es la verdadera muerte del yo, que ahora es una persona totalmente despojada del yo, y que su experiencia espiritual es más elevada que la de los demás. No obstante, su consagración no es una entrega a Dios, sino a los espíritus malignos.
LA OPERACION DE DIOS EN NOSOTROS
“Porque es Dios el que en vosotros realiza el querer como el hacer, por Su beneplácito” (Fil. 2:13). Este versículo también se puede entender mal muy fácilmente. El creyente puede pensar que sólo Dios debe tener el deseo y sólo El debe llevarlo a cabo, que El pone en uno el querer y el hacer; es decir, que Dios desea por uno y actúa por uno. Al creer esto, se sobreentiende que él no necesita desear ni hacer nada, pues Dios se encargará de todo. En tal condición, el creyente se considera una persona extraordinaria y que no necesita querer ni hacer nada. Así, se convierte en una máquina inconsciente que no tiene nada que ver con el deseo de actuar ni con las acciones.
Estos creyentes no saben que este versículo quiere decir que Dios sólo trabajará en nosotros en la medida en que estemos dispuestos a querer y a trabajar. Dios no irá más allá de este punto; sólo obrará hasta allí. El no realizará ni el querer ni el hacer que al hombre le
corresponde. En lugar de esto, Dios sólo operará cuando el hombre esté dispuesto a querer y a actuar según el beneplácito Suyo. Tanto el querer como el hacer le corresponden al propio hombre. El apóstol fue muy cuidadoso y por eso dijo: “Es Dios el que en vosotros realiza el querer como el hacer”. No es Dios quien desea y opera, sino que El produce en vosotros; es decir, la persona del creyente aún permanece. Uno mismo debe desear y hacer. El querer y el hacer siguen siendo asunto del creyente. Aunque Dios opera, El no nos reemplaza. Tanto el querer como el hacer son responsabilidades del hombre. Cuando dice que Dios realiza, es que El opera en nosotros, se mueve en nuestro ser, nos ablanda el corazón y nos anima, a fin de producir en nosotros un corazón que esté inclinado a obedecer Su voluntad. El no va a querer por nosotros para que obedezcamos Su voluntad. El solamente hará que estemos inclinados a Su voluntad. Después nosotros mismos de igual manera tendremos que obedecer. Este versículo enseña que la voluntad del hombre necesita el apoyo y la ayuda del poder de Dios. Aparte de Dios, cualquier cosa que el hombre determine y haga conforme a su propia voluntad no sirve de nada. Dios no va a querer por el hombre, ni tampoco desea que el hombre quiera aparte de El. El desea que el hombre dependa de Su poder para querer. Esto no significa que Dios tome nuestro lugar, sino que nosotros debemos querer como resultado de Su acción en nosotros.
Sin embargo, es posible que un creyente no entienda esto. Tal vez piense que como Dios opera en él, ya no tiene que hacer nada; que sólo debe permitir de una manera pasiva que Dios opere, y él simplemente debe seguirlo. Cree que puesto que es Dios quien opera en lo interior, no necesita utilizar su voluntad, que lo único que necesita hacer es permitir que otra voluntad venga y lo use. Por consiguiente, no se atreve a decidir ni a oponerse a nada; en lugar de esto, espera de manera pasiva que descienda la voluntad de Dios. Cuando una voluntad externa toma una decisión por él, la acepta. Por otra parte, rechaza todo lo que provenga de su propia voluntad. Como consecuencia: (1) no hace uso de su voluntad; (2) Dios no usa su voluntad para sugerir nada en lugar de él, puesto que desea que el creyente labore activamente con El; (3) los espíritus malignos aprovechan la oportunidad de apoderarse de su voluntad pasiva y actúan por él a fin de que quede paralizado y no tenga ningún progreso o que sea ferviente con el fuego de los demonios; y (4) en este momento, el creyente puede pensar que Dios está pensando por él, pero en realidad, son los principados de las tinieblas los que se han enseñoreado de él.
Debemos ver la diferencia entre el hecho que Dios “quiera” por nosotros y que seamos nosotros los que cooperemos con El valiéndonos de nuestra voluntad. Si Dios decide en vez de nosotros, las cosas serían completamente ajenas a nosotros. Aunque nuestras manos puedan hacer algo, nuestros corazones no habrían tenido la intención de hacerlo. Cuando estemos sobrios, veremos que nosotros no hicimos estas cosas. Pero si, por el contrario, usamos nuestra voluntad para trabajar activamente con Dios, veremos que aunque algo sea hecho por el poder de Dios, fuimos nosotros quienes lo efectuamos. Una persona que está completamente poseída por demonios no está consciente de ninguna de sus acciones cuando los demonios obran. Quizás pierda el juicio por un momento, pero luego no recordará nada de lo que hizo. Esto nos muestra que todas esas cosas fueron hechas por los demonios a través de su voluntad y en lugar de él. Cuando un creyente es engañado, puede pensar que en ese momento fue él quien llevó a cabo la acción, quien habló y quien pensó con sus propias ideas. Pero cuando sea iluminado por la luz de Dios y comience a preguntarse si realmente él quería actuar, hablar o pensar esas cosas, verá que tales cosas
no tienen nada que ver con él, y que las cosas que están adheridas a él lo están haciendo por él.
La voluntad de Dios no es aniquilar nuestra voluntad. Si decimos: “De ahora en adelante no tendré mi propia voluntad; permitiré que Dios se manifieste en mí”, no nos habremos consagrado a Dios, sino que habremos hecho un pacto con los espíritus malignos, porque Dios no reemplazará nuestra voluntad con la Suya. La actitud correcta sería: “Tengo mi propia voluntad, pero mi voluntad desea hacer la voluntad de Dios”. Debemos poner nuestra voluntad del lado de Dios, mas no con nuestra fuerza, sino por la vida de Dios. La verdad pura es que la vida que antes usaba nuestra voluntad murió. Ahora usamos nuestra voluntad por la vida de Dios. Nuestra voluntad no ha sido aniquilada; todavía está, lo que cambió fue la vida. La vida natural murió, pero la función de la voluntad subsiste, ya que Dios la renovó, y esta vida nueva ahora la está usando.
LA OBRA DEL ESPIRITU SANTO
Muchos creyentes han caído en la pasividad y en la posesión demoníaca por desconocer la obra del Espíritu Santo. He aquí algunos conceptos erróneos comunes.
A. Esperar que el Espíritu Santo obre
En la iglesia hoy prevalece la ignorancia en cuanto al Espíritu Santo en experiencia. Muchos creyentes bien intencionados ponen mucho énfasis en las enseñanzas acerca del Espíritu Santo. Entre estas enseñanzas, las más comunes afirman que debemos esperar hasta ser llenos del Espíritu Santo, esperar a que descienda el Espíritu Santo o esperar el bautismo del Espíritu Santo. En la práctica, algunos oran toda la noche en su casa y ayunan por períodos extensos, esperando recibir su propia experiencia de pentecostés. Algunas reuniones se convierten en reuniones de espera tan pronto se acaba el sermón, para que quienes buscan el Espíritu Santo puedan esperar. Por consiguiente, muchos reciben en realidad experiencias asombrosas y experimentan el descenso de espíritus sobrenaturales sobre ellos, que los hacen tener sensaciones extrañas y asombrosas, ver visiones y luces raras, escuchar voces, hablar en lenguas, temblar y experimentar otros fenómenos. Después de esto, el Señor Jesús viene a ser más precioso para ellos, y logran deshacerse de muchos pecados notorios. Llegan a sentirse más alegres y entusiastas, pensando que han recibido el bautismo del Espíritu Santo. Estas acciones se basan en los versículos siguientes: “He aquí, Yo envío la promesa de Mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lc. 24:49). “Les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre” (Hch. 1:4).
Debemos prestar atención a algunos asuntos importantes. Ciertamente el Señor les mandó a los discípulos que esperaran que el Espíritu Santo viniera sobre ellos. Pero después de Pentecostés, se usa la palabra “recibir”, en lugar de la palabra “esperar” (Hch. 19:2).
Además, cuando los discípulos estuvieron esperando diez días, el Espíritu Santo no habla de que ellos estuvieran esperando pasivamente. Ellos perseveraban unánimes en la oración
y súplica. Esto es diferente a la experiencia de hoy, en la que esperan pasivamente toda la noche (algunos hasta lo hacen por más de diez días).
Asimismo, después de pentecostés, cada vez que vemos la experiencia de los creyentes al ser llenos del Espíritu Santo, se nos dice que fueron llenos de inmediato. No tuvieron que esperar como lo hicieron los apóstoles al principio. (cfr. Hch. 4:31, 9:17, 10:44).
El Espíritu Santo no puede ser invocado directamente. Tampoco viene porque le roguemos. Esto se debe a que es un don (cfr. Lc. 11:13; Jn. 14:16), y además, ya descendió el día el Pentecostés. En el Nuevo Testamento, nadie invoca el Espíritu Santo directamente. No existe ningún caso en la Biblia en el que los hombres pidieran el derramamiento o el bautismo del Espíritu Santo específicamente. En lugar de esto, la Biblia dice que el Señor Jesús “os bautizará en el Espíritu Santo” (Mt. 3:11).
Más aún, como ya dijimos, el Espíritu Santo sólo viene sobre el hombre nuevo, es decir, sobre el hombre interior. Esperar que el Espíritu Santo venga sobre el cuerpo físico, pedir alguna sensación y establecer ciertas manifestaciones como evidencias del derramamiento del Espíritu Santo, son una fuente de engaño.
Por lo tanto, la práctica que existe hoy de esperar que descienda el Espíritu Santo no es bíblica, debido a que es una práctica enteramente pasiva. La mayor parte de esta espera ocurre durante la noche cuando el cuerpo ya está bastante cansado. Asimismo, requiere por lo general de un largo periodo de ayuno y numerosos días de espera. La mente del creyente naturalmente se torna confusa. De igual forma, la oración prolongada, sentado o arrodillado, esperando que el Espíritu Santo descienda sobre el cuerpo, fácilmente lleva la voluntad a una completa pasividad. El creyente no resiste ni discierne ni decide nada; simplemente espera que un espíritu descienda sobre él, lo derribe o use su lengua o le dé alguna sensación extraña. Dicha espera abre la puerta a los espíritus malignos. No es de extrañarse que en estas condiciones los creyentes reciban experiencias sobrenaturales. Estas generalmente se dan cuando el hombre está lo suficientemente pasivo para manifestarse. Sin embargo, el Espíritu Santo, no hará ningún movimiento, porque esto iría en contra del principio por el cual obra. Los espíritus malignos aprovechan la oportunidad y operan activamente. Realizan muchas imitaciones en el creyente. Desde ese momento, las oraciones, las promesas y la fe ofrecidas al Espíritu Santo, en realidad están dirigidas a los espíritus malignos. Aunque una atmósfera agradable parezca llenar la casa en la reunión, aunque todos se sientan muy tranquilos y contentos, y aunque pueda haber consagraciones y obras como resultado de tal reunión, la vida del alma permanecerá intacta.
B. La obediencia al Espíritu Santo
Los creyentes, según Hechos 5:32, donde dice que “el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen [a Dios]”, creen que deben obedecer al Espíritu Santo. Por esta razón, no siguen el mandamiento en la Biblia de examinar y discernir el espíritu de verdad del espíritu de error, piensan que cualquier espíritu que venga sobre ellos es el Espíritu Santo. Así que, obedecen pasivamente al espíritu que viene sobre ellos, y todo su ser se vuelve como una máquina. Cualquier cosa que el espíritu que está sobre ellos les mande, lo obedecen. Cada vez que hacen algo, se vuelven primero a su cuerpo para esperar una orden.
A medida que pasa el tiempo, la pasividad empeora, y el espíritu que está sobre ellos se va apoderando de todos sus miembros, como por ejemplo, su boca y sus manos. Los creyentes piensan que esta obediencia al Espíritu Santo es agradable a Dios y no se dan cuenta de que este versículo no nos dice que obedezcamos al Espíritu Santo, sino que debemos obedecer a Dios el Padre por medio del Espíritu Santo. El apóstol nos dice en este versículo (v. 29) que debemos obedecer a Dios. Si el creyente toma al Espíritu Santo como su objeto de obediencia y se olvida de Dios el Padre, será guiado a seguir un espíritu que está dentro de él o alrededor, en lugar de obedecer por medio del Espíritu Santo al Padre que está en los cielos. Este es el comienzo de la pasividad, y esto da a los espíritus malignos la oportunidad de engañarnos. Una vez que la persona va más allá de lo que la Biblia dice, se encontrará en un gran peligro.
C. El Espíritu Santo como el amo
Ya dijimos antes que Dios disciplina nuestro espíritu por medio del Espíritu Santo y que nuestro espíritu gobierna nuestro cuerpo, y todo nuestro ser, por medio del alma (la voluntad específicamente). Si examinamos este concepto someramente parece no revelar nada importante, pero la relación espiritual implícita es muy decisiva. El Espíritu Santo sólo nos da a conocer Su voluntad por medio de nuestra intuición. Cuando el Espíritu Santo nos llena, colma nuestro espíritu, pero no gobierna directamente nuestra alma ni nuestro cuerpo. Tampoco llena directamente nuestra alma ni nuestro cuerpo. Esto debe quedar muy claro. No podemos esperar que el Espíritu Santo piense por medio de nuestra mente, sienta a través de nuestras emociones, ni tome decisiones por medio de nuestra voluntad. El manifiesta Su voluntad en la intuición a fin de que sea el propio creyente el que piense, sienta y tome decisiones según esa voluntad. Muchos creyentes concluyen que tienen que entregar su mente al Espíritu Santo y dejar que El piense por ellos, sin saber que ése es un error garrafal. El Espíritu Santo nunca reemplaza al hombre ni usa su mente de esta forma. El Espíritu Santo jamás exige que el hombre se consagre de una manera pasiva. Al contrario, desea que el hombre labore juntamente con El. El no obrará en lugar del hombre. El creyente tiene el poder de apagar la acción del Espíritu. El no obliga al creyente a hacer nada.
El Espíritu Santo tampoco gobernará el cuerpo del hombre directamente. Para que el hombre hable, debe usar su propia boca. A fin de desplazarse, debe mover sus pies. A fin de trabajar, debe usar sus propias manos. El Espíritu de Dios nunca viola la libertad del hombre. Aparte de trabajar en el espíritu del hombre, es decir, en la nueva creación, El no moverá ninguna parte del cuerpo del hombre, independientemente de la voluntad del hombre. Aunque el hombre estuviera dispuesto, El no reemplazaría al hombre ni movería ninguna parte de su cuerpo, debido a que el hombre tiene una voluntad libre. El hombre debe ser dueño de sí mismo y usar su propio cuerpo. Esta es la ley que Dios estableció, y El no quebrantará Su ley.
Con frecuencia decimos que “el Espíritu Santo controla al hombre”. Si con esto queremos decir que el Espíritu Santo opera dentro de nosotros para hacer que obedezcamos a Dios, es correcto usar dicha expresión. Pero si damos a entender que el Espíritu Santo controla directamente todo nuestro ser, estamos muy equivocados. Basándonos en esto, podemos distinguir entre la obra de los espíritus malignos y la del Espíritu Santo. Este mora en
nuestro espíritu para mostrarnos que pertenecemos a Dios; mientras que aquéllos se unen a nuestro cuerpo con el fin de manipularnos como una máquina. El Espíritu Santo pide nuestra cooperación, mientras que los espíritus malignos procuran ejercer control directo y total. Nuestra unión con Dios se da en el espíritu, no en el cuerpo ni en el alma. Si pensamos que nuestra mente, el asiento de nuestras emociones, nuestro cuerpo y nuestra voluntad deberían ser directamente movidos por Dios, los espíritu malignos introducirán su obra de engaño. Es cierto que el creyente no debe actuar según sus propios pensamientos, emociones ni preferencias. Pero cuando recibe revelación en su espíritu, debe usar su mente sus emociones y su voluntad para llevar acabo la orden del Espíritu. Abandonar nuestra alma y cuerpo y esperar que el Espíritu Santo los use directamente es el paso inicial que conduce a la posesión demoníaca.
LA VIDA ESPIRITUAL
Entre los creyentes hay muchos conceptos incorrectos en lo relacionado con la vida espiritual. Por ahora, sólo trataremos algunos brevemente:
A. En la conversación
“Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (Mt. 10:20). El creyente puede pensar que esto significa que Dios hablará en vez de él, que no necesita hablar, y que Dios emitirá palabras usando su boca. Con eso en mente “consagra” su boca a Dios. Así que no toma ninguna decisión y espera a que llegue “el oráculo” de Dios. Sus labios y sus cuerdas vocales yacen pasivas y permite que cualquier fuerza sobrenatural las use. Algunos que predican mensajes por el Señor creen que no necesitan usar su mente ni su voluntad durante la reunión y que simplemente necesitan presentar su boca a Dios pasivamente y permitir que El hable por medio de ellos. Las consecuencias de esto son: (1) el creyente no es el que habla; (2) tampoco Dios lo hace, porque El no utiliza al hombre como una grabadora; (3) los espíritus malignos se valen de la pasividad del creyente para hablar por su boca. Esto, por lo general, hace que el creyente experimente cierto poder que habla por su boca y le permite recibir “mensajes del cielo”. Debido a que lo que dice posiblemente es bueno, piensa que esas palabras proceden de Dios.
El versículo de Mateo se refiere a una situación en la cual somos perseguidos y estamos en pruebas, y no dice que el Espíritu hablará en lugar del creyente. La experiencia posterior de Pedro y Juan ante el sanedrín confirma esto.
B. En ser guiados
“Entonces tus oídos oirán a tus espaldas palabra que diga: este es el camino andad por él” (Is. 30:21). Los creyentes no comprenden que este versículo se refiere particularmente a los israelitas, el pueblo de Dios en la carne, durante el milenio. Para entonces, ya no existirá la obra engañosa de los espíritus malignos. Los creyentes piensan que ser guiados al escuchar una voz sobrenatural es lo más elevado. Se creen superiores a otros por ser guiados sobrenaturalmente todo el tiempo. Ellos no usan su conciencia ni su intuición. Simplemente esperan pasivamente oír una voz sobrenatural. Concluyen que no necesitan pensar, ni
meditar, ni escoger ni decidir, y que sólo deben obedecer pasivamente. Permiten que una voz substituya la función de su conciencia y de su intuición. Como resultado: (1) no hacen uso de su conciencia ni de su intuición; (2) Dios no les manda hacer nada ni les hace obedecer como una máquina; y (3) los espíritus malignos usarán una voz sobrenatural que reemplace la revelación que deberían recibir en la intuición. De este modo, los espíritus malignos se unirán a los creyentes.
De ahí en adelante, los creyentes no prestarán atención al sentir de su intuición, ni a la voz de la conciencia, ni a lo que otros entienden o piensan o dicen, sino que seguirán obstinadamente la voz sobrenatural sin cuestionarla ni por un momento. Su norma moral decaerá gradualmente, y ni siquiera se percatarán de ello porque han permitido que los espíritus reemplacen su conciencia, de suerte que no pueden discernir entre lo bueno y lo malo.
C. En la memoria
“Mas el Consolador ... os recordará todo lo que Yo os he dicho” (Jn. 14:26). El creyente no entiende que el significado de este versículo es que el Espíritu iluminará su mente para que él recuerde las palabras del Señor. Por lo tanto supone que no necesita usar la memoria. Como consecuencias: (1) no utiliza su voluntad para usar su memoria; (2) Dios tampoco la usa, porque no hay nadie que coopere con él; y (3) los espíritus malignos se infiltrarán y le pondrán en frente lo que a ellos les conviene, para que lo acepte. Su voluntad se hará pasiva y no podrá controlar su memoria.
D. En el amor
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5). Los creyentes interpretan mal este versículo y creen que ellos no necesitan amar y que el Espíritu Santo les dará el amor de Dios. Le piden a Dios que ame por medio de ellos y que los abastezca plenamente de Su amor para poder ser llenos del amor de Dios. Ellos no son los que aman y desean que Dios los haga amar. Dejan de usar su propia facultad de amar, y permiten que su función de amar caiga en un frío adormecimiento. Las repercusiones de tal acción son: (1) el propio creyente ya no ama; (2) Dios no anulará al hombre ni su función natural de amar, y tampoco dará al hombre un amor sobrenatural; y (3) los espíritus malignos vivirán en lugar del hombre y expresarán su amor y su odio a su antojo. Los espíritus malignos tienen permiso de darle un sustituto del amor debido a que se encuentra pasivo y no usa su voluntad para ejercer su facultad de amar. Con el tiempo, el creyente vendrá a ser como un trozo de madera o una piedra. Se sentirá frío en todo y no sabrá lo que es el amor. Esta es la razón por la cual tantos creyentes son duros e inaccesibles aunque puedan ser muy santos.
El Señor Jesús dijo: “Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mr. 12:30). ¿De quién es este amor? ¿De quién son el corazón, el alma, la mente y la fuerza? Por supuesto, son nuestras. Nuestra vida natural debe morir, pero todas nuestras funciones deben permanecer.
E. En la humildad
“Porque no nos atrevemos a contarnos ni a compararnos con algunos que se recomiendan a sí mismos” (2 Co. 10:12). Debido a que el creyente no entiende el concepto de humildad, piensa que debe esconderse en todo. Como resultado, la dignidad que Dios permite que tengamos desaparece. En gran parte, menospreciarse a uno mismo es otra forma de pasividad y de posesión. Como consecuencia: (1) el creyente se repliega en sí mismo; (2) Dios no lo llena; y (3) los espíritus malignos se aprovechan de su pasividad para mantenerlo en esa condición de presunta humildad.
Cuando el creyente está poseído y se subestima exageradamente, todo a su alrededor parece convertirse en tinieblas, desesperanza y debilidad. Los que se relacionan con él sienten una especie de frialdad, depresión o tristeza. En momentos cruciales, se retraerá y abochornará a otros. La obra de Dios le tiene sin cuidado. Tanto en palabras como en hechos, se preocupa mucho por ocultar su yo. Pero mientras actúa de esta forma, su yo aflora más. Además, llega a ser un obstáculo para quienes son verdaderamente espirituales. Cuando surgen grandes necesidades en el reino de Dios, su extremado menosprecio no le permitirá mover ni un dedo. Un sentimiento prolongado de incapacidad, inutilidad, imposibilidad e hipersensibilidad se manifestará en él. Piensa que ésa es la verdadera humildad, pues en ella no se tiene en cuenta a sí mismo. No sabe que ése es el resultado de la obra de encerrarse en sí mismo, la cual es producida por espíritus malignos. La verdadera humildad mira a Dios y avanza.
LO QUE DIOS ESTABLECIO
En este mundo, además de la voluntad del hombre, existen dos voluntades que son diametralmente opuestas. Dios no sólo desea que le obedezcamos, sino que también resistamos a Satanás. Por lo tanto, El une estos asuntos dos veces en la Biblia. En Jacobo [Santiago] 4:7 dice: “Estad sujetos, pues, a Dios; resistid al diablo”. En 1 Pedro 5:6-9 dice: “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios ... Vuestro adversario el diablo ... al cual resistid firmes en la fe”. Esto nos conduce al equilibrio en la verdad. El creyente debe someterse a Dios en todo lo que encuentra. Debe confesar que lo que Dios dispuso para él es lo mejor. Aunque sufra, está dispuesto a obedecer porque ésta es la voluntad de Dios. De esto hablamos en el capítulo uno, aunque es sólo la mitad de la verdad. Los apóstoles sabían que estábamos en peligro de parcializarnos; así que inmediatamente dijeron que después de someternos teníamos que resistir al diablo. Ello se debe a que además de la voluntad de Dios, existe la voluntad del diablo. Muchas veces él imita la voluntad de Dios, especialmente en nuestras circunstancias. Si pensamos que en este mundo sólo existe la voluntad de Dios, seremos engañados por el diablo y aceptaremos su voluntad como si fuera la de Dios. Por lo tanto, Dios desea que le obedezcamos y que al mismo tiempo resistamos al diablo. Resistir es obra de la voluntad. Resistir implica que la voluntad se opone, que no está dispuesta, que rechaza y que no está de acuerdo. Dios desea que usemos nuestra voluntad, y por eso dice: “Resistid”. Dios no resistirá por nosotros; nosotros mismos tenemos que resistir. Todavía tenemos voluntad, y todavía debemos usarla para obedecer la palabra de Dios. Esta es la enseñanza de la Biblia.
Pero el creyente no entiende y supone que la voluntad de Dios es manifestada en las circunstancias que El dispone a nuestro derredor. Para él, todo lo que le sucede es la voluntad de Dios. Por eso le parece que no tiene necesidad de utilizar su voluntad, ni
escoger nada, ni decidir, ofrecer resistencia. Se limita a aceptar todo en silencio. Esto parece bueno y correcto, pero no puede evitarse que haya malos entendidos. Es cierto que nosotros debemos reconocer la mano de Dios detrás de todas las cosas. También sabemos que debemos someternos a Su mano. Pero esto es cuestión de actitud más que de conducta. Si cualquier cosa que nos suceda es la voluntad de Dios, ¿podemos decir algo? Esto es una cuestión de actitud. Cuando nos disponemos a obedecer a Dios, podemos examinar el asunto y preguntar: ¿Proviene esto de los espíritus malignos? ¿Es permitido por Dios? Si ha sido predeterminado por Dios, no tendremos nada que decir, pero si no es así, debemos trabajar juntamente con Dios para resistir aquello. No debemos someternos a todas las circunstancias sin examinarlas y probarlas. Nuestra actitud siempre debe ser la misma, pero nuestra acción debe llevarse a cabo después de que hayamos entendido la situación. De lo contrario podemos estar obedeciendo la voluntad del diablo.
Los creyentes no deben carecer de mente; no deben estar completamente pasivos ni controlados por sus situaciones. Por el contrario, cada vez que se encuentran con algo, deben enérgica, activa y conscientemente determinar su origen, poner a prueba su naturaleza, entender su contenido y luego, decidir una acción específica. Ser sumisos a Dios es importante, pero no debe ser una sumisión ciega. Una investigación exhaustiva no significa que estemos desobedeciendo a Dios, sino que tenemos la intención de someternos a Dios, pero que no estamos seguros si es a Dios a quien nos estamos sometiendo. Hoy día, son pocos los creyentes que son sumisos en su actitud. Me refiero a que, después de saber que algo es de Dios, son sólo unos pocos los que se someten. Pero cuando sean quebrantados por Dios, obedecerán sin discernir si el asunto proviene de Dios; todo lo que les suceda lo aceptarán sin cuestionar. La verdad completa es que debemos tener una actitud sumisa y que, al mismo tiempo, aceptemos algo sólo después de que sepamos con certeza cuál es su origen.
Muchos creyentes que se consagran con sinceridad no entienden esta diferencia; simplemente se someten pasivamente a todas las circunstancias, y suponen que todo fue dispuesto por Dios. Esto da lugar a los espíritus malignos para utilizarlos y afligirlos. Ellos preparan las circunstancias como trampas a fin de hacer que el creyente haga la voluntad de ellos. Pueden provocar tormentas y afligir con ellas a los creyentes. De esta manera, hacen que los creyentes sufran el agravio de ciertas personas y que piensen que esto es un ejemplo de no resistir “al que es malo” (Mt. 5:39). Pero no se dan cuenta de que Dios también quiere que ellos combatan “contra el pecado” (He. 12:4), para vencer el espíritu de esta edad, levantándose por encima de las circunstancias.
El resultado de hacer esto es: (1) los creyentes no usan su voluntad para elegir ni para decidir; (2) Dios no los obliga a nada valiéndose del entorno de ellos; y (3) los espíritus malignos usarán cada circunstancia para apoderarse de su voluntad pasiva. Entonces los creyentes se someterán a los espíritus malignos pensando que se están sometiendo a Dios.
EL SUFRIMIENTO Y LA DEBILIDAD
Debido a que el creyente se consagró totalmente, piensa que debe tomar el camino de la cruz y sufrir por Cristo; también cree que su vida natural no tiene ninguna utilidad. Como desea recibir poder de Dios, voluntariamente se hace débil, esperando que al hacerlo, será fuerte. Tanto el sufrimiento como la debilidad son agradables a Dios; sin embargo, ambas cosas pueden llegar a ser la base para que por un entendimiento erróneo del creyente, los espíritus malignos operen.
El creyente puede considerar el sufrimiento como la mayor ganancia. Es posible que después de consagrarse, se someta pasivamente a todo padecimiento que le sobrevenga, sin importar de dónde venga. Se imagina que sufre por el Señor y que de ello recibirá recompensa o ganancia. Pero no sabe que debe explícitamente emplear su voluntad para escoger lo que Dios quiere que escoja y para resistir todo lo que provenga de los espíritus malignos. Si acepta los sufrimientos de una manera pasiva, los espíritus malignos tendrán la oportunidad de utilizar sus propios padecimientos para atormentarlo. Tomar una actitud pasiva frente al sufrimiento puede hacer que los espíritus malignos aflijan al creyente. Si el creyente acepta las aflicciones suponiendo que vienen de Dios, es decir, si cree las mentiras de los espíritus malignos, éstos tendrán la oportunidad de afligirlo por un largo tiempo. Puede ser que no se dé cuenta de que el sufrimiento es el resultado de cumplir las condiciones para que los espíritus malignos operen y de que en realidad no sufre por la iglesia, para completar lo que falta de las aflicciones de Cristo. Quizás piense que es un mártir, cuando en realidad es sólo una víctima. Quizá se gloríe en el sufrimiento, sin saber que es un síntoma de estar poseído.
Vale la pena mencionar que los padecimientos que vienen como resultado de la posesión demoníaca siempre carecen de sentido. No producen absolutamente ningún resultado y no tienen objeto. Además, no recibimos en nuestra intuición el testimonio del Espíritu Santo de que provengan de Dios. Tales pensamientos simplemente vienen del creyente.
Si el creyente examina aunque sea sólo un poco, posiblemente descubra que antes de su consagración, no tenía esta clase de experiencia. Empezó a padecer después de consagrarse al Señor y de escoger el sufrimiento. Además, después de aceptar todos los sufrimientos, pensó que todos ellos procedían de Dios. De hecho, si no son todos, por lo menos la mayoría de ellos son obra de los poderes de las tinieblas. Por haberles dado el terreno a los espíritus malignos y creer en sus mentiras, toda su vida se llenó de aflicciones. No hay motivo para ellas; parecen carecer de una causa lógica y tampoco traen ningún beneficio. Si el creyente sabe lo que es la posesión demoníaca, comprenderá este asunto. Así como hay muchos pecados que no pueden ser desechados por causa de la posesión demoníaca, hay muchas aflicciones de fuentes desconocidas que son causadas por la posesión demoníaca. Después de que el creyente conoce la verdad sobre la posesión demoníaca, podrá deshacerse de muchos pecados y de muchas aflicciones.
En cuanto a la debilidad, el creyente puede tener un concepto equivocado similar al anterior. Piensa que tiene que estar débil por un largo tiempo, a fin de obtener el poder de Dios. Toma lo dicho por el apóstol: “Porque cuando soy débil, entonces soy poderoso” (2 Co. 12:10), y piensa que necesita estar enfermo para poder ser fuerte. No se da cuenta de que el apóstol no dijo que debía estar débil para ser fuerte; él simplemente se refería a una de sus experiencias. Dijo que cuando era débil, la gracia de Dios lo fortalecía para que
hiciera la voluntad de Dios. Pablo no pidió esa debilidad, pues ya estaba débil, pero Dios lo fortaleció. Este pasaje no es una exhortación a que los creyentes escojan la debilidad; Pablo no tenía la intención de que el creyente fuerte escogiera intencionalmente la debilidad a fin de ser fortalecido por Dios. Su intención era instruir a quienes que ya estaban débiles para que pudieran estar fuertes.
Escoger a propósito la debilidad es un error que sólo le da una buena oportunidad a los espíritus malignos de actuar. Escoger la debilidad y las aflicciones cumplen los requisitos para que los espíritus malignos operen, porque tales actitudes ponen la voluntad del hombre del lado de los espíritus malignos. Muchos creyentes que tenían buena salud escogieron la debilidad, pensando que así serían fortalecidos por Dios. Para su sorpresa, la debilidad que habían escogido, se hizo más evidente con el tiempo, y la fuerza que esperaban nunca llegó. Finalmente, llegan a ser una carga para otros y pierden completamente su utilidad en la obra de Dios. Escoger la debilidad no trae la fortaleza de Dios, sino que proporciona a los espíritus malignos una oportunidad para atacar. Si el creyente no resiste la debilidad con decisión y si no la rechaza, permanecerá débil por mucho tiempo.
EL ASPECTO MAS CRITICO
En gran parte de lo que hemos abarcado hasta ahora, nos hemos referido al comportamiento de las personas que se van a los extremos. Muchos no se conducen de este modo exactamente, pero sí aplican el mismo principio. Quienquiera que sea pasivo en su voluntad o cumpla la condición de los espíritus malignos, será víctima de los demonios. Aunque muchos creyentes no hayan escogido adrede estas cosas, caen en la pasividad y ceden terreno a los espíritus malignos. Como resultado, se ponen en una posición bastante precaria. Espero que todos los que tengan las experiencias que acabamos de mencionar, se pregunten si han cumplido las condiciones para dar lugar a la acción de los espíritus malignos. Esto los rescatará de muchas experiencias falsas y de sufrimientos innecesarios.
