CAPITULO DOCE

SEGUNDA PARTE

COMO SE CONDUCE
LA AUTORIDAD
DELEGADA DE DIOS

 

LA PERSONA A LA QUE DIOS
DA SU AUTORIDAD

LA SUMISION A LA AUTORIDAD DELEGADA
Y COMO SER UNA AUTORIDAD DELEGADA

Los hijos de Dios deben aprender a conocer la autoridad y averiguar a quién deben someterse. A dondequiera que vayan, lo primero que deben preguntarse es quién es la autoridad a la cual deben someterse. Tan pronto nos mudemos a un lugar, no debemos tratar de ser el líder, ni procurar que otros se sometan a nosotros. Por el contrario, debemos ser como el centurión, que le dijo al Señor Jesús: “Porque yo también soy hombre bajo autoridad, y tengo bajo mis órdenes soldados” (Mt. 8:9). Vemos a un hombre que conocía la autoridad. El podía someterse a la autoridad y, por eso mismo, mismo podía ser una autoridad delegada. Dijimos que Dios sustenta todo el universo por medio de Su autoridad. El también engendra hijos (Jn. 1:12) y los mantiene unidos por medio de ella. Por lo tanto, si uno es independiente e individualista y no se somete a la autoridad delegada por Dios, es rebelde en cuanto a la administración que Dios ejerce sobre todo el universo, y no podrá estar en armonía con los demás hijos de Dios. En tal caso, no podrá llevar a cabo la obra de Dios en la tierra. Dios ha establecido autoridades delegadas en la iglesia, la cual es edificada y sustentada por la autoridad de Dios. Por esta razón, todo hijo de Dios debe buscar la autoridad a la cual debe someterse, de tal manera que pueda coordinar armoniosamente con otros. Desafortunadamente, muchas personas han fracasado en este aspecto.

Si no conocemos el objeto de nuestra fe, no podremos creer; si no conocemos el objeto de nuestro amor, no podremos amar. Si queremos que una persona crea en algo, debemos primero mostrarle el objeto de su fe y si queremos que una persona ame a alguien, primero debemos presentarle a ese alguien. De la misma manera, si no conocemos el objeto de nuestra sumisión, no sabremos someternos. A fin de enseñarle a una persona la sumisión, primero debemos permitirle que conozca a quién debe someterse. Hay muchas autoridades delegadas en la iglesia, a las cuales debemos someternos. Cuando nos sometemos a ellas, nos sometemos a Dios. Muchas personas pueden predicar acerca de la sumisión, sin que ellas mismas se sometan a alguna autoridad. Debemos someternos a la autoridad para poder llegar a ser una autoridad delegada por Dios. Además, no podemos someternos sólo a quienes nos agradan, sino a todas las autoridades que haya sobre nosotros. Inclusive, debemos someternos al policía que patrulla en la calle.

LA NECESIDAD DE ENCONTRARNOS
CON LA AUTORIDAD

Existen muchas autoridades en la iglesia que están sobre uno, a las cuales uno debe aprender a someterse. Debemos aprender a reconocer las diferentes autoridades y la autoridad que hay en otros. Una vez que encontramos que cierta persona tiene autoridad, debemos someternos a ella inmediatamente. No tenemos que analizarla cuidadosamente y luego decidir si hemos de someternos a ella. Si calculamos si una persona es digna de su sumisión o no, sólo nos hemos encontrado con la persona, mas no con la autoridad. Si uno no se ha encontrado con la autoridad ni sabe someterse a ella, jamás podrá ser una autoridad delegada. A menos que juzguemos primero el pecado de rebelión en nosotros, no conoceremos el significado de la sumisión. Los hijos de Dios no deben ser desorganizados ni indisciplinados. Si no hay un testimonio claro entre los hijos de Dios, no existirán la iglesia ni ministerio ni la obra. Debemos darnos cuenta de que éste es un problema grave. Por eso, debemos presentar este delicado asunto delante del Señor y encontrarnos con la autoridad. Debemos aprender a someternos unos a otros y también a las autoridades delegadas. Solamente al hacerlo, podremos ser una autoridad delegada.