Sabemos con certeza que los espíritus malignos usan verdades bíblicas, las exageran desmedidamente y las llevan más allá de su límite original. La negación del yo, la sumisión, la espera de órdenes de parte de Dios, el sufrimiento, son verdades bíblicas. Pero debido a que el creyente ignora el principio bíblico de la vida espiritual, los espíritus malignos se aprovechan de la insensatez del creyente y lo conducen a cumplir las condiciones necesarias para ellos poder obrar. Si no examinamos el principio relacionado con cada enseñanza para ver si corresponde a la obra del Espíritu Santo o a la de los espíritus malignos, seremos engañados. Cualquier verdad puede llegar a ser peligrosa si se exagera aunque sea un poco. Por consiguiente, tenemos que ser cuidadosos.
Por otra parte, debemos tener plena certeza en cuanto a la diferencia fundamental entre el principio de la obra de Dios en nosotros y el de la obra de Satanás: (1) Dios desea que el creyente utilice todas las facultades de su ser por medio de su voluntad, cooperando con Dios al grado de ser lleno del Espíritu Santo. (2) Mientras que los espíritus malignos requieren que el creyente sea pasivo y que detenga las facultades de su ser, total o parcialmente, a fin de facilitar su trabajo.
Según el primer principio, el Espíritu Santo llena el espíritu del hombre y deposita en su espíritu vida, poder, libertad, amplitud y renovación, fortalece todo su ser y lo libera de la esclavitud. Según el segundo principio, los espíritus malignos ocupan las facultades del hombre aprovechando su pasividad. Si éste no lo discierne, ellos hacen que pierda su personalidad y su voluntad; y harán de él su títere, enjaulándolo, reprimiéndolo, robándole, coaccionándolo y asediándolo. Ellos tratan de conquistar el alma y el cuerpo del hombre para esclavizarlo y privarlo de su libertad. En el primer caso, además de entender la voluntad de Dios en su intuición, el creyente puede pensar y entender con su mente y dirigir todo su ser por medio del libre ejercicio de su voluntad para cumplir la voluntad de Dios. En el segundo caso, el creyente es presionado por una fuerza exterior y supone que esa fuerza debe indicar la voluntad de Dios y, por ende, no se atreve a pensar ni a tomar ninguna decisión. Es coaccionado por una fuerza a actuar mecánicamente.
En la actualidad, muchos de los hijos de Dios se han permitido, sin darse cuenta, caer en la pasividad. Han dejado a un lado la función de su voluntad y de su mente; por consiguiente, han venido a ser poseídos y afligidos. No importa cuán pequeño sea el grado de pasividad, éste será suficiente para que los espíritus malignos hagan su trabajo. Si es mucha la pasividad, dará lugar a la manifestación de muchos fenómenos sobrenaturales en el cuerpo. Tal manifestación será semejante a las manifestaciones que se ven en los hechiceros cuando dan lugar a la obra de los espíritus malignos. La única diferencia es que en nuestro caso, hay una apariencia de cristianismo. No debemos sorprendernos de las experiencias sobrenaturales de muchos creyentes, tales como el hablar en lenguas, tener visiones o escuchar voces. Ellos simplemente actúan según una ley, pues también en la esfera espiritual hay leyes que rigen. Si se produce cierto fenómeno o cierto comportamiento, habrá consecuencias específicas de ese fenómeno o comportamiento. El Dios que establece las leyes se rige por las mismas. Por lo tanto, si una persona quebranta esta ley consciente o inconscientemente, experimentará las consecuencias que ello conlleva. Sea uno un creyente o un hechicero, mientras sea pasivo, los espíritus malignos se unirán a uno. Si el hombre coopera con Dios utilizando su voluntad, su mente, sus emociones y su fuerza, el Espíritu de Dios obrará. Esta también es una ley.
CAPITULO CUATRO
EL CAMINO A LA LIBERTAD
Un creyente consagrado puede ser engañado y caer insensatamente en la pasividad y permanecer en esa condición por varios años; inclusive puede hallarse en tal estado ignorando el peligro que corre. Con el tiempo puede llegar a una pasividad peor, a tal grado que le cause un dolor inexplicable en su mente, en su parte emotiva, en su cuerpo y en sus circunstancias. Por eso, es esencial predicarle el verdadero significado de la consagración. En los capítulos anteriores hicimos hincapié en la importancia del conocimiento, debido a que el conocimiento de la verdad es absolutamente indispensable para rescatar al creyente de la pasividad. Sin el conocimiento de la verdad, es imposible experimentar liberación. Un creyente pasivo cae en este estado por causa del engaño, y las causas del engaño son la insensatez y la ignorancia. Si somos sabios y tenemos conocimiento es imposible ser engañados.
EL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD
Tenemos que conocer la verdad en cuanto a todas las cosas, como por ejemplo, la verdad en cuanto a la manera de laborar juntamente con Dios, en cuanto a la manera en que obran los espíritus malignos, en cuanto a la consagración y en cuanto a los fenómenos sobrenaturales. Este es el primer paso en el camino de la liberación. El creyente debe conocer la verdad en cuanto al origen y el carácter de todas sus experiencias a fin de tener alguna esperanza de ser libre. El creyente es (1) engañado, (2) luego cae en la pasividad, (3) después llega a ser poseído, (4) posteriormente es engañado aún más para empeorar su pasividad. Por lo tanto, si él desea ser libre, no ser poseído y evitar todo engaño y la pasividad que viene como resultado de la posesión, debe eliminar todo el engaño. Si este primer paso es eliminado, no habrá lugar a que haya un segundo ni un tercero. Cuando la persona es engañada, abre una puerta a los espíritus malignos, y cuando es pasiva, les da una base desde la cual tomar posesión para quedarse, y el resultado es la posesión demoníaca. Para ser librados de la posesión, debemos eliminar primero la pasividad, para lo cual debemos erradicar el engaño, y a fin de deshacernos del engaño, tenemos que conocer la verdad. Por lo tanto, el conocimiento de la verdad es el primer paso hacia la liberación. Ciertamente sólo la verdad puede hacer libres a los hombres.
Desde el comienzo de este libro, advertimos reiteradas veces a los creyentes acerca del peligro de las experiencias sobrenaturales (tales como señales extraordinarias, audición de voces, milagros, maravillas, llamas, hablar en lenguas, sensaciones anormales, etc.). No queremos decir con esto que debemos rechazar, desechar y resistir todas las experiencias sobrenaturales. Tal aseveración no sería bíblica, puesto que la Biblia nos dice que Dios ha hecho muchas cosas sobrenaturales. Nuestro propósito es mostrarles a los creyentes que las experiencias sobrenaturales pueden proceder de más de una fuente. Los espíritus malignos pueden imitar lo que Dios hace. Es muy importante distinguir lo que es de Dios de lo que no lo es. Si un creyente no ha muerto a su vida emocional y se empeña en buscar
experiencias en sus sensaciones, será engañado. Esto no significa que los creyentes deban rechazar todo lo que sea sobrenatural. Simplemente les aconsejamos que rechacen todo lo sobrenatural que provenga de Satanás. En este capítulo quisiéramos hacer notar las diferencias fundamentales entre la obra del Espíritu Santo y la de los espíritus malignos, para que los creyentes sepan distinguirlas.
Hoy en día, los creyentes son especialmente susceptibles de ser engañados por lo sobrenatural, y debido a ello caen en manos de espíritus malignos. Esperamos de todo corazón que el creyente pueda detenerse y discernir las cosas sobrenaturales para evitar ser engañado. No debe olvidar que si el Espíritu Santo le concede una experiencia sobrenatural, todavía puede hacer uso de su propia mente. No es necesario que esté total o parcialmente pasivo para obtener tal experiencia. Y después de recibirla, puede seguir haciendo uso de su propio sentir para discernir lo bueno de lo malo, y decidir aceptarlo o rechazarlo. No debe haber ningún tipo de coacción. Si los espíritus malignos le traen a una persona una experiencia sobrenatural, primero deben conducirlo a un estado de pasividad; su mente debe quedar en blanco, y todas sus acciones deben ser movidas por una fuerza externa. Esta es la diferencia básica. En 1 Corintios 14, el apóstol habla de los dones espirituales y sobrenaturales de los santos. Entre ellos hay revelaciones, profecías, lenguas y otras expresiones sobrenaturales. El apóstol reconoce que todas ellas provienen del Espíritu Santo, pero en el versículo 32 nos dice la característica principal de los dones divinos. “Los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas”. El apóstol dijo que si un profeta (un creyente) recibe algo del Espíritu Santo, el espíritu que reciba se sujetará a él. Si el Espíritu Santo le concede al hombre numerosas experiencias sobrenaturales, el espíritu estará sujeto al individuo; el Espíritu Santo no irá en contra de la voluntad de Dios usando alguna parte del cuerpo del creyente. El hombre debe mantener el control de sí mismo. Sólo el espíritu que se sujeta al profeta procede de Dios. El espíritu que subyuga al profeta no es de Dios. Por consiguiente, no debemos rechazar todas las cosas sobrenaturales, sino que debemos discernir si el don sobrenatural nos exige que nos le sometamos pasivamente. Si la persona que recibe el don de lenguas o algún otro don no puede controlarse, no puede hablar cuando quiere ni callar cuando quiere, ni puede quedarse sentado y es forzado a tirarse al suelo, o si un poder lo controla desde afuera, esto indica que el espíritu que recibió es un espíritu maligno. Esta es la diferencia básica entre la obra del Espíritu Santo y la de los espíritus malignos. Aquél desea que el hombre tenga plena libertad, mientras que éstos requieren que el hombre esté pasivo. Por lo tanto, si el creyente desea saber de dónde viene su experiencia, debe indagar un poco y determinar si está pasivo o no. Esto resolverá el dilema. Un creyente es engañado si no conoce esta verdad básica.
Por tanto, si un creyente desea obtener liberación, debe deshacerse de su necedad. En otras palabras, debe conocer la verdad, lo cual significa conocer la verdadera condición de un asunto. Las mentiras de Satanás atan al creyente, pero la verdad de Dios lo hace libre. No obstante, existe un problema: a fin de conocer la verdad, debemos pagar el precio, ya que esta verdad eliminará por completo la vanagloria que un creyente pueda tener por sus experiencias anteriores. El puede pensar que ha progresado mucho más que los demás, que ya es espiritual y que no volverá a cometer errores. Será muy difícil hacer que reconozca que puede estar poseído por demonios, o demostrarle que ya lo está. Si un creyente no está dispuesto a ser fiel a toda la verdad de Dios, le será muy difícil aceptar una verdad que le duela y lo haga humillarse. Es relativamente fácil aceptar lo que nos gusta, pero aceptar la
verdad que nos despoja de la vanagloria es muy difícil. Sin embargo, todo aquel que con vehemencia resista esta verdad, deberá tener cuidado, no sea que llegue a ser poseído por demonios. Es más fácil que comprenda que puede ser engañado. Pero es muy difícil que comprenda que ya está poseído y que lo admita. Necesitamos que Dios nos conceda la gracia. De lo contrario, aun si entendemos la verdad, la resistiremos. Aceptar la verdad es el primer paso para ser salvos. Tenemos que estar dispuestos a conocer toda la verdad con respecto a nosotros. No obstante, se necesita humildad y sinceridad para estar dispuestos a conocer la verdad acerca de nuestras experiencias espirituales y sobrenaturales.
Existen diferentes maneras en que los creyentes que han sido poseídos pueden obtener esta verdad. Algunos han sido atados tan fuertemente que perdieron su libertad en todas las cosas. Como consecuencia, la gravedad del problema hace que se despierten y conozcan la verdad respecto a sí mismos. Algunos creyentes obtienen la verdad porque descubren que aunque el noventa y nueve por ciento de su experiencia parezca provenir de Dios, existe una porción pequeña de elementos ajenos mezclados en ellas, lo cual despierta sospechas y hace que pongan en duda si cierta experiencia era realmente de Dios. Algunos obtienen la verdad cuando otros creyentes les predican la verdad y les llega la luz con respecto a este hecho. De cualquier forma en que obtengan la verdad, nunca deben rechazar el primer rayo de luz.
La duda es el primer paso para llegar a la verdad. Esto no significa dudar del Espíritu Santo ni dudar de Dios ni de Su palabra, sino de nuestras experiencias pasadas. Tal duda es necesaria y bíblica, porque Dios desea que probemos los espíritus (1 Jn. 4:1). Si creemos en algo, no tenemos necesidad de probarlo; si tenemos que probarlo, significa que no podemos determinar con certeza de dónde proviene. Con frecuencia, tenemos la idea equivocada de que poner a prueba nuestras experiencias podría ofender al Espíritu Santo. Esto se debe a que no sabemos que el Espíritu Santo desea que hagamos tales pruebas. Si algo es del Espíritu Santo, seguirá siendo del Espíritu Santo cuando sea probado. Si es de los espíritus malignos, saldrá a la luz y quedará claro que es una imitación. ¿Nos puso Dios en la condición en la cual estamos? ¿Puede acaso haber contradicciones en la obra del Espíritu Santo? ¿Es imposible que uno cometa algún error?
Cuando el creyente recibe una pequeña luz de la verdad, admitirá que es muy posible haber sido engañado. Esto le da a la verdad la oportunidad de trabajar. El peor error que puede cometer el creyente es pensar que jamás se equivoca, pues eso lo conducirá al engaño. Pero después de humillarse, verá que estaba engañado. Si compara el principio según el cual Dios obra con las condiciones en las que operan los espíritus malignos, verá que recibió sus experiencias pasadas estando pasivo. El cumplió la condición para que los espíritus malignos comenzaran a obrar, y esto trajo como resultado muchas experiencias extrañas; al principio lo hacían feliz, pero con el tiempo le acarrearon sufrimientos. Cuando compare su actitud pasada, el principio sobre el cual Dios actúa y las condiciones en las que obran los espíritus malignos, encontrará que no estaba laborando activamente juntamente con Dios, sino que estaba simplemente intentando seguir la voluntad de El de manera pasiva. Por consiguiente, todas aquellas experiencias maravillosas o adversas deben de haber provenido de los espíritus malignos. Entonces reconocerá que fue engañado. El creyente no sólo debe recibir la verdad, sino también reconocerla, ya que al hacerlo, las mentiras de Satanás son eliminadas. La experiencia del creyente debe corresponder a los siguientes pasos: (1) debe
reconocer que es posible que un creyente sea engañado; (2) debe admitir que él mismo puede ser engañado; (3) debe reconocer que él fue, de hecho, engañado; y (4) debe preguntarse por qué está engañado.
COMO DETERMINAR EL TERRENO
Podemos decir con certeza que el creyente puede ceder terreno a los espíritus malignos; no obstante, debemos preguntarnos cuál es ese terreno. Antes de que un creyente se pregunte qué terreno puede ceder, deberá primero estudiar qué es un terreno. De lo contrario, podría tomar como posesión demoníaca algo que realmente no lo es, o creer que algo no es posesión de los demonios cuando en verdad lo es. Quizás confunda su lucha espiritual diaria contra la autoridad de las tinieblas con la lucha por librarse de la posesión demoníaca. Hacer esto, les facilitará el trabajo a los espíritus malignos.
El creyente deberá comprender que, además de los pecados, él permite que su voluntad se vuelva pasiva cada vez que acepta las imitaciones de los espíritus malignos y que les cede terreno cada vez que cree los pensamientos que le inyectan. (Ya estudiamos esto en el capítulo anterior.) Por ahora, enfocaremos nuestra atención en la pasividad. Estar pasivos es permitir que nuestra mente y nuestro cuerpo caigan en un estado de completa inactividad y dejar de lado el uso de nuestras propias facultades; es detener todo esfuerzo consciente por controlar la mente y no usar la voluntad, la conciencia ni la memoria. Por medio de la pasividad cedemos un terreno decisivo. El grado de pasividad varía en cada persona y determina hasta dónde está poseída. Sin embargo, no importa el grado de pasividad en el que haya caído, en todo caso deberá recuperar este terreno. El creyente debe de manera resuelta, definida y persistente oponerse a que los espíritus malignos ganen terreno en él. Específicamente, necesita resistirlos en las áreas en que fue engañado. Es de suprema importancia que conozca el terreno que cedió y lo reclame.
Es bastante común, al hablar de posesión demoníaca, pensar que basta con echar fuera los demonios en el nombre del Señor. Pero eso no es suficiente cuando se trata de posesión demoníaca de creyentes, porque no es lo mismo que cuando se trata de posesión de incrédulos. Estos llegan a ser poseídos por cometer pecados, en tanto que los creyentes son poseídos cuando son engañados. Por consiguiente, para ser librados, precisan salir del engaño. Si la causa de la posesión es el engaño, y sólo le ordenamos a los espíritus malignos que se vayan, estaremos solamente tratando el efecto, no con la causa. Esto puede dar resultado por algún tiempo, pero no logra una liberación completa. A menos que eliminemos la causa de la posesión demoníaca, la cual se relaciona con el terreno cedido, los demonios saldrán y obedecerán temporalmente, pero regresarán al terreno que todavía les pertenece. Esta no es una teoría. A esto se refiere el Señor en Mateo 12:43-45. Si la casa en la que los demonios vivían no es derribada, ellos pueden abandonarla, pero regresarán al poco tiempo, y la condición del hombre llega a ser peor que antes. Esta “casa” es el terreno que el hombre cedió a los espíritus malignos.
Por lo tanto, aunque es necesario echar fuera los demonios, es indispensable que se resuelva el asunto del terreno que se había cedido. Echar fuera demonios no sirve de nada si el terreno no es recuperado, porque los demonios regresarán. Es por esto que muchos creyentes no tienen una liberación permanente ni pueden traerla a otros después de
desalojar a los demonios en el nombre del Señor. Aunque los demonios sí son echados fuera, el terreno no; éste necesita ser reclamado. A menos que reclame específica y persistentemente el terreno en el que había estado pasivo y engañado, no podrá haber una liberación completa.
Si el creyente no toma posesión del terreno que había cedido a los espíritus malignos, hará que ellos vuelvan y moren en él. Aunque alguien pueda, en el nombre del Señor, expulsar los demonios que estén en él o en otros, y aunque ellos se hayan ido, la persona no quedará verdaderamente libre. Sólo ciertas manifestaciones de demonios habrán desaparecido, pero es posible que hayan cambiado y tengan otra manifestación, o quizás no se manifiesten por algún tiempo para evitar más conflictos. Pero tan pronto el creyente baje la guardia, ellos renovarán sus manifestaciones. En otras palabras, si el terreno no es recuperado, los demonios todavía tendrán algo a qué aferrarse. La mente necesita recibir la verdad, y la voluntad debe repudiar vigorosa, activa y resueltamente toda base del enemigo. Este es el único camino.
Por lo tanto, cuando el creyente descubre que está poseído por haber sido engañado, debe buscar la luz, debe tratar de descubrir qué terreno cedió y recuperarlo. Los espíritus malignos entran por el terreno que se les dé. Si no les damos más lugar, ellos se irán.
Así que, cuando el creyente descubre que cedió terreno a los espíritus malignos en algún asunto, debe reclamarlo de inmediato. Puesto que llegó a ser poseído al abandonar su soberanía y dominio propio y puesto que cayó en la pasividad, debe emplear su voluntad con ahínco y oponerse al poder de las tinieblas por medio del poder de Dios en medio de las tentaciones y los sufrimientos, y debe revocar las promesas que haya hecho a los espíritus malignos. Debido a que la pasividad llega de manera gradual, sólo puede ser eliminada gradualmente. El grado de pasividad que haya descubierto el creyente es el grado que puede rechazar. Si la pasividad se ha extendido por un largo periodo, la liberación también demorará un largo tiempo. Es fácil ir cuesta abajo, pero es difícil ascender. Es fácil llegar a ser pasivo, pero es difícil ser libre, ya que requiere la cooperación total del creyente para reclamar el terreno perdido. Sólo de este modo puede ser liberado.
El creyente debe orar y pedirle a Dios que le muestre en qué ha sido engañado y debe desear sinceramente que Dios le muestre la verdadera condición de todo su ser. Por lo general, lo que uno tema escuchar y lo incomode es un área donde ha cedido terreno a los espíritus malignos. Si uno teme eliminar algo, debe eliminarlo, porque en nueve de diez casos, los espíritus malignos se ocultan en ese preciso asunto. El creyente necesita la luz de Dios para examinar su propia enfermedad y otros factores. Después de tener claridad al respecto, debe reclamar el terreno a los espíritus malignos resueltamente. La luz es indispensable, pues sin ella el creyente creerá que algunas cosas sobrenaturales son naturales, y que ciertas cosas que pertenecen a los espíritus malignos le pertenecen a él. Esto permite que los espíritus malignos se adhieran al creyente permanentemente y sin obstáculos. Tener esta actitud equivale a decir “amen” a los demonios.
DEBEMOS RECLAMAR EL TERRENO
El principio común en lo pertinente a todo terreno cedido a los espíritus malignos es la pasividad, lo cual significa que la voluntad dejó de estar activa. Por consiguiente, a fin de reclamar el terreno, la voluntad deberá activarse una vez más. El creyente debe (1) obedecer la voluntad de Dios, (2) oponerse a la voluntad de Satanás y (3) utilizar la voluntad para unirse a la de los santos. La responsabilidad de reclamar el terreno yace en la voluntad. Puesto que la voluntad antes estaba pasiva, ahora debe oponerse a la pasividad.
El primer paso que debe dar la voluntad es decidir. Decidir es poner la voluntad en determinada dirección. Cuando el creyente que ha sido afligido por espíritus malignos llega a ser iluminado por la verdad y motivado por el Espíritu Santo, no tolerará más la adhesión permanente de los espíritus malignos. Espontáneamente, será conducido a aborrecer a los espíritus malignos. El tomará la decisión de oponerse a todas las obras de los espíritus malignos. Decidirá recuperar su libertad y su dominio, y estará resuelto a desalojar a los espíritus malignos. El Espíritu de Dios obrará en él para que aborrezca a los espíritus malignos. Cuanto más haya sido atormentado, más los odiará. Cuanto más esté atado, más los detestará. Cuanto más piense al respecto y cuanto más tiempo pase, más los aborrecerá. Finalmente, estará resuelto a ser completamente libre del poder de las tinieblas. Esta decisión es el primer paso para reclamar el terreno. Si es verdadera, la persona no retrocederá no importa cuánto se resistan los espíritus malignos en este proceso. Ella decidió y se propuso resistir los espíritus malignos a partir de ese momento.
El creyente también debe utilizar su voluntad para escoger. Esto implica que debe escoger su propio futuro. En los días de lucha, la elección del creyente ocupa un lugar importante. El creyente debe declarar constantemente que escoge la libertad, que desea la libertad y que no estará pasivo; ejercitará sus propias facultades e identificará las artimañas de los espíritus malignos; deseará que los espíritus malignos fracasen, y deseará cortar todo lazo con el poder de las tinieblas; además, rechazará todas las mentiras y excusas de los espíritus malignos. Esta elección que hace la voluntad, y esta declaración repetida son muy útiles en la batalla. Debemos darnos cuenta de que esta declaración simplemente muestra que el creyente hizo esta elección, lo cual no significa que haya decidido hacer tal cosa. El poder de las tinieblas no es afectado por lo que el creyente “decida” hacer. Pero si él decide oponerse a los espíritus malignos de manera específica con su voluntad, ellos huirán. Todo esto se relaciona con el principio de que el hombre tiene una voluntad libre. Aunque el creyente pudo permitir que los demonios entraran, ahora puede escoger algo diferente y no dar más lugar a los espíritus malignos.
En esta lucha, el creyente debe llevar a cabo todo el trabajo de la voluntad vigorosamente. Además de tomar decisiones y hacer elecciones, debe también resistir. Esto significa que ejercita el poder de su voluntad para resistir a los espíritus malignos. Asimismo, debe rechazar. Rechazar equivale a cerrarse y no cederle nada a los espíritus malignos. Por una parte, el creyente debe oponerse a la obra de los espíritus malignos en él, y por otra parte, debe rechazarlos. Oponerse significa impedir que los espíritus malignos operen, y rechazar significa retractarse de todas las anteriores promesas que les haya hecho, es decir, revocar todas las promesas que les abrieron una vía para obrar. Por lo tanto, cuando además de rechazar a los espíritus malignos nos oponemos a ellos, no tienen manera de trabajar. Primero, debemos resistir; luego, debemos tener una actitud de rechazo. Por ejemplo, podemos rechazar a los espíritus malignos, diciendo: “Estoy decidido”. Esto indica que
empleamos la voluntad para asirnos a la libertad. Pero también necesitamos oponernos, lo cual implica que debemos usar nuestra fuerza de una manera práctica para combatir al enemigo y mantener la libertad que nuestra voluntad obtiene por medio del rechazo. Debemos persistir en ello hasta que seamos completamente libres.
La verdadera lucha espiritual consiste en resistir, lo cual requiere la fuerza combinada de nuestro espíritu, nuestra alma y nuestro cuerpo. Pero la parte principal que debemos emplear es la voluntad. Decidir, escoger y rechazar, son parte de nuestra actitud, pero resistir es una acción práctica. Resistir es la acción que expresa la actitud existente e implica una lucha en el espíritu y con el poder del espíritu, en la que la voluntad desaloja el terreno ocupado por los espíritus malignos. Es un ataque a la fortaleza de los poderes de las tinieblas. Resistir es echar fuera, perseguir y desechar con el poder de la voluntad. Los espíritus malignos ocupan el terreno que el creyente les da. Cuando ellos ven la actitud de oposición del creyente, siguen ocupando el terreno original y no retroceden. Resistir implica que el creyente echa fuera los espíritus malignos con “verdadero poder” y que el creyente “obliga” a los espíritus malignos a salir y los “expulsa”. Por lo tanto, cuando un creyente está ocupado con la tarea de resistir, debe emplear su fuerza y su voluntad para expulsar a los espíritus malignos. De no ser así, una declaración y una actitud serán inútiles. La práctica debe ir a la par de la actitud. Además, no sirve de mucho resistir sin rechazar, porque las promesas que se hicieron a los espíritus malignos en un principio deben ser revocadas.
En el proceso de reclamar el terreno, el creyente debe decidir, escoger y rechazar con su voluntad. El mismo debe resistir con su voluntad, decidir pelear la batalla y escoger la libertad. Debe reclamar todo terreno ocupado por el enemigo y resistirlo para que no ocupe más terreno en él ni lo prive de su libertad. En medio de la decisión, el rechazo, la elección y la resistencia, el creyente lucha por su soberanía. No debemos olvidar que tenemos una voluntad libre. Dios nos dio libre albedrío; por lo tanto, debemos ser dueños de nosotros mismos. No obstante, los espíritus malignos se apoderaron de nuestros miembros y sus funciones, y tomaron posesión de nuestro ser. Perdimos nuestra soberanía. Cuando el creyente comienza a reclamar su terreno, se opone a los espíritus malignos en su empeño por reemplazarlo a él. Es por eso que, él necesita luchar. El creyente debe declarar continuamente que no permitirá que los espíritus malignos violen sus derechos ni usurpen su personalidad. Tampoco les permitirá adherirse a él ni tomar control de su ser. Ya no seguirá a los espíritus malignos ciegamente. ¡No lo hará por ningún motivo! ¡Rotundamente no! El será dueño de sí mismo. Ahora desea saber lo que está haciendo, tomar control de su ser y sujetar todo su ser. Rechaza todas las obras de los espíritus malignos sobre él y el derecho a obrar en él. Cuando utiliza su voluntad para ejecutar esa decisión, los espíritus malignos no podrán continuar su obra. Puesto que la voluntad decidió, rechazó y escogió, él tendrá que seguir resistiendo con su voluntad.
Una vez que el creyente reclame el terreno con su voluntad, su vida experimentará un nuevo comienzo. Lo que hizo mal es cosa del pasado. Ahora tiene un nuevo comienzo. El puede reclamar de nuevo todo lo que antes había ofrecido a los espíritus malignos. Su espíritu, alma y cuerpo deben ser rescatados del enemigo y debe consagrarlos nuevamente a Dios. Todo el terreno que había dado a los espíritus malignos por su ignorancia debe
recuperarse. Todos los derechos deben ser reclamados de nuevo. Debe dar los siguientes pasos:
Rechazar todo lo que recibió.
Alejarse de todo lo que abrazaba.
Cancelar todo lo que programó.
Revocar todo lo que prometió.
No creer en nada de lo que entes creía.
Destruir todo lo que antes hizo.
Retractarse de todo lo que dijo.
Disolver toda relación a la que estaba atado.
Expresar todo lo que callaba.
Oponerse a todo lo que antes apoyaba.
Rehusarse a dar lo que antes dio.
Derribar los argumentos, pretextos y promesas anteriores.
Rechazar todas las oraciones, y las respuestas y sanidades recibidas.
Todas estas medidas están dirigidas a los espíritus malignos. Anteriormente el creyente pensaba que las manifestaciones de los espíritus malignos provenían del Espíritu Santo. Por lo tanto, tenía una estrecha relación con ellos. Ahora sabe lo que es en realidad esta relación, y está decidido a reclamar lo que les dio a ellos en su ignorancia. Como el creyente cedió terreno a los espíritus malignos en incidentes aislados, ahora debe eliminar los obstáculos uno por uno a fin de volver a tomar posesión de dicho terreno. El obstáculo más grande para que el creyente obtenga la libertad es tener una actitud vaga e indecisa al reclamar el terreno con su voluntad, y no hacerlo de forma específica y detallada. Rechazar la idea de ceder terreno a los espíritus malignos, sólo le dará al creyente la actitud correcta. Pero, a fin de obtener liberación, tiene que reclamar todo el terreno en detalle. Esto puede parecer difícil, pero si la voluntad busca sinceramente la libertad, y si el creyente pide ser alumbrado con la luz de Dios, cuando el Espíritu Santo le muestre todo su pasado, sólo le quedará resistir asunto por asunto, y todo desaparecerá. Si el creyente está dispuesto a perseverar pacientemente, verá que éste es un camino práctico para la liberación. Paso a paso avanzará hacia la libertad. Una resistencia a modo general muestra que nos oponemos a la obra de los espíritus malignos, pero una resistencia detallada obliga a los espíritus malignos a irse y a abandonar el terreno que habían invadido.
Caer en la pasividad en la voluntad es ir cuesta abajo; todo se degrada progresivamente hasta tocar fondo. A fin de reclamar este terreno, debe cambiar de dirección y ascender escalón tras escalón. Tiene que subir el mismo número de escalones que descendió; no puede obviar ninguno. Así como cayó gradualmente en el engaño y la pasividad, debe entender y ser vivificado paulatinamente. Todos los rincones pasivos deben ser destruidos y luego, reclamados uno por uno. A medida que nuestros pies suben cada escalón, comenzamos a reclamar otro escalón. Anteriormente, tenía un descenso gradual a medida que daba cada paso. Ahora, asciende a medida que da pasos. Debemos notar que lo que hayamos cedido más recientemente a los espíritus malignos, es lo que debemos reclamar primero. O sea que, el último paso de nuestro descenso debe ser el primer paso de nuestro ascenso.
La reconquista del terreno en el creyente no debe detenerse hasta que llegue a la posición inicial de libertad. El creyente debe saber de dónde descendió y retornar a su condición original. El debe saber cuál era su condición normal y cuán activa estaba su voluntad, cuán clara estaba su mente y cuán fuerte era su cuerpo. Debe además conocer su condición presente y comparar ambas. Entonces comprenderá cuánto descendió por su pasividad. Debe tener en mente cuál era su condición normal, y tomarla como meta. No deberá estar satisfecho hasta que su voluntad controle activamente cada parte de su ser; sólo entonces habrá recobrado su condición normal. En el proceso de restablecer la libertad, el creyente debe identificar claramente su condición normal. Ya que así no será engañado pensando que está libre cuando en realidad no ha recuperado todavía su condición normal.
Debemos recobrar todas las cosas que no podemos controlar, aun las que aparentemente están más allá de nuestro alcance, sean pensamientos, la memoria, la imaginación, el discernimiento, el juicio y el amor, poder para escoger y resistir, o cualquier parte de nuestro cuerpo que haya caído en pasividad y que haya perdido su condición normal, y nos impida ser amos de nosotros mismos. Debemos usar nuestra voluntad para oponernos a esta pasividad y utilizar nuestra voluntad haciendo uso de nuestras facultades. En el momento en que caigamos en pasividad, los espíritus malignos se apoderarán de nuestras facultades pasivas usándolas por nosotros o con nuestra ayuda. Cuando podamos ver nuestra condición y tratemos de reclamar el terreno y volver a usar nuestras propias facultades, sentiremos que es muy difícil hacerlo. Esto se debe a que: (1) nuestra propia voluntad todavía es débil y no puede ejercer control sobre todas las cosas, y a que (2) los espíritus agotarán todas sus fuerzas para luchar a fin de tomar posesión de nosotros. Por ejemplo, un creyente puede haber caído en pasividad en la determinación. Aunque rechace este terreno y no le permita a los espíritus malignos obrar allí y aunque haya decidido emplear su determinación para no permanecer bajo el control de los espíritus malignos, hallará que (1) no puede decidir nada por sí mismo y que (2) los espíritus malignos no le permitirán tomar ninguna determinación ni actuar de ninguna manera. Cuando el creyente que ha sido poseído trata de derrocar la autoridad de los espíritus malignos, éstos tratarán de impedir que su prisionero actúe como si fuera libre.