Tres requisitos para ser
una autoridad delegada

Ya estudiamos la clase de persona que Dios usa como autoridad delegada. A fin de ser dicha autoridad, es necesario llenar tres requisitos básicos (fuera de conocer la autoridad de Dios y de someterse a la misma).

Reconocer que toda autoridad procede de Dios

Una autoridad delegada debe recordar que toda autoridad procede de Dios, quien las estableció todas; por lo tanto, si alguna persona tiene autoridad, ésta proviene de Dios. Nuestras opiniones personales no pueden llegar a ser una ley por la cual se rijan los demás. Tampoco nuestras ideas, nuestros puntos de vista ni nuestras propuestas merecen ser tenidas en cuenta, pues no son mejores que las de los que están bajo nuestra autoridad. Debemos recordar que toda autoridad procede de Dios; de hecho, la única autoridad que es verdadera es la que procede de Dios y sólo esa autoridad puede esperar sumisión. Solamente podemos pedirle a los hermanos y hermanas que se sometan a la autoridad que tenemos, si ésta proviene de Dios. Una autoridad delegada puede ser solamente una que se ha recibido de Dios. En tal caso, la persona no puede presumir de su autoridad, porque sólo tiene una autoridad delegada, no algo que proceda de ella misma. Este es un problema básico entre nosotros. Las autoridades delegadas deben recordar que son solamente representantes de Dios y que no tienen autoridad en sí mismas.

No importa si nos encontramos en el mundo, en la iglesia o en la obra de Dios, siempre debemos recordar que no tenemos ninguna autoridad en nosotros mismos; también debemos recordar que nadie en todo el universo tiene autoridad en sí mismo, pues ésta procede de Dios. Las autoridades que hoy vemos son hombres que ejercen la autoridad de Dios; pues no existen autoridades que se originen en el hombre. La policía, por ejemplo, simplemente se encarga de hacer cumplir la ley. De la misma manera, los jueces ejecutan la ley. Todos los oficiales y autoridades del mundo son establecidas por Dios y su función es hacer cumplir la ley. Ellos aplican la ley como expresión de la autoridad de Dios. No pueden establecer ninguna ley por su propia cuenta. Todas las autoridades que hay en la iglesia son delegadas por Dios. Solamente tenemos autoridad porque representamos la autoridad de Dios. No existe ningún elemento intrínseco en nosotros que nos haga diferentes a los demás ni que nos dé el derecho de ser una autoridad.

Una persona puede llegar a ser una autoridad debido a que conoce la voluntad, la intención y los pensamientos de Dios. Uno no llega a ser una autoridad debido a sus propias ideas u opiniones, sino debido a su comprensión de la voluntad y el deseo de Dios. Uno no debe esperar que otros se sometan a su propia voluntad u opinión. Una persona puede representar la autoridad dependiendo de cuánto conoce la voluntad y los pensamientos de Dios. Recordemos que no poseemos nada en nosotros mismos que pueda reclamar sumisión de parte de otros. Sólo cuando llegamos a conocer la voluntad de Dios, podemos pedir que otros se nos sometan. Cuando nos relacionamos con alguien debemos tener la certeza de que conocemos la voluntad de Dios y lo que Dios quiere hacer en ese momento. Si entendemos claramente los caminos de Dios, podremos actuar como Su autoridad delegada. Sólo así podemos servir a otros con la autoridad, pues sin ella no tenemos ninguna autoridad a la cual otros puedan someterse.

Nadie que no haya aprendido a someterse a la autoridad de Dios o que desconozca Su voluntad puede llegar a ser una autoridad delegada por El. Supongamos que un hombre representa a una empresa en la realización de algún negocio; él no puede hacer ofertas basándose en sus propias ideas ni puede hacer una promesa según sus propios gustos ni puede tomar sus propias decisiones para firmar un contrato. Primero debe averiguar los planes del gerente, saber lo que desea que diga y en qué circunstancias y condiciones debe firmar el contrato. De la misma manera, si deseamos ser una autoridad delegada por Dios, primero debemos entender Su voluntad y Su manera de actuar. Sólo entonces, podremos ejercer Su autoridad. Para ser una autoridad delegada, es necesario conocer a la persona a la cual se representa. Uno no puede salir con sus propias ideas ni pensamientos ni palabras. La persona en la cual Dios delega autoridad primero debe conocer la voluntad de Dios; y no puede dar órdenes que Dios no haya dado. Supongamos que uno le dice a alguien que haga algo, y supongamos que éste acude al Señor junto con uno para consultarle a El sobre este asunto y si Dios no acepta lo que uno le dijo a esa persona, uno estará representándose a sí mismo y no a Dios. Esta es la razón por la cual debemos entender la voluntad de Dios y ejercerla. Si hacemos esto, Dios respaldará lo que hacemos y tendremos autoridad, ya que El respaldará nuestras decisiones. Lo que proviene de nosotros no tiene ninguna autoridad.

En lo espiritual, debemos aprender a escalar alto y a cavar profundo. Siempre debemos buscar un conocimiento más profundo y rico de los caminos y la voluntad de Dios; también necesitamos recibir mucha revelación y conocimiento. Necesitamos aprender muchas cosas y adquirir toda clase de experiencias; por lo tanto, debemos ver lo que otros no han visto y tocar lo que otros no han tocado ya que lo que hacemos depende de lo que hemos aprendido delante del Señor, y lo que decimos de lo que hemos percibido y experimentado delante del Señor. Si tenemos suficientes experiencias con el Señor y hemos conocido suficientemente Sus caminos, tendremos la osadía de declarar lo que hemos recibido, lo que hemos aprendido y lo que hemos experimentado de El. Cuando hacemos esto, tendremos autoridad. Sin Dios no hay autoridad. Aquellos que no han visto nada delante de Dios, no tienen ninguna autoridad ante los hombres. Todas las autoridades se basan en nuestro conocimiento y en lo que hemos aprendido delante de Dios. Algunos ancianos pueden pensar que pueden imponer sus ideas a los jóvenes; algunos hermanos creen que pueden imponerse a las hermanas, y algunas personas activas tal vez piensen que pueden subyugar a los pasivos. Pero tales intenciones no producirán resultados. Si uno desea ser una autoridad y que los demás se le sometan, lo primero que debe hacer es conocer la autoridad uno mismo; también debe conocer a Dios y comprender Su voluntad. Sólo entonces podrá ser un delegado de la autoridad de Dios.

Aprender a negarnos a nosotros mismos

El segundo requisito básico para ser una autoridad delegada es negarnos a nosotros mismos. Para entender claramente la voluntad de Dios, no debemos empezar a hablar ni ejercer ninguna autoridad. La autoridad delegada por Dios no sólo debe conocer la autoridad de El, sino que también debe aprender a negarse a sí misma. Recordemos que ni Dios ni los hermanos valoran nuestra opinión. Temo que la única persona en todo el mundo que valora su opinión es uno mismo. Si uno piensa que su opinión es la mejor, que Dios la valora y que los hermanos y hermanas honran sus ideas, está soñando. No sea tan necio como para imponer sus ideas unilateralmente. Tememos a quienes ofrecen muchas opiniones y a quienes tienen muchas ideas, aquellos que les gusta ser consejeros. Tememos a quienes todo lo toman a modo personal. Hay personas a las que les agrada aconsejar a otros y ofrecerles diversos planes y propuestas. Cuando se les da la oportunidad, expresan sus opiniones. Tales personas no podrían ser un presidente ni un jefe ni un policía. Piensan que saben lo que deben hacer los que están en alguna adversidad, a pesar de no haber pasado por eso ellas mismas. Aun si no se les da la oportunidad, tratan todavía de interrumpir con una o dos palabras, y si no pueden encontrar la oportunidad de hablar en frente de otros, lo harán a sus espaldas. Recordemos que Dios nunca delegará Su autoridad a alguien que tenga muchas opiniones, propuestas y puntos de vista. No le pediríamos a una persona que le gusta gastar dinero que administre nuestra cuenta bancaria, pues no queremos arriesgar nuestros bienes. De la misma manera, Dios no le pedirá a una persona que le gusta expresar su opinión que sea Su autoridad delgada, debido a que El tampoco desea arriesgar Sus bienes.