El creyente tiene que escoger si permanecerá pasivo permitiendo que los espíritus malignos se muevan constantemente en él. Si él rehusa permitir que los espíritus malignos lo usen de esta forma, aunque temporalmente no pueda “determinar” nada, no permitirá que los espíritus malignos usen su poder para determinar. Ahí se inicia la batalla por la libertad.
Dicha batalla es una lucha de la voluntad. Puesto que ésta había caído en pasividad, permitió que las demás facultades de su ser cayeran en la pasividad. La voluntad (la persona) perdió su autonomía y ya no puede controlar ni dirigir libremente las facultades de su ser. Por tanto, si el creyente desea ser libre, su voluntad debe levantarse para (1) oponerse al gobierno de los espíritus malignos, (2) recuperar el terreno perdido y (3) trabajar activamente juntamente con Dios usando todo el ser del creyente. Todo depende de la voluntad. Cuando ésta se opone a los espíritus malignos y no permite que tomen posesión de sus facultades, ellos se retirarán. Como dijimos antes, ellos pueden entrar en el creyente si éste les da permiso. Por lo tanto, es necesario que ahora los rechace para que sea anulado su consentimiento inicial, a fin de que ellos pierdan su base de ataque. Cuando los resiste de forma específica, ellos no podrán obrar en él.
Cada centímetro de terreno debe ser recuperado, y todo engaño debe ser expuesto. El creyente debe tener paciencia para luchar contra el enemigo en todo aspecto y hacerlo hasta las últimas consecuencias. Debe recordar que rechazar la idea de que algún terreno sea ocupado no implica que ya lo haya recuperado, pues no se recupera todo el terreno inmediatamente después de rechazar la usurpación del mismo. Los espíritus malignos todavía harán un último esfuerzo. La voluntad del creyente necesita pasar por la batalla más feroz a fin de fortalecerse y ser libre. Por eso, el creyente debe persistir en rechazar el terreno con perseverancia, hasta que todo el terreno sea traído a la luz, y su usurpación haya sido rechazada y abolida; entonces, todas las facultades de su ser podrán ser dirigidas por la voluntad humana. Todas las facultades que estaban pasivas deben ser restauradas a su función normal. Es necesario que la mente piense con claridad, ya que debe estar en capacidad de pensar en las cosas que la voluntad desea que piense. Asimismo, ningún pensamiento debe estar fuera del control de la voluntad. La memoria debe memorizar las cosas que una persona desea recordar y no estar llena de pensamientos ajenos. Otras acciones del cuerpo, tales como cantar, hablar, leer y orar también deben ser controladas por la voluntad, la cual necesita estar activa para regir todo nuestro ser. Las diversas facultades del hombre deben funcionar normalmente.
El creyente no solamente debe reclamar el terreno que los espíritus malignos tomaron, sino también rechazar toda la obra realizada por ellos. Necesita emplear su voluntad para oponerse decidida y firmemente a la obra de ellos. Esto les infligirá mucho daño. Luego el creyente ha de pedirle a Dios luz para reconocer las acciones de los espíritus malignos y rechazarlas una por una. Dichas acciones son: (1) reemplazar las actividades de los creyentes, y (2) afectar sus actividades. Por lo tanto, el creyente debe rechazar aquella obra no permitiendo (1) que sus actividades sean reemplazadas ni (2) que sus actividades sean afectadas. El creyente no sólo debe reclamar la base desde donde operan los espíritus malignos, sino también el terreno que los preserva en su actual condición. Cuando un creyente resiste de este modo, verá que ellos usarán todos los medios posibles para oponérsele. A menos que entremos en combate contra ellos usando todas nuestras fuerzas, no podremos recuperar nuestra condición original ni recobrar la libertad. Cuando luchamos de esta forma, descubrimos que inicialmente no podemos usar nuestras facultades, pero cuando usamos toda nuestra fuerza para contraatacar el poder del enemigo, nuestra voluntad puede recuperar completamente su condición activa, y podrá una vez más gobernar nuestro ser. Tanto la pasividad como la posesión demoníaca llegan a su fin en esta guerra.
Cuando el creyente combate para recobrar su terreno, pasa por momentos muy dolorosos. Al estar resuelto a recuperar su libertad, sentirá un gran dolor y librará una lucha muy intensa a causa de la resistencia del poder de las tinieblas. Cuando trata de usar su voluntad para (1) oponerse a la autoridad de los espíritus malignos y (2) llevar a cabo sus deberes, experimenta la intensidad de la oposición de los espíritus malignos que lo han estado ocupando. Cuando comienza a luchar contra los espíritus malignos, no comprende cuán hondo había caído, pero al poco tiempo, al ir recuperado el terreno centímetro a centímetro, sintiendo el peso de la oposición y la opresión de los espíritus malignos, entiende lo abismal de su caída. Puesto que los espíritus malignos se oponen con tal intensidad y puesto que están tan reacios a abandonar su opresión, los síntomas del creyente empeoran cuando comienza la batalla por recuperar el terreno. Parecerá que cuanto más lucha, menos poder tiene, y que las áreas que el enemigo posee son más confusas y desordenadas. Esta condición es una señal de ir hacia la victoria. Aunque el creyente se sienta peor que antes, su condición está en realidad mejorando porque estos síntomas son indicios de que la resistencia ha sentido el efecto, y que los espíritus malignos están sintiendo el ataque del creyente; por eso se han levantado para resistir. Sin embargo, éste es sólo su último esfuerzo. Si el creyente persiste, ellos huirán de manera definitiva.
Durante la batalla, es muy importante que el creyente se mantenga firme en Romanos 6:11, reconociendo que él es uno con el Señor y que como el Señor murió, él también murió. Esta fe lo librará de la autoridad de los espíritus malignos, porque ellos no tienen ninguna autoridad sobre un muerto. Esta debe ser la posición del creyente. Durante este período también debe usar la Palabra de Dios para enfrentar todas las mentiras del enemigo, porque ellos le dirán que ha caído tan profundamente que ya no puede ser restaurado. En medio del sufrimiento y del conflicto, especialmente cuando los espíritus malignos están haciendo su último esfuerzo y el creyente experimenta el mayor dolor, ellos harán que se sienta desanimado y piense que está desahuciado y que no puede ser libre. Si él le presta atención al diablo, estará en el más grave peligro. El creyente debe comprender que en el Calvario se les puso fin a Satanás y a sus espíritus malignos (He. 2:14; Col. 2:14-15; Jn. 12:31-32). La salvación ya se efectuó. Todos los creyentes puede ser libres en su experiencia de la potestad de las tinieblas y ser trasladados al reino del amado Hijo de Dios (Col. 1:13). Además, por el simple hecho de que la recuperación de este terreno ha traído tanto sufrimiento, sabemos que los espíritus malignos están temblando ante esta acción y que lo que se está haciendo es lo correcto, y recuperaremos más terreno. No importa cuántas nuevas manifestaciones produzcan los espíritus malignos ni cuánto nos hayan hecho sufrir o cuánto nos hayan manipulado, mientras identifiquemos que el origen son los espíritus malignos, debemos rechazarlas y no debemos prestarles atención. No se sienta mal por ellas ni hable sobre ellas; sólo debe rechazarlas y echarlas al olvido.
Si el creyente persiste en no hacer caso a su tristeza temporal y reclama firmemente su terreno con su voluntad, gradualmente verá que su libertad regresa. Si el terreno es identificado y reclamado de una manera detallada, el grado de posesión demoníaca también se reducirá poco a poco. Si el creyente no cede más terreno a los espíritus malignos, el poder de la posesión demoníaca disminuirá a medida que el terreno se vaya reduciendo. Aunque quizás demore algún tiempo para que el creyente llegue a ser completamente libre, en todo caso, está en el camino de la liberación. Quizás antes no tenía ningún sentimiento con respecto a sí mismo, a sus sentidos, a su apariencia ni a su conducta. Ahora, poco a
poco estos sentimientos regresarán. El creyente no debe dejarse engañar pensando que está retrocediendo en su vida espiritual por el hecho de sentir estas cosas una vez más. Debe darse cuenta de que perdió la sensibilidad con respecto a estas cosas cuando fue poseído por los demonios. Así que al empezar a ser liberado, los sentimientos con respecto a estas cosas regresan. Estos sentimientos muestran que los espíritus malignos estaban adheridos a sus sentidos y que ahora están saliendo. Cuando el creyente llega a este punto, debe avanzar firmemente, porque pronto experimentará una liberación plena. Sin embargo, antes de regresar a su condición normal, no debe conformarse con un pequeño éxito. A fin de que los demonios sean completamente erradicados, el terreno debe ser recobrado en su totalidad.
COMO SER GUIADOS EN REALIDAD
Debemos entender la manera en que Dios nos guía, así como la relación que existe entre la voluntad del hombre y la de Dios.
Necesitamos comprender que el creyente debe sujetarse a Dios incondicionalmente. Además, cuando la vida espiritual del creyente ha llegado a la cumbre, su voluntad debe estar en perfecta unión con la voluntad de Dios, lo cual no significa que deje de tener voluntad propia. La facultad de la voluntad permanece, pero el matiz natural ha desaparecido. Dios aún necesita la facultad de la voluntad del hombre para que trabaje juntamente con El a fin de que se cumpla Su voluntad. Cuando miramos el ejemplo del Señor Jesús, vemos que una persona que está en una unión perfecta con Dios todavía tiene su propia voluntad. “No busco Mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Jn. 5:30). “No para hacer Mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió” (6:38). “No se haga Mi voluntad, sino la Tuya” (Lc. 22:42). Vemos que el Señor Jesús, quien es uno con el Padre, tiene Su propia voluntad además de la voluntad del Padre. Los versículos muestran que El no carece de voluntad, pero El no buscó ni hizo ni cumplió esa voluntad. Por consiguiente, quien es realmente uno con Dios no debe eliminar la función de la voluntad, sino que debe poner su voluntad del lado de Dios.
La verdadera forma de ser guiados no consiste en que debemos obedecer a Dios como una máquina, sino que debemos hacer la voluntad de Dios activamente. Dios no desea que el creyente lo siga a ciegas, sino que haga uso consciente de todo su ser para llevar a cabo Su voluntad. Las personas pasivas prefieren que Dios actúe por ellos mientras ellas se mantienen pasivas. Pero Dios no desea que los creyentes sean perezosos, sino que preparen sus miembros vigorosamente y que obedezcan activamente después de haber examinado y entendido la voluntad de Dios. Ya hablamos de conocer a Dios por medio de la intuición. Así que, no lo repetiremos. Si el creyente tiene el deseo de obedecer a Dios, debe seguir los siguientes pasos: (1) estar resuelto a hacer la voluntad de Dios (Jn. 7:17); (2) recibir la revelación en cuanto a la voluntad de Dios (Ef. 5:17); (3) ser fortalecido por Dios para decidirse a llevarla a cabo (Fil. 2:13); y (4) ser fortalecido por Dios para ejecutarla (Fil. 2:13). Dios no tomará el lugar del creyente para llevar a cabo Su voluntad. Después de que éste entienda la voluntad de Dios, debe disponer su voluntad para cumplirla. Cuando su voluntad haya tomado esta decisión, deberá reclamar el poder del Espíritu Santo para llevarla a cabo en la práctica.
El creyente debe reclamar el poder del Espíritu Santo, debido a que su voluntad es demasiado débil para actuar sola. Siempre experimentaremos que “el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (Ro. 7:18). Por lo tanto, es necesario que el Espíritu Santo fortalezca nuestro hombre interior a fin de que podamos obedecer a Dios en acción. Primero, Dios opera en nosotros para hacer que estemos dispuestos y luego, opera para que cumplamos por Su beneplácito (Fil. 2:13).
Dios nos revela Su voluntad por medio de la intuición. Si la voluntad del creyente se une con El, El le multiplicará la fuerza y lo capacitará para que su voluntad se ajuste a la Suya y para que la lleve a cabo. Dios desea que los creyentes sean uno con Su voluntad. Sin embargo, El no desea tomar el lugar de Sus hijos en la aplicación de Su voluntad. Su propósito al crear y redimir al hombre era que el hombre fuera completamente libre en su voluntad. Por medio de la salvación que el Señor efectuó en la cruz, los creyentes pueden escoger libremente y seguir la voluntad de Dios. Es por esto que muchos mandamientos del Nuevo Testamento (los cuales pertenecen a la vida y a la piedad) requieren del ejercicio de la voluntad por parte del creyente para escoger o rechazar. Si Dios hubiera querido eliminar la facultad de la voluntad, estos mandamientos no tendrían sentido.
El creyente espiritual tiene todo el poder para usar su propia voluntad y debe escoger constantemente la voluntad de Dios y rechazar la de Satanás. Aunque en muchas ocasiones no pueda distinguir lo que es de Dios de lo que es de Satanás, de todos modos, podrá escoger y rechazar. El podrá decir: “Aunque no sé lo que pertenece a Dios ni lo que pertenece al diablo, escogeré a Dios y rechazaré al diablo”. Aunque él no sepa lo que pertenece a Dios, podrá escoger a Dios en su “intención” y elegirá todo lo que sea de El; podrá adoptar la actitud de que no desea nada que provenga del diablo, sea lo que fuere. En cualquier cosa que le sobrevenga, tendrá que escoger o rechazar. Aunque no sepa, deberá escoger la voluntad de Dios. Quizás pueda decir: “Cada vez que conozco la voluntad de Dios, la deseo. Siempre escogeré la voluntad de Dios y rechazaré la de Satanás”. Haciendo esto, el Espíritu Santo obrará en él, y Dios fortalecerá esa voluntad que está en contra de Satanás, día a día, y éste comenzará a perder su poder. Entonces Dios habrá ganado otro siervo fiel en medio de un mundo de rebeldía. Cuando uno rechaza continuamente la voluntad de Satanás, por lo menos en la intención y le pide a Dios que pruebe lo que sea compatible con El, comprenderá en su espíritu el papel tan grande que juega la actitud de la voluntad en la vida espiritual.
GOBERNARSE A SI MISMO
Cuando la vida espiritual del creyente llega a la cúspide, él puede gobernarse a sí mismo. Cuando decimos que el Espíritu Santo nos gobierna a nosotros, no damos a entender que El rija directamente alguna parte de nuestro ser. Si el creyente no entiende esto, podrá ser poseído por los demonios o se desanimará al ver que el Espíritu Santo no gobierna así su vida. Si se da cuenta de que el Espíritu Santo lo guía a gobernarse a sí mismo, no caerá en la pasividad; por el contrario, dará grandes pasos en el progreso de su vida espiritual.
“El fruto del Espíritu es ... dominio propio” (Gá. 5:22-23). La obra del Espíritu Santo es llevar el hombre exterior del creyente a que tenga un dominio propio completo. El Espíritu Santo depende de la voluntad renovada del creyente para que ésta reine en él. Cada vez que
el creyente actúa según la carne, el hombre exterior se rebela contra el espíritu. Tal rebelión no se presenta como un acto aislado, sino como una serie de acciones de rebelión inconexas. Cuando el creyente es espiritual y tiene el fruto del Espíritu, no sólo se encuentran en él (en su alma) la benignidad, el gozo, la mansedumbre, y lo demás de esta lista, sino también el dominio propio. Aunque el hombre exterior estaba confundido, ahora está totalmente sometido y sujeto al gobierno propio de acuerdo con la voluntad del Espíritu Santo.
En primer lugar, el creyente debe controlar su espíritu para que éste se mantenga en la debida condición. No deberá ser demasiado ferviente ni demasiado frío, sino mantenerse en una posición equilibrada. Nuestro espíritu, al igual que las demás partes de nuestro ser, necesita estar bajo el control de nuestra voluntad. Uno sólo puede controlar su propio espíritu y mantenerlo en la debida actitud, cuando la mente es renovada y cuando él está lleno del poder del Espíritu Santo. El creyente experimentado sabe que cuando su espíritu está turbado, tiene que emplear su voluntad para controlarlo. Cuando el espíritu se deprime demasiado, tiene que ejercitar su voluntad para levantarlo; solamente así puede andar en el espíritu todos los días. Esto no contradice lo que dijimos con respecto a que el espíritu debe gobernar sobre todo nuestro ser. Cuando decimos que el espíritu controla todo nuestro ser, nos referimos a que la intuición del espíritu expresa la voluntad de Dios. Por consiguiente, es nuestro espíritu el que controla todo nuestro ser (incluyendo nuestra voluntad) según la voluntad de Dios. Cuando decimos que nuestra voluntad controla todo nuestro ser, queremos decir que nuestra voluntad controla directamente nuestro ser (incluyendo nuestro espíritu) según la voluntad de Dios. En la experiencia, estas dos cosas son perfectamente compatibles. “Como ciudad derribada y sin muros es el hombre cuyo espíritu no tiene rienda” (Pr. 25:28).
En segundo lugar, el creyente debe controlar su mente y las demás facultades de su alma. Todo pensamiento debe ser sometido al control de la voluntad. Todos los pensamientos que vagan deben ser puestos bajo el control de la voluntad. “...al llevar cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo” (2 Co. 10:5). “Fijad la mente en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col. 3:2).
En tercer lugar, el cuerpo debe estar bajo control; debe ser una herramienta y no convertirse en su amo por las lujurias y las pasiones desordenadas. El creyente debe usar su voluntad para controlar, adiestrar y subyugar su cuerpo, a fin de que sea completamente obediente y espere en la voluntad de Dios sin resistencia alguna. “Golpeo mi cuerpo y lo pongo en servidumbre” (1 Co. 9:27). Cuando el creyente llega tener un dominio propio total, ninguna parte de su ser será un estorbo. Una vez que sepa cuál es la voluntad de Dios, podrá responder instantáneamente. Tanto el Espíritu de Dios como el espíritu del hombre necesitan una voluntad autónoma para llevar a cabo la revelación de Dios. Por lo tanto, por una parte, debemos ser uno con Dios y, por otra, debemos afligir nuestro ser para que nos obedezca plenamente. Esto es necesario para nuestra vida espiritual.
DECIMA SECCION — EL CUERPO
CAPITULO UNO
EL CREYENTE Y SU CUERPO
Necesitamos conocer cuál es la posición del cuerpo a los ojos de Dios. No se puede negar que existe una relación entre el cuerpo y la vida espiritual. Además de tener espíritu y alma, también tenemos cuerpo. La intuición, la comunión y la conciencia de nuestro espíritu pueden ser muy saludables, y aunque la mente, la parte emotiva y la voluntad de nuestra alma puedan estar renovadas, no seremos hombres espirituales si nuestro cuerpo no es sano y renovado a la par de nuestro espíritu y nuestra alma. No podemos considerarnos completos si todavía nos falta algo. Como seres humanos no sólo tenemos espíritu y alma, sino que también cuerpo. No podemos descuidar el cuerpo y ocuparnos solamente del espíritu y del alma, pues si lo hacemos nuestra vida se marchitará.
El cuerpo es necesario e importante; si así no fuera, Dios no nos habría dado un cuerpo. Si leemos cuidadosamente la Biblia, veremos la importancia que Dios da al cuerpo humano. Casi todo lo que se narra en la Biblia tiene que ver con el cuerpo. La encarnación es el acto más evidente y convincente. El Hijo de Dios tomó un cuerpo de carne y sangre, y aunque pasó por la muerte, tendrá ese cuerpo por la eternidad.
EL ESPIRITU SANTO Y EL CUERPO
Romanos 8:10-13 nos habla en detalle de la condición de nuestro cuerpo, de la manera en que el Espíritu Santo ayuda a nuestro cuerpo y de la actitud que debemos tener hacia nuestro cuerpo. Si comprendemos estos versículos, no nos equivocaremos en cuanto a la posición de nuestro cuerpo en el plan de redención.
El versículo 10 dice: “Pero si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo está muerto a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia”. Tanto nuestro cuerpo como nuestro espíritu estaban inicialmente muertos, pero después de que creímos en el Señor Jesús, lo recibimos como nuestra vida. Cristo por medio del Espíritu Santo mora en los creyentes. Esta es la verdad más sobresaliente de todo el evangelio. Todo creyente, no importa cuán débil sea, tiene a Cristo en él, y Cristo es su vida. Cuando Cristo entró en nosotros, avivó nuestro espíritu, como ya lo dijimos. Al principio, nuestro cuerpo y nuestro espíritu estaban muertos. Debido a que recibimos a Cristo y a que mora en nosotros, nuestro espíritu ahora está vivo. El espíritu y el cuerpo estaban muertos, pero el espíritu fue avivado, y solamente el cuerpo permanece en la muerte. Esta es la condición común de los creyentes: el espíritu está vivo, pero el cuerpo no.
Esta experiencia (común a todos los creyentes) hace que haya grandes diferencias entre lo externo y lo interno de los creyentes. Nuestro hombre interior está lleno de vida, pero nuestro hombre exterior está lleno de muerte. Nuestro espíritu está lleno de vida, pero habita en un cuerpo de muerte. En otras palabras, la vida de nuestro espíritu y la vida de nuestro cuerpo son completamente diferentes. La vida del espíritu es verdadera vida, pero la vida del cuerpo no es otra cosa que muerte, porque nuestro cuerpo sigue siendo un “cuerpo de pecado”. Por consiguiente, no importa cuánto crecimiento tengamos en nuestra vida espiritual, nuestro cuerpo seguirá siendo el cuerpo de pecado. Todavía no hemos recibido el cuerpo de resurrección, el cual es glorioso y espiritual. La redención de nuestro cuerpo sucederá en el futuro. Nuestro cuerpo hoy no es más que un vaso de barro, un tabernáculo terrenal y todavía está en deshonra. Aunque el pecado haya sido echado fuera del espíritu y de la voluntad, la redención de nuestro cuerpo todavía pertenece al futuro. Así que, el pecado aún no ha sido echado fuera del cuerpo. Debido a eso el cuerpo está muerto. A ello alude el versículo que dice: “El cuerpo está muerto a causa del pecado”, pero nuestro espíritu está vivo, o dicho de una manera más exacta, nuestro espíritu es vida. Por la justicia de Cristo, nuestro espíritu recibió vida. Cuando creímos en Cristo, recibimos instantáneamente La justicia de Cristo y fuimos justificados delante de Dios. En el primer caso, Cristo depositó Su justicia en nosotros. Este es un hecho plenamente revelado; no es una metáfora; Cristo nos impartió Su justicia. En el segundo caso, Dios por medio de Cristo nos ve como justos, lo cual es un procedimiento legal. Si no hubiera una impartición de justicia, no podría haber justificación. Cuando recibimos a Cristo, fuimos puestos en la posición de justos ante Dios. El nos impartió la justicia de Cristo en el mismo momento en que entró en nosotros para ser nuestra vida y avivar nuestro espíritu amortecido. Es por esto que Romanos 8:10 dice: “El espíritu es vida a causa de la justicia”.
El versículo 11 dice: “Y si el Espíritu de Aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por Su Espíritu que mora en vosotros”. El versículo anterior dice que Dios hace que nuestro espíritu sea vida, y este versículo nos dice que Dios hace que nuestros cuerpos reciban vida. El versículo 10 dice que solamente el espíritu está vivo; así que, el cuerpo todavía está muerto. Luego añade que el cuerpo también puede llegar a vivir después de que el espíritu sea avivado. Primero dice que el espíritu vive porque Cristo vive en nosotros, y luego dice que el cuerpo llega a vivir porque el Espíritu Santo vive en nosotros. El Espíritu Santo desea darle vida a nuestro cuerpo.
Ya vimos que nuestro cuerpo está muerto, y aunque la cáscara no esté muerta, va en camino a la tumba. Desde el punto de vista espiritual, el cuerpo también se cuenta como muerto. Aunque desde la perspectiva humana el cuerpo tiene vida, para Dios esta vida es muerte, porque está lleno de pecado. “El cuerpo está muerto a causa del pecado”. Por una parte, aunque el cuerpo tiene fuerzas, no podemos permitir que exprese su propia vida. No debe ejercer ninguna acción porque las acciones de su vida no son otra cosa que muerte. El pecado es la vida del cuerpo, pero es muerte espiritual. El cuerpo vive en una especie de muerte espiritual. Por otra parte, sabemos que debemos dar testimonio de Dios, servirle y llevar a cabo Su obra, todo lo cual requiere la fuerza de nuestro cuerpo. Puesto que el cuerpo está muerto espiritualmente y su vida también está muerta, ¿qué debemos hacer para que nuestro cuerpo pueda ser usado a fin de que pueda suplir las necesidades del hombre espiritual sin hacer uso de su vida de muerte? Nuestro cuerpo es incompetente y se resiste a
andar conforme a la voluntad del Espíritu de vida que mora en nosotros. Por el contrario, se opone y lucha contra esa voluntad. ¿Qué debe hacer el Espíritu Santo a fin de capacitar al cuerpo para que se conduzca conforme a Su voluntad? La respuesta es que el Espíritu Santo da vida a nuestros cuerpos mortales.
Dios “levantó de los muertos a Jesús”, pero no se menciona explícitamente; sólo dice: “Aquel que levantó de los muertos a Jesús”, esto se debe a que el énfasis recae en la obra que El llevó a cabo al resucitar a Jesús de entre los muertos. Esto dirige la atención de los creyentes al siguiente hecho: si Dios levantó el cuerpo muerto de Jesús, puede también levantar los cuerpos mortales de los creyentes. El apóstol dice que si el Espíritu de Dios, es decir, el Espíritu Santo o el Espíritu de resurrección, “mora en vosotros”, Dios “vivificará también vuestros cuerpos mortales” por medio de El. Esta es la segunda ocasión en que el apóstol usa la palabra “si”, aunque no tenía duda con respecto a si el Espíritu Santo está en los creyentes. En el versículo 9, él dice que todos los que han participado de Cristo ya tienen el Espíritu Santo. El quiso decir que puesto que el Espíritu Santo mora en nosotros, nuestro cuerpo mortal recibirá Su vida. Este es un privilegio del que sólo participan aquellos en quienes mora el Espíritu Santo. El apóstol no quería que ningún creyente dejara de tomar esto en fe ni perdiera esta bendición.
Dicho versículo dice que si el Espíritu de Dios mora en nosotros, entonces Dios dará vida a nuestros cuerpos mortales por medio del Espíritu que mora en nosotros. Esto no se refiere a la resurrección que experimentaremos en el futuro, pues no tiene relación alguna con ese tema. Aquí se está comparando la resurrección del Señor Jesús con nuestros cuerpos que han recibido vida. Este versículo no habla de cuerpos que hayan muerto; en ese caso, sí estaría relacionado con la resurrección. Solamente se habla del cuerpo “mortal”, que ha de morir, no del cuerpo que está muerto. El cuerpo de los creyentes se encuentra muerto espiritualmente, pero no está muerto físicamente. En realidad, está en camino a la tumba y morirá. Así como el Espíritu Santo que mora en nosotros se relaciona con el presente, el hecho de que el Espíritu Santo dé vida a nuestros cuerpos mortales es también una experiencia del presente. Este versículo tampoco nos habla de la regeneración, porque dice que el Espíritu Santo da vida a nuestro cuerpo, no a nuestro espíritu.
En este versículo, Dios nos dice que los cuerpos de los creyentes tienen el privilegio de recibir vida por medio del Espíritu Santo que mora en ellos. Esto no significa que “el cuerpo de pecado” llegue a ser un cuerpo santo ni que “el cuerpo de nuestra humillación” llegue a ser un cuerpo glorioso, ni que el “cuerpo mortal” llegue a ser un cuerpo inmortal. Estas cosas no son posibles en esta vida, pero sucederán cuando el Señor nos lleve consigo y nuestros cuerpos sean redimidos. La naturaleza de nuestro cuerpo no puede cambiar en esta vida. El hecho de que el Espíritu Santo dé vida a nuestros cuerpos quiere decir que (1) si nuestro cuerpo tiene alguna enfermedad, El puede hacer que se recupere, y (2) si no tiene ninguna dolencia, El nos preservará de contraer cualquier enfermedad. En síntesis, el Espíritu Santo desea fortalecer nuestro cuerpo para que satisfaga todos los requisitos de la obra de Dios y lo que El requiere en nuestra conducta, y para que no perjudique nuestra vida ni cause daño al reino de Dios.
Esto es lo que Dios preparó para todos Sus hijos. Pero ¿cuántos creyentes han experimentado que el Espíritu del Señor les dé vida cada día a sus cuerpos mortales? ¿No
son todavía muchos afectados por su constitución física y no ponen así en peligro su vida espiritual? ¿No caen muchos con frecuencia debido a la debilidad de su cuerpo? ¿No están todavía muchos incapacitados para participar en la obra vigorosa de Dios debido a la esclavitud de la enfermedad? Las experiencias de los creyentes hoy no pueden compararse con la provisión de Dios. Esto se debe a muchas cosas. Algunos no conocen la provisión que Dios nos dio en el Espíritu Santo y, por su incredulidad, la consideran imposible. Algunos piensan que no tiene mucha relación con ellos porque no la desean. Otros la conocen, la creen y la desean, pero no presentan sus cuerpos en sacrificio vivo. Simplemente esperan que Dios, por medio del Espíritu Santo, les dé la fuerza que les ayude a vivir por su propia cuenta. Así que, tampoco ellos experimentan estas riquezas. Si los creyentes están dispuestos a vivir para Dios, y si reclaman estas promesas y esta provisión por la fe, verán que es un hecho real que Dios llenará nuestro cuerpo de vida. (Más adelante daremos más detalles al respecto.)
El versículo 12 dice: “Así que hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne”. Este versículo habla de la relación que debe haber entre el creyente y el cuerpo. Un sinnúmero de creyentes hoy se han convertido en fieles esclavos del cuerpo, y muchos de ellos tienen su vida espiritual confinada en sus cuerpos. Son como dos clases de personas; cuando miran en su interior, sienten que son muy espirituales, que están cerca de Dios y que tienen una vida espiritual muy elevada, pero cuando viven en la carne, sienten que son seres caídos y carnales y que están separados de Dios. Le obedecen a su cuerpo, el cual les parece una carga pesada. Cada vez que tienen un pequeño malestar, cambian de conducta, y cada vez que experimentan una pequeña debilidad, enfermedad o dolor, se sienten perdidos y comienzan a amarse a sí mismos y a tener compasión de sí mismos, y pierden la paz en su corazón. En tales circunstancias, se les hace imposible tener una vida espiritual.
La expresión “así que”, usada por el apóstol, conecta este versículo con el contexto. El versículo 10 dice que el cuerpo está muerto, y el versículo 11 dice que el Espíritu Santo da vida al cuerpo. Basándose en estas dos condiciones, el apóstol añade: “Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne”. (1) Puesto que el cuerpo está muerto a causa del pecado, no debemos vivir según él, pues si lo hacemos, pecaremos. (2) Puesto que el Espíritu Santo impartió vida a nuestro cuerpo mortal no necesitamos vivir según la carne, porque ésta ya no tiene autoridad para atar nuestra vida espiritual. Con estas provisiones del Espíritu Santo, nuestra vida interior puede dar órdenes directas al cuerpo sin ningún impedimento. Antes éramos deudores a la carne. No podíamos detener sus deseos, pasiones y concupiscencias. Por eso, le obedecíamos y cometíamos muchos pecados. Sin embargo, ya que el Espíritu Santo hizo tal provisión para nosotros, la concupiscencia de la carne no puede forzarnos a hacer nada, y la debilidad, la enfermedad y el dolor que se hallan en la carne tampoco pueden controlarnos.
Muchos piensan que la carne tiene sus deseos y apetitos legítimos y que deben satisfacerlos. Pero el apóstol nos dice que no le debemos nada a la carne. Aparte de mantener la carne en la debida condición como un vaso para Dios, no tenemos ninguna deuda para con ella. Sin embargo, la Biblia tampoco nos prohibe cuidar nuestro cuerpo. Cuando estamos enfermos, el cuerpo necesita atención especial. El vestido, el alimento y el techo son necesarios, y en algunas ocasiones, el descanso es indispensable. Pero, por otra
parte, no debemos permitir que nuestra vida esté centrada en estas cosas. Debemos comer cuando tengamos hambre, beber cuando tengamos sed, descansar cuando nos sintamos cansados y vestirnos cuando tengamos frío. De todos modos, no debemos permitir que estas cosas penetren demasiado en nuestros corazones hasta formar parte de las metas de nuestra vida diaria. No debemos desear tales cosas. Ellas deben ir y venir según nuestras necesidades, mas no deben perdurar mucho tiempo. No es correcto que se conviertan en pasiones. Sin embargo, hay momentos en los que el cuerpo tiene necesidad de estas cosas, pero por causa de la obra de Dios o debido a que existen necesidades más importantes, debemos golpear nuestro cuerpo y no ser esclavos suyos. El sueño que tenían los discípulos en el huerto del Getsemaní y el hambre que sintió el Señor Jesús junto al pozo de Sicar nos muestran la necesidad de vencer deseos que son lícitos. De lo contrario, estos deseos nos conducirán al fracaso. No tenemos ninguna deuda con la carne. Por tanto, no debemos pecar por la concupiscencia de la carne ni reducir la obra espiritual por la debilidad de la carne.
El versículo 13 dice: “Porque si vivís conforme a la carne, habréis de morir, mas si por el Espíritu hacéis morir los hábitos del cuerpo, viviréis”. Puesto que Dios ha dado tales provisiones, los creyentes sufrirán si no las reciben y viven conforme a la carne.
“Si vivís conforme a la carne, habréis de morir”. En este versículo los verbos “morir” y “viviréis” de la cláusula siguiente tienen varios significados. Sólo mencionaremos uno de ellos: la muerte del cuerpo. En lo que respecta al pecado, nuestro cuerpo está “muerto”; en cuanto al resultado, nuestro cuerpo es “mortal”. Si vivimos conforme a la carne, el cuerpo mortal será un cuerpo que está a punto de morir. Si vivimos conforme a la carne, por una parte, no podemos recibir la vida que el Espíritu Santo le da al cuerpo, y por otra, el envejecimiento del cuerpo se acelerará. Todos los pecados son dañinos para el cuerpo. Todos los pecados tendrán un efecto nocivo para el cuerpo, y ese efecto es la muerte. Tenemos que luchar contra la muerte de nuestro cuerpo confiando en el Espíritu Santo, quien da vida a nuestro cuerpo. De lo contrario, la muerte acelerará su obra en el cuerpo.
“Si por el Espíritu hacéis morir los hábitos del cuerpo, viviréis”. No sólo debemos recibir al Espíritu Santo para que dé vida a nuestro cuerpo, sino también para que mate los hábitos del cuerpo. Si somos descuidados y no ponemos fin los hábitos del cuerpo por medio del Espíritu Santo, no podremos esperar que El dé vida a nuestro cuerpo. Sólo podremos vivir haciendo morir los hábitos del cuerpo por medio de El. Si el cuerpo desea vivir, los hábitos del cuerpo primero deben morir. De lo contrario, el resultado inminente será la muerte. Este es el error que muchos cometen; piensan que pueden vivir por su propia cuenta, controlar su propio cuerpo, hacer lo que les place, y aún así, recibir la vida que el Espíritu Santo suministra al cuerpo para que éste se mantenga fuerte y saludable. ¿Cómo puede ser posible esto? El Espíritu Santo le da vida y poder al hombre a fin de que viva para El. Dios da vida a nuestro cuerpo para que le sirvamos a El; lo hace con el propósito de que vivamos para El. Si no nos hemos consagrado plenamente, viviremos aún más para nosotros mismos cuando el Espíritu nos dé salud, fuerza y poder. Muchos creyentes que buscan al Espíritu Santo para que le dé vida a su cuerpo deben comprender que no recibirán lo que piden si no prestan atención a esto.
Anteriormente, no podíamos controlar nuestro cuerpo, pero ahora, por medio del Espíritu Santo sí podemos. El nos da el poder para hacer morir los hábitos del cuerpo. Todos los creyentes han experimentado la concupiscencia de sus miembros, la cual insta su cuerpo a tratar de satisfacerla, y ha visto cuán impotente es de afrontar esto por sí solo; pero por medio del Espíritu Santo puede hacerlo. Este es un punto muy importante. Es inútil que el yo trate de crucificarse. En la actualidad muchos creyentes entienden lo que es estar crucificados juntamente con Cristo, pero muy pocos en realidad expresan esta vida. La verdad acerca de la crucifixión con Cristo se halla en la vida de muchos a modo de simple enseñanza. Tales creyentes no han visto con claridad el papel que el Espíritu Santo desempeña en la salvación; no han visto que el Espíritu Santo obra juntamente con la cruz. Si sólo tenemos la cruz sin el Espíritu Santo, ella es inútil, pues solamente el Espíritu Santo puede aplicar lo que la cruz efectuó, y sólo El puede hacerla nuestra experiencia. Si no permitimos que esta verdad sea aplicada en nuestras vidas por el Espíritu Santo, todo lo que veamos serán sólo teorías.
Es bueno saber que “nuestro viejo hombre fue juntamente crucificado con El para que el cuerpo de pecado sea anulado”. Pero si no hacemos morir los hábitos del cuerpo por el Espíritu, es decir, por el poder del Espíritu Santo y en El, el conocimiento de esta verdad por sí solo no nos librará de los hábitos del cuerpo. Muchos creyentes entienden claramente la verdad de la cruz y la aceptan, pero ésta no tiene efecto en ellos. Esto los hace dudar si la salvación práctica de la cruz es verdadera. No debemos sorprendernos de que piensen eso, pues olvidan al Espíritu Santo, quien es el único que puede convertir la cruz en una experiencia. Solamente El puede hacer que la salvación nos sea aplicada. Si el creyente se niega a sí mismo y confía plenamente en que el poder del Espíritu Santo pondrá fin a los hábitos del cuerpo, entonces la verdad que reconoce no será más que una teoría. Sólo por medio del poder aniquilador del Espíritu Santo puede el cuerpo recibir vida.
GLORIFICAMOS A DIOS
En 1 Corintios 6:12-20 se arroja mucha más luz en cuanto al cuerpo de los creyentes. Examinemos esa porción versículo por versículo.
El versículo 12 dice: “Todas las cosas me son lícitas, mas no todas son provechosas; todas las cosas me son lícitas, mas yo no me dejaré dominar de ninguna”. El apóstol se refería al cuerpo. (Explicaremos esto más adelante.) El dijo que todo le es lícito porque por naturaleza todos los deseos del cuerpo, tales como comer, beber y reproducirse (v. 13), son naturales, necesarios y lícitos. Pero el dijo que (1) no todas estas cosas nos convienen y (2) no debemos ser dominados por ellas. En otras palabras, desde la perspectiva del hombre, hay muchas cosas que el creyente puede hacer con su cuerpo, pero que debe evitarlas porque él pertenece al Señor y desea glorificar a Dios.
El versículo 13 dice: “La comida para el vientre, y el vientre para la comida; pero Dios reducirá a nada tanto al uno como a la otra. Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo”. La primera parte de este versículo concuerda con la primera parte del versículo anterior. La comida es lícita, aunque tanto ésta como el
vientre serán reducidos a nada. Por lo tanto, no todo conviene. La segunda mitad también concuerda con la segunda mitad del versículo 12. Un creyente puede estar completamente libre del control de sus apetitos sexuales y ofrecer su cuerpo exclusivamente al Señor (7:34).
El cuerpo es para el Señor. Esta declaración es muy crucial. El apóstol acababa de hablar del problema de la comida. La necesidad de comer y de beber les da a los creyentes la oportunidad de obedecer esta declaración. La causa original de la caída del hombre fue la comida. El Señor Jesús también fue tentado en el desierto con respecto a la comida. Muchos creyentes ignoran que deben glorificar a Dios en lo relacionado con comer y beber, ya que no comprenden que el único propósito de comer y beber es hacer que el cuerpo sea útil al Señor. Por eso, comen y beben para satisfacer sus propios deseos. Tales creyentes deben recordar que el cuerpo es “para el Señor” y no para nosotros. Por tanto, no debemos usar nuestro cuerpo para agradarnos a nosotros mismos. Comer y beber no debe ser un impedimento en nuestra relación con Dios; sólo debe preservar nuestro cuerpo en una condición normal.
El apóstol también habló de la fornicación, un pecado que mancha el cuerpo. El pecado de la fornicación es exactamente lo contrario a la enseñanza de que el cuerpo es para el Señor. La fornicación que aquí se menciona no se relaciona sólo con satisfacer el deseo de la carne fuera del matrimonio, sino también con la relación entre cónyuges. El cuerpo es para el Señor; esto significa que le pertenece completamente a El y no a nosotros. Por consiguiente, la entrega completa al placer, aunque sea lícito, debe ser también prohibida.
El apóstol desea que veamos que todo lo que pase de este limite o no lo tenga en cuenta, sea lo que sea, debemos resistirlo terminantemente. Puesto que el cuerpo es para el Señor, nadie aparte de El debe usar nuestro cuerpo. Quien haga uso de su cuerpo, no importa qué parte, para su propio placer, no agrada a Dios. Además de ser un vaso de justicia, el cuerpo no debe utilizarse para ningún otro fin. Ni nuestro cuerpo ni nuestra persona pueden servir a dos amos. Aunque la comida y el sexo sean naturales, sólo podemos permitir que sean satisfechas cuando surja la necesidad. Después de que ésta es satisfecha, el cuerpo seguirá siendo para el Señor, no para la comida ni para el sexo. En la actualidad muchos creyentes van en pos solamente de la santificación de su espíritu y de su alma, pero no saben que para obtener la santificación de su espíritu y de su alma, deben santificarse en su cuerpo. En muchos aspectos, la santificación del espíritu y del alma dependen de la del cuerpo. Ellos olvidan que todos sus nervios, sus sensaciones, sus actividades, su conducta, trabajar, comer, beber, hablar, etc., deben hacerse o tenerse sólo para el Señor; de no ser así, no llegarán a la perfección.
El cuerpo es para el Señor; es decir, le pertenece a El. No obstante, le corresponde al hombre guardarlo para el Señor. Sin embargo, hoy en día, muy pocos saben esto y casi nadie lo practica. La razón por la cual muchos de los hijos de Dios sufren debilidades, enfermedades y aflicciones es que Dios está reprendiéndolos y llamándolos a ofrecer sus cuerpos completamente a El. Una vez que hagan esto, El los sanará. El desea que sepan que sus cuerpos no son de ellos, sino de El. Si todavía viven según su propia voluntad, experimentaran que la disciplina de Dios no se apartará de ellos. Si hay enfermos entre nosotros, deben prestar atención a este tema.
El Señor también es para el cuerpo. Esto es maravilloso. Comúnmente pensamos que el Señor vino para salvar el alma. Pero este versículo nos dice que El Señor también es para el cuerpo. Muchos creyentes menosprecian demasiado su cuerpo. Creen que el Señor sólo se preocupa por salvar almas, y que el cuerpo no sirve para nada. Creen que su cuerpo no tiene valor alguno en la esfera de la vida espiritual y que en la salvación Dios no hizo ninguna provisión de gracia para él. Pero este versículo nos dice que el Señor es para el cuerpo. El Señor es para ese cuerpo que el hombre menosprecia.
Puesto que los creyentes menosprecian el cuerpo de esta manera, creen que el Señor Jesús sólo se ocupa de eliminar los pecados de su espíritu y de su alma, y que no se ocupa de las enfermedades del cuerpo. Por lo tanto, cada vez que se sienten débiles o padecen alguna enfermedad, acuden a medios humanos para aliviarse. Aunque saben que los cuatro evangelios narran más casos de cuerpos sanados por el Señor de almas salvas, interpretan estos hechos sólo espiritualmente. Creen que los malestares son sólo síntomas de la condición espiritual de la persona. Pese a que reconocen que mientras el Señor estuvo en la tierra sanó enfermedades físicas, creen que hoy día El solamente sana enfermedades espirituales. Están dispuestos a entregarle sus enfermedades espirituales para que los sane, pero piensan que El no tiene ningún interés en las enfermedades de su cuerpo y que deben recurrir a su propio tratamiento. Sin embargo, olvidan que “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (He. 13:8). Piensan que el Señor Jesús sanó las enfermedades del cuerpo cuando estuvo en la tierra, pero que hoy solamente sana las del espíritu.
Los creyentes, en su mayoría, menosprecian el cuerpo. Les parece que Dios no hizo provisión alguna para su cuerpo, que la salvación que Cristo efectúa se limitara al espíritu y el alma, y que el cuerpo no tiene parte alguna en ella. No prestan atención al hecho de que, mientras el Señor Jesús estuvo en la tierra, sanaba a los enfermos, y que los apóstoles continuaron empleando el poder para sanar. La única explicación por la cual no se recibe esto es la incredulidad. Pero la palabra de Dios indica que el Señor también es para el cuerpo. El Señor es para el cuerpo. Todo lo que el Señor es, se aplica también al cuerpo.
En el contexto donde se habla de que nuestro cuerpo es para el Señor, vemos que El también es para nuestro cuerpo. Aquí podemos ver la relación que hay entre Dios y el hombre. Dios se entregó a Sí mismo por completo a nosotros y espera que también nosotros nos demos por entero a El. Después de que nos entreguemos a El, dependiendo de cuán íntegra sea nuestra entrega, El mismo se entregará a nosotros. Dios desea que sepamos que El ya dio Su cuerpo por nosotros y también que si nuestro cuerpo es verdaderamente para El, sin duda experimentaremos que El es para nuestro cuerpo. El cuerpo es para el Señor, lo cual significa que nosotros ofrecemos nuestro cuerpo incondicionalmente al Señor, a fin de vivir para El. El Señor es para el cuerpo; esto significa que el Señor aceptó nuestra ofrenda con agrado. El Señor dará Su vida y poder a nuestro cuerpo. El guardará, preservará y nutrirá nuestro cuerpo.
Nuestro cuerpo es débil, corrupto, pecaminoso y mortal. Parece difícil creer que el Señor fuera para nuestro cuerpo. Pero comprendemos esto cuando contemplamos la forma en que Dios nos salva. Cuando el Señor Jesús descendió a la tierra, se hizo carne; así que obtuvo un cuerpo. Mientras estaba en la cruz, llevó nuestros pecados en Su propio cuerpo. Cuando nos unimos a El por medio de la fe, nuestro cuerpo es clavado en la cruz juntamente con El.
Así, El libera nuestro cuerpo del poder del pecado. En Cristo, este cuerpo resucitó y ascendió a los cielos. Ahora el Espíritu Santo mora en nosotros. Por tanto, podemos decir que el Señor es para nuestro cuerpo. El no es sólo para nuestro espíritu y alma, sino también para nuestro cuerpo.
La expresión “el Señor es para el cuerpo” tiene varios significados. En primer lugar, el Señor es para el cuerpo porque El desea librar nuestro cuerpo del pecado. Casi todos los pecados se relacionan con el cuerpo. Muchas acciones pecaminosas son iniciadas por los constituyentes fisiológicos del cuerpo. Por ejemplo, la embriaguez y el desenfreno son el resultado de un deseo desaforado del cuerpo. También divertirse es una exigencia del cuerpo. La ira de muchos es influenciada por la constitución específica del cuerpo. Una constitución fisiológica que sea demasiado sensible y fácilmente provocada, conlleva a hablar de una manera fría, severa y áspera. La razón por la cual muchas personas tienen cierta forma de ser es su constitución fisiológica. Muchos tienen una tendencia marcada hacia la corrupción, la lascivia, la fornicación y la iniquidad, debido a una constitución fisiológica peculiar. Cuando son dominados por su cuerpo cometen todos estos pecados. Pero el Señor es para el cuerpo. Por lo tanto, si primero ofrecemos nuestro cuerpo al Señor y reconocemos que El es el Señor de todo, y si reclamamos Sus promesas por la fe, podremos ver que El es para el cuerpo, y por eso El nos librará del pecado. En consecuencia, no importa si nuestra constitución fisiológica es más débil que la de los demás, podemos confiar en el Señor para vencerla.
En segundo lugar, el Señor también se ocupa de las enfermedades del cuerpo. De la misma forma en que aniquila el pecado, El sana las dolencias. En todo lo relacionado con nuestro cuerpo, El está a favor de nosotros. Es por eso que El también se ocupa de nuestras enfermedades, la cuales tienen el propósito de revelarnos el poder que el pecado tiene en nuestro cuerpo. El Señor Jesús desea salvarnos por completo de todo pecado y de toda enfermedad.
En tercer lugar, el Señor también se relaciona con la subsistencia de nuestro cuerpo. El desea ser la fuerza y la vida de nuestro cuerpo físico a fin de que éste viva por El. En nuestra vida diaria El desea que experimentemos el poder de Su resurrección y veamos que nuestro cuerpo también vive por El en esta tierra. (Abarcaremos estos dos puntos detenidamente en otro capítulo.)
En cuarto lugar, el Señor también se relaciona con la glorificación de nuestro cuerpo, aunque éste es un hecho futuro. La cumbre a la que podemos llegar hoy es vivir por El. Pero esto no implica que la naturaleza de nuestro cuerpo sea cambiada. Un día el Señor redimirá nuestro cuerpo y hará que sea igual al cuerpo de la gloria Suya.
No debemos menospreciar la importancia de las palabras: “El cuerpo es para el Señor”. Si verdaderamente deseamos experimentar el hecho de que el Señor es para el cuerpo, debemos primero entregar nuestro cuerpo al Señor. Si no consagramos nuestro cuerpo por completo a vivir para el Señor, y si usamos nuestro cuerpo según nuestros propios deseos agradándonos y complaciéndonos a nosotros mismos, no podremos experimentar el hecho de que el Señor es para el cuerpo. Sólo cuando nos ponemos completamente en las manos de Dios, nos sometemos a Sus preceptos en todas las cosas y presentamos nuestros
miembros como instrumentos de justicia, podemos comprobar que el Señor es para nuestro cuerpo. El nos dará vida y poder. Si nuestro cuerpo no es para el Señor, entonces no podremos experimentar que El es para nuestro cuerpo.
El versículo 14 dice: “Y Dios, que levantó al Señor, también a nosotros nos levantará mediante Su poder”. Este versículo explica la última cláusula del versículo anterior, que dice que el Señor es para el cuerpo. La resurrección del Señor fue la resurrección de Su cuerpo. Nuestra resurrección en el futuro también será la resurrección de nuestro cuerpo. Dios ya resucitó el cuerpo del Señor Jesús y también resucitará nuestro cuerpo. En la Biblia estos dos eventos son hechos. ¿Cómo es posible que el Señor sea para nuestro cuerpo? El nos levantará con Su poder. Este es el clímax de la expresión “el Señor es para el cuerpo”, y sucederá en el futuro. Pero, ¿qué decimos de hoy? Hoy podemos tener un anticipo del gran poder de Su resurrección.
El versículo 15 nos dice: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Tomaré, pues, los miembros de Cristo y los haré miembros de una ramera? ¡De ningún modo!” La primera pregunta tiene una implicación maravillosa. En otra parte se nos dice: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo” (12:27), pero éste es el único pasaje que dice: “Vuestros cuerpos son miembros de Cristo”. Por supuesto, al decir “vosotros” se deduce que toda la persona del creyente es miembro de Cristo. ¿Por qué este versículo menciona el cuerpo específicamente? Parece que solamente creemos que nuestro espíritu es miembro de Cristo, puesto que tiene la misma sustancia que El, pero ¿cómo puede nuestro cuerpo físico ser un miembro de Cristo? En esto vemos un hecho maravilloso.
Necesitamos entender la unión que tenemos con Cristo. Dios no considera a ningún creyente como un individuo aislado. El puso a todos los creyentes en Cristo; así que, ningún creyente puede estar fuera de Cristo, debido a que su vida diaria procede de El. A los ojos de Dios, la unión de los creyentes con Cristo es un hecho innegable. El cuerpo de Cristo no es un término espiritual, sino un hecho tangible. Así como la cabeza está unida a todo el cuerpo, Cristo está unido a todos los creyentes. A los ojos de Dios, nuestra unión con Cristo es completa, eterna e irrevocable. En otras palabras nuestro espíritu está unido al Espíritu de Cristo, lo cual es crucial. Nuestra alma se encuentra unida al alma de Cristo. Esta es una unión en la mente, en la parte emotiva y en la voluntad. Nuestro cuerpo también esta unido al de Cristo. Si la unión entre nosotros y Cristo no tiene ninguna fisura, entonces nuestro cuerpo tampoco puede ser la excepción. Si somos miembros de Cristo, nuestro cuerpo también debe ser miembro de El.
Por supuesto, esto sólo tendrá su consumación en la resurrección futura. Pero hoy, por nuestra unión con Cristo, eso ya es un hecho. Esta enseñanza es crucial. Podemos recibir mucho consuelo si nos damos cuenta de que el cuerpo de Cristo es para nuestro cuerpo. Todas las verdades pueden ser experimentadas. ¿Hemos encontrado algún problema fisiológico como por ejemplo una enfermedad o debilidad? Debemos comprender que el cuerpo de Cristo es para nuestro cuerpo y que nuestro cuerpo está unido al Suyo. Por lo tanto, podemos obtener la vida y el poder del Señor Jesús para suplir todas las necesidades de nuestro cuerpo. Si alguno tiene alguna deficiencia en su cuerpo debe utilizar su fe para afirmarse sólidamente en su posición de estar unido al Señor y debe reconocer que él es
para el Señor y que el Señor para él. De esta forma, puede aplicar todo lo que el Señor es para el cuerpo.
El apóstol estaba asombrado de que los creyentes corintios no pudieran comprender una enseñanza tan obvia. Sabía que como los creyentes habían oído esta enseñanza, no sólo tendrían muchas experiencias espirituales, sino que también recibirían una advertencia con respecto a su práctica. Si el cuerpo de ellos es un miembro de Cristo, ¿cómo podrían unirse ellos a una ramera?
En 1 Corintios 6:16 dice: “¿O no sabéis que el que se une con una ramera es un cuerpo con ella? Porque Dios dice: Los dos serán una sola carne”. el apóstol explica claramente el principio de la unión. El que se une con una ramera es una sola carne con ella. Por lo tanto, viene a ser miembro de ella. El creyente que está unido a Cristo es miembro de El. Si tomamos los miembros de Cristo y los unimos a una prostituta, y los hacemos de este modo miembros también de ella, ¿en qué posición quedará Cristo? Por esta razón el apóstol responde: “¡De ningún modo!”
El versículo 17 dice: “Pero el que se une al Señor es un solo espíritu con El”. En estos versículos podemos ver el misterio de la unión de nuestro cuerpo con el Señor. Lo más crucial de estos tres versículos es lo dicho en cuanto a la unión. El versículo 17 quiere decir que si los que unen su cuerpo al de una ramera vienen a ser una sola carne con ella y con sus miembros, mucho más serán miembros de Cristo los cuerpos de los creyentes que se unen a El en un solo espíritu. ¡Este es un argumento decisivo! Si la simple unión del cuerpo de una persona con una ramera, hace de los dos cuerpos uno solo, ¿no será uno con Cristo el cuerpo de los creyentes que se unen a El? El apóstol afirma que uno que se ha unido al Señor es inicialmente un solo espíritu con El, pues se trata de una unión de espíritus, pero no dice que el cuerpo del creyente sea independiente de su espíritu. Admite que la unión inicial se da en el espíritu, pero dicha unión también hace que el cuerpo del creyente sea un miembro. Esta afirmación es una evidencia de lo que dice inmediatamente antes, que el cuerpo es para el Señor y que el Señor también es para el cuerpo.
Todos los problemas yacen en el asunto de la unión. Los hijos de Dios deben saber con claridad que su propia posición en Cristo es la de una unión ininterrumpida. Por eso, afirmamos que nuestro cuerpo es miembro del Señor. La vida del Señor puede manifestarse en nuestro cuerpo. Si el Señor fuera débil y enfermizo, y si estuviera lleno de preocupaciones, no tendríamos nada. Pero debido a que El no es así, nuestra unión con El puede garantizarnos la salud, el poder y la vida del Señor.
Sin embargo, quisiéramos hacer notar que esto no significa que como nuestro cuerpo es miembro de Cristo, debe sentir toda la comunión espiritual y los asuntos espirituales. Los creyentes con frecuencia llegan a pensar que como su cuerpo es miembro de Cristo, debe percibirlo todo. Piensan que el cuerpo debe percibir la presencia de Dios, que Dios sacude el cuerpo. Creen que Dios gobierna el cuerpo directamente, que el Espíritu Santo llena el cuerpo y le comunica Su voluntad, usando la lengua y la boca para que hablen por El. En ese caso, el cuerpo reemplazaría al espíritu en su obra. En consecuencia, el espíritu perdería su función y el cuerpo trabajaría en su lugar. A veces el cuerpo no puede soportar mucho trabajo y se debilita. Además, los espíritus malignos, es decir, los espíritus incorpóreos,
anhelan más que cualquier otra cosa tomar posesión del cuerpo del hombre. Su fin principal es unirse al cuerpo del hombre. Si el creyente exalta la posición de su cuerpo más de lo que debe, los espíritus malignos aprovecharán la oportunidad para obrar, pues de este modo satisfaría las leyes de la esfera espiritual. Si piensa que Dios y el Espíritu Santo se comunican con él por medio del cuerpo, puede caer en el error de esperar que tal cosa suceda, pero esto no acontecerá. Ni Dios ni Su Espíritu se comunican directamente con nosotros por medio de nuestro cuerpo; lo hacen mediante nuestro espíritu. Si el creyente persiste en experimentar a Dios en su cuerpo, dará lugar a que los espíritus malignos aprovechen la oportunidad para entrar en él, pues es exactamente lo que desean. En tal caso, el resultado será la unión de los espíritus malignos con el cuerpo del creyente. Al hablar de la unión de nuestro cuerpo con Cristo, nos referimos simplemente a que el cuerpo puede recibir la vida de Dios y ser fortalecido por ella y a que debe usarla cuidadosamente debido a que su posición es tan noble. No queremos decir con esto que el cuerpo pueda tomar control sobre la función del espíritu.
El versículo 18 dice: “Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo, mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca”. La Biblia considera la fornicación como el más grave de los pecados. Esto se debe a que la fornicación está relacionada estrechamente con el cuerpo, el cual es miembro de Cristo. No es de extrañar que el apóstol recuerde y exhorte reiteradamente a los creyentes a huir de la fornicación. Parece que nosotros únicamente prestamos atención a la deshonra moral que trae consigo la fornicación. Pero ése no es el énfasis del apóstol. Solamente la fornicación hace que nuestro cuerpo se una a otro. Por consiguiente, la fornicación es una ofensa contra el cuerpo. Aparte de la fornicación, ningún otro pecado hace que los miembros de Cristo lleguen a ser miembros de una ramera. Por lo tanto, la fornicación es un pecado que ofende a los miembros de Cristo. Puesto que el creyente está unido a Cristo, la fornicación es lo más deplorable. Podemos ver esto desde otro ángulo: Si la fornicación es tan deplorable, se entiende, entonces, que la unión de nuestro cuerpo con Cristo debe ser una realidad innegable.
El versículo 19 dice: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios?” Esta es la segunda vez que se dice “o no sabéis”. En la primera ocasión (v. 15) “no sabéis” se refiere a que el cuerpo es para el Señor; y en la segunda, se refiere a que el Señor es para el cuerpo. En 1 Corintios 3:16 el apóstol dice que nosotros somos el templo de Dios. Pero ahora específicamente dice: “Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo”. Esto indica que la morada de Dios se extiende del espíritu al cuerpo. Sería incorrecto afirmar que el Espíritu Santo habita primero en nuestro cuerpo; El inicialmente mora en nuestro espíritu y sólo se comunica directamente con nuestro espíritu. Pero no hay nada que le impida comunicar desde allí vida a nuestro cuerpo. Si pensamos que el Espíritu Santo viene primero a nuestro cuerpo, seremos engañados; pero si limitamos al Espíritu Santo únicamente a nuestro espíritu, sufriremos gran perdida.
Necesitamos comprender que nuestro cuerpo ocupa un lugar importante en la salvación. Dios desea santificarlo y llenarlo del Espíritu Santo, a fin de que sea un vaso Suyo. Puesto que Su cuerpo físico pasó por la muerte, la resurrección y la glorificación, El puede suministrar el Espíritu Santo a nuestro cuerpo. De la misma forma en que nuestra vida
anímica llenaba nuestro cuerpo, el Espíritu Santo llenará nuestro cuerpo. El desea llegar a cada miembro y suministrarle más vida y fortaleza que lo que podemos pensar.
Nosotros somos el templo del Espíritu Santo. Este es un hecho establecido y lo podemos experimentar de una manera viva. Muchos creyentes, igual que los corintios, parecen haber olvidado este hecho. A pesar de que el Espíritu Santo mora en ellos, parece que no estuviese en ellos. Necesitamos fe para creer, reconocer y recibir lo que Dios hizo y cumplió en nuestro favor. Si tomamos todo ello por la fe, el Espíritu Santo no solamente pondrá la santidad, el gozo, la justicia y el amor en nuestra alma, sino que también pondrá Su vida, Su poder, Su salud y Su vigor en nuestros cuerpos débiles, cansados y enfermos. El traerá la vida del propio Cristo a nuestro cuerpo y el elemento de Su cuerpo glorificado. Cuando nuestro cuerpo esté dispuesto a obedecerlo completamente, cuando estemos dispuestos a rechazar toda acción independiente y cuando solamente busquemos ser un templo para el Señor, es decir, cuando hayamos muerto con Cristo en nuestra experiencia, el Espíritu Santo manifestará la vida del Cristo resucitado en nuestro cuerpo. ¡Cuán maravilloso sería ver que el Señor por medio de Su Espíritu que mora en nosotros, nos sana, nos fortalece y viene a ser nuestra salud y nuestra vida! Si creemos que nuestro propio cuerpo es el templo del Espíritu Santo, seguiremos al Espíritu llenos de admiración, de gozo, de santidad y de amor.
En 1 Corintios 6:20 dice: “Porque habéis sido comprados por precio, glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo”. La última parte del versículo 19 es una continuación de la pregunta del mismo versículo. “¿O ignoráis que no sois vuestros?” Somos miembros de Cristo y somos el templo del Espíritu Santo. No somos dueños de nosotros mismos; fuimos comprados por Dios por un alto precio. Todo lo nuestro, especialmente nuestro cuerpo, le pertenece a Dios. Cristo se unió a nosotros, y el sello del Espíritu Santo mora en nosotros, lo cual demuestra que nuestro cuerpo le pertenece a Dios de una manera especial. “Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo”. Hermanos, Dios desea que lo glorifiquemos en nuestro cuerpo. El desea que lo glorifiquemos con una consagración en la que el cuerpo sea exclusivamente para El, y que lo glorifiquemos por medio de la gracia en la que El Señor es para el cuerpo. Seamos sobrios y velemos, no permitiéndonos emplear nuestro cuerpo para nuestro propio beneficio, ni permitiendo que caiga en un estado como si el Señor no fuese para él. Sólo entonces podremos glorificar a Dios, y sólo entonces podrá El manifestar libremente su poder. Entonces, seremos libres, por una parte, del egoísmo, del amor propio y del pecado, y por otra, de la debilidad, la enfermedad y el dolor.
CAPITULO DOS
LA ENFERMEDAD
Las enfermedades son lo más común en la vida humana. Si deseamos preservar nuestro cuerpo en una condición que glorifique a Dios, necesitamos saber qué actitud debemos tomar frente a ellas, cómo utilizarlas y cómo ser sanados de ellas. Debido a que las enfermedades son tan comunes, inevitablemente habrá un gran vacío en nuestras vidas si no sabemos cómo afrontarlas.
LA ENFERMEDAD Y EL PECADO
La Biblia revela que la enfermedad y el pecado tienen una estrecha relación. El resultado final del pecado es la muerte. La enfermedad se halla entre el pecado y la muerte. La enfermedad es el resultado del pecado, y ésta conduce a la muerte. Si no hubiese pecado en el mundo, ciertamente tampoco habría muerte ni enfermedad. Una cosa es segura, si Adán no hubiese pecado, no habría enfermedad en la tierra. Así como otras aflicciones, la enfermedad es traída por el pecado.
Tenemos una naturaleza espiritual y otra física. Ambas fueron afectadas cuando el hombre cayó. El “alma” (en esta sección voy a incluir en este término tanto al alma como al espíritu) fue dañada por el pecado, y el cuerpo fue invadido por la enfermedad. El pecado en el “alma” y la enfermedad en el cuerpo revelan que el destino del hombre es morir.
Cuando el Señor Jesús vino a traer la salvación, no sólo perdonó los pecados del hombre, sino que también sanó sus dolencias. El salvó tanto el “alma” del hombre como su cuerpo. Al comienzo de Su obra, El sanaba las enfermedades. Cuando terminó Su labor, El vino a ser, en Su muerte de cruz, la propiciación por las transgresiones del hombre. El sanó a muchos enfermos mientras estuvo en la tierra. Sus manos estaban siempre listas para tocar y curar a los enfermos. Si prestamos atención a lo que hizo o a los preceptos que dio a los apóstoles, veremos que la salvación que trajo siempre incluía la sanidad de las enfermedades. Su evangelio incluía ambas cosas. Estas dos siempre aparecen juntas. El Señor Jesús salva al hombre del pecado y de la enfermedad para que pueda conocer el amor del Padre. Ya sea en los evangelios, en los Hechos, en las epístolas o en el Antiguo Testamento vemos que la sanidad de las enfermedades y el perdón de pecados van siempre juntos.