El Señor primero debe quebrantar todo nuestro ser, antes de que podamos llegar a ser Su autoridad delegada. Según lo que he podido observar, no creo que Dios escoja a una persona que está llena de opiniones para que sea Su autoridad delegada. Tal persona debe pasar primero por el quebrantamiento y renunciar a su deseo de entrometerse en los asuntos de otros y de actuar como consejero. Dios quiere que representemos Su autoridad, no que la reemplacemos. Es cierto que somos como Dios en muchos aspectos, pero El continúa siendo el único Soberano en Su posición y el único digno de adoración. Su voluntad le pertenece sólo a él; El es supremo y soberano sobre todas las cosas. El nunca busca nuestro consejo ni tampoco desea que seamos Sus consejeros. Esta es la razón por la cual la autoridad que El delega no debe tomarse a modo personal. Es cierto que para llevar a cabo alguna empresa es necesario tomar decisiones y plantear criterios; no afirmamos que Dios usa sólo a quienes carecen de ideas, opiniones y criterio. Nos referimos a que debemos ser quebrantados, donde nuestra sabiduría llegue a su fin, y nuestras opiniones y propuestas sean aplastadas, de modo que Dios pueda usarnos. El problema básico de muchas personas es que por naturaleza tienen una mente muy activa, hablan demasiado y ofrecen sus opiniones constantemente. Son inteligentes y se complacen en aconsejar a otros. Tales personas deben orar para que Dios tenga misericordia de ellas, pues necesitan experimentar un quebrantamiento verdadero. Esta no es una simple enseñanza ni se trata de una imitación. Uno necesita un quebrantamiento fundamental que produzca una herida abierta por la cual su sabiduría, sus opinión y sus ideas sean totalmente anuladas. De este modos uno es espontáneamente libre de sus propios pensamientos e ideas. Si uno ha pasado por la disciplina de Dios vive con temor delante del Señor y no se atreve a hablar descuidadamente. También estará libre de cometer muchos errores. Mientras permanezca abierta la herida que Dios infligió, uno sentirá dolor cada vez que se mueva, y nadie tendrá que recordarle la herida.

Si uno solamente conoce la enseñanza a cerca del quebrantamiento y trata de imitar a otros no hablando mucho, su verdadera naturaleza aflorará tarde o temprano. Algunas personas son conversadoras y obstinadas por naturaleza, por lo cual es difícil verlas calladas. Al escuchar un mensaje pueden retener algunas enseñanzas sobre el quebrantamiento y deciden no hablar tanto. Si estas personas comienzan a imitar a otros y a seguir su ejemplo, sus hojas de higuera se secarán pronto (Gn. 3:7), y su verdadera condición será desnudada. No podemos controlarnos por medio de nuestra voluntad, pues nuestro verdadero ser saldrá a la luz tan pronto como perdamos la paciencia, y tendremos que confesar los pecados a Dios nuevamente. Solamente necesitamos que la luz de Dios aniquile nuestro ser por completo. Dios permitirá que nos golpeemos contra la pared hasta que en nuestro ser aparezca una grieta. Debemos pasar por una experiencia similar a la de Balaam en Números 22:25. Dios ha de causar una herida en nosotros de tal manera que al movernos de nuevo, sintamos la herida y no nos atrevamos a ofrecer nuestras propuestas. Cuando un hombre está herido, no es necesario que lo exhorten a que camine despacio; pues él espontáneamente disminuirá el paso. Esta es la única manera de ser libres de nuestro yo. Por eso he dicho reiteradas veces que necesitamos las heridas. No hay otra manera de seguir adelante excepto por medio de una confesión y un quebrantamiento completo delante de Dios.

Aquellos que son autoridades delegadas deben aprender a no ofrecer ninguna opinión personal y a no expresar sus propias ideas. Tampoco deben tener una afición por entrometerse en asuntos ajenos. Algunas personas piensan que son el juez supremo y que saben administrar todas las cosas, ya sean del mundo o de la iglesia. Se imaginan que lo saben todo y que tiene una idea y una solución para todo. Cuando alguien se les acerca, están prestos a dar su consejo. Si las personas no acuden a ellos, de todas maneras darán su consejo gratuitamente como si fuera el evangelio. Tales personas nunca han sido disciplinadas ni han atravesado ninguna adversidad. Tal vez hayan experimentado algún pequeño quebranto o un castigo leve, pero todavía sus opiniones, sus ideas y sus métodos abundan. Parece como si ellos fueran omnipotentes y omniscientes, pues sus opiniones son como mercancía exhibida en un bazar. Personas así nunca pueden ser una autoridad. La autoridad delegada por Dios debe caracterizarse básicamente por no tener la tendencia a dar opiniones ni a hacer críticas descuidadamente. Tampoco debe ofrecer opiniones ni ocultar propuestas en el corazón. Sólo quienes han sido quebrantados de esta manera, son aptos para ser la autoridad delegada de Dios.

La necesidad de una comunión
constante con el Señor

Aquellos a quienes Dios constituye Su autoridad delegada deben cumplir un tercer requisito: tener una comunión constante con el Señor. No sólo debe haber una comunión sino también una comunicación. Algunas personas que expresan sus opiniones todo el día deben renunciar a sus opiniones. Cada vez que alguien tenga una opinión, debe llevarla al Señor y verificar si procede de la carne o si es un sentir del Señor. De esta manera, Dios gradualmente le revelará a la persona el deseo de Su corazón. Esta es nuestra necesidad fundamental. El problema de muchos es que hablan sin haberse acercado a Dios y expresan sus opiniones gratuitamente y hablan por el Señor descuidadamente debido a que están lejos de Dios. Cuanto más fácil le es a la persona proferir el nombre de Dios, más demuestra que está lejos del Señor. Sólo quienes están cerca de Dios le temen, y sólo ellos aborrecen las opiniones desenfrenadas. Por ejemplo, muchos campesinos de Kuling son leñadores. Ellos critican libremente al gobierno y a los líderes de nuestro país; pero en Nankín o en Chungking (dos ciudades principales) no se oyen críticas. A pesar que aquí la gente habla libremente del presidente, si él viniera, las personas se dirigirían a él con respeto y lo llamarían “Señor presidente”. Nadie se atrevería a faltarle al respeto. De la misma manera, sólo quienes están cerca de Dios le temen, no se atreverán a andar libremente ni a hablar descuidadamente en el nombre del Señor.

Démonos cuenta de que la comunión es un requisito básico para ser una autoridad. Cuanto más tiempo permanezcamos cerca del Señor, más veremos nuestros errores; veremos que muchas de las acciones que anteriormente consideramos correctas estaban equivocadas. Cuanto más conocemos a Dios, más reconocemos que las cosas son diferentes. Hubo cosas de las cuales estábamos muy seguros que estaban correctas hace diez o veinte años. ¿Cuál es nuestra percepción ahora? Muchas veces uno puede decirse: “¿Por qué estaba yo tan ciego? ¿Por qué estaba tan confiado y seguro de que tenía la razón? Lo mismo que parecía estar bien anteriormente, ahora lo vemos totalmente equivocado. Después de encontrarnos con Dios cara a cara, nunca más estaremos seguros de Sus palabras ni volveremos a confiar en nosotros mismos; además comenzamos a tener temor de cometer errores. Si las cosas de las cuales estábamos tan seguros antes las encontramos equivocadas hoy, ¿que diremos de las que hoy pensamos ciertas y correctas? Por lo tanto, si estamos en constante comunión con el Señor, nunca hablaremos apresuradamente. Cuanto menos una persona se conoce a sí misma, más se jacta de su conocimiento. Cuando una persona habla sin restricción, muestra cuán lejos está de Dios.