Isaías 53 es el capítulo del Antiguo Testamento donde se explica el evangelio de una manera más clara. Muchos pasajes en el Nuevo Testamento que hablan de la redención que efectuó el Señor Jesús como cumplimiento de la profecía hacen referencia a Isaías 53. El versículo 5 dice: “El castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados”. Aquí vemos claramente que recibimos al mismo tiempo la sanidad del cuerpo y la paz del “alma”. Un aspecto aún más obvio es el uso de dos significados diferentes para el
verbo “llevar” en este capítulo. El versículo 12 dice: “Habiendo él llevado el pecado de muchos”, y el versículo 4 dice: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades”. El Señor Jesús llevó nuestro pecado, y también llevó nuestras enfermedades. Así como no necesitamos llevar nuestro pecado porque el Señor Jesús lo llevó en la cruz, tampoco tenemos que llevar nuestras enfermedades porque El ya las llevó. (Sin embargo, el grado en que el Señor llevó el pecado y el grado en que llevó las enfermedades difieren.) El pecado perjudicó tanto nuestra “alma” como nuestro cuerpo, y el Señor Jesús desea salvar ambos. Por lo tanto, El no sólo llevó sobre Sí nuestro pecado, sino también nuestras enfermedades. Por lo tanto, El no sólo nos salva del pecado sino también de la enfermedad. Los creyentes pueden ahora regocijarse con David diciendo: “Bendice, alma mía, a Jehová ... El es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias” (Sal. 103:2-3). Es una lástima que muchos creyentes sólo puedan elevar una alabanza parcial porque experimentan una salvación parcial. Por una parte, ellos sufren dolor, y por otra, Dios sufre pérdida.
Si el Señor Jesús sólo perdona nuestros pecados sin sanar nuestras enfermedades, Su salvación sería incompleta. Aunque El ya salvó nuestra “alma”, todavía permite que nuestro cuerpo sea dominado por la enfermedad. Por eso, mientras estuvo en la tierra El resolvía ambos problemas por igual. A veces perdonaba primero el pecado, y luego sanaba la enfermedad. En otras ocasiones, sanaba la enfermedad antes de perdonar el pecado. El le daba al hombre lo que éste podía recibir. Si estudiamos los evangelios, veremos que el Señor Jesús parece haber hecho más obras de sanidad que cualquier otra cosa. Esto se debe a que era más difícil para los judíos creer en que el Señor perdonara los pecados que en que El sanara la enfermedad (Mt. 9:5). Pero el caso de los creyentes hoy es completamente lo opuesto. En aquellos días, los hombres creían que el Señor Jesús tenía el poder para sanar enfermedades, pero dudaban de Su gracia para perdonar pecados. Los creyentes hoy creen en Su poder para perdonar pecados, pero ponen en duda que Su gracia pueda curar las enfermedades. Los creyentes parecen pensar que el Señor Jesús solamente viene a salvar a las personas del pecado, y se han olvidado de que El también sana. La incredulidad del hombre siempre divide al Salvador perfecto en dos partes. No obstante, Cristo es y será siempre el Salvador del “alma” y del cuerpo del hombre. Así que, El nos perdona y también nos sana.
Para el Señor Jesús, no basta con que el hombre sea perdonado sin ser sanado. Por lo tanto, después de decirle al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, añade: “¡Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa!” Nosotros, a pesar de que estemos llenos de pecados y de enfermedades, nos contentamos con recibir perdón de parte del Señor, y pensamos que debemos sobrellevar nuestras enfermedades, o buscamos otras maneras de ser sanados. Pero el Señor nunca tuvo la intención de que el paralítico regresara a su casa sin ser sanado después de haber visto al Señor y haber sido perdonado de sus pecados.
La percepción del Señor Jesús en cuanto a la relación entre el pecado y la enfermedad es diferente a la nuestra. Para nosotros, el pecado se halla en la esfera espiritual; es algo que Dios detesta y condena, mientras que la enfermedad es una condición adversa de nuestra vida humana y parece no tener ninguna relación con Dios. Sin embargo, el Señor Jesús considera que tanto el pecado, que está en el “alma”, como la enfermedad, que se halla en el cuerpo, son obra de Satanás. El vino para “destruir las obras del diablo” (1 Jn. 3:8). Por
lo tanto, cada vez que se encontraba con los demonios los echaba fuera; cada vez que se encontraba con la enfermedad las erradicaba. Bajo la inspiración del Espíritu Santo, el apóstol escribió en cuanto a la sanidad: “Sanando a todos los oprimidos por el diablo” (Hch. 10:38). El pecado y la enfermedad están estrechamente relacionados con nuestra alma y con nuestro cuerpo. Por consiguiente, el perdón y la sanidad son interdependientes.
LA DISCIPLINA DE DIOS
Ya hablamos de la enfermedad de una manera general. Ahora quisiéramos prestar especial atención al origen de las enfermedades de los creyentes.
El apóstol dijo: “Por lo cual hay muchos debilitados y enfermos entre vosotros, y muchos duermen. Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; mas cuando el Señor nos juzga, nos disciplina para que no seamos condenados con el mundo” (1 Co. 11:30-32). Para el apóstol la enfermedad era una especie de castigo de parte del Señor. Debido a que los creyentes cometieron algunos errores delante del Señor, El permite que se enfermen. Esto lo hace con el propósito de castigarlos y de que ellos se examinen a sí mismos, para que corrijan sus errores. Dios muestra Su gracia para con Sus hijos castigándolos para que no sean condenados con el mundo. Si los creyentes se arrepienten, Dios no los castigará nuevamente. Si estamos dispuestos a examinarnos a nosotros mismos, no sufriremos enfermedad.
Por lo general, creemos que la enfermedad es sólo un problema del cuerpo y no tiene nada que ver con la justicia, la santidad ni el juicio de Dios. Pero el apóstol nos dice explícitamente que la enfermedad es el resultado de nuestro pecado y que es un castigo de Dios. Al leer el relato de Juan 9 acerca del hombre ciego, muchos creyentes no pensarán que la enfermedad sea un castigo que Dios trae por causa del pecado. No comprenden que el Señor Jesús no daba a entender que el pecado y la enfermedad no tuvieran relación, sino que simplemente les advertía a los discípulos que no usaran el pecado para culpar a todas las personas que se encontraran enfermas. Si Adán no hubiese pecado, ese hombre no habría nacido ciego. Debido a que “nació” ciego, su caso es completamente diferente al de las enfermedades de los creyentes. Quizás nuestras enfermedades de “nacimiento” no tengan nada que ver con nuestro pecado. Pero las enfermedades que tengamos después de haber creído en el Señor, según la Biblia, se relacionan con el pecado. En Jacobo [Santiago] 5:16 dice: “Confesaos, pues, vuestros pecados unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados”. Tenemos que confesar nuestros pecados a fin de recibir sanidad, ya que éste es la raíz de la enfermedad.
Por consiguiente, la enfermedad es generalmente la disciplina que Dios nos trae para que prestemos atención al pecado que hemos pasado por alto y para que lo rechacemos. Dios permite que la enfermedad venga como castigo y nos limpie para que veamos nuestros errores. Quizás cometimos alguna injusticia o le debemos algo a alguien. Tal vez ofendimos a alguien y no hemos remediado la ofensa. Quizás tenemos orgullo y amamos al mundo. Quizás escondemos en nuestro corazón orgullo y ambición en la obra, o tal vez fuimos desobedientes después de que Dios nos habló. Cuando esto sucede, la mano de Dios pesa sobre nosotros y nos conduce a prestar atención a estas cosas. Por lo tanto, la enfermedad es claramente un juicio de Dios sobre el pecado. Esto no significa que quien se
enferme haya pecado más que los demás (cfr. Lc.13:2). Por el contrario, aquellos que han sido castigados por Dios de esta manera son precisamente los más santos. Job es un ejemplo de ello.
Cada vez que un creyente es disciplinado por Dios y se enferma, tiene el potencial de recibir grandes bendiciones. “El Padre de los espíritus ... [nos disciplina] para lo que es provechoso, para que participemos de Su santidad” (He. 12:9-10). A veces la enfermedad hace que meditemos y examinemos nuestra vida, y nos hace conscientes de cualquier pecado escondido y de cualquier rebeldía u obstinación que pueda traer sobre nosotros la disciplina de Dios. Sólo en esos momentos vemos el obstáculo que existe entre El y nosotros, y sólo entonces podemos ver lo más recóndito de nuestro corazón. Entonces descubrimos cuán llena está nuestra vida del yo y cuán lejos está de compararse con la vida santa de Dios. De esta manera, podremos progresar en la vida espiritual y recibir la sanidad de Dios.
Por consiguiente, un creyente enfermo no debe apresurarse a buscar sanidad ni a tratar métodos de curación; tampoco debe sobresaltarse ni llenarse de temor. Debe ponerse sin reserva bajo la luz de Dios y examinarse de una manera sincera para descubrir la razón por la cual se halla bajo la disciplina de Dios. Debe examinarse y censurarse a sí mismo. Después de esto, el Espíritu Santo le revelará en qué área ha fracasado. Aquello que le sea mostrado en la luz deberá rechazarlo inmediatamente, y deberá confesar el pecado a Dios. Si este pecado le trajo perjuicios a otros, debe hacer todo lo posible para restituir y creer que Dios se agrada con esto. Debe renovar su consagración a Dios y estar dispuesto a hacer Su voluntad.
Dios “no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres” (Lm. 3:33). Cuando El logra convencernos de lo que El desea, el castigo cesa. Si no necesitemos más Su castigo, El estará muy complacido en retirarlo. La Biblia dice que si nos juzgamos a nosotros mismos de esta forma, El no condenará nuestros pecados. Dios desea que nos despojemos del pecado y del yo. Por lo tanto, cuando esto se cumple, cesan las enfermedades porque han cumplido su cometido. La gran necesidad que el creyente tiene es saber que Dios castiga con un propósito específico. Por eso debe permitir que el Espíritu Santo le muestre su pecado a fin de que el propósito de Dios se cumpla. Cuando Dios logra Su propósito, el creyente deja de necesitar la disciplina; entonces, Dios puede sanarlo, y lo hará.
Después de que el creyente confiesa su pecado, lo desecha y cree que fue perdonado, puede creer en la promesa de Dios y tener la plena certeza de que Dios lo sanará. Su conciencia ya no lo acusará. Por lo tanto, tiene confianza para acercarse a Dios y pedir gracia. Cuando nos encontramos lejos de Dios, se nos hace difícil creer, o pensamos que no podemos creer. Pero si obedecemos a la iluminación del Espíritu Santo, eliminando el pecado y la maldad, y obteniendo perdón, seremos guiados a la presencia de Dios. Una vez que desaparece la raíz de la enfermedad, ésta desaparece. Puesto que es fácil que un creyente enfermo crea que el Señor disciplinó su cuerpo por causa del pecado, y puesto que su pecado fue perdonado, su cuerpo también obtiene perdón y gracia. En tales momentos, la presencia del Señor se hace más evidente, y la vida de El entra en el cuerpo para avivarlo.
¿Estamos conscientes de que nuestro Padre celestial no está satisfecho con nosotros en muchas áreas y desea corregirnos? Por medio de la enfermedad El nos ayuda a entender cuáles son nuestras faltas. Si no apagamos la voz de nuestra conciencia, el Espíritu Santo nos dará las razones de nuestro castigo, una a una, a través de ella. Dios se alegra de perdonar nuestros pecados y de sanar nuestras enfermedades. La gran obra de redención que efectuó el Señor Jesús, incluye tanto el perdón de pecados como la sanidad de las enfermedades. Sin embargo, El no desea que haya ninguna distancia entre El y nosotros. El quiere que vivamos por El. Por lo tanto, es hora de que le obedezcamos completamente y confiemos en El. El Padre celestial preferiría no castigarnos. El está más dispuesto a sanarnos y a llevarnos a una comunión más intima con El llevándonos a comprender Su amor y Su poder.
LA ENFERMEDAD Y EL YO
Todas las circunstancias desagradables y adversas de nuestro entorno exponen nuestra verdadera condición. Las circunstancias no exponen pecados que no tengamos; solamente exponen nuestra condición. La enfermedad, la cual es una de estas circunstancias, hace que entendamos nuestra verdadera condición.
Muchos no estamos conscientes de cuánto vivimos para Dios y cuánto vivimos para el yo. Cada vez que nos enfermamos, especialmente durante un largo período, descubrimos esto. En otras ocasiones, podemos decir que estamos totalmente dispuestos a obedecer a Dios y que estamos satisfechos, no importa cómo nos trate. Sin embargo, cuando nos enfermamos podemos descubrir si esas palabras eran ciertas o no. Dios desea lograr que Sus hijos tomen Su voluntad como su satisfacción y deleite. El no desea que se quejen de Su voluntad, especialmente de lo que El dispuso para ellos, motivados por sus propios sentimientos. Ocasionalmente El permite que sus amados hijos se enfermen a fin de ver qué actitud muestran hacia Su voluntad, hacia lo que El dispuso para ellos.
Es muy lamentable que cuando un creyente está bajo la prueba que Dios permite se queje por causa de sus deseos y cuestione por qué ha caído en ese estado. El no cree que lo que Dios le ha dado es lo mejor. (Cuando decimos que Dios nos trae enfermedades, nos referimos a que El permite que nos sobrevengan. Satanás es el que causa la enfermedad directamente. Dios permite que la enfermedad venga a nosotros con un propósito. La experiencia de Job es el mejor ejemplo.) Su corazón anhela que tengamos una pronta recuperación. Por consiguiente, El sólo prolongará el período de enfermedad en nuestro cuerpo porque no quitará los medios que usa hasta cumplir Su meta. La meta de Dios al comunicarse con los creyentes es que ellos lo obedezcan incondicionalmente, para que, sin importar cómo El los trate, ellos estén dispuestos a obedecer. Dios no se complace al ver que el creyente lo alaba durante los buenos tiempos pero que murmura contra El y duda o interpreta mal Sus obras en los momentos de dificultad. Dios desea que el creyente le obedezca hasta el punto en que no se resista, ni aunque le cueste la vida.
Dios desea que sus hijos comprendan que todo lo que les sobreviene procede de El. No importa cuán inestable sea la condición del cuerpo o del ambiente, todo es medido por Su
mano. Todo lo relacionado con ellos está bajo Su voluntad; ni siquiera se excluye la caída de uno de sus cabellos. Si el creyente resiste las cosas que le acontecen, resiste al Dios que las permite. Si se amarga por el sufrimiento que le causa la enfermedad, inevitablemente resistirá al Dios que permite que tal enfermedad le haya sobrevenido. Lo que cuenta no es si el creyente debe enfermarse o no, sino si resiste a Dios. Dios desea que uno se olvide de su enfermedad mientras está enfermo y que mantenga la mirada en El. Si el Señor desea que uno se enferme y que permanezca convaleciente por un largo período ¿está uno dispuesto a soportarlo? ¿Puede sujetarse a Su mano poderosa sin resistirla? ¿Se esforzará por recuperar la salud fuera de Su voluntad? ¿Puede uno mantenerse sujeto hasta que El haya logrado todo lo que desea para entonces pedir la recuperación según la voluntad de El? Al ser disciplinados, ¿nos abstendremos de procurar ser sanados aparte de El? En los momentos de mucho sufrimiento, ¿trataremos de obtener por todos los medios lo que El no nos ha dado? Todas estas preguntas deben penetrar profundamente el corazón del creyente que esté pasando por una enfermedad.
Dios no se deleita viendo que Sus hijos se enfermen. Por Su amor El preferiría que Sus hijos tuvieran días buenos siempre. No obstante, El sabe que existe el peligro de que cuando los creyentes tienen días favorables, todo su amor por El, todas las palabras de alabanza que le dirigen y todo lo que hacen para El se debe solamente a las condiciones favorables en que se hallan. El sabe que es muy fácil que nuestro corazón se aparte de El y de Su voluntad, y se incline a Sus dones. Por tanto, El permite que la enfermedad y otras adversidades nos acontezcan para que veamos si amamos a Dios por lo que El es o por lo que nos da. Si en las adversidades no buscamos nada para nosotros ni por nuestro esfuerzo, ciertamente buscaremos a Dios. La enfermedad puede revelar si el hombre se centra en su propia voluntad o en lo que Dios dispone.
Todavía tenemos nuestra propia voluntad, la cual colma nuestra vida diaria. En la obra de Dios, al relacionarnos con las personas y los asuntos, al pensar y expresar nuestras opiniones, descubrimos que hay demasiadas voluntades obstinadas. Por lo tanto, Dios debe llevarnos al borde de la muerte para que veamos la condición tan difícil de aquellos que se resisten a El. Dios permite que experimentemos profundo dolor y sufrimiento a fin de quebrarnos y hacer que abandonemos la obstinación que tanto aborrece. Muchos creyentes no parecen oír lo que el Señor les dice durante los días corrientes, pero cuando El hace que sus cuerpos sufran, se disponen a obedecer sin condiciones. El Señor recurre al castigo cuando la amonestación de amor no surte efecto. El propósito de Su castigo es quebrantar nuestra obstinación. Al creyente enfermo le convendría mucho examinarse a sí mismo con respecto a este asunto.
Aparte de nuestras propias esperanzas y deseos, lo que Dios más aborrece es nuestro amor propio. Este perjudica la vida espiritual y destruye las obras espirituales. Si Dios no logra eliminar de nosotros el amor propio, nunca podremos avanzar en la senda espiritual. El amor propio se relaciona especialmente con nuestro cuerpo. Tener amor propio equivale a amar nuestro cuerpo y nuestra vida. Por lo tanto, a fin de eliminar nuestro amor propio, Dios permite que nuestro cuerpo sea atacado por las enfermedades. Debido a que nos amamos a nosotros mismos y tenemos temor de que nuestro cuerpo se enferme, Dios permite que se debilite. Nosotros tememos que nuestro cuerpo sufra, pero Dios permite que sufra. Nosotros deseamos mejorarnos, pero nuestra enfermedad empeora. Queremos
preservar nuestra vida, pero parece que perdemos toda esperanza de vivir. Por supuesto, la manera en que Dios nos trata varía según la persona. La disciplina algunas veces es muy severa, mientras que otras, es leve. Sin embargo, la intención que Dios tiene de eliminar nuestro amor propio es la misma siempre. Muchos creyentes fuertes sólo empiezan a abandonar su amor propio cuando pasan cerca de la muerte. Cuando el cuerpo es quebrantado, y la vida está en peligro, cuando la enfermedad ha acabado con nuestra salud, y el dolor ha agotado nuestras fuerzas, y cuando todo llega a su fin, ¿qué más hemos de amar? En ese momento, el creyente quizá desee morir; tal vez descubra que no tiene esperanza y que no le queda nada a que aferrarse. Es un hecho desafortunado que después de llegar a este punto, aún no sepa cómo apropiarse de las promesas de la sanidad que Dios le hizo.
Es muy difícil cuando el corazón del creyente está lejos del corazón de Dios, quien desea que el creyente deseche su amor propio. Es por eso que permite que le vengan enfermedades. Sin embargo, cuanto más se enferma, más se ama a sí mismo, y cuanto más se debilita, más trata de cuidarse. Lo que Dios desea es que se olvide de sí mismo, pero el creyente se preocupa sólo por su enfermedad, por su dolor físico, por aliviarse y por su salud. ¡Todos sus pensamientos giran en torno a sí mismo! Presta mucha atención a lo que come, y se abstiene de ciertas comidas. Cuando se siente un poco incómodo, se preocupa terriblemente. Le presta demasiada atención a la temperatura de su cuerpo y a las horas que debe dormir. Si tiene algo de fiebre, contrae un leve resfriado o pierde una noche de sueño, se siente muy mal. Parece como si todas estas cosas fueran gravísimas. Se vuelve muy sensible con respecto al trato que recibe de los demás y a lo que piensan de él, a si lo cuidan o lo visitan. Dedica mucho tiempo a pensar en su propio cuerpo y en su condición, y no en el Señor ni en lo que quiere lograr en él. Ciertamente, muchos creyentes están totalmente obsesionados consigo mismos en tiempo de enfermedad. Con frecuencia no somos muy conscientes de cuánto nos amamos a nosotros mismos. Pero cuando estamos enfermos, podemos ver que nos amamos mucho.
¿Se deleita Dios en esto? El desea que comprendamos que el amor propio nos causa más daño que cualquier otra actitud y que sepamos que nos amamos exageradamente. En medio de la enfermedad, El desea que aprendamos a no prestar tanta atención a los síntomas y a no preocuparnos por el dolor, sino que pongamos nuestros ojos exclusivamente en El. El quiere que pongamos nuestro cuerpo incondicionalmente en Sus manos y le permitamos cuidar de él. Cada vez que descubrimos un síntoma negativo, debe servirnos de advertencia para no concentrarnos en el cuerpo y pensar solamente en el Señor.
Sin embargo, debido a nuestro amor propio, buscamos sanidad tan pronto nos enfermamos. No se nos ocurre que primero se debe eliminar la obra maligna de nuestro corazón antes de pedir sanidad. Lo único que buscamos es aliviarnos. No nos preguntamos por qué Dios permite que la enfermedad venga a nuestro cuerpo ni preguntamos de qué necesitamos arrepentirnos, qué debe eliminarse ni qué debe rechazar para que la obra de Dios no sea en vano. Nos preocupamos por nosotros mismos. No podemos soportar sentirnos débiles; así que anhelamos recuperar nuestra fortaleza inmediatamente. Por eso, buscamos maneras de ser sanados. Pedimos al hombre y suplicamos a Dios, esperando tener una pronta recuperación. En esta condición, Dios no logrará Su meta. Aunque muchas veces somos sanados temporalmente, la salud no dura y después de algún tiempo, volvemos a caer en la
misma enfermedad. ¿Cómo hemos de experimentar una sanidad perdurable si la raíz de la enfermedad no ha sido eliminada?
Dios nos habla por medio de la enfermedad. Su intención no es que procuremos desesperadamente ser sanados sino que obedezcamos y oremos. Es lamentable que el creyente no le diga al Señor: “Habla, que tu siervo escucha”. Por el contrario, espera obtener una recuperación rápida. Nuestro interés es librarnos inmediatamente del dolor y la debilidad. Nos apresuramos a hacer lo posible por obtener la mejor medicina. Es como si la enfermedad nos forzara a inventar todo tipo de remedios. Cada síntoma nos asusta y trastorna nuestra mente. Parece que Dios estuviera lejos de nosotros. Nos olvidamos de nuestra condición espiritual. Sólo pensamos en nuestro sufrimiento y en el remedio. Si la enfermedad se prolonga, llegamos a perder la percepción del amor del Padre, pero si la medicina comienza a obrar, alabaremos a Dios por Su gracia. Sin embargo, debemos preguntarnos: ¿es en realidad la intención del Espíritu Santo que seamos completamente librados del dolor? ¿Acaso le da gloria a Dios ese esfuerzo de nuestra carne?
LA MEDICINA
El amor propio espontáneamente suscita un esfuerzo personal. Debido a que los creyentes se aman a sí mismos y no ceden esto a Dios de una manera incondicional, acuden a la medicina terrenal cada vez que se enferman. Por ahora no emitiremos ningún juicio con respecto al uso o la abstención de medicinas. No tenemos tiempo para discutir este tema. Sin embargo, puesto que el Señor Jesús nos trajo la salvación en la cruz, y puesto que nuestro cuerpo puede recibir de El la sanidad, si seguimos recurriendo al mundo en busca de ayuda médica, lo haremos por ignorancia o por incredulidad.
Muchos discuten si deben usarse medicinas o no, como si la respuesta a esta pregunta resolviera los demás interrogantes. No comprenden que el principio de la vida espiritual no radica en si se puede hacer algo o no, sino en si somos guiados por Dios o si emprendemos nuestras propias actividades. Por lo tanto, nuestra pregunta debe ser: Cuando el creyente es motivado por su amor propio a buscar insistentemente la sanidad y ser curado con medicinas, ¿son sus acciones motivadas por su yo o por el Espíritu Santo? El hombre, desde su punto de vista natural, siempre trata de obtener la salvación por medio de sus propias obras. Solamente después de que Dios quebranta al hombre, éste llega a estar dispuesto a ser salvo por medio de la fe. Pero ¿no se aplica esto también a la sanidad del cuerpo? Temo decir que en este caso, la lucha es mucho más seria que la lucha por el perdón de pecados. El hombre sabe que aparte la salvación que le da el Señor Jesús, no tiene acceso alguno al cielo, pero existen muchas técnicas médicas que pueden usarse para sanar el cuerpo. Así que no halla necesario depender de la salvación del Señor Jesús. Lo que deseamos recalcar no es si la medicina puede usarse, sino si la aplicación de la medicina es iniciativa nuestra y si deja al margen la salvación que Dios da. ¿No afirma también el mundo tener muchas maneras de librar al hombre del pecado? ¿No tiene numerosas filosofías, psicologías, éticas, principios morales, preceptos y educación para hacer que los hombres progresen y para librarlos del pecado? ¿Confiamos en estos métodos para obtener nuestra perfección? ¿Buscamos la salvación que el Señor Jesús logró por
nosotros en la cruz o los métodos mundanos? De igual forma, el mundo también tiene numerosas medicinas para librar a la gente de la enfermedad. En la cruz, el Señor Jesús efectuó la salvación que libra a las personas de la enfermedad. ¿Deseamos obtener sanidad según los métodos humanos, o estamos dispuestos a confiar en el Señor Jesús?
Reconocemos que a veces Dios también manifiesta Su poder y Su gloria por algún medio y no directamente. Sin embargo, según la enseñanza bíblica y la experiencia de los creyentes, los sentimientos del hombre se apoderaron de toda su vida desde la caída, de manera que espontáneamente confía más en alguno de los medios de Dios que en Dios mismo. Por consiguiente, cuando el creyente se enferma, le presta más atención a la medicina que al poder de Dios. Aunque diga con su boca que confía en el poder de Dios, su corazón está inclinado hacia la medicina. Parece que el poder de Dios no pudiera expresarse sin la medicina. En esta condición, hay intranquilidad, disgusto, ansiedad y pánico. El acude a los mejores recursos disponibles para ser sanado. No tiene la paz que es fruto de confiar en Dios. Debido a que la medicina ocupa un lugar tan grande en su corazón, pierde la presencia de Dios y se inclina hacia el mundo. Por consiguiente, la enfermedad que tenía el propósito de instarlo a estrechar su relación con Dios lo aparta de El. Algunas personas pueden usar medicinas sin que éstas las afecten en su relación con Dios. Pero temo que tales personas son la excepción. La mayoría de los creyentes no pueden usar medicinas sin perjudicar su vida espiritual, ya que siempre consideran los medios más importantes que el poder de Dios.
Hay una enorme diferencia entre ser sano por medio de la medicina y ser sano por confiar en Dios. El poder de la medicina es sólo natural, mientras que el poder de Dios es divino. Las maneras como se reciben estas dos clases de sanidades también son totalmente diferentes. La sanidad que se recibe por la medicina, depende de la inteligencia del hombre, mientras que la sanidad que se recibe por confiar en Dios depende de los méritos y la vida del Señor Jesús. Aunque un doctor que sea creyente le pida a Dios la sabiduría y que bendiga la medicina que recete, aun así no podrá darles a los pacientes una bendición espiritual. Inconscientemente, el paciente permite que su corazón ponga la confianza en la medicina más que en el poder de Dios. Aunque su cuerpo quede sano, su vida espiritual es perjudicada en gran medida. Si el creyente confía en Dios, no necesita medicina. Sólo debe entregarse al amor y a Su poder. Debe examinar el origen de su propia enfermedad delante de Dios y descubrir en qué punto ha desagradado a Dios. Así, cuando finalmente sea sano, no solamente obtendrá beneficio en su cuerpo, sino que también recibirá bendición en su espíritu.
La mayoría de los creyentes considera la medicina como algo dado por Dios y por tanto, creen que deben usarla. Sin embargo, debemos tener presente si usamos la medicina porque Dios nos guía a usarla. No vamos a discutir si la medicina es dada por Dios o no. Solamente deseamos preguntar ¿no fue el Señor Jesús dado por Dios de una manera explícita a los creyentes como el que sana sus enfermedades? ¿Debemos seguir a los incrédulos o a los débiles en la fe para acudir a la medicina o a métodos naturales? ¿O debemos recibir al Señor Jesús a quien Dios preparó para que confiemos plenamente en Su nombre?
Confiar en la medicina y aceptar la vida del Señor Jesús son dos asuntos completamente diferentes. Admitimos que la medicina puede curar a las personas. La medicina y la farmacología han inventado muchos métodos y productos que curan las enfermedades de las personas. Sin embargo, esta clase de sanidad es natural, y no es mejor que lo que Dios preparó para Sus hijos. El creyente puede pedirle a Dios que bendiga la medicina, y ser sano después de usarla; es posible que después de ser sano le dé gracias a Dios por ella y concluya que Dios lo sanó. No obstante, esta sanidad no la recibió tomando la vida del Señor Jesús. Esta es una señal del creyente que abandona la batalla de la fe por la comodidad. Si nuestra única meta en nuestra lucha contra Satanás al hallarnos enfermos es obtener la sanidad, entonces cualquier curación bastará. Pero si estamos tratando de obtener algo más importante que la salud, no tenemos otra alternativa que permanecer en silencio delante de Dios y esperar Su voluntad y Su tiempo.
No diremos de una manera inflexible que Dios nunca aprueba el uso de la medicina. En muchas ocasiones Dios ha honrado la utilización de la medicina porque El es bueno y perdonador. No obstante, los creyentes que se hallan en esa posición no se apoyan en la redención; están en la misma posición que las personas del mundo. Con respecto a la enfermedad, ellos son iguales a la gente del mundo y no pueden dar testimonio de la obra de Dios. Tomar pastillas, aplicarnos un ungüento o una inyección no pueden darnos la vida del Señor Jesús. Cuando confiamos en el Señor, estamos simplemente en una esfera que trasciende lo natural. En muchos casos la sanidad que proviene de la medicina es dolorosa y requiere un largo tratamiento, mientras que la sanidad que viene de Dios es rápida y llena de bendición.
Una cosa sabemos con certeza: si somos sanados al confiar en Dios, el beneficio espiritual que obtenemos no puede obtenerse por medio de la sanidad que proviene de la medicina. Para muchas personas la enfermedad parece serles de mayor beneficio que la salud, pues mientras están convalecientes, se arrepienten de la vida que llevaban. Pero cuando se alivian, se alejan del Señor más que antes, lo cual no sucede si son sanos por confiar en Dios. Al contrario, confesarán sus pecados, se negarán a su yo, creerán en el amor de Dios y confiarán en Su poder. Aceptarán la vida y la santidad de Dios y tendrán una relación nueva e inseparable con Dios.
La lección que debemos aprender es que la meta de Dios en tiempo de enfermedad es que cesemos nuestras propias actividades y dependamos completamente de El. Pero muchas veces cuando buscamos sanidad, nuestros corazones son inspirados por nuestro amor propio, y como nos amamos a nosotros mismos, solamente nos interesa aliviarnos y nos olvidamos de Dios y de la lección que El desea enseñarnos. Si los hijos de Dios son librados de su amor propio, no buscarán la sanidad con tanta vehemencia, y si abandonaron sus propias actividades, no seguirán recurriendo al mundo para recibir ayuda medica. Primero se examinarán a sí mismos silenciosamente delante del Señor y tratarán de entender la razón por la cual Dios ha permitido esa enfermedad, antes de acudir a El en busca de sanidad por Su amor de Padre. Aquí vemos la diferencia entre confiar en la ayuda médica y confiar en el poder de Dios. En el primer caso, el creyente procura ansiosamente ser curado, y en el segundo, busca en silencio la voluntad de Dios. El creyente acude a la medicina en medio de la enfermedad porque tiene una fuerte inclinación a ella, porque está lleno de amor propio y porque puede utilizar su propia fuerza. Si por el contrario, busca el
poder de Dios, no se comportará así. Si el creyente desea confiar en que Dios lo sanará, tiene que confesar con franqueza sus pecados y eliminarlos, y estar dispuesto a consagrarse plenamente a Dios.
Hoy hay muchos creyentes enfermos. No obstante, el Señor tiene un propósito con todos ellos. Cada vez que el yo pierde su autoridad, el Señor lleva a cabo la sanidad. Si el creyente no está dispuesto a inclinar su cabeza y aceptar su enfermedad, y si no puede reconocer que lo que Dios dispone para él es lo mejor, si busca sanidad fuera de Dios y se rebela contra aquello que El usa para quebrantarlo, no le deja otro camino a Dios que permitir que se vuelva a enfermar. Si el creyente no está dispuesto a desistir de su amor propio e insiste en cuidarse y alimentarse a sí mismo, y en lamentarse por su condición y tener lástima de sí, y si no se abandona en el Señor, Dios le traerá cosas que harán que se lamente aún más. Si el creyente no está dispuesto a desistir de sus propios caminos y actividades y continúa buscando sanidad fuera de la salvación del Señor Jesús, Dios le mostrará que la medicina terrenal no le proporcionará una cura duradera. El desea que sus hijos sepan que si nos da un cuerpo fuerte y sano, no lo hace para nuestra propia felicidad ni es para que hagamos nuestra voluntad, sino exclusivamente para El. El Espíritu de sanidad es el Espíritu de santidad. No estamos escasos de sanidad, sino de santidad. Lo primero de lo cual necesitamos ser liberados no es de nuestras enfermedades, sino de nuestro yo.
Cuando el creyente deje de valerse de métodos terrenales y de la medicina terrenal y confíe en Dios con todo su corazón, su fe llegará a ser mucho más fuerte que antes. Esto le dará la oportunidad de tener una nueva relación con Dios, y comenzará a tener una vida de confianza y fe que nunca antes tuvo. No solamente entregará su “alma” a Dios, sino también su cuerpo. Podrá ver que la voluntad de Dios es manifestar el poder del Señor Jesús y el amor del Padre; El desea que estemos ejercitados y establecidos en nuestra fe. Desea demostrarnos que el Señor no sólo redime nuestra “alma”, sino también nuestro cuerpo. Por lo tanto, “no os inquietéis ... por vuestro cuerpo” (Mt. 6:25). Si nos entregamos al Señor, El nos cuidará. Si experimentamos una liberación inmediata, debemos alabar al Señor, pero si la enfermedad empeora, no debemos dudar, sino que debemos fijar nuestros ojos únicamente en la promesa de Dios y no permitir que el amor propio vuelva a despertarse. Dios está tratando de exprimir la última gota de nuestro amor propio. Si nos preocupamos por nuestro cuerpo, tendremos dudas; pero si ponemos nuestros ojos en la promesa, nos acercaremos a Dios, nuestra fe aumentará y recibiremos la sanidad.
Sin embargo, debemos tener cuidado, no sea que nos vayamos a los extremos. Es cierto que Dios desea que confiemos en El completamente. Pero después que de que hayamos rechazado nuestra propia acción y hayamos confiado plenamente en El, El estará complacido de vernos usar algunos medios naturales para ayudar a nuestro cuerpo. Esto lo podemos ver en el caso de Timoteo. El apetito de Timoteo no era bueno y se enfermaba con cierta frecuencia. Pablo no lo acusó de que le faltara fe ni de no recibir la sanidad directamente de Dios. Por el contrario, le recomendó que tomara un poco de vino, porque éste le sería de ayuda. Es interesante notar que el apóstol animó a usar vino, lo cual se encuentra en una línea muy fina entre lo bueno y lo malo.
Podemos aprender una lección de este caso. Debemos creer en Dios y confiar en El. (Esto fue lo que hizo Timoteo.) Sin embargo, al mismo tiempo, no debemos irnos a extremos. Si nuestro cuerpo tiene alguna debilidad, necesitamos tomar, según nos guíe el Señor, las cosas que sean alimenticias y provechosas para nuestro cuerpo. Si seguimos las instrucciones del Señor y tomamos alimentos nutritivos para el cuerpo, éste tendrá más fuerza. Mientras nuestro cuerpo no sea redimido, seguiremos teniendo un cuerpo humano y por esto sigue siendo necesario prestar la debida atención al aspecto natural de las cosas.
La comida nutritiva puede ir de la mano con la fe, y no tienen que excluirse mutuamente. Sin embargo, los creyentes no deben estar preocupados por la necesidad de tomar alimentos nutritivos al grado de no tener necesidad de creer en Dios.
ES MUCHO MEJOR ESTAR SANOS
También existen otros creyentes que se han ido otro extremo. Según su carácter natural son severos y obstinados. Sin embargo, por medio de la enfermedad que Dios permite en ellos, llegan a ser quebrantados. Como resultado, cuando llegan a obedecer la voluntad de Dios expresada en esa disciplina, llegan a ser dóciles, afables, flexibles y santos. Por consiguiente, concluyen que estar enfermos es un gran beneficio para ellos, y llegan a amar más la enfermedad que la salud. Piensan que la enfermedad puede hacer que su vida espiritual progrese grandemente. En consecuencia, no buscan la sanidad. Si ellos comprenden que deberían estar sanos, deberán acudir a Dios y pedirle que los sane. Ellos aceptan toda clase de enfermedades, pensando que es más fácil expresar a Dios cuando están enfermos que cuando están sanos. Creen que están más cerca de Dios cuando están solos y en medio del dolor que cuando están bien y activos. Creen que es mucho mejor yacer en cama que estar libres y correr. No desean pedirle a Dios que los sane, pues creen que trae mucho más beneficio estar débil que estar fuerte. Debemos admitir que muchos creyentes han abandonado sus malas obras por haberse enfermado y han ganado experiencias profundas en medio de su convalecencia. Debemos, por otra parte, reconocer que muchos minusválidos y personas con defectos físicos tienen experiencias espirituales excepcionales. Pero también debemos mencionar que muchos creyentes entienden muy poco con respecto a varios puntos que se relacionan con este tema.
Aunque la persona enferma pueda ser muy santa, esta santidad es impuesta. Quizás si estuviese bien de salud y pudiera escoger libremente, desearía regresar al mundo y a su yo. Sólo llega a ser santa cuando está enferma y se vuelve mundana cuando se alivia. Así que, el Señor tiene que mantenerla enferma para que sea santa continuamente. Su santidad depende de la enfermedad. Una vida dedicada al Señor no debe restringirse a los momentos de convalecencia. No debemos dar lugar a que otros piensen que el único medio por el cual Dios puede subyugar al creyente es la enfermedad, y que sin ésta el creyente no glorificaría a Dios en su vida diaria. El debe expresar la vida de Dios en su vida diaria. Aunque es provechoso soportar el sufrimiento, es mucho mejor obedecer a Dios cuando estamos llenos de vigor.
Debemos saber que la sanidad procede de Dios; es El quien nos sana. Si buscamos la sanidad por medio de la medicina humana, nos encontraremos separados de Dios. Pero si acudimos a Dios para ser sanados, tendremos más intimidad con El. La persona sanada por
Dios lo glorificará más que una que permanezca enferma mucho tiempo. Es cierto que la enfermedad puede glorificar a Dios porque la sanidad le provee a El la oportunidad de manifestar Su poder sanador (Jn. 9:3), pero si la persona se mantiene enferma, ¿cómo puede Dios ser glorificado? Cuando la persona recibe la sanidad de parte de Dios, ve la gloria de El por la demostración de Su poder.
El Señor Jesús nunca consideró la enfermedad una bendición ni algo que los creyentes deban soportar hasta la muerte. Tampoco dijo que la enfermedad fuera una expresión del amor de Dios el Padre. El Señor Jesús deseaba que Sus discípulos llevarán la cruz, pero nunca afirmó que los enfermos deben permanecer en enfermedad. El les indicó a los discípulos la manera en que deberían sufrir por El, pero no dijo que debían sufrir enfermedades por causa de El. Aunque dijo que tendríamos sufrimiento en el mundo, no se refería a la enfermedad. Ciertamente El sufrió mientras estuvo en la tierra, pero nunca estuvo enfermo. Además, cada vez que se encontraba con enfermos, los sanaba. Para El la enfermedad era fruto del pecado y obra del diablo.
Debemos conocer la diferencia que existe entre el sufrimiento y la enfermedad. “Muchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas le librará Jehová. El guarda todos sus huesos; ni uno de ellos será quebrantado” (Sal. 34:19-20). Jacobo [Santiago] dice: “¿Sufre alguno entre vosotros? Haga oración” (Jac. [Stg.] 5:13), para que reciba gracia y fortaleza. “¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor” (v. 14), para que sea sanado.
En 1 Corintios 11:30-32 se describe claramente la relación entre la enfermedad y el creyente. La enfermedad es básicamente una forma de disciplina que Dios nos aplica. Si el creyente se examina a sí mismo, Dios hará que la enfermedad desaparezca. Dios no tiene la intención de que los creyentes sufran enfermedades continuamente. El creyente que se aparta de lo que Dios condena y al mismo tiempo permite que la enfermedad permanezca en su cuerpo, desconoce el propósito por el cual Dios permite esa enfermedad. Ninguna disciplina debe durar para siempre. Una vez que la causa de la disciplina es eliminada, la disciplina misma debe desaparecer rápidamente. “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después...” (He. 12:11a). Los creyentes casi olvidan que hay un “después”. “Pero después da fruto apacible de justicia a los que por ella han sido ejercitados” (v. 11b). La disciplina no debe perdurar para siempre. De hecho, el fruto más excelente viene después de que termina la disciplina. Tampoco debemos ser engañados pensando que la disciplina de Dios es el castigo. Siendo exactos, los creyentes no son castigados. En 1 Corintios 11:31 se explica esto muy bien. No debemos permitir que este concepto legalista entre en nosotros. Esto no depende de cuántos pecados hayamos cometido, pues no necesitamos sufrir cierta medida de castigo para compensar nuestros pecados con sufrimiento. Este no es un asunto que se deba resolver en un tribunal, sino en la familia.
Si examinamos lo que enseña la Biblia, veremos que lo que Dios desea finalmente es nuestro cuerpo. Con sólo leer el siguiente versículo, los conceptos de muchos serán derribados: “Amado, yo deseo que tú seas prosperado en todas las cosas, y que tengas salud, así como prospera tu alma” (3 Jn. 2). Esto lo reveló el Espíritu Santo al apóstol, y muestra lo que Dios desea con respecto al cuerpo del creyente y Su deseo en la eternidad.
Dios no tiene la intención de que Sus hijos permanezcan enfermos toda la vida, incapacitados para laborar activamente en Su obra. El se deleita en ver que Sus hijos prosperan y tienen salud, así como prosperan sus almas. Podemos concluir que sin duda la enfermedad prolongada no es la voluntad de Dios. Puede ser que El temporalmente nos discipline y permita que perdamos la salud, pero El no se agrada de vernos constantemente débiles.
Pablo en 1 Tesalonicenses 5:23 también nos muestra que la enfermedad prolongada no es la voluntad de Dios. La condición del cuerpo debe concordar con la condición del espíritu y del alma. Si nuestro espíritu y nuestra alma son santificados por completo y si son guardados perfectos e irreprensibles, mas nuestro cuerpo continua enfermo, débil y lleno de aflicción, indudablemente Dios no estará satisfecho. Su meta es salvar al hombre integralmente. Su meta no se limita a salvar parte del hombre.
Todas las sanidades que el Señor Jesús realizó en la tierra revelan la intención de Dios en cuanto a la enfermedad. El solamente hacía la voluntad de Dios; no hizo nada más durante toda Su vida. Podemos especialmente ver el corazón del Padre celestial y Su actitud hacia la enfermedad en el caso del leproso que fue sanado. El leproso le dijo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Parece que esta persona tocara la puerta del cielo y preguntara si la sanidad es la voluntad de Dios. “Jesús extendió la mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio” (Mt. 8:2-3). Dios siempre quiere sanarnos. Si el creyente piensa que Dios no quiere sanarlo y que debe permanecer enfermo, no conoce la voluntad de Dios. La obra del Señor Jesús en la tierra fue sanar “a todos los enfermos” (v. 16), y no ha cambiado hoy de parecer.
Sabemos que la meta de Dios hoy es que se haga Su “voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mt. 6:10). La voluntad de Dios se hace en los cielos, y sabemos que no hay enfermedad allí. Basándonos en esto, vemos que la enfermedad no es compatible con la voluntad de Dios. Muchos creyentes oran pidiendo sanidad por un corto período de tiempo. Cuando Dios no parece responder sus oraciones y pierden toda esperanza, dicen: “Que se haga entonces la voluntad del Señor”, como si la voluntad del Señor fuera sinónimo de enfermedad y muerte. Este es un grave error. La voluntad de Dios para Sus hijos no es la enfermedad. Aunque en algunas ocasiones El permita que se enfermen, lo hace por el bien ellos; pero Su voluntad es que siempre tengan buena salud. En el cielo no hay enfermedad, lo cual demuestra que Dios no desea que Sus hijos estén enfermos.
Si determinamos de dónde proviene la enfermedad, nos daremos cuenta de que es correcto buscar la sanidad. Hechos 10:38 nos dice que toda enfermedad es obra de la opresión del diablo. Cuando el Señor Jesús le habló a la mujer encorvada, dijo que ella había estado atada por Satanás (Lc. 3:16). Cuando sanó a la suegra de Pedro, reprendió la fiebre (4:39), como si estuviera dirigiéndose al diablo. Si leemos el libro de Job, hallaremos que fue el diablo quien hizo que Job se enfermara (caps. 1 y 2), y fue Dios quien lo sanó a Job (cap. 42). El aguijón que hizo que el apóstol Pablo se debilitara era un “mensajero de Satanás” (2 Co. 12:7), pero el que lo fortalecía era Dios. Hebreos 2:14 nos dice que el que tiene el imperio de la muerte es el diablo. Cuando el pecado llega a su madurez, trae como resultado la muerte. El pecado es sólo un indicio de la muerte. Si Satanás tiene el poder de la muerte, también tiene el poder de la enfermedad, pues la muerte el resultado final de la enfermedad, mientras que la enfermedad es el primer paso que conduce a la muerte.
Al leer todos estos versículos, tenemos que concluir que el diablo es el origen de la enfermedad. Debido a que hay algunos defectos en los creyentes, Dios permite que Satanás los ataque. Si los hijos de Dios (1) no complacen a Dios y permiten que la enfermedad permanezca en sus cuerpos, o (2) si ellos han rechazado lo que Dios exige y permiten que la enfermedad permanezca en sus cuerpos, se están sometiendo voluntariamente a la opresión de Satanás. Después de obedecer a la revelación de Dios, debemos rechazar la enfermedad y reconocer que ésta proviene de Satanás. Por lo tanto, no hay razón para seguir bajo la esclavitud de la enfermedad. Debemos entender claramente que ella pertenece a nuestro enemigo, y que no debemos recibirla. El Hijo de Dios vino para libertarnos, no para atarnos.
Muchos se preguntan por qué Dios no quita la enfermedad cuando no hay necesidad de que los creyentes se enfermen. Necesitamos comprender que Dios actúa según nuestra fe (Mt. 8:13). Este es un principio inmutable que se aplica a la relación de Dios con nosotros. Muchas veces Dios está dispuesto a sanar a Sus hijos, pero como ellos no creen ni lo piden, El permite que la enfermedad perdure. Si el creyente se resigna a estar enfermo o acepta empeorarse, si le da cabida a la enfermedad, pensando que ella lo separa del mundo y lo hace más santo, el Señor no puede hacer otra cosa que darle lo que desea. Con frecuencia Dios trata a Sus hijos según lo que ellos pueden soportar. El puede tener un gran deseo de sanarlos, pero puesto que ellos no tienen la fe para pedir, no reciben este don.
No debemos pensar que somos más sabios que Dios ni que podemos ir más allá de lo que la Biblia revela. Aunque nuestro lecho de convalecencia pueda a veces parecer un santuario, y aunque todos los que entren en él puedan sentir que Dios los toca, ésa no es la voluntad perfecta de Dios, ni es lo que Dios desea para nosotros. Si nos conducimos conforme a nuestras emociones y no prestamos atención a la revelación de Dios, El permitirá que andemos como queramos. Muchos creyentes dicen: “No importa lo que suceda, yo me entregaré a las manos de Dios. Sea que me mejore o que continúe enfermo, dejaré que Dios decida por mí, y le permitiré tratarme como a El le agrade”. Pero muy frecuentemente, estas mismas personas recurren a la medicina al mismo tiempo. ¿Es esto lo que se hace cuando se deja todo en las manos de Dios? Buscan la sanidad de Dios, dejando la responsabilidad en las manos de El, y al mismo tiempo la sanidad del hombre, recurriendo a la medicina. Esto es una contradicción. El hecho es que muchos creyentes han perdido su fuerza de voluntad por el período tan prolongado que yacen en cama. Ya no se sienten capaces de aferrarse a la promesa de Dios. Su sumisión es en realidad una especie de pereza espiritual. Aunque desean recuperar salud, ese deseo no hace que Dios obre en ellos. Muchos creyentes se resignan pasivamente a su enfermedad durante un largo tiempo; se enferman cada vez más,, y no tienen la firmeza para buscar la libertad. Prefieren que otros crean por ellos o esperan que Dios les dé fe y los obligue a creer sin hacer ellos ningún esfuerzo. Ahora bien, si su voluntad no es motivada y si no resisten al diablo y se aferren al Señor Jesús, la fe que Dios da no llegará a ellos. Muchos enfermos no necesitan estar en esta condición; si están enfermos es porque no tienen fuerzas para reclamar las promesas de Dios.
Debemos comprender que las bendiciones espirituales que recibimos en la enfermedad son muy inferiores a las que ganamos al ser restaurados. Si al confiar en Dios y al consagrarnos a El somos sanados, debemos llevar una vida santa en lo sucesivo. Solamente esto
mantendrá nuestra buena salud. Al sanarnos de esta manera, el Señor obtiene nuestro cuerpo, lo cual es un gozo inexplicable. Sin embargo, este gozo viene no porque hayamos sido sanados, sino porque ahora tenemos una nueva relación con nuestro Señor. Tenemos una nueva experiencia de El, estrechamos nuestra relación con El y recibimos de El nueva vida. En tales momentos, Dios es glorificado mucho más que cuando estábamos enfermos.
Por consiguiente, los hijos de Dios deben buscar la sanidad. Primeramente debemos acudir al Señor y escuchar lo que El desea decirnos en medio de nuestra enfermedad. En segundo lugar, debemos conducirnos con un corazón puro, conforme a lo que El nos ha revelado. Finalmente, debemos poner nuestro cuerpo bajo Su cuidado y consagrarlo a El. Si hay ancianos en la iglesia que puedan ungirnos con aceite (Jac. [Stg.] 5:14-15), debemos llamarlos y dejar que cumplan el precepto bíblico. De lo contrario, debemos permanecer en calma y emplear nuestra fe para asirnos de la promesa de Dios (Ex. 15:26), y El nos sanará.
CAPITULO TRES
DIOS ES LA VIDA DEL CUERPO
Ya vimos que nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo. Debemos prestar especial atención al hecho de que el apóstol se ocupa bastante en nuestro cuerpo. Por lo general, creemos que la vida de Cristo se aplica a nuestro espíritu y no a nuestro cuerpo. Pero en realidad, cuando nuestro espíritu recibe al Espíritu Santo, la salvación que Dios nos da se extiende también a nuestro cuerpo. Si la intención de Dios fuera solamente hacer que el Espíritu Santo morara en nuestro espíritu para que éste recibiera el beneficio, ¿por qué no dijo el apóstol: “Vuestro espíritu es templo del Espíritu Santo”, sino: “Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo”? Ya debemos comprender que el hecho de que nuestro cuerpo sea el templo del Espíritu Santo es más que un privilegio especial, ya que también es un poder efectivo que no sólo fortalece nuestro hombre interior y alumbra los ojos de nuestro corazón, sino que también hace que nuestro cuerpo tenga salud.
También dijimos que el Espíritu Santo da vida a nuestro cuerpo mortal. El no espera hasta que muramos para resucitarnos; hoy El le imparte vida a nuestro cuerpo. En el futuro El resucitará nuestro cuerpo corrupto, pero ahora le da vida a nuestro cuerpo mortal. El poder de Su vida penetra a cada célula de nuestro ser y hace que experimentemos Su vida y Su poder.
Debemos dejar de pensar que nuestro cuerpo es una triste prisión y ver que en él habita la vida de Dios. Podemos experimentar las palabras, “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”. Cristo es ahora la fuente de nuestra vida. El vive en nosotros como vivió en Su cuerpo de carne en aquel tiempo. Todos necesitamos entender con claridad las palabras: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”. Esta vida abundante suple todas las necesidades de nuestro cuerpo. El apóstol le dijo a Timoteo que echara mano de la vida eterna (1 Ti. 6:12). Sin embargo, en este caso, Timoteo no necesitaba vida eterna para ser salvo. Por lo tanto, debe de refiere a la vida “que lo es de verdad”, la cual se menciona en el versículo 19. El apóstol alude con esto a que Timoteo debería experimentar la vida eterna en esta edad y a que esta vida es lo suficientemente poderosa para vencer todos los efectos de la muerte.
No desconocemos el hecho de que nuestro cuerpo es un cuerpo de muerte. Pero debemos tener presente que necesitamos que la vida absorba el poder de la muerte. Dentro de nuestro cuerpo existen dos fuerzas: la muerte y la vida. Por una parte, nos debilitamos, y por otra, somos fortalecidos por el alimento y el descanso. La debilidad nos conduce a la muerte, mientras que el fortalecimiento que recibimos del alimento y el descanso mantiene nuestra vida. Si acumulamos demasiado suministro, el cuerpo produce un “exceso”, debido a que la fuerza de la vida es grande. La demasiada fatiga hace que el cuerpo se debilite, debido a que la fuerza de la muerte también es grande. Lo óptimo es mantener las fuerzas de la vida y la muerte en equilibrio. El cansancio que un creyente siente en su cuerpo es, en muchos aspectos, diferente al que experimenta la gente común, pues no se halla solamente en su
cuerpo físico. El camina con el Señor, lleva las cargas de otros, tiene compasión de sus hermanos, trabaja para Dios, intercede delante de El, lucha en contra del poder de las tinieblas y golpea su cuerpo; por eso, el alimento y el descanso solos no pueden reponer la perdida de energía de su cuerpo. Por esta razón muchos creyentes, que tenían muy buena salud antes de ser llamados a la obra, se debilitan al poco tiempo. Nuestro contacto con la esfera espiritual y lo relacionado con nuestra vida, nuestra labor y nuestra participación en la guerra espiritual van más allá de lo que nuestro cuerpo físico puede soportar. El contacto que tenemos con los pecados, los pecadores y los espíritus malignos absorben todos los recursos de nuestro cuerpo y hacen que sea difícil satisfacer muchas necesidades. Por lo tanto, si el creyente depende solamente de medios naturales para abastecer sus necesidades físicas, no sobrevivirá. Necesitamos la vida de Cristo porque sólo Su vida puede satisfacer nuestras necesidades. Debemos tener en cuenta que si dependemos del alimento físico, de una buena nutrición y de la medicina, estamos poniendo nuestros ojos en la fuente equivocada. Solamente la vida del Señor Jesús puede satisfacer todas las necesidades de nuestra vida, nuestra labor y nuestra lucha espiritual. Solamente El puede reponer las fuerzas que necesitamos para luchar contra los pecados y contra Satanás. Solamente cuando el creyente llega a entender en verdad lo que es la batalla espiritual y cómo luchar en el espíritu contra el enemigo, llega a comprender lo preciosa que es la vida de Jesús para nuestro cuerpo físico.
Los creyentes deben ver cuán real es su unión con el Señor. El es la vid, y nosotros los sarmientos. Así como éstos van unidos a la vid, asimismo estamos nosotros unidos al Señor Jesús. Es por medio de la unión con la vid que las ramas reciben el flujo de vida. ¿No es igual nuestra unión con el Señor Jesús? Si limitamos esta unión al espíritu, nuestra fe no aceptará esa restricción. Nuestro Señor nos llamó a experimentar en la práctica nuestra unión con El; El desea que creamos y recibamos el fluir de su vida en nuestro espíritu, en nuestra alma y en nuestro cuerpo. Si nos separamos del Señor, no sólo perderemos la paz del espíritu sino también la salud del cuerpo. Si nuestra unión con el Señor es constante, Su vida llenará nuestro espíritu y fluirá a nuestro cuerpo. Si no participamos verdaderamente de la vida del Señor Jesús, no seremos sanados ni tendremos salud. Dios llama a Sus hijos a tener una unión más profunda con el Señor Jesús.
Por lo anterior, necesitamos comprender que aunque estas cosas afectan nuestro cuerpo físico, son espirituales. Recibir sanidad y fortaleza de parte de Dios no es una experiencia física sino espiritual, aunque ocurra en el cuerpo. Tales experiencias no son otra cosa que la vida del Señor Jesús expresada en nuestro cuerpo mortal. Así como la vida del Señor Jesús resucitará nuestro espíritu muerto, ahora vivifica nuestro cuerpo mortal. Dios desea que aprendamos a permitir que la vida resucitada, gloriosa y victoriosa de Cristo sea manifestada en todo nuestro ser. El desea que renovemos nuestra fuerza con Su vida día tras día y hora tras hora. Esta es nuestra verdadera vida. Aunque nuestro cuerpo físico sea animado por la vida de nuestra alma, no debemos vivir por ésta, sino depender de la vida de Dios, la cual da vida a nuestros miembros en una forma que la vida anímica no puede. Debemos prestar atención a la palabra “vida”. Todas nuestras experiencias espirituales vienen de algo maravilloso llamado “vida”, que penetra ricamente a todo nuestro ser. Dios desea que comprendamos que la vida de Cristo es nuestra fuerza.
Mateo 4 nos muestra que la palabra de Dios es vida para nuestro cuerpo físico: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (v. 4). Nos muestra claramente que la palabra de Dios puede sustentar nuestro cuerpo físico. Según lo natural, el hombre vive de pan, de la comida física; pero cuando la palabra de Dios brota con Su poder, el hombre puede vivir también por ella. Vemos dos maneras de vivir: La manera sobrenatural y la manera natural. Aunque Dios no nos dice que no comamos, El desea que sepamos que Su palabra puede darnos la vida que el pan no puede dar. Cuando el pan no puede producir el efecto que esperamos, Su palabra sí puede y nos da vida. Algunos viven por el pan, y otros, por la palabra de Dios. Aquél a veces falla, pero éste nunca cambia.
Dios pone Su vida en Su palabra. Así como El es la vida, también es la palabra. Si tomamos Su palabra como una enseñanza, un credo o una regla moral, no tendrá ningún poder en nosotros. La palabra de Dios debe ser digerida por nosotros y estar unida a nosotros de la misma forma que el pan. Los santos que tienen hambre saben que la palabra de Dios es su alimento. Cuando la reciben con fe, la palabra viene a ser su vida. Dios dijo que Su palabra puede sustentar nuestra vida; por eso, cuando falta el alimento natural, podemos creer en Dios según Su palabra. Entonces veremos que Dios es vida no sólo para nuestro espíritu sino también para nuestro cuerpo físico. Hoy en día sufrimos una gran pérdida al no comprender que tenemos una provisión rica en la Palabra de Dios (la Biblia) para nuestro cuerpo físico. Hemos limitado las promesas de Dios a nuestra vida espiritual y nos hemos olvidado de nuestro cuerpo físico. Pero en realidad, la necesidad de nuestro cuerpo físico no es menor que nuestra necesidad espiritual.
LA EXPERIENCIA DE LOS SANTOS DE LA ANTIGÜEDAD
Dios no desea que Sus hijos estén débiles ni enfermos; Su voluntad es que tengan salud y vigor. El no quiere que Sus hijos estén afligidos con debilidades hasta la muerte. Su palabra dice: “Y como tus días serán tus fuerzas” (Dt. 33:25), lo cual se refiere a nuestro cuerpo. Si vivimos en la tierra un día más, la fuerza que el Señor promete para nuestro cuerpo nos acompañará un día más. Dios no tiene la intención de darnos otro día sin proveernos la fuerza que necesitamos. Debido a que los creyentes no aplican esa preciosa promesa por la fe, su fuerza no es igual al número de sus días. Dios desea que la fuerza de Sus hijos corresponda al número de sus días; por eso, promete que El será su fuerza. Por lo tanto, de la manera que Dios vive, también nosotros viviremos, y asimismo durará nuestra fuerza. Por la promesa de Dios, todos los días al levantarnos con la aurora, podemos afirmar en fe, que como Dios vive, nosotros tendremos para ese día tanto fuerza espiritual como física. Era común que los santos de antaño conocieran a Dios como su fuerza y experimentaran la fuerza de El trasmitida a su cuerpo físico. Encontramos esto primeramente en Abraham. “Y no se debilitó en su fe, aunque consideró su propio cuerpo, ya muerto, siendo de casi cien años, y lo muerta que estaba la matriz de Sara” (Ro. 4:19). El engendró a Isaac porque creyó a Dios. La fuerza de Dios se expresó por medio de un cuerpo casi muerto. No importa la condición en que se halle nuestro cuerpo; lo que cuenta es la fuerza que Dios le da.
En cuanto a Moisés, la Biblia dice: “Era Moisés de edad de ciento veinte años cuando murió; sus ojos nunca se oscurecieron, ni perdió su vigor” (Dt. 34:7). Vemos claramente que el poder de la vida de Dios se expresaba en El.
La Biblia también describe la condición física de Caleb. Después de que los israelitas entraron a la tierra de Canaán, él dijo: “Entonces Moisés juró diciendo: Ciertamente la tierra que holló tu pie será para ti, y para tus hijos en herencia perpetua, por cuanto cumpliste siguiendo a Jehová mi Dios. Ahora bien, Jehová me ha hecho vivir, como él dijo, estos cuarenta y cinco años, desde el tiempo que Jehová habló estas palabras a Moisés, cuando Israel andaba por el desierto; y ahora, he aquí, hoy soy de edad de ochenta y cinco años. Todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió; cual era mi fuerza entonces, tal es ahora mi fuerza para la guerra y para salir y para entrar” (Jos. 14:9-11). Caleb siguió fielmente a Dios y Dios llegó a ser la fuerza de Caleb según Su promesa, a tal punto que después de cuarenta y cinco años no había menguado en nada su fuerza.
Cuando leemos el libro de Jueces y vemos la fuerza de Sansón, queda bastante claro para nosotros que el Espíritu Santo puede conceder fuerza física al hombre. Aunque Sansón cometió muchas inmoralidades y aunque el Espíritu Santo no necesariamente le da esta gran fuerza a todos los creyentes, es cierto que si dependemos de que El mora en nosotros, siempre obtendremos Su fuerza para que todas nuestras necesidades diarias sean satisfechas. Si miramos algunos de los cánticos de David en los salmos, descubriremos que él recibió la fuerza de Dios en su cuerpo: “Te amo, oh Jehová, fortaleza mía ... Dios es el que me ciñe de poder, y quien hace perfecto mi camino; quien hace mis pies como de ciervas, y me hace estar firme sobre mis alturas; quien adiestra mis manos para la batalla, para entesar con mis brazos el arco de bronce” (18:1, 32-34). “Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme?” (27:1). “Jehová dará poder a Su pueblo” (29:11). “Tu Dios ha ordenado tu fuerza ... el Dios de Israel, él da fuerza y vigor a su pueblo” (68:28, 35). “El que sacia de bien tu boca de modo que te rejuvenezcas como el águila” (103:5).
Otros salmos nos muestran que Dios era la fuerza para su pueblo. Salmos 73:26 dice: “Mi carne y mi corazón desfallecen; mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre”. Salmos 84:5 dice: “Bienaventurado el hombre que tiene en Ti sus fuerzas”, y 91:16 declara: “Lo saciaré de larga vida y le mostraré mi salvación”.
Eliú le dijo a Job acerca del castigo de Dios y de su resultado: “También sobre su cama es castigado con dolor fuerte en todos sus huesos, que le hace que su vida aborrezca el pan y su alma la comida suave. Su carne desfallece, de manera que no se ve, y sus huesos, que antes no se veían, aparecen. Su alma se acerca al sepulcro, y su vida a los que causan la muerte. Si tuviese cerca de él algún elocuente mediador muy escogido, que anuncie al hombre su deber; que le diga que Dios tuvo de él misericordia, que lo libró de descender al sepulcro, que halló redención; su carne será más tierna que la del niño, volverá a los días de su juventud” (Job 33:19-25). La vida de Dios fue expresada por medio de una persona que estaba a las puertas de la muerte.
El profeta Isaías también dio testimonio de esto: “He aquí Dios es salvación mía; me aseguraré y no temeré, porque mi fortaleza y mi canción es JAH Jehová, quien ha sido salvación para mí” (12:2). “El da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no
tiene ningunas. Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán y no se fatigarán” (40:29-31). Todos estos versículos se refieren claramente al cuerpo físico. La fuerza de Dios vendrá sobre aquellos que esperan en El para hacerles esta clase de personas.