El temor a Dios no es una manera de comportarse. Sólo los que están cerca de Dios le temen. Pero la persona desenfrenada está lejos de Dios. Cuando la reina de Sabá conoció a Salomón, se quedó asombrada (1 R. 10:4-5); pero aquí hay alguien mayor que Salomón (Mt. 12:42). Cuando nos acercamos al Señor, debemos “quedar asombrados”; no deberíamos atrevernos a mencionar Su nombre a la ligera ni hablar apresuradamente. Debemos ser como un siervo que espera a la puerta y debemos decirle a Dios que no sabemos nada. Que el Señor nos libre de nuestra enfermedad de hablar de lo que no entendemos y de emitir juicios sobre lo que no sabemos. Algunas veces tenemos que actuar inmediatamente, a pesar de no estar en continua comunión con Dios, y tomamos decisiones precipitadas. Este es un gran problema en muchas personas. No hay problema más serio en un siervo de Dios que hablar apresuradamente sin conocer la voluntad de Dios. Es un problema serio que un hombre emita juicios sin tener claridad a cerca de algún asunto delante del Señor. Tal persona no entiende claramente las cosas y siempre está hablando. Podemos entender claramente la voluntad de Dios sólo cuando vivimos delante de El y cuando estamos cerca de El continuamente.

El Señor Jesús dijo: “No puede el Hijo hacer nada por Sí mismo, sino lo que ve hacer del Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente” (Jn. 5:19). El también dijo: “No puedo Yo hacer nada por Mí mismo; según oigo, así juzgo; y Mi juicio es justo, porque no busco Mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió” (v. 30). Tenemos que aprender a escuchar, a entender y a ver. Todas estas aptitudes se derivan de una comunión íntima con el Señor. Sólo quienes viven en la presencia de Dios pueden escuchar, entender y ver. Aquellos que han aprendido las lecciones conocen la voluntad de Dios y, al vivir en la presencia de Dios, pueden hablar a los hermanos y hermanas. Cuando los problemas surgen entre los santos o en la iglesia, estas personas sabrán qué hacer. Si uno no practica esto, estará tomando el nombre del Señor en vano.

Permítanme decir con franqueza que el problema de muchos siervos de Dios hoy es que son muy osados o, en palabras más específicas, son demasiado imprudentes. No han aprendido a escuchar la palabra de Dios y nunca han visto ninguna revelación ni entienden la voluntad de Dios; sin embargo, ¡tienen el atrevimiento de hablar de parte de Dios! Déjeme preguntarles: ¿Qué clase de autoridad tiene usted al hablar? ¿Quién le ha dado autoridad? ¿Qué le diferencia de los demás hermanos y hermanas? Si uno no tiene la certeza de que lo que dice es la palabra de Dios, ¿qué autoridad posee entonces? Si yo le llevo a usted delante del Señor junto con alguien con quien usted discutió. ¿Tendrá la confianza de decir que todo lo que dijo era del Señor? Si Dios reconoce sus palabras, todo estará bien; pero si no, ¿qué autoridad tiene usted? Debemos recordar que la autoridad que se nos confía no es intrínsecamente nuestra. Si no representamos la autoridad de Dios ¿qué derecho tenemos de hablar o de laborar?

Todas las autoridades delegadas por Dios deben vivir delante de El y tener comunión con El. Debemos ser quebrantados por El y llevar las cicatrices en nuestro cuerpo. Cuando hablamos con los santos o con la iglesia, no debemos añadir nuestro yo, sino que debemos tener la seguridad de que nuestras palabras llevan autoridad. No nos engañemos pensando que tenemos alguna autoridad en nosotros mismos ni pensemos que somos fuente de autoridad. Tengamos siempre presente que Dios es el único que tiene autoridad. La Biblia dice claramente que toda autoridad procede de Dios.

Si hay alguna autoridad en mí, ésta viene de Dios. Yo soy solamente un canal por medio del cual fluye la autoridad. Aparte de esta diferencia, yo soy igual a los demás; no soy diferente del hombre más necio. El que me separa de los demás y me da la autoridad es Dios, pero nada procede de mí mismo. Por consiguiente, debemos aprender a temer a Dios y a tener comunión con El. Este no es un asunto trivial. Debemos decirle al Señor: “No soy diferente a los demás hermanos y hermanas”. Si Dios dispuso entregarnos alguna autoridad y si nosotros aprendemos a ser Su autoridad delegada, debemos vivir delante de El y tener una comunión constante con El. Debemos pedirle que nos muestre el deseo de Su corazón. Sólo cuando vemos algo delante de Dios podemos ministrarlo a los hermanos y hermanas, y sólo entonces, seremos aptos para ser autoridad delegada.