Cuando Daniel recibió la visión de parte de Dios, dijo: “No quedó fuerza en mí, antes mi fuerza se cambió en desfallecimiento, y no tuve vigor alguno” (10:8). Pero Dios envió un ángel para fortalecerlo. Daniel habló sobre esto y escribió: “Y aquel que tenía semejanza de hombre me tocó otra vez, y me fortaleció, y me dijo: Muy amado, no temas; la paz sea contigo; esfuérzate y aliéntate. Y mientras él me hablaba, recobré las fuerzas, y dije: Hable mi señor, porque me has fortalecido” (vs. 18-19). Aquí podemos ver claramente que Dios puede fortalecer el cuerpo humano. Los hijos de Dios hoy deben saber que El se preocupa por su cuerpo físico. Dios es la fuerza no sólo de nuestro espíritu, sino también de nuestro cuerpo físico. En el Antiguo Testamento, la gracia no se había manifestado en la misma medida que hoy; sin embargo, los santos de ese entonces experimentaban a Dios como su fuerza física. ¿Acaso la bendición que recibimos hoy no es igual a la de ellos? Lo que experimentemos en nuestro cuerpo físico debe ser lo mismo que ellos vivieron. Si no conocemos las riquezas de Dios, podemos pensar que El solamente nos da cosas espirituales, pero si tenemos fe, no limitaremos la fuerza ni la vida de Dios a nuestro espíritu olvidándonos de nuestro cuerpo. Recalcamos bastante que la vida de Dios no sólo sana nuestras enfermedades sino que también nos mantiene saludables, libres de las enfermedades. Dijimos antes que Dios sana nuestras enfermedades, y ahora queremos resaltar que El, como nuestra fuerza, nos hace aptos para vencer tanto la enfermedad como la debilidad. Dios no nos sana simplemente para que tengamos salud y vivamos según nuestra vida natural, sino que El mismo viene a ser vida para nuestro cuerpo físico a fin de que éste pueda también vivir por El y recibir toda la fuerza que necesitamos para llevar a cabo Su obra. Cuando los israelitas salieron de Egipto, Dios les dijo: “Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, e hicieres lo recto delante de Sus ojos, y dieres oído a Sus mandamientos, y guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los egipcios te las enviaré a ti; porque Yo Soy Jehová tu sanador” (Ex. 15:26). Más adelante, esta promesa se cumplió plenamente: “Los sacó con plata y oro; y no hubo en sus tribus enfermos” (Sal. 105:37). Tal vez sepamos que la sanidad de Dios no sólo nos sana, sino que nos guarda de las enfermedades y preserva nuestra fuerza y nuestra salud. Si estamos perfectamente sometidos a El y no nos oponemos intencionalmente a Su voluntad, y si con un corazón de fe tomamos la vida de Dios como la fuerza de nuestro cuerpo, veremos que Jehová todavía sana.
LA EXPERIENCIA DE PABLO
Si aceptamos la enseñanza bíblica de que nuestros cuerpos son miembros de Cristo, también tendremos que aceptar que la vida de Dios fluye a nuestro cuerpo. La vida de Cristo fluye de la Cabeza a Su Cuerpo, impartiéndole vida, vigor y fortaleza. Puesto que nuestros cuerpos son miembros de Su Cuerpo, la vida divina fluirá en ellos. Sin embargo, dicha vida sólo se recibe por fe. La medida de vida que recibamos depende del grado de fe
que ejercitemos al acercarnos a esa vida. En la Biblia vemos que la vida del Señor Jesús puede ser aplicada y recibida por el cuerpo del creyente, pero esto no puede suceder sin fe. Quizás muchos creyentes se sorprendan la primera vez que escuchan esta enseñanza. Pero no debemos quitarle importancia a la enseñanza explícita de la Biblia. Si examinamos la experiencia de Pablo, veremos lo práctico y valioso de este asunto.
En 2 Corintios 12 el apóstol Pablo habló de la condición de su cuerpo. Dijo que tenía un aguijón en su carne y que le había rogado al Señor tres veces para que se lo quitara. Pero el Señor le respondió: “Bástate Mi gracia; porque Mi poder se perfecciona en la debilidad” (v. 9a). Así que, el apóstol añade: “Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo extienda tabernáculo sobre mí ... porque cuando soy débil entonces soy poderoso” (vs. 9b-10). ¿Cuál era el aguijón que el apóstol tenía en su carne? Podemos dejar esta pregunta sin respuesta por ahora, puesto que la Biblia no nos da los detalles. Pero una cosa es cierta: ese aguijón tenía el efecto de debilitar su cuerpo. La palabra original traducida “debilidad”, se refiere a la debilidad del cuerpo. La misma expresión se usa en Mateo 8:17. Los corintios sabían que el cuerpo del apóstol era débil (2 Co. 10:10). El apóstol mismo les dijo que cuando estuvo la primera vez entre ellos, estuvo con debilidad (1 Co. 2:3). Esto no significa que el apóstol careciera de poder espiritual, porque ambas epístolas revelan que él estaba lleno de poder espiritual. Además, la palabra “debilidad” también describe la debilidad física mencionada anteriormente y se usa en otros dos pasajes para referirse a la condición de muerte del cuerpo físico.
Por consiguiente, en estos versículos podemos ver la condición física del apóstol. Al principio estaba muy débil físicamente, ¿pero permaneció en debilidad para siempre? No. El nos dice que el poder de Cristo descansaba sobre él para fortalecerlo. Debemos prestar atención a “los contrastes”. El aguijón nunca se apartó de Pablo, ni la debilidad que venía con el aguijón; sin embargo, el poder de Cristo descansaba sobre su cuerpo débil y lo fortalecía para satisfacer todas las necesidades. El poder de Cristo estaba en contraste con la debilidad de Pablo. Este poder no quitó el aguijón ni la debilidad, sino que vivía en Pablo, haciéndose cargo de todas las cosas que el cuerpo débil de Pablo no podía hacer. Esto puede ser comparado con la mecha de una lámpara que arde y no se consume debido a que está llena de aceite. Aunque la mecha sea muy débil, el aceite suple todo lo que la llama necesita.
Aquí vemos el principio de que la vida de Dios es la fuerza de nuestro cuerpo. Dicha vida no cambia la naturaleza débil y mortal de nuestro cuerpo, sino que lo satura con lo que él no puede proveer. Por consiguiente, según su condición natural, Pablo era el más débil, pero según el poder que recibía de Cristo, era el más fuerte. La fuerza que se menciona en este pasaje se refiere específicamente al cuerpo del apóstol. Todos sabemos que el apóstol trabajaba sin cesar día y noche, laborando mental y físicamente, haciendo un trabajo que ni siquiera entre tres o cuatro hombres fuertes se podría realizar. Si este cuerpo débil no hubiese recibido la vida del Espíritu Santo, no habría podido llevar tantas cargas. Es indiscutible que Dios fortaleció el cuerpo de Pablo.
¿Cómo fortaleció Dios a Pablo? El apóstol menciona el problema de su cuerpo en 2 Corintios 4, donde dice: “Llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos. Porque nosotros
que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” (vs. 10-11). Lo que más nos llama la atención es que aunque los versículos 10 y 11 aparentemente son repetitivos, en realidad no lo son. El versículo 10 habla de la vida de Jesús manifestada en nuestro cuerpo; mientras que el versículo 11 habla acerca de la vida de Jesús manifestada en nuestra carne mortal. Muchos pueden expresar la vida de Jesús en su cuerpo pero no van un paso más adelante para hacer lo mismo en su carne mortal. La diferencia entre estos dos es enorme. Muchos creyentes cuando están enfermos muestran verdadera obediencia y paciencia sin murmurar y sin expresar ansiedad. Sienten la presencia del Señor y manifiestan Sus virtudes en su rostro, en sus palabras y en sus acciones. Por el Espíritu Santo manifiestan evidentemente la vida de Jesús en su cuerpo; sin embargo, no saben que el Señor Jesús puede sanar sus enfermedades, ni han escuchado que Su vida también puede correr por su humilde cuerpo. Nunca aplican su fe para apropiarse de la sanidad que el Señor ofrece a su cuerpo de la misma manera que lo hicieron para ser lavados y para recibir la vida del Señor en su espíritu muerto. Como resultado, no manifiestan la vida de Jesús en su “carne mortal”. Por la gracia del Señor, soportan el dolor pero no reciben sanidad. Experimentan el versículo 10 pero no el versículo 11.
En este versículo vemos que Dios nos sana y nos fortalece por la vida del Señor Jesús. Esto es crucial. Cuando nuestro cuerpo mortal es fortalecido, su naturaleza no es transformada en una naturaleza inmortal. El cuerpo sigue siendo el mismo, y es la vida que suministra fuerza al cuerpo la que cambia. Antes dependíamos de nuestra vida natural, y ésta era la fuente de nuestra fuerza; pero ahora dependemos de la vida de Cristo como suministro. Podemos ser fortalecidos para laborar porque tenemos la vida de resurrección de Cristo, la cual sustenta nuestro cuerpo.
El apóstol no se refería a que una vez que viviera por el Señor, nunca volvería a estar débil. Cuando el poder de Cristo no reposaba sobre él, era tan débil como antes. Podemos llegar a perder la manifestación de la vida del Señor Jesús en nuestro cuerpo por ser descuidados, independientes o por el pecado. Algunas veces puede ser que suframos debilidad en nuestro cuerpo, no por alguna falta nuestra, sino por atacar osadamente el poder de las tinieblas. En otras ocasiones podemos sufrir constantemente por causa del Cuerpo de Cristo cuando lo experimentamos profundamente. Sin embargo, el hombre generalmente no experimenta estos últimos dos a menos que sea muy espiritual. Una cosa es segura: aunque podamos estar débiles, la voluntad de Dios es que no tengamos ningún impedimento físico, que nunca faltemos en Su obra y que no le causemos sufrimiento. El apóstol frecuentemente estaba débil, pero la obra de Dios nunca se debilitó por ello. Reconocemos la infinita autoridad de Dios, pero no debemos evadir nuestra responsabilidad.
Vemos que las palabras “la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal”, se basan en el hecho de que “siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús”. En otras palabras, debemos negarnos por completo a nuestra propia vida para experimentar la manifestación de la vida de Jesús en nuestro cuerpo. En esto podemos ver la relación que existe entre la vida de una persona espiritual, libre del yo, y un cuerpo sano. La vida de Dios es El mismo. El manifiesta Su vida en nuestro cuerpo a fin de llevar a cabo Su propia obra. El no tiene la intención de darnos Su vida y fuerza para que laboremos y vivamos para nosotros mismos, ni da Su vida a nuestro cuerpo para que nosotros la desperdiciemos;
tampoco nos suministra Su fuerza para que llevemos a cabo nuestro propio propósito. Si no vivimos exclusivamente para El, El no querrá darnos esta vida. Vemos, entonces, la razón por la cual muchos buscan sanidad y fuerza, pero no la reciben; creen que la salud y la fuerza se les otorga para que ellos disfruten. Buscan la vida de Dios para su cuerpo a fin de sentirse más cómodos, contentos, libres y menos atados a fin de realizar cualquier tipo de acción. Es por esto que permanecen débiles e incapacitados. Dios no nos dará Su vida para nuestro propio uso ni para que expresemos la vida del yo, haciendo que su propósito sufra continua pérdida. Dios espera que Sus hijos lleguen al final de ellos mismos para darles lo que buscan.
¿A qué se refiere “la muerte de Jesús” en el versículo 10? A la vida del Señor Jesús que continuamente da muerte al yo. Toda la vida el Señor se negó al yo. El no hizo nada por Sí mismo, sino que llevó a cabo la obra de Dios. El apóstol nos dice que él permitía que la muerte de Jesús operara en su cuerpo para que la vida del Señor Jesús también se manifestara en su carne mortal. ¿Podemos recibir esta enseñanza? Dios busca a quienes estén dispuestos a aceptar la muerte del Señor Jesús para que El pueda vivir en el cuerpo de ellos. ¿Quién está dispuesto a obedecer voluntad de Dios sin reservas? ¿Quién no iniciará nada por su cuenta? ¿Quién está dispuesto a atacar continuamente el poder de las tinieblas por causa de Dios? ¿Quién se rehusa a usar su propio cuerpo para llevar a cabo algo por sí mismo? Esta clase de persona llena las condiciones para que la vida del Señor Jesús se manifieste en su carne. Si prestamos atención a la muerte, Dios nos cuidará en el aspecto de la vida. Cuando consagremos nuestra debilidad a El, El nos dará Su fuerza.
EL PODER NATURAL Y LA VIDA DE JESUS
Si nos consagramos plenamente a Dios, podemos creer que El ciertamente preparó un cuerpo para nosotros. A veces pensamos que habría sido maravilloso haber podido decidir cómo queríamos que fuera formado nuestro cuerpo. Quisiéramos que nuestro cuerpo no hubiera tenido tantos defectos naturales y que tuviera más resistencia, a fin de que pudiéramos disfrutar de una vida más larga sin dolor ni enfermedad. Pero Dios no nos preguntó. El sabía lo que debíamos tener. No debemos culpar a nuestros antepasados por sus errores y pecados, ni debemos dudar del amor ni de la sabiduría de Dios. Todo lo relacionado con nosotros fue decidido antes de la fundación del mundo. Dios ejerció Su inmensa bondad al darnos un cuerpo que fuera propenso a estar limitado por el dolor y la enfermedad. Su propósito no es que abandonemos este cuerpo ni que lo consideremos una carga. El desea que nosotros tomemos un cuerpo nuevo por medio del Espíritu Santo que mora en nosotros. Cuando El preparó nuestro cuerpo, El conocía todas las limitaciones y la fragilidad de éste, y tenía la intención de que deseáramos un cuerpo nuevo por medio de las experiencias dolorosas, un cuerpo que no viva por la fuerza natural sino por la vida de Dios. De esta manera, podemos cambiar nuestra debilidad por Su fuerza y comprender que aunque nuestro cuerpo no haya llegado a ser nuevo, la vida por la cual vive sí es nueva.
El Señor se deleita en llenar cada nervio, cada vaso sanguíneo y cada célula con Su fuerza. El no cambia nuestra constitución débil por una fuerte, ni simplemente nos imparte gran cantidad de fuerza. El desea ser la vida de nuestro cuerpo para que podamos vivir por El a cada instante. Algunos pueden creer que recibir al Señor Jesús como la vida de nuestro cuerpo significa que Dios lleva a cabo el milagro de transfundir una gran medida de fuerza
a nuestro cuerpo para que, como resultado, no suframos más o dejemos de enfermarnos por el resto de nuestra vida. Pero ésta no fue la experiencia del apóstol; él dijo: “Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal”. Su carne siempre estaba débil, pero la vida del Señor Jesús continuamente fluía en él. El vivió por la vida del Señor momento a momento. Recibir al Señor Jesús como vida para nuestro cuerpo requiere una dependencia continua. Con nuestra propia fuerza no podemos afrontar nuestras circunstancias ni por un momento, pero al depender del Señor, El nos da la fuerza que necesitamos momento a momento.
Esto es lo que Dios quiso decir cuando le dijo a Jeremías: “Pero a ti te daré tu vida por botín en todos los lugares a donde fueres” (Jer. 45:5). Nosotros no nos sentimos seguros en absoluto en nuestra fuerza natural; más bien, nos entregamos a la vida del Señor cada vez que respiramos. Hay una seguridad muy grande en ello porque El vive para siempre. No tenemos ninguna fuerza de reserva por la cual podamos actuar libremente. Por el contrario, cada vez que necesitemos fuerza, tenemos que obtenerla tomando nuestro aliento del Señor. La respiración de un momento nos capacita para vivir ese momento; nada puede guardarse en reserva. Esta es una vida completamente unida y dependiente del Señor. “Yo vivo por causa del Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por causa de Mí” (Jn. 6:57). Esta es la llave de esta vida. Si pudiéramos vivir independientemente del Señor que nos da vida, seríamos conducidos a seguir nuestro propio camino y a perder nuestro corazón de dependencia. Seríamos iguales a los del mundo que desperdician sus fuerzas vanamente. Dios desea que le necesitemos y dependamos de El continuamente. Así como el maná sólo podía recogerse una vez para el día, nuestro cuerpo debe vivir por Dios hora tras hora.
De esta forma no limitamos nuestra obra con nuestra fuerza natural, ni permanecemos en una continua ansiedad por nuestro cuerpo. Si alguna cosa es la voluntad de Dios, tenemos la osadía de obedecer aunque parezca arriesgado desde el punto de vista de la sabiduría humana. El es nuestra fuerza; así que, simplemente debemos esperar Su comisión. En nosotros mismos no tenemos fuerzas para soportar nada, pero nuestros ojos están puestos en El. No tenemos nada en qué confiar; vamos adelante en victoria sólo por El. Somos demasiado fuertes y no sabemos cómo dejar de confiar en nuestra fuerza ni cómo depender totalmente de El. Su fuerza sólo se puede manifestar en nuestra debilidad; cuanto menos tengamos de qué depender (en nuestra actitud), tanto más se manifestará Su fuerza. Nuestra fuerza nunca podrá laborar juntamente con El. Si pretendemos ayudar a la fuerza de Dios con la nuestra, el resultado no será otra cosa que fracaso y turbación.
Puesto que el Señor requiere que dependamos de El, esta experiencia no debe ser sólo para los que por naturaleza son débiles, sino también para los que son fuertes en lo natural. Algunos creyentes pueden pensar que no necesitan buscar esta clase de experiencia hasta que comiencen a sentirse débiles, ya que sus cuerpos son fuertes, lo cual es un error, pues tanto nuestra fuerza como nuestra debilidad naturales necesitan la vida de Dios. Nada de lo que recibamos en la vida de la vieja creación satisface a Dios. Si el creyente ha sido enseñado por Dios, pondrá a un lado su propia fuerza para recibir la vida de Dios, aun si su cuerpo es tan fuerte que aparentemente no necesita buscar la vida de Dios. Esto no significa que ejercite su voluntad para escoger estar débil, sino que no cree en su fuerza, y tampoco en su propia habilidad. Esta consagración lo salvará de jactarse según su fuerza carnal, lo
cual es una enfermedad común de los obreros del Señor. No se atreverá a ir más allá de lo que el Señor le mande. El es como quienes son débiles por naturaleza, quienes sin la fortaleza del Señor no se atreven a hacer nada. Por lo tanto, no se atreve a trabajar más de la cuenta ni a ser descuidado al comer ni a exponerse gratuitamente al peligro como los que son débiles por naturaleza.
Esta clase de vida es crucial para que el yo sea restringido por el Espíritu Santo. De lo contrario, estamos destinados a caer. A algunos creyentes les encantaría tener esta vida, pero no pueden detener completamente sus acciones. Todavía no obedecen la voluntad de Dios y actúan independientemente. En consecuencia, pueden ser admirados por algún tiempo, pero la fuerza de su cuerpo no los sostendrá mucho tiempo. La vida de Dios no es el siervo de nuestra voluntad. El no nos suministrará fuerzas para que hagamos algo que El no ha autorizado. Si hacemos algo aparte de El, Su vida se nos escapa y nos encontraremos una vez más llevando la obra con nuestro pobre cuerpo. Para vivir por Dios, no debemos hacer nada libremente según nuestra propia voluntad; debemos hacer solamente aquello que sepamos con certeza que Dios nos indicó que hiciéramos. Si somos obedientes, veremos que Su vida verdaderamente nos será aplicada; de no ser así, El no nos dará Su fuerza para que le desobedezcamos.
LA BENDICION DE ESTA VIDA
Si recibimos la vida del Señor Jesús para que sea la vida de nuestro cuerpo, éste será fortalecido por el Señor, y nuestra vida espiritual también prosperará por El.
Comprendimos hace mucho tiempo, por lo menos en teoría, que nuestro cuerpo es para el Señor; sin embargo, debido a nuestro egoísmo, el Señor no ha podido llenarnos. Ahora le entregamos todo a El. Aceptamos cualquier quebranto que El traiga sobre nosotros. Presentamos nuestro cuerpo en sacrificio vivo y dejamos de regir nuestra propia vida y nuestro futuro. Ahora entendemos lo que significa presentar nuestro cuerpo al Señor. Lo que nos causaba ansiedad ya no nos conmueve. Aunque el enemigo todavía nos tiente a pensar que esto es muy arriesgado y denigrante, ya no estamos tan temerosos como antes. Sabemos que pertenecemos completamente al Señor. Nada que El desconozca o no permita llegará a nosotros. Cualquier ataque que nos sobrevenga sólo mostrará que El tiene un propósito y que El nos protegerá. Nuestro cuerpo ya no es nuestro. Todos sus nervios, sus células y sus órganos fueron entregados a El. Ya no somos dueños de nosotros mismos; por consiguiente, no tenemos ya la responsabilidad. Si de repente el clima cambia, es responsabilidad de El. Si llegamos a tener insomnio en la noche, no nos pondremos ansiosos. No importa con cuánta furia nos ataque Satanás, siempre recordaremos que es Dios quien lucha y no nosotros. Cuando nos conducimos de esta manera, Dios puede expresar Su vida por medio de nuestro cuerpo. Otros pueden estar intranquilos, desesperados, preocupados o pueden estar tratando ansiosamente de buscar algún remedio cuando son puestos en esta misma condición; pero nosotros podemos vivir tranquilamente para Dios por medio de la fe, porque sabemos que no vivimos por causa de una buena alimentación, de suficientes horas de sueño ni del clima apropiado, sino por la vida de Dios. Por eso, nada puede amenazarnos.
Ahora que los creyentes saben que Dios es para Su cuerpo, todas las riquezas de El están listas para que ellos las apliquen. Cada vez que haya una necesidad urgente, Dios tendrá el suministro; por esta razón, están reposados por causa de la provisión de Dios. No piden más de lo que Dios suple, ni se contentan con menos de lo que El prometió. Antes de que llegue el momento para que Dios actúe, ellos no usan su propia fuerza para ayudarlo. Tienen su mirada en el cuidado del Padre. La gente del mundo puede desesperarse y correr en tales momentos debido al sufrimiento en su carne, pero el creyente mira apacible las riquezas de Dios y sabe esperar el tiempo de Dios, debido a la unión que tiene con El. Tal creyente no pone su vida en sus propias manos. ¡Qué paz es ésta!
En esa condición el creyente el creyente glorifica a Dios en todas las cosas. Suceda lo que suceda, lo considera una oportunidad para manifestar la gloria de Dios. No utiliza sus propios métodos, lo cual eclipsaría la alabanza que Dios merece. El ve la liberación que trae el poder de Dios como una oportunidad para alabarlo.
La meta de los creyentes no debe ser solamente recibir las bendiciones de Dios. El mismo es más precioso que todos Sus dones. Si la sanidad no magnifica a Dios mismo, el creyente no la aceptará. De hecho, si solamente deseamos la protección y la provisión de Dios, o si solamente lo invocamos para escapar de nuestras pruebas ya habremos caído. Dios no viene a ser nuestra vida para que tengamos un corazón que busque su beneficio propio. El creyente que realmente conoce a Dios no busca la sanidad, sino a Dios mismo. No desea la sanidad si ésta no glorifica a Dios o si lo aleja de El. Siempre debe recordar que estará cayendo gradualmente si su meta es buscar el don de Dios en lugar de a Dios mismo. Si el creyente vive exclusivamente para Dios, no estará desesperado por pedir ayuda, ni por buscar bendiciones ni por obtener su provisión, sino que se entregará incondicionalmente a Dios.
CAPITULO CUATRO
LA VICTORIA SOBRE LA MUERTE
La experiencia de vencer la muerte no es extraña entre los santos. Por la sangre del Cordero, los israelitas fueron librados de la mano del ángel que mató a los primogénitos de Egipto. David fue librado de las garras del león y del oso y también de la mano de Goliat. Eliseo en cierta ocasión esparció harina en una olla para eliminar un veneno mortal (2 R. 4:38-41). Sadrac, Mesac y Abed-nego, no se quemaron en el horno de fuego ardiendo (Dn. 3:16-27). Daniel vio cómo Dios cerró la boca de los leones cuando fue echado en el foso (6:21-23). Pablo en cierta ocasión sacudió una víbora en el fuego sin sufrir daño alguno (Hch. 28:3-5). Enoc y Elías, ejemplos aún más excelentes de vencer la muerte, fueron llevados al cielo sin pasar por la muerte.
Dios desea conducir a Sus hijos a la experiencia de vencer la muerte. Es crucial vencer el pecado, el yo, el mundo y Satanás; pero nuestra victoria todavía no será completa si no vencemos la muerte. Si deseamos tener una victoria completa, debemos vencer la muerte, el último enemigo (1 Co. 15:26). Si no vencemos la muerte, dejamos suelto un enemigo.
La muerte, que proviene de Satanás, se halla en el mundo natural y también está dentro de nosotros. La tierra esta bajo maldición, y todas las criaturas están bajo el efecto de esta maldición. Si deseamos vivir en constante victoria en este mundo, tenemos que vencer la muerte que hay en él. La muerte también reside en nuestro cuerpo. Desde el día en que nacimos, la muerte ha estado operando en nosotros, pues desde que nacimos vamos en camino a la tumba. No debemos pensar en la muerte solamente como una “puerta” que cruzamos cuando lleguemos al final de nuestros días; debemos ver que la muerte es un proceso. La muerte ya está en nosotros y nos consume gradual y continuamente. El final de nuestro cuerpo físico no es otra cosa que la máxima expresión de la obra de la muerte. La muerte puede atacar nuestro espíritu para hacer que la vida y el poder escaseen en él; puede atacar a nuestra alma para hacer que esté confusa y carente de sentimientos, pensamientos y decisiones; o puede atacar nuestro cuerpo para debilitarlo y enfermarlo.
Al leer Romanos 5, donde dice que: “Reinó la muerte” (v. 17a), vemos que el problema no es solamente la muerte, pues se habla del reinado de la muerte. Este reinado existe en el espíritu, en el alma y en el cuerpo. Aunque nuestro cuerpo todavía no ha muerto, la muerte reina en él. Aunque el poder de la muerte no haya llegado a su expresión máxima, ya está reinando y expandiendo su dominio en todo el cuerpo. Las diversas enfermedades que encontramos en nuestro cuerpo nos muestran en qué medida se halla el poder de la muerte en nosotros, ya que todas ellas conducen nuestra vida humana a su final.
Además del reinado de muerte, también tenemos el reinado de vida (v. 17b). El apóstol dijo que quien reciba el don de la justicia por Cristo Jesús “reinará en vida”, lo cual sobrepasa grandemente el poder de la muerte. Debido a que los creyentes ponen tanto énfasis en el problema del pecado, se olvidan de la muerte. Vencer el pecado es esencial, pero no
debemos olvidar que debemos vencer la muerte; estas dos acciones se complementan. Desde el capítulo cinco de Romanos hasta el ocho, se habla explícitamente de vencer el pecado, pero se le presta igual atención al asunto de vencer la muerte: “La paga del pecado es muerte” (6:23). El apóstol no sólo recalca lo que es el pecado, sino que también explica lo que es el resultado del pecado. No sólo muestra que la justicia está en contraste con el pecado sino que también presenta el contraste entre la vida y la muerte. Muchos creyentes sólo se preocupan por vencer las manifestaciones del pecado en su vida diaria y en su carácter, pero descuidan el asunto de vencer la muerte, la cual es la consecuencia del pecado. En estos versículos vemos que Dios no dice mucho por medio del apóstol en cuanto a las manifestaciones del pecado de la vida diaria; más bien, hace un marcado énfasis en el resultado del pecado, la muerte.
Debemos ver claramente la relación que existe entre el pecado y la muerte. Dios murió no sólo para librarnos del pecado sino también de la muerte. El nos llama a vencer ambas cosas. Como pecadores, estábamos muertos en el pecado, el cual reinaba junto con la muerte en nosotros. Puesto que el Señor Jesús murió por nosotros, nuestro pecado y nuestra muerte fueron absorbidos por Su muerte. Antes la muerte era nuestro rey. Pero ahora, después de ser bautizados en Su muerte, no sólo estamos muertos al pecado, sino que también podemos recibir vida, y vivir para Dios (6:11). Estamos unidos a Cristo; por lo tanto, puesto que “la muerte no se enseñorea más de El” (v. 9), tampoco puede enseñorearse de nosotros (v. 14). La salvación que Cristo efectuó reemplaza el pecado con la justicia, y la muerte con la vida. Si leemos este pasaje con detenimiento, veremos que éstos son los puntos principales que presenta el apóstol. Si nos quedamos con la mitad, ciertamente estaremos incompletos. Cuando el apóstol habla acerca de la salvación completa que efectuó el Señor Jesús, dice: “Porque la ley del Espíritu de vida me ha librado en Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte” (8:2). Puede ser que hayamos tenido mucha experiencia en vencer el pecado, pero ¿en qué medida hemos experimentado vencer la muerte?
Puesto que la vida increada de Dios entró en nuestro espíritu cuando creímos en el Señor y recibimos la regeneración, tenemos una pequeña experiencia de vencer la muerte. Pero ¿es ésta la única experiencia que podemos tener? ¿Hasta qué punto puede la vida vencer la muerte? Es cierto que la mayoría de los creyentes no ha experimentado victoria sobre la muerte al grado que Dios desea. Debemos admitir que la muerte opera más fuertemente en nosotros que la vida. Por lo tanto, debemos prestar igual atención al pecado y a la muerte así como Dios lo hace. Debemos vencer la muerte de la misma forma en que vencemos el pecado.
Puesto que Cristo venció la muerte, los creyentes no deben resignarse a que tienen que morir, aunque posiblemente mueran. Del mismo modo, puesto que Cristo condenó el pecado en la carne, los creyentes no tienen que seguir pecando, aunque es posible que todavía pequen. Puesto que la meta del creyente es ser libre del pecado, también debe tener como meta ser libre de la muerte. El debe entender que por causa de la muerte y la resurrección de Cristo, su relación con la muerte es la misma que su relación con el pecado. Estas cosas ya fueron vencidas completamente en Cristo; por eso, Dios lo llama ahora a que las venza en su experiencia. Pensamos que como Cristo venció la muerte por nosotros, no tenemos que hacer nada. Pero si ése fuera el caso, no podríamos testificar de la victoria del
Señor en nuestra experiencia. Sin la muerte de Cristo en el Calvario, no tendríamos ninguna base para la victoria. Pero esperar pasivamente que la naturaleza tome su curso tampoco nos conduce a vencer. Nosotros no vencemos el pecado de esta manera; tampoco es así como vencemos la muerte. Dios desea que nos apropiemos de la realidad de vencer la muerte; es decir, que por la muerte de Cristo, podamos vencer la muerte en nosotros de una manera práctica. Ya hemos vencido muchas tentaciones, la carne, el mundo y a Satanás; ahora debemos levantarnos para derrotar el poder de la muerte.
Puesto que debemos resistir la muerte de la misma forma que resistimos el pecado, nuestra actitud hacia la muerte debe cambiar radicalmente. Puesto que la muerte es la herencia común de todos los hombres caídos, por naturaleza tenemos la tendencia a someternos a ella. Los creyentes no han aprendido a oponérsele. Toda la humanidad va rumbo a la tumba sin ofrecer resistencia. Aunque sabemos que la segunda venida del Señor está muy cercana y que no todos morirán debido al arrebatamiento, en nuestra experiencia diaria, la mayoría de nosotros todavía espera la muerte. Cuando la justicia de Dios opera en nosotros, de manera espontánea odiamos el pecado, pero no hemos permitido que la vida de Dios opere en nosotros a tal grado que odiemos la muerte.
Para vencer la muerte el creyente debe dejar su actitud sumisa y adoptar actitud reacia a la muerte. A menos que el creyente ponga fin a esa pasividad, jamás vencerá la muerte y, por el contrario, será constantemente asediado por ella y terminará entre las tumbas de aquellos que mueren prematuramente. La mayoría de los creyentes confunde la fe con la pasividad, pues piensan que le entregaron todo a Dios, que si no es el momento de morir, El indiscutiblemente los librará de la muerte; pero si deben morir, nada hará que Dios cambie aquello. Ellos simplemente aceptan que la voluntad de Dios se haga en todo. Tal actitud parece correcta, ¿pero es eso fe? En realidad, es simplemente una pasividad que surge de una actitud perezosa. Cuando no conocemos la voluntad de Dios, debemos decir, como el Señor dijo: “No sea como Yo quiero sino como Tú” (Mt. 26:39). Esto no significa que no tengamos que clamar a Dios de manera específica, presentándole nuestras peticiones. No debemos rendirnos pasivamente a la muerte; Dios desea que trabajemos activamente con Su voluntad. A menos que sepamoscon certeza que Dios desea que muramos, no debemos permitir pasivamente que la muerte nos oprima. Por el contrario, debemos trabajar de manera activa juntamente con la voluntad de Dios para resistirla y rechazarla.
Nosotros no tenemos una actitud pasiva con respecto al pecado, así que ¿por qué tenemos tal actitud con respecto a la muerte? La Biblia considera la muerte nuestro enemigo (1 Co. 15:26). Por lo tanto, debemos estar resueltos a luchar contra ella y vencerla. Puesto que el Señor Jesús la enfrentó y la venció por nosotros, El desea que cada uno de nosotros la venza en su vida presente. No debemos pedirle a Dios que nos conceda el poder para soportar el poder de la muerte, sino pedirle la fuerza para vencer su autoridad.
Puesto que la muerte proviene del pecado, nuestra liberación de la muerte se basa en el hecho de que el Señor Jesús murió por nosotros y nos salvó del pecado. Su redención se relaciona profundamente con la muerte. Hebreos 2:14-15 dice: “Así que, por cuanto los hijos son participantes de sangre y carne, de igual manera El participó también de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tiene el imperio de la muerte, esto es, al
diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a esclavitud”. La cruz es la base sobre la cual vencemos la muerte.
Satanás tiene el imperio de la muerte porque tiene el pecado, el cual es su base. “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por medio de un hombre, y por medio del pecado la muerte; y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12). Pero el mismo Señor Jesús entró en la esfera de la muerte y por medio de Su redención abolió Su aguijón, el pecado, así que Satanás ha perdido su dominio. Por la muerte de Cristo, el pecado no sólo perdió su efecto, sino que la muerte también perdió su poder. Por eso, debemos quebrantar el poder de la muerte por medio de la muerte de Cristo y apropiarnos de todo lo que El logró en el Calvario para que todo nuestro ser quede libre del asedio de la muerte.
Hay tres maneras en que los creyentes vencen la muerte: (1) creyendo que no morirán antes de que acaben Su obra; (2) creyendo que el aguijón de la muerte fue quitado, para que si mueren, no haya nada qué temer; y (3) creyendo que serán totalmente librados de la muerte debido a la segunda venida del Señor y al arrebatamiento. Estudiemos cada una de ellas.
MORIR DESPUES DE CULMINAR NUESTRA OBRA
A menos que el creyente sepa con certeza que ya concluyó su obra y que el Señor no necesita que permanezca en esta tierra, no debe morir; es decir, siempre debe resistir la muerte. Si los síntomas de la muerte han ido penetrando gradualmente en su cuerpo y sabe que no ha terminado la carrera, debe rechazar estos síntomas y rehusarse a morir. También debe creer que el Señor sustentará su resistencia debido a que todavía le tiene trabajo asignado. Por consiguiente, si no hemos terminado la obra que se nos encomendó, podemos estar tranquilos y creer aunque nuestro cuerpo pueda estar asediado por el peligro, mientras laboremos y luchemos juntamente con el Señor, El absorberá nuestra muerte con Su vida.
El Señor Jesús resistió la muerte. Cuando lo quisieron arrojar desde un precipicio: “El pasó en medio de ellos y se fue” (Lc. 4:29-30). En otra ocasión, “andaba Jesús en Galilea; pues no quería andar en Judea, porque los judíos procuraban matarle” (Jn. 7:1). Y en otra ocasión, “tomaron ... piedras para arrojárselas; pero Jesús se escondió y salió del templo y se fue” (8:59). El resistió la muerte reiteradas veces porque Su hora no había llegado. El sabía que había una hora definida para que el Mesías fuera cortado; El no podía morir antes del tiempo que Dios había señalado, ni podía morir en ningún otro lugar que no fuera el Calvario. Nosotros tampoco debemos morir antes de nuestra hora.
El apóstol Pablo también tuvo muchas experiencias de resistir la muerte. Los poderes de las tinieblas hicieron lo posible porque muriera antes de tiempo, pero él los venció en todos los casos. En cierta ocasión estando en la cárcel y en gran peligro, dijo: “Mas si el vivir en la carne resulta para mí en una labor fructífera, no sé entonces qué escogeré. Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, pues esto es muchísimo mejor, pero quedar en la carne es más provechoso por causa de vosotros. Y confiando en esto, sé que quedaré, y aún permaneceré” (Fil. 1:22-25). El no le temía a la muerte; puesto que no había acabado la obra que se le había encomendado, él confiaba en
que Dios no permitiría que muriera. Así venció la muerte. Más adelante, cuando estaba seguro de que había peleado la buena batalla, acabado la carrera y guardado la fe, concluyó que el tiempo de su partida estaba cercano (2 Ti. 4:6-7). Mientras sepamos que no hemos terminado nuestra carrera, no debemos morir.
No sólo Pablo actuó de esta manera; Pedro también obró así. El sabía cuándo partiría del mundo. “Sabiendo que pronto será quitado mi tabernáculo, como también me lo ha declarado nuestro Señor Jesucristo” (2 P. 1:14). Es un error pensar que nuestra muerte es inminente sólo por las circunstancias o por nuestra salud, sin tener una indicación específica de parte del Señor. Así como vivimos para el Señor, morimos para El. Por esa razón, debemos resistir cualquier llamado de la muerte que no provenga del Señor.
Al leer el Antiguo Testamento vemos que todos los antepasados murieron “llenos de días”. ¿Qué significa estar lleno de días? Significa que vivieron plenamente los días que Dios les había asignado. Dios nos asigna un número específico de años (Jos. 21) a cada uno de nosotros. Si no vivimos hasta ese momento, no hemos vencido la muerte. Pero ¿cómo sabemos cuántos años nos ha señalado Dios? La Biblia nos da un número general: “Los días de nuestra edad son setenta años; y ... en los más robustos son ochenta años” (Sal. 90:10). No queremos decir que todos deben vivir por lo menos setenta años, ya que el hombre no puede violar lo que Dios dispuso para él. Pero si no tenemos indicaciones específicas de un período más corto, debemos tomar ese número como la norma y resistir cualquier muerte que nos pueda llegar prematuramente. Si permanecemos firmes en la Palabra de Dios, veremos que la victoria es nuestra.
LIBRES DEL TEMOR DE LA MUERTE
Basándonos en lo que acabamos de decir acerca de vencer la muerte, no nos referimos necesariamente a que nuestro cuerpo jamás morirá. Aunque creemos que “no todos dormiremos” (1 Co. 15:51), afirmar que no moriremos sería demasiado supersticioso. Puesto que la Biblia toma setenta años como una medida general para la vida humana, podemos tener la esperanza de vivir ese tiempo si tenemos fe. Pero no debemos pensar que somos inmortales por el hecho de tener al Señor Jesús como nuestra vida. Sabemos que Dios con frecuencia permite excepciones; algunos mueren antes de los setenta. Nuestra fe sólo puede pedirle a Dios que no muramos antes de que nuestra obra sea terminada. Sea que vivamos un tiempo corto o largo, no debemos perecer como pecadores a la mitad de nuestros días. Nuestra vida debe ser lo suficientemente larga como para completar nuestra obra. Entonces, cuando llegue el final, podremos partir de esta tierra en paz por la gracia de Dios, de una manera que sea tan natural como cuando cae del árbol una fruta plenamente madura. Job describe esta clase de muerte, como “la gavilla de trigo que se recoge en su tiempo” (5:26).
Vencer la muerte no significa necesariamente no pasar por ella, porque Dios quiere que algunos la venzan en resurrección así como el Señor Jesús. De todos modos, aunque un creyente pase por la muerte, así como lo hizo el Señor Jesús, no debe temer a la muerte. Si el creyente se esfuerza por vencer la muerte simplemente porque le teme y la detesta, ya fue derrotado. ¿Cómo puede esperar vencer? El Señor puede decidir completamente salvarnos de la muerte llevándonos vivos a los cielos, pero no debemos pedirle que regrese pronto por
temor de la muerte. Ese temor es un síntoma de que la muerte ya nos derrotó. Inclusive si morimos, será como pasar de un cuarto a otro. No hay necesidad de sentir dolor ni ansiedad ni temor exagerados.
Anteriormente, por el temor de la muerte estábamos durante toda la vida sujetos a esclavitud (He. 2:15), pero el Señor Jesús nos libró para que ya no temamos. El dolor, la oscuridad y la soledad de la muerte no nos amedrentan. Cuando el apóstol tuvo la experiencia de vencer la muerte dijo: “Porque para mí ... el morir es ganancia ... teniendo deseo de partir y estar con Cristo, pues esto es muchísimo mejor” (Fil. 1:21,23). He aquí una actitud completamente libre de temor. Esta es una verdadera victoria sobre la muerte.
ARREBATADOS VIVOS
Ser arrebatados vivos es la última manera para vencer la muerte. Cuando el Señor Jesús regrese, muchos creyentes serán arrebatados vivos, como se nos enseña en 1 Corintios 15:51-52 y en 1 Tesalonicenses. 4:14-16. No se sabe el día en que el Señor vendrá. El pudo haber regresado en cualquier momento durante estos últimos dos mil años. Los creyentes tienen la esperanza de ser arrebatados vivos en cualquier momento y así no pasar por la muerte. El día de la segunda venida del Señor Jesús está mucho más cerca hoy que antes. Por consiguiente, los creyentes hoy tienen más esperanzas de ser arrebatados que los de generaciones pasadas. No queremos decir mucho aquí, pero sí podemos decir algo con seguridad: Si el Señor Jesús regresara en esta generación, seríamos arrebatados vivos. En tal caso, debemos vencer la muerte no permitiendo que muramos antes de ese tiempo para poder ser arrebatados vivos. Según la profecía bíblica, habrá un grupo de creyentes que serán arrebatados sin pasar por la muerte. Ser arrebatado vivo es otra manera de vencer la muerte. Mientras vivamos en la tierra, no debemos decir que no seremos parte de ese grupo. Por lo tanto, debemos prepararnos para vencer la muerte completamente.
Creer que no moriremos físicamente no es una superstición, puesto que la Biblia nos ofrece esta esperanza. Tal vez muramos, pero no es indispensable que muramos. El Señor nos enseña claramente: “El que come Mi carne y bebe Mi sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el día postrero” (Jn. 6:54). Pero también dice: “Este es el pan que descendió del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que come de éste pan, vivirá eternamente” (v. 58). El da a entender que entre Sus creyentes algunos morirán y serán resucitados, mientras que otros no pasarán por la muerte en absoluto. El Señor Jesús expresó esta idea más claramente cuando murió Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida; él que cree en Mí, aunque esté muerto vivirá. Y todo aquel que cree en Mí, no morirá eternamente” (Jn. 11:25-26). El Señor Jesús no sólo es la resurrección, sino también la vida. Casi todos nosotros creemos que El es la resurrección pero olvidamos que también es la vida. Sólo sabemos que en el futuro El nos resucitará, pero olvidamos que mientras vivimos El desea ser nuestra vida y salvarnos de morir. El Señor Jesús nos habla de estas dos clases de obra, pero nosotros sólo creemos en una de ellas. El dijo: “El que cree en Mí, aunque esté muerto vivirá”. Esto es lo que los creyentes de estos dos mil años han de experimentar. Pero también dijo que habrá un grupo de personas que viven y creen en El, quienes no morirán eternamente. No sabemos cuántos millares de personas han creído en Dios y ya han muerto, pero la Palabra de Dios dice que algunos no morirán eternamente; o sea que algunos no serán resucitados, ya que no morirán eternamente. No tenemos ninguna base
para decir que debemos morir primero y luego ser resucitados. Puesto que la segunda venida del Señor Jesús ya está cerca, ¿por qué hemos de morir antes de ese día y esperar la resurrección? ¿Por qué no poner nuestros ojos en El para que nos arrebate en Su segunda venida y podamos ser totalmente librados del poder de la muerte?
El Señor nos dice que El no sólo es la resurrección para muchos, sino también la vida para algunos. Aunque es maravilloso ser resucitado de entre los muertos como le sucedió a Lázaro, ello no significa que aparte de la resurrección, no exista otra manera de vencer la muerte. El Señor dijo que hay otro camino para no morir eternamente. Antes, estábamos destinados a caer en el tenebroso valle de muerte, pero Dios construyó un “puente” que nos da acceso a los cielos directamente. Este puente es el arrebatamiento.
Si algunos desean ser arrebatados y el tiempo del arrebatamiento está muy cercano, entonces Dios querrá que aprendan a vencer la muerte para que estén entre los que serán arrebatados vivos. Antes del arrebatamiento, el último enemigo en ser vencido es la muerte. El Señor Jesús venció plenamente la muerte en la cruz, pero Dios desea que la iglesia experimente esa victoria. Percibimos que estamos al final de este siglo y que antes de nuestro arrebatamiento el Espíritu Santo nos guía a pelear la última batalla, la batalla contra la muerte.
Satanás sabe que le queda poco tiempo y hace todo lo posible por impedir que los creyentes sean arrebatados. Como resultado, los hijos de Dios hoy experimentan muchos ataques físicos, por lo cual llegan a acostumbrarse a respirar la atmósfera de la muerte y pierden la esperanza de ser arrebatados vivos. Los creyentes no saben que eso es el desafío del enemigo para impedir que sean arrebatados. Si el creyente ha recibido el llamado a esperar el arrebatamiento, espontáneamente desarrollará un espíritu de lucha contra la muerte, y en su espíritu sentirá que la muerte es un estorbo para ser arrebatado y, por ende, debe vencerla.
El diablo ha sido homicida desde el principio (Jn. 8:44). Su obra consiste en matar. La meta de lo que Satanás hace en los creyentes es causarles la muerte. Al final de los tiempos atacará a los hijos de Dios de una manera especial, tratando de desgastarlos (Dn. 7:25). Si puede añadir algo de ansiedad al espíritu del creyente, algo más de temor y de preocupaciones en su mente, haciendo que tenga insomnio una noche, que pierda el apetito o que en otras ocasiones trabaje más de la cuenta, habrá tenido éxito en iniciar una invasión de muerte. Aunque una gota de agua sea indefensa, un continuo goteo durante un largo periodo puede desgastar una roca. Sabiendo esto, Satanás se vale de pequeñas preocupaciones, ansiedades y descuidos para desgastar a los santos.
En otras ocasiones Satanás ataca directamente a los creyentes y les causa la muerte. En realidad, muchos ataques semejantes han ocurrido, pero los creyentes no los reconocen como tales. Algunas veces el ataque simplemente viene como un resfriado, una insolación, insomnio, fatiga o pérdida del apetito. Algunas veces puede ser lascivia, ira, envidia o deseo de placer. No conociendo el poder homicida que viene con estos ataques, los creyentes no obtienen una victoria perfecta. Si reconocieran dichos ataques y los resistieran así como resisten a la muerte, vencerían. Puesto que ellos no tienen suficiente conocimiento como para entender el verdadero significado de estas experiencias, las atribuyen a su edad o
a otros factores, sin comprender que el enemigo los ataca tratando de inyectarles muerte debido a que el arrebatamiento está tan próximo.
El Señor Jesús regresará pronto; por consiguiente, debemos pelear una batalla sin tregua contra la muerte. De la misma manera que luchamos contra el pecado, el mundo y Satanás, debemos luchar contra la muerte. No sólo debemos esforzarnos por vencer, sino también por asirnos de la victoria. En todo aspecto debemos asirnos firmemente a la obra de Cristo de vencer la muerte. Si examinamos nuestra experiencia y le pedimos a Dios que nos ilumine, veremos las numerosas ocasiones en que hemos sido atacados por la muerte sin darnos cuenta. Estos ataques se debían a otras cosas y, pensando así, no los confrontamos. Si los hubiéramos reconocido como ataques de la muerte, Dios nos habría dado el poder para vencerlos. Con frecuencia parece que pasáramos por puentes rotos y por calles destrozadas, y es como si todo lo que nos rodea nos diera a entender que estamos próximos a morir, pero no podemos morir, o a veces hasta perdemos la esperanza de vivir, pero no podemos morir. ¿Por qué habríamos de morir ahora? En años recientes, los hijos de Dios han tenido muchas experiencias de luchar por sus vidas, lo cual es extremadamente doloroso y, sin embargo, perciben que no pueden morir. Parece que dijeran que no quieren morir. ¿Qué es todo esto? Son los ataques de la muerte para impedirnos ser arrebatados. Dios nos guía a pelear nuestra última batalla en contra de la muerte antes de ser arrebatados.
Debemos aplicar la victoria de Cristo para cerrar la puerta del Hades. Debemos estar firmes y rechazar todo poder que la muerte tenga sobre nosotros. Rechacemos todo lo que tenga el elemento de muerte. Apliquemos esta visión a toda enfermedad, a toda debilidad y a todo dolor. En ese momento el cuerpo quizás no sienta nada, pero la muerte ya habrá hecho su obra. Toda aflicción en el espíritu y toda tristeza en el alma trae muerte. Dios ahora nos llama a ser arrebatados; por consiguiente, todo lo que estorbe el arrebatamiento, debe ser destruido.
Dios pone a Sus hijos en diferentes circunstancias donde los despoja de su fuerza y de aquello de lo que dependen, para que ellos pongan sus vidas en Sus manos y se sostengan por el hilo de fe. De no ser así, no tendrían esperanza de vivir. Hay momentos cuando parece no haber otro camino que clamar: “Señor manténme vivo”. La batalla hoy es una batalla entre la vida y la muerte.
Los espíritus malignos y homicidas trabajan en todas partes hoy. Si los creyentes no adoptan una posición firme contra ellos y oran, caerán. Si uno sigue siendo tan pasivo como antes, ciertamente morirá. Uno puede decir: “Señor, hazme vencer la muerte”. Pero el Señor le dirá: “Si tomas una posición firme contra la muerte, Yo haré que la venzas”. La oración sola no surtirá tanto efecto si no resistimos la muerte con nuestra voluntad. Debemos decir: “Señor, puesto que Tú venciste la muerte, rechazo todos sus ataques. Estoy decidido a vencer ahora mismo. Señor, concédeme victoria sobre la muerte”. El Señor desea que nosotros venzamos la muerte. Tomemos la promesa que Dios nos dio. Oremos pidiendo ser librados de la muerte y creamos que nada puede hacernos daño. No aceptemos la idea de que la muerte puede afectarnos. Por ejemplo, si nos encontramos en una región infectada por alguna enfermedad, debemos rechazar las enfermedades y prohibairles que se nos acerquen. No permitamos que la muerte nos ataque valiéndose de la enfermedad.
No debemos esperar pasivamente a la venida del Señor pensando que de todos modos seremos arrebatados. Debemos estar preparados. Ser arrebatados, igual que cualquier otro asunto, requiere que la iglesia de Dios coopere con El. La fe no deja que las cosas tomen su propio curso. La muerte debe ser resistida con determinación. De igual manera, el arrebatamiento debe tomarse con decisión. La fe es indispensable, pero no significa que podamos abandonar pasivamente la responsabilidad. Si teóricamente aceptamos el hecho de que podemos ser completamente librados de la muerte, pero nos rendimos pasivamente a su poder, de nada nos sirve.
EL PECADO DE MUERTE
La Biblia dice que hay cierta clase de pecado llamado pecado de muerte (1 Jn. 5:16) que los creyentes pueden cometer. La “muerte” a la que se alude aquí no se refiere a la muerte espiritual, porque la vida eterna de Dios nunca muere; tampoco se refiere a la segunda muerte, porque las ovejas del Señor no perecerán jamás. Esta muerte es una muerte física.
Necesitamos examinar de manera específica lo que es este pecado de muerte para quienes esperamos el arrebatamiento sepamos tener cuidado para que nuestra carne no se corrompa por cometer tal pecado y para que no perdamos la bendición de ser arrebatados vivos. Si el Señor retrasa Su venida, y tenemos que pasar por la muerte, nuestra liberación de este pecado nos mantendrá vivos hasta que estemos llenos de días y terminemos la labor que el Señor nos encomendó. Debido a la negligencia, los días de algunos hijos de Dios se han acortado en la tierra, y ellos han perdido sus coronas. Muchos obreros estarían trabajando para el Señor hoy si hubiesen prestado atención a este asunto.
La Biblia no nos dice explícitamente qué clase de pecado es el pecado de muerte, pero es obvio que tal pecado existe. Según lo que la Biblia describe de las experiencias de los creyentes, sabemos que este pecado varía según las personas. Para algunos, cierto pecado puede ser un pecado de muerte, mientras que para otro puede no serlo. Esto depende de la medida de gracia recibida, de la luz obtenida y de la posición que cada creyente adopte.
Aunque la Biblia no dice qué clase de pecado es éste, sabemos que cualquiera que muera por haber cometido un pecado, cometió un pecado de muerte. Los hijos de Israel cometieron un pecado de éstos en Cades (Nm. 13:25—14:12). Aunque habían tentado al Señor diez veces antes (14:22), El los toleró. Pero en esta ocasión, El hizo que sus cuerpos cayeran en el desierto aunque los perdonó por rehusarse a entrar en Canaán (v. 32).
Por hablar precipitadamente junto a las aguas del Meriba (Sal. 106:33) Moisés murió fuera de la tierra de Canaán. No se le permitió entrar en la tierra. Este fue su pecado de muerte. Aarón cometió el mismo tipo de pecado que Moisés y tampoco pudo entrar a la tierra santa (Nm. 20:24). El varón de Dios que viajó de Judá a Bet-el cometió el pecado de muerte al desobedecer al mandamiento de Dios en cuanto a la comida (1 R. 13:21-22). En el Nuevo Testamento, Ananías y Safira fueron castigados con la muerte porque cometieron un pecado de muerte; ellos sustrajeron parte del dinero de la venta de su heredad y mintieron al Espíritu Santo (Hch. 5). El creyente de Corinto que cohabitó con su madrastra también cometió pecado de muerte. Por eso, el apóstol dijo: “El tal sea entregado a Satanás para destrucción de la carne” (1 Co. 5:5). La Biblia dice que muchos creyentes corintios habían
muerto por participar indignamente del cuerpo y de la sangre del Señor (11:27, 30). También ellos cometieron un pecado de muerte.
Para vencer la muerte debemos vencer continuamente el pecado porque la muerte es consecuencia del pecado. Si deseamos vivir largamente o hasta que el Señor regrese, debemos tener cuidado para no pecar. Muchos creyentes que no fueron prudentes en esto acabaron por ir a la tumba prematuramente. Esto no significa que hubieran cometido un pecado horrendo; el pecado del cual hablamos no es el mismo en todos los casos. La fornicación fue considerado un pecado de muerte entre los corintios, pero las palabras necias de Moisés fueron consideradas un pecado de muerte en su caso. La Biblia nos dice que Moisés era “muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Nm. 12:3). Así que, no podemos pasar ningún pecado por alto.
Estamos en la era de la gracia, y Dios está lleno de gracia; por lo tanto, podemos estar tranquilos. No permitamos que Satanás nos acuse sugiriéndonos que cometimos esta clase de pecado y que, por ende, debemos morir. Aunque la Biblia no nos dice que oremos por otros que han cometido esta clase de pecado, Dios nos perdonará si nos examinamos a nosotros mismos y nos arrepentimos. Muchos piensan que la persona a la que se alude en 2 Corintios 2:6-7 era el que había cohabitado con su madrastra. En 1 Corintios 11:30-32 se nos dice que aunque hayamos cometido un pecado de muerte, podemos ser librados si estamos dispuestos a juzgarnos a nosotros mismos. Por lo tanto, nunca debemos tolerar ningún pecado para que éste no llegue a ser un pecado de muerte en nuestra vida. Tal vez nuestra carne sea débil, pero no debemos dejar de examinarnos a nosotros mismos. Debemos juzgar nuestro propio pecado y no tolerarlo jamás. En esta vida es imposible alcanzar una perfección inmaculada, pero es indispensable confesar los pecados continuamente y depender de la gracia de Dios. Dios todavía nos perdona. Quienes desean vencer la muerte deben prestar especial atención a esto. “El les dará a conocer la obra de ellos, y que prevalecieron sus rebeliones. Despierta además el oído de ellos para la corrección, y les dice que se conviertan de la iniquidad. Si oyeren y le sirvieren, acabaran sus días en bienestar, y sus años de dicha. Pero si no oyeren, serán pasados a espada, y perecerán sin sabiduría. Mas los hipócritas de corazón atesoran para sí la ira, y no clamarán cuando El los atare. Fallecerá el alma de ellos en su juventud, y su vida entre los sodomitas” (Job 36:9-14).
LAS ENSEÑANZAS DE LOS PROVERBIOS
Proverbios es un libro que trata sobre la conducta diaria de los creyentes; hace mucho énfasis en la manera como ellos pueden preservar sus vidas. Estudiemos esto más detenidamente para saber cómo vencer la muerte.
“Hijo mío, no te olvides de mi ley, y tu corazón guarde mis mandamientos; porque largura de días y años de vida y paz te aumentarán” (3:1-2).
“Porque será medicina a tu cuerpo, y refrigerio para tus huesos” (3:8).
“Retenga tu corazón Mis razones, guarda Mis mandamientos, y vivirás” (4:4).
“Oye, hijo mío, y recibe mis razones, y se te multiplicarán años de vida” (4:10).
“Retén el consejo, no lo dejes; guárdalo, porque eso es tu vida” (4:13).
“Porque son vida a los que las hallan, y medicina a todo su cuerpo” (4:22).
“Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida” (4:23).
“Mas el que comete adulterio es falto de entendimiento; corrompe su alma el que tal hace” (6:32).
“Porque él que me halle [a la sabiduría], hallará la vida, y alcanzará el favor de Jehová” (8:35).
“Porque por mí [por la sabiduría] se aumentarán tus días” (9:11).
“Mas la justicia libra de muerte” (10:2).
“El temor de Jehová aumentará los días; mas los años de los impíos serán acortados” (10:27).
“En el camino de la justicia está la vida; y en sus caminos no hay muerte” (12:28).
“El temor de Jehová es manantial de vida para apartarse de los lazos de la muerte” (14:27).
“El corazón apacible es vida de la carne; mas la envidia es carcoma de los huesos” (14:30).
“El camino de la vida es hacia arriba al entendido, para apartarse del Seol abajo” (15:24).
“El que tiene en poco la disciplina menosprecia su alma” (15:32).
“En la alegría del rostro del rey está la vida” (16:15).
“Su vida guarda el que guarda Su camino” (16:17).
“El que guarda el mandamiento guarda su alma; mas el que menosprecia sus caminos morirá” (19:16).
“El temor de Jehová es para vida” (19:23).
“Amontonar tesoros con lengua mentirosa es aliento fugaz de aquellos que buscan la muerte” (21:6).
“El hombre que se aparta del camino de la sabiduría vendrá a parar en la compañía de los muertos” (21:16).
“El que sigue la justicia y la misericordia hallará la vida” (21:21).
Cuando el Espíritu Santo nos guíe a vencer la muerte, estos versículos cobrarán un significado nuevo para nosotros. Estamos acostumbrados a pensar en la vida como si sólo fuera un término. Pero después de recibir iluminación, la vida de nuestro cuerpo será alargada, si cumplimos las condiciones estipuladas por Dios. Por esta razón, debemos prestar la debida atención a los versículos anteriores. Si no obedecemos estos preceptos, veremos que nuestra vida se nos escapa gradualmente. Por ejemplo, Dios promete: “Honra a tu padre y a tu madre ... para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra” (Ef. 6:2-3). Si desobedecemos este mandamiento, nuestros días se acortarán. Dios desea que obedezcamos Sus palabras, recibamos sabiduría, sigamos la justicia y guardemos nuestros corazones. (La intención del corazón tiene mucho que ver con la vida.) De esta manera, no perderemos la vida. Si deseamos preservar nuestra vida, debemos obedecer.
LOS PODERES DEL SIGLO VENIDERO
En el reino que está por venir el Señor Jesús será el sol de justicia con sanidad en sus alas (Mal. 4:2). Para entonces ningún ciudadano del reino dirá: “Estoy enfermo” (Is. 33:24). Los creyentes verán que “cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte para victoria” (1 Co. 15:54). Los creyentes en la edad del reino estarán libres de enfermedades, de debilidades y de muerte, tendrán un cuerpo redimido y aplastarán a Satanás bajo sus pies.
Sin embargo, la Biblia nos dice que podemos ahora tener un anticipo de “los poderes del siglo venidero” (He. 6:5). Aunque nuestro cuerpo todavía no haya sido redimido, podemos gustar por la fe un anticipo de los poderes del siglo venidero no teniendo debilidad ni enfermedad ni muerte. Esta es una experiencia muy profunda, pero si el creyente cumple con las condiciones que Dios exige y cree en las palabras de Dios con todo su corazón, verá que esta clase de experiencia es posible. La fe trasciende el tiempo y puede apropiarse tanto de lo que Dios logró por nosotros en el pasado como de lo que El logrará para nosotros en el futuro.
En 2 Corintios 5 el apóstol habla de la futura transfiguración de nuestro cuerpo: “Porque asimismo los que estamos en éste tabernáculo gemimos abrumados; porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Mas el que nos hizo para esto mismo es Dios, quién nos ha dado en arras el Espíritu” (vs. 4-5). La palabra “arras” significa “cuota inicial”, que es un pago parcial con el que se garantiza el pago completo en un futuro. El Espíritu Santo en nosotros es las arras de Dios de que “lo mortal sea absorbido por la vida”. Aunque no hemos experimentado esto en plenitud, podemos experimentarlo en parte porque ya recibimos el pago inicial del Espíritu Santo. La garantía del Espíritu Santo se nos da para que disfrutemos ahora la victoria venidera de la vida.
El apóstol dice explícitamente en 2 Timoteo 1:10: “Nuestro Salvador Cristo Jesús, el cuál anuló la muerte y sacó a la luz la vida y la incorrupción por medio del evangelio”. La vida y la inmortalidad son la posesión común de todos los que reciben el evangelio. Surge,
entonces, la pregunta: ¿En qué medida ha guiado el Espíritu Santo a los creyentes a experimentar esta posesión? La muerte ya fue abolida, y los creyentes han experimentado esto en cierto grado. Pero ahora este siglo está llegando a un final, y con la esperanza inminente del arrebatamiento, el Espíritu Santo exhorta a los creyentes a experimentar más de la herencia que recibieron del evangelio.
Se puede tener un anticipo de los poderes del siglo venidero. Cuando el apóstol dice: “Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 15:57), se refiere al presente y específicamente a la muerte. El habla de vencer la muerte en el futuro, pero no piensa que la experiencia de vencer la muerte sea exclusivamente para el futuro. El dice que podemos vencer ahora por medio del Señor Jesús.
Dios aplica el principio de que lo que desea hacer en una edad, lo hace primero en un grupo relativamente pequeño de personas. Lo que todos experimentarán en el milenio, lo deben experimentar primero los miembros de Cristo en la tierra hoy. En los siglos pasados siempre hubo algunos que gustaron de los poderes del siglo venidero; por consiguiente, la iglesia hoy debe tener mucho más experiencia de la victoria de Cristo sobre la muerte. Dios desea que irrumpamos en la esfera del Hades hoy. El Señor desea que venzamos la muerte por causa de Su cuerpo. Si no vencemos la muerte, nuestra victoria no será completa.
Cada uno de nosotros debe buscar lo que el Señor desea con respecto a nuestro futuro. (No creemos de manera supersticiosa que no moriremos.) Pero si éste es el fin del siglo, si la segunda venida de Cristo no se retrasa más y si ocurre mientras aún estamos vivos, debemos asirnos de la palabra de Dios por la fe y creer que no moriremos sino que permaneceremos vivos para ver el rostro del Señor. Debido a esta esperanza, debemos purificarnos a nosotros mismos como El es puro. Debemos vivir por El continuamente y aplicar Su vida de resurrección a las necesidades de nuestro espíritu, nuestra alma y nuestro cuerpo.
“Por la fe Enoc fue trasladado para no ver muerte” (He. 11:5). Espero que también tengamos la fe de que no moriremos. Espero que podamos creer que la victoria sobre la muerte es una realidad, que el arrebatamiento es verdadero y que el tiempo no se alargará más. “Y antes que fuese trasladado, tuvo testimonio de haber agradado a Dios”. ¿Qué diremos de nosotros?
¡Oh, cuán excelente es la gloria que vendrá! ¡Cuán completa es la salvación que Dios nos dio! Este es el momento para que nos levantemos y avancemos. Espero que los cielos nos colmen a tal punto que la carne no tenga terreno y que el mundo no nos distraiga. Anhelo que el amor del Padre esté tanto en nosotros que no tengamos nada más que ver con Su enemigo. Que el Señor Jesús santifique nuestros corazones, y que nosotros no deseemos nada que no sea El mismo. Que el Espíritu Santo produzca en cada creyente una oración que clame: “¡Señor Jesús, ven pronto!”
No moriremos; seremos arrebatados para ver al Señor. Este es el camino que el Padre nos mostró.
El Espíritu Santo nos enseña esto claramente, Para que podamos volvernos del mundo al trono.
No moriremos; seremos arrebatados para ver al Señor. ¡Qué gloria será regresar a nuestro hogar celestial! ¡En un abrir y cerrar de ojos seremos transformados, Y seremos llevados arriba para mirarlo cara a cara!
No moriremos; seremos arrebatados para ver al Señor. Tal promesa es verdadera y fiel. Aunque no sabemos el día ni la hora, Sentimos que la hora se acerca.
No moriremos, por lo tanto, santifiquémonos. Corta todos lazos con los pecados, El mundo pasará, y la gloria del cielo aparecerá, Que podamos vivir nuestros días piadosamente.
¡Seremos arrebatados para ver al Señor en los aires! Guardemos nuestro espíritu de toda mancha terrenal, No estamos esperando morir aquí; Esperamos ser llevados de este mundo.
No moriremos; seremos arrebatados para ver al Señor. Avancemos por tanto, hasta que el día amanezca. Perseveremos, para que nadie tome nuestra corona, Porque pronto, el Señor nos premiará con el trono.
No moriremos; seremos arrebatados para ver al Señor. Hijos de Dios, ¡qué victoria admirable! Nuestro espíritu debe decir: “¡Ven Señor! Ven pronto, Y quédate con nosotros para siempre”.