¿Por qué usamos la palabra comunicación al referirnos a la comunión con Dios? Porque la comunión no es algo que tengamos una sola vez delante del Señor, pues requiere que vivamos en la presencia del Señor continuamente. La comunicación es un ejercicio de toda la vida. Podemos aprender algunas lecciones básicas de una vez por todas, pero vivir en la presencia del Señor es un asunto continuo. Cuando nos alejamos de Dios, la autoridad se distorsiona y cambia de tono. Por lo tanto, debemos vivir delante del Señor continuamente y temerle siempre. Debemos tener presente que debemos pasar por el juicio de Dios. Debido a que Dios quiere usarnos, debemos vivir en Su presencia siempre.

Los tres aspectos mencionados son los requisitos básicos de la autoridad delegada. La autoridad procede de Dios, y nosotros somos simplemente Sus delegados. Así que, el hombre no puede tomar las cosas a modo personal, sino que debe negarse a sí mismo. Esta es la razón por la cual necesitamos vivir momento tras momento en comunión con El. Debido a que la autoridad le pertenece a Dios, nosotros no tenemos ninguna autoridad. No somos mas que representantes. La autoridad no me pertenece a mí; por lo tanto, yo no puedo tomarla como algo personal, sino que debo vivir en comunión con Dios. Si la comunión se interrumpe, la autoridad desaparece. Quienes tienen autoridad se hallan en una posición difícil, pues no pueden renunciar ni tampoco relajarse. Cuán diferente es esto del concepto humano. Los que verdaderamente conocen a Dios nos anhelan ser una autoridad, porque ser una autoridad delegada es un asunto muy delicado y muy serio.

NO ESTABLECER LA AUTORIDAD DE UNO

Debido a que Dios es el que establece Su autoridad, no hay necesidad de que las autoridades delegadas traten de desarrollar su propia autoridad. Conozco a algunos hermanos y hermanas que fueron necios al pensar que podían dirigirse a los demás con su propia autoridad. Trataron de desarrollar su propia autoridad, lo cual es una necedad delante de Dios. Hebreos 5:4 dice: “Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios”. Esto también se aplica a la autoridad; nadie puede tomar autoridad por su propia cuenta. Cuando Dios le concede a alguien ser Su autoridad, dicha persona tiene autoridad. Por consiguiente, no es necesario que exijamos la obediencia de los demás. Si ellos insisten en alguna equivocación, debemos dejarlos en su equivocación. Si algunos no obedecen, no los perturbemos. Si otros quieren seguir su propio camino, dejemos que lo hagan. No debemos discutir con nadie. Si no soy delegado por Dios para ejercer Su autoridad, ¿por qué habría de exigir obediencia de los demás? Y si soy una autoridad delegada por Dios ¿por qué habría de preocuparme si los demás no se me someten? En ese caso, ellos estarán desobedeciendo a Dios. Yo no tengo que preocuparme por la desobediencia de los demás. Si la autoridad está sobre mí, esas personas estarán discutiendo con Dios cuando discutan conmigo. No hay nada más serio que esto. No necesitamos forzar a los demás a que nos hagan caso, y podemos darle a cada uno la libertad de hacer lo que quiera. Si Dios respalda la autoridad ¿a qué hemos de temer? ¿Hay algún rey en la tierra que respalde a sus ministros? ¡No! Pero si uno es una autoridad delegada, Dios lo sostendrá, lo apoyará y lo respaldará.

Cuanto más conocemos la autoridad, más puertas abiertas, revelación y ministerio tengamos, más libertad debemos dar a otros para que tomen su propio camino. No debemos decir ni una sola palabra para vindicar nuestra autoridad; más bien, debemos dar a otros plena libertad. Permitamos que otros vengan a nosotros de la manera más espontánea posible. Si ellos no quieren que seamos su autoridad, y si se alejan de nosotros, no debemos forzarlos a aceptarnos. Si hay autoridad en nosotros, todo el que desee seguir al Señor, vendrá gustoso a nosotros. No hay nada más desagradable ver a alguien tratando de establecer su propia autoridad. Nadie puede hacer tal cosa. Lo que uno pueda ministrar a los demás en una localidad nadie más puede hacerlo. Por lo tanto, si uno tiene un ministerio, y algunos no se someten a uno, ellos son los que sufren pérdida. La administración de Dios es misteriosa. Muchas personas piensan que están creciendo espiritualmente, pero si no obedecen, la luz de Dios en ellos se detendrá, y aunque es posible que sólo se den cuenta de ello después de un tiempo, sin duda caerán.

Tomemos el caso de David. El nunca trató de establecer su propia autoridad. Después de que Dios rechazó a Saúl y lo ungió a él como rey, él permaneció muchos años sujeto a la autoridad de Saúl y nunca hizo nada para desarrollar su propia autoridad. Si Dios lo escogió a uno para ser una autoridad, uno debe pagar el precio de permitir que otros se opongan, lo desobedezcan y se rebelen. Pero si uno no es una autoridad delegada, será inútil tratar de defender su propia autoridad. Me molesta oír que algunos esposos les dicen a sus esposas: “Yo soy la autoridad delegada por Dios, y tú debes obedecerme”; o cuando oigo que los ancianos se dirigen a los santos o a la iglesia y dicen: “Yo soy la autoridad delegada por Dios”. Si uno es en realidad una autoridad delegada, otros se someterán espontáneamente. Si no se someten, ellos caerán y si se le oponen, no podrán avanzar espiritualmente. Pablo dijo que todos los que estaban en Asia lo habían abandonado (2 Ti. 1:15). Quienes abandonaron a Pablo nunca pudieron avanzar espiritualmente. Hermanos y hermanas, no traten de establecer su propia autoridad. Si Dios los escogió a ustedes para que ejerzan Su autoridad, simplemente acéptenla. Si Dios no los escogió como tales, entonces no hay por qué luchar para conseguir la autoridad. La autoridad autoestablecida deben ser erradicada de nuestro medio. Debemos permitir que Dios establezca cada autoridad y no tratar de establecer la nuestra. Si en verdad Dios nos comisionó como autoridad Suya, los demás tendrán dos caminos: desobedecernos y caer, u obedecernos y ser bendecidos.

CUANDO LA AUTORIDAD DELEGADA
ES PUESTA A PRUEBA

Cuando una autoridad es puesta a prueba, debe confiar en el gobierno de Dios. No tiene que preocuparse, defenderse, hablar ni hacer nada. Me parece terrible cuando algunos afirman: “Yo soy la autoridad delegada por Dios”. Cuando nos establecemos nosotros mismos como autoridad, encontramos mucha oposición y rebelión. Pero si somos verdaderamente una autoridad delegada, no necesitamos defender nuestra autoridad. Si un hombre se rebela, no es contra nosotros que lo hace, sino contra Dios, y no es nuestra autoridad la que ofende, sino la de Dios. Nosotros simplemente somos la autoridad delegada. Quien está siendo censurado, criticado es Dios, no nosotros; y a quien se le oponen es a Dios, no a nosotros. Si El permite que esta situación permanezca, ¿podremos nosotros ponerle fin? ¿Quiénes somos nosotros? Somos hombres humildes que siguen a Jesús de Nazaret. Está bien que seamos menospreciados; si no hemos visto esto, que el Señor tenga misericordia de nosotros. Debemos darnos cuenta de que cuando otros ofenden la autoridad, no nos ofenden a nosotros sino a la autoridad que está en nosotros. Puedo hablar por experiencia; si nuestra autoridad proviene de Dios y otros se oponen y nos ofenden, ellos sufrirán, pues no tendrán futuro en lo espiritual, y no recibirán revelación. ¡El gobierno de Dios lo más serio que hay! Debemos aprender a no confiar en nosotros mismos. Debemos temer a Dios y reconocer la autoridad. ¡Que el Señor nos dé Su gracia